«Los planos Búddhico y Nirvánico»: Annie Besant.
Dentro de la tradición oriental recogida por la teosofía existen otros planos de existencia además del físico, entre ellos, el Plano Búddhico y el Plano Nirvánico.
El Plano Búddhico conforma una especie de cosmos de consciencias interrelacionadas donde no existe la intelectualidad, donde nada está realmente separado o solo, y donde las cosas sencillamente se experimentan, se sienten, sin la intervención de la lógica y la razón.
El Plano Nirvánico, también llamado Plano Átmico, presenta el entorno adecuado para la extinción del Ego, es decir, de la consciencia de un yo personal e individual separado de los demás.
A propósito de estos dos reinos fantásticos citamos un interesante artículo de Annie Besant (1847-1933) extraído del libro La sabiduría antigua (The Ancient Wisdom), titulado: Los planos Búddhico y Nirvánico (The Buddhic and Nirvanic Planes).
Los planos Búddhico y Nirvánico.
The Buddhic and Nirvanic Planes, Annie Besant (1847-1933)
Hemos visto que el hombre es un ser inteligente y dotado de conciencia, es decir, el Pensador, revestido de envolturas o de cuerpos pertenecientes a los planos mental inferior, astral y físico. Quédanos por estudiar ahora el Espíritu, que es su Yo más íntimo, la fuente de donde procede.
Este Espíritu Divino, rayo emanado del Logos y participe de su Esencia, posee la triple naturaleza del Logos mismo: y la evolución del hombre como hombre consiste en la manifestación gradual de los tres aspectos que se desenvuelven desde el estado latente al estado afectivo, repitiendo en miniatura en el hombre la evolución del mismo universo. Por eso se ha llamado microcosmos al hombre al llamar macrocosmos al universo. Y por eso también se le ha llamado el espejo del universo, la imagen o el reflejo de Dios. En, fin el viejo axioma: “Como es arriba, así es abajo” expresa la misma correspondencia.
La presencia de esa divinidad encubierta garantiza, además, el triunfo final del hombre. En el resorte oculto, la potencia motora por la que la evolución es, a la par, posible e inevitable; la fuerza ascensional que vence lentamente todos los obstáculos y todas las dificultades. Es la presencia que Matthew Arnold presentía vagamente cuando hablaba de “la Potencia que fuera de nosotros mismos tiende hacia la perfección”. Pero se equivocaba al decir: “fuera de nosotros mismos”; porque en verdad es el más íntimo Yo de todos; no nuestro yo separado, sino nuestro Yo. (Atma, el reflejo de Paramârmâ.)
Este Yo es él Único, y por eso se le llama la Mónada (se le llama la Mónada ya se trate de la Mónada del espíritu—materia, o Atma, o de la Mónada de la forma Atma— Buddhi o de la Mónada humana Atma—Buddhi—Manas. En los tres casos permanece una y desempeña el papel de unidad,, teniendo uno, dos o tres aspectos.); y conviene repetir que esta Mónada es el soplo vital del Logos, que contiene en sí misma, en germen o en estado latente, todas las potencias y atributos divinos. Y semejantes potencias tienen que manifestarse por los choques procedentes de los contactos con los objetos del universo en que la Mónada se proyecta. El roce engendrado solicita en respuesta las vibraciones de la vida sometida a esa excitación; y las energías de esa vida, pasan una a una, del estado latente al activo. La Mónada humana, así llamada para distinguirla, presenta, como hemos visto, los tres aspectos del Ser Divino, porque es la imagen perfecta de Dios; y en el ciclo de la evolución humana, los tres aspectos se desarrollan sucesivamente.
Estos aspectos son los grandes atributos de la Vida Divina, manifestada en el universo: existencia, felicidad e inteligencia. (Satchitânanda se usa frecuentemente en las escrituras indas como nombre abstracto de Brahman, de quién las tres personas de Trimurti son manifestaciones concretas.) Los tres Logos manifiestan respectivamente estos atributos con toda la perfección que requieren los límites de la manifestación. En el hombre se desenvuelven estos aspectos en orden inverso: inteligencia, felicidad y existencia, significando esta última la manifestación de los poderes divinos. Hasta ahora, en nuestro estudio de la evolución humana, hemos observado el desarrollo del tercer aspecto de la Divinidad oculta, o sea el de la conciencia como inteligencia. Manas, el Pensador, el alma humana, es la imagen de la inteligencia universal, del tercer Logos, y toda aquella larga peregrinación en los tres planos inferiores está aplicada a la evolución de este tercer aspecto: el intelectual de la naturaleza divina en el hombre. Mientras dura la evolución, podemos considerar las otras energías divinas como, por decirlo así, en estado de incubación en el ser humano, sin desarrollar aún activamente sus fuerzas en él. Están replegadas en sí mismas, in--manifestadas.
Sin embargo, la preparación de estas fuerzas, anterior a su manifestación, prosigue poco a poco. Gradualmente despiertan del sueño de la no—manifestación, que llamamos estado latente, por la energía siempre creciente de las vibraciones de la inteligencia. El aspecto beatífico del Yo comienza desde entonces a emitir sus primeras vibraciones, y las palpitaciones nacientes de su vida manifestada se sienten de un modo vago. Este aspecto beatífico se llama Buddhi en términos teosóficos. Es una palabra derivada de otra sánscrita que significa sabiduría, y el principio así designado pertenece al cuarto plano del universo, el plano búddhico, donde todavía subsiste la dualidad, pero sin separación. Se trata aquí de valerse inútilmente de palabras para exponer esta idea, porque las palabras pertenecen a los planos inferiores donde dualidad y separación son lo mismo. Se puede, no obstante, dar concepto aproximado diciendo que es un estado en que cada uno es él mismo, con una claridad e intensidad a la que no se aproxima ninguno de los mundos inferiores, y donde cada uno siente al mismo tiempo que contiene a todos los demás, siendo uno e inseparable con ellos.
Lo más análogo en la tierra a este estado, es la condición de dos personas unidas por un amor puro e intenso, que hace de ellas como un ser único, de suerte que piensan, obran y viven al unísono, sin barrera entre ellas, sin distinguir entre lo mío y lo tuyo y sin separación de ninguna especie (Por esta razón, la felicidad del amor divino ha sido simbolizada, en muchas escrituras sagradas, por el amor profundísimo de los esposos, como en el Bhagavad—Gita de los indos y El Cantar de los Cantares de Salomón. Este es también el amor de que hablan los místicos sufíes y todos los místicos.) El débil eco de esta región determina a los hombres a buscar la dicha en la unión con el objeto de su deseo, cualquiera que éste sea. El aislamiento completo es la completa miseria. Encontrarse desnudo, despojado de todo, suspendido en el vacío del espacio, en soledad absoluta, sin nada más que la propia individualidad; sentirse aislado de todo cuanto existe, encerrado siempre en él yo separado... es lo más intensamente horrible que pueda concebir la imaginación. La antítesis de este infierno es la unión, y la perfecta unión es, por lo tanto, la perfecta felicidad.
Cuando entra en actividad este aspecto beatífico del Yo, sus vibraciones, análogamente a lo que sucede en los planos inferiores, atraen hacia ellas la materia del plano en que actúan. Así se forma gradualmente el cuerpo búddhico o cuerpo de la bienaventuranza, perfectamente designado con este nombre. La única manera de contribuir a la edificación de esta forma gloriosa, consiste en cultivar el amor puro, desinteresado, universal, benéfico, el amor que “no ansía nada para sí, que no conoce la parcialidad, que se da sin reservas”. Esta efusión espontánea del amor es el más característico de los atributos divinos, el amor que lo da todo y nada pide.
Este amor crea el universo, lo conserva y dirige a la perfección y a la felicidad. Y cada vez que el hombre extiende sobre todos los que lo necesitan, sin predilecciones ni diferencias, sin anhelo de recompensa, con el puro y espontáneo goce de la efusión, desarrolla el aspecto beatífico del Dios que hay en él y prepara el cuerpo de belleza e inefable dicha en el que se alzará el Pensador, libre de los límites de la separación, para hallarse consciente de su propia individualidad y al mismo tiempo uno con todo lo que vive. Esta es “la morada no construida con manos, la morada eterna en los cielos” de que habla San Pablo, el gran iniciado cristiano, que encomia la caridad y el amor puro sobre toda virtud, porque ella únicamente contribuye en la tierra a edificar esa gloriosa morada. Por análoga razón los budistas llaman a la separatividad “la gran herejía”, y por eso también la “unión” es el fin que se proponen los indos. Alcanzar la liberación, es libertarse de las limitaciones que nos dividen, y del egoísmo, raíz del mal, que una vez desaparecido, extingue para siempre el sufrimiento.
El quinto plano, el plano nirvánico, corresponde al supremo aspecto humano del Dios que hay en nosotros. Los teósofos llaman a este aspecto Atma, o él Yo. Este es el plano de la existencia pura, de los poderes divinos manifestados tan completamente como pueden serlo en nuestro quíntuple universo. Lo que existe más allá, sobre el sexto y séptimo planos, está sumido en la in vislumbrada Luz de Dios. Esa conciencia átmica o nirvánica es la que han alcanzado los Grandes Seres, primicias de nuestra humanidad, que han cumplido ya el ciclo de la evolución humana y a los que se les llama Maestros. (Se les llama también Mahatmas o grandes espíritus, y Jivanmuktas o almas libertadas. Están unidos a los cuerpos físicos con el fin de ayudar la humanidad. Otros muchos grandes seres viven también en el plano nirvánico.) Estos han resuelto en sí mismos el problema que consiste en aliar la esencia de la individualidad con la ausencia de toda separación, y viven inmortales como inteligencias, perfectas en sabiduría, amor y poder.
Cuando la Mónada humana emerge del seno del Logos, asemejase a un finísimo hilo de luz, aislado por una cubierta de substancia búddhica, que se desprende del luminoso océano de Atma, del hilo pende una chispa que se rodea de una envoltura ovoide perteneciente a la región arrúpica o “sin forma” del plano mental. A medida que la evolución progresa, es mayor y opalescente este huevo luminoso, y el hilo tenue se transforma en un canal cada vez más amplio, a través del cual fluye con más abundancia la vida átmica. Finalmente estos tres elementos se funden, el tercero en el segundo y los dos en el primero, quedando unidos como una llama a otra llama de suerte que no es posible distinguirlos.
La evolución humana en el cuarto y quinto planos pertenecen a un período futuro de nuestra raza; pero aquellos que escogen el difícil sendero de un progreso más rápido, pueden efectuarlo desde luego, como se explicará más adelante. En este sendero el cuerpo de bienaventuranza evoluciona rápidamente, el hombre comienza a vivir más conscientemente en esta región sublime, y conoce la felicidad que engendra la carencia de barreras exclusivas, y la sabiduría que entra a torrentes cuando desaparecen los límites del intelecto. El alma se separa entonces de la rueda que gira en los mundos inferiores y adivina la completa libertad del plano nirvánico. La conciencia nirvánica es la antítesis de la aniquilación; es la existencia elevada a realidad e intensidad inconcebibles para quién sólo conoce la vida de los sentidos y de la mente. Comparar la conciencia nirvánica con la del hombre sujeto a la tierra, fuera poner en parangón el esplendor del sol con un menguado candil. Confundir el Nirvana con la aniquilación, so pretexto de que en el Nirvana han desaparecido los límites de la conciencia terrestre, es como si un hombre no conociese más luces que las del candil, negara la posibilidad de luz alguna sin mecha empapada en aceite. El Nirvana existe. Los que han entrado en él y viven esta vida gloriosa lo atestiguan en las Escrituras sagradas.
Además, también lo atestiguan los hijos de nuestra raza que han subido esta escal sublime de la humanidad perfecta, y se encuentran en relación con la tierra a fin de que nuestra raza, en su larga peregrinación, pueda subir sin tropiezo los peldaños.
En el Nirvana residen los Seres poderosos que han cumplido su evolución humana en universos anteriores y que salieron del seno del Logos cuando éste se manifestó para poner nuestro universo en existencia. Son sus ministros en el gobierno de los mundos, los perfectos agentes de su voluntad. Los Señores de todas las Jerarquías de dioses y de seres que viven bajo sus órdenes en los planos inferiores, tienen allí su residencia, porque el Nirvana es el corazón del universo de donde irradian todas las corrientes de vida cósmica, el corazón desde donde el Gran Aliento envía palpitaciones de vida a todas cosas, y el corazón a donde vuelve ese Aliento el día en que el universo toca a su término. El Nirvana es la Vida Beatífica que anhela el místico en su ardiente celo. El Nirvana es la Gloria sin velos, la Meta Suprema. La fraternidad humana, mejor dicho, la fraternidad de todas la cosas, encuentra base firme y sólida en los planos espirituales: átmico y búddhico. Fuera de ellos no hay unidad real, no existe ninguna simpatía perfecta.
El intelecto es, en el hombre, el principio separativo que distingue él yo del no—yo, que tiene conciencia en sí mismo y considera toda cosa como exterior y extraña. Es el principio de combatividad que lucha y se afirma. Descendiendo a la base, a partir del plano intelectual, el mundo nos presenta una escena de lucha tanto más áspera cuanto más parte toma en ella intelecto. La naturaleza pasional no es espontáneamente luchadora sino bajo el aguijón del deseo, cuando encuentra algún obstáculo entre ella y el objeto apetecido; pero a medida que el intelecto inspira su actividad, se torna cada vez más agresiva, porque trata entonces de satisfacer sus propios deseos futuros, y tiende a apropiarse una parte cada vez mayor de las reservas de la naturaleza. En cuanto al intelecto, es por sí mismo batallador, y su naturaleza esencial consiste en afirmarse diferentemente de los demás. Y aquí encontramos la raíz de la separatividad y la fuente inagotable de las disensiones humanas.
Ahora bien, cuando la conciencia alcanza el plano búddhico, la unidad se percibe inmediatamente. Es como si el rayo separado, divergente respecto a los otros, se llegase hasta el sol mismo, fuente idéntica de todos los demás. Supongan un ser vivo en el sol, inundado de luz, con la única misión de difundirla. Semejante ser no establecería diferencia alguna entre los diversos rayos y con la misma complacencia vertería la luz en todas las direcciones. Pues lo mismo puede decirse del hombre que ha alcanzado conscientemente el plano búddhico. Siente vivamente en sí la fraternidad de que los demás hablan como de algo ideal, y se extiende hacia cualquiera que de su auxilio necesite, prodigando socorro mental, moral, astral o físico, según la necesidad sentida. Considera a todos los seres como a él mismo, siente que todo lo que posee es tan de ellos como de él, mejor que de él, puesto que siendo menor su fuerza son mayores sus necesidades. Sucede lo que en una familia cuyos hermanos mayores soportan todas las cargas y preservan del dolor y la privación a los menores. Por espíritu fraternal, la debilidad da derecho a la asistencia, a la protección cariñosa, no pudiendo jamás servir de pretexto para la opresión.
Precisamente por haber llegado a tan excelso nivel, manifestaron siempre los fundadores de las grandes religiones su dulcísima ternura, su desbordante compasión hacia la humanidad, proveyendo así a las miserias físicas como las aflicciones morales, según las necesidades de cada cual. La conciencia de esta unidad interna, la percepción del Yo Único que reside igualmente en todos, tal es la única base cierta de la fraternidad. Otra cualquiera es deleznable y caduca.
A semejante percepción se añade la idea que el gado de evolución de todo ser humano o no humano, depende esencialmente de lo que podemos llamar su edad. Algunos comenzaron su peregrinación a través de los tiempos mucho después que otros, y aunque las facultades sean las mismas para todos, hay quién las desarrolló de un modo más completo porque tuvo para ello más tiempo que sus hermanos más jóvenes. Denostando y menospreciando el grano porque no es ya flor, la yema no podrá dar fruto ni el niño ser hombre; y denostando y menospreciando a las almas infantiles que nos rodean porque no han evolucionado tanto como nosotros, hacemos mal. No nos denostemos por no ser todavía como dioses, porque ignoramos cuánto tiempo ocuparemos el puesto que ocupan hoy nuestros hermanos mayores.
¿Por qué increpar entonces a las almas más jóvenes que no se parecen todavía a nosotros? La palabra “fraternidad” implica identidad de raza y desigualdad de desarrollo. Y por esto representa exactamente el lazo que existe entre todas las criaturas del universo: identidad de Vida esencial y diferencias de grado en la manifestación de esta vida. Tenemos nuestro origen, nuestro método de evolución y nuestro objeto; y las diferencias de edad y de nivel han de contribuir forzosamente a la formación de lazos más íntimos y amorosos.
Libros de Annie Besant. I Libros de teosofía
El análisis y resumen del artículo de Annie Besant: Los planos Búddhico y Nirvánico (The Buddhic and Nirvanic Planes) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
0 comentarios:
Publicar un comentario