Historia para no leer en Halloween


Historia para no leer en Halloween.




Lo admito sin ninguna falsa ambición de parecer racional: las casas embrujadas me apasionan. Conocí muchas, en el curso de los años, pero ninguna que se parezca siquiera remotamente a la casa de la calle Leiva. Según los testimonios de sus vecinos, cada noche de brujas ocurrían allí los hechos más increíbles, dato más que suficiente como para organizar una expedición de último momento.

En la víspera de Halloween forcé la puerta de entrada.

De inmediato me estremecí a causa del estado de abandono en la que se encontraba. Las paredes estaban cubiertas de moho. Un musgo grisáceo y enfermizo colgaba del techo, como barbas o hirsutas y lujuriosas protuberancias. El hedor era tan espantoso, tan inmemorial, que incluso llegué a considerar la posibilidad de los ladrillos estuviesen en pleno proceso de descomposición.

A cada paso encontraba señales de decrepitud. El sonido de mis propios pasos llegó a perturbarme tanto que me sentí un intruso, sí, y lo era, pero no ya entre fantasmas o vagas apariciones, sino un intruso en ese silencio letal de décadas y décadas de abandono.

No hablaré de las... presencias. Es demasiado horroroso, aún aquí, bajo la firme y segura y lógica luz fluorescente de un bar en las inmediaciones. No confío en mi mente para guiarme por las calles de Buenos Aires, no todavía. Después de todo, quizás mi destino sea regresar.

Digamos, al menos, que esas presencias no se traducían en apariciones visibles. Parecían brotar de la negra putrescencia de los muros: un vapor, quizás, una niebla fétida que se esparcía en el aire y teñía de un amarillo repulsivo la luz de mi linterna.

Mi experiencia de largos años deambulando por monstruosidades edilicias me orientó hacia el dormitorio principal. La puerta era un recuerdo. Solo el marco estaba intacto, como fauces euclidianas que se abrían hacia la negrura absoluta.

Me senté por un momento sobre un viejo y descolorido sillón. Traté de recuperar el aliento mientras barría los muros con el resplandor de mi linterna. La humedad había devorado gran parte del papel tapiz, incluso el revestimiento, dejando lánguidos colgajos que lentamente eran arrancados por su propio peso. Ningún rastro, ningún vestigio circunstancial que pudiese darme algún tipo de información sobre sus antiguos habitantes.

Casi por casualidad, la luz cayó sobre un pequeño y descolorido retrato sobre la mesa de luz: una pareja joven bajo el sol en alguna playa como cualquier otra. Ella, morena y estilizada, le imprimía un cariñoso mordisco en la mejilla del muchacho, con los cabellos rubios revueltos por el viento del océano.

Lo que oí a continuación fue como si algo, una vibración inmemorial, atávica, hubiese detonado en mi cerebro. Sentí largos pulsos de un dolor agudísimo, como si unos dientes precámbricos estuviesen triturándome el cráneo.

Con los últimos registros de voluntad me atreví a dirigir la luz temblorosa hacia la cama. Una figura oscura, compacta, que me hizo recordar lejanamente a un siniestro buda meditando, rechazó el haz de la linterna. No era una sombra, al menos en el sentido tradicional, sino algo de una negrura cósmica, absoluta, imperturbable.

Sería una blasfemia intentar describir su voz. Después de todo, ¿qué palabras podría emplear? ¿Podría decir que la voz era inhumana, inarticulada, profunda como si emergiera de alguna remota grieta en las montañas? ¿Podría acaso describir el chasquido licuefacto, ese masticar reseco, mecánico, como si estuviese royendo una vieja calavera?

Baste decir que la oí, y que permanecí petrificado, alerta, enloquecidamente tenso.

La figura pareció expandirse, como si se incorporara de esa diabólica postura del loto. Un brazo, creo, se separó lentamente de la masa amorfa y gelatinosa del torso. En el extremo de lo que bien podría haber sido una mano observé un objeto semiesférico, carcomido, como roído a dentelladas.

Emitió entonces un sonido gutural, una horrorosa regurgitación que borboteó entre los muros y agitó los jirones de papel tapiz: un mechón rubio, cubierto por una repulsiva sustancia verdosa, cayó a mis pies.

Traté de incorporarme pero no pude. Sencillamente era incapaz de reunir la voluntad necesaria para gobernar mis músculos. Mi cerebro, en cambio, trabajaba a un ritmo frenético. Por fin, pensé, después de tantos años de peregrinar entre fraudes, entre espectros elusivos que luego se revelaban como efectos perfectamente naturales, había encontrado un fantasma, una verdadera casa embrujada.

...encontrado... casa...

No sé si la figura leyó mi mente o si el espanto de mi rostro era más elocuente que cualquier palabra humana, pero la voz volvió a hablar: inarticulada, aspirando y exhalando la humedad enfermiza del aire:

En ninguna casa hay fantasmas —y luego añadió, llevándose un dedo informe al corazón—. Éste es el sitio de las apariciones.




Fenómenos paranormales. I Relatos de fantasmas.


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