Volvemos sobre uno de los más elegantes colaboradores de El Espejo Gótico, Aldo Astete Cuadra, esta vez para compartir un relato fantástico acerca de las consecuencias indeseables e inesperadas de leer El Horla (Le Horla) del escritor francés Guy de Maupassant.
Nunca debí leerlo. Después de sentir el horror en su lectura, comenzó la verdadera pesadilla, el terror de no saber si estoy demente o si, de verdad, ha comenzado un nuevo reinado de seres invisibles, entidades que se alimentan de nuestra energía vital y que aún son inconscientes de su abrumadora supremacía. Me refiero a la lectura de “El Horla” de Guy de Maupassant.
Los sucesos iniciaron días después, en medio de la naturaleza y la soledad; el momento propicio para dejar que los pensamientos divaguen en asociaciones libres mientras se ejecutan trabajos mecánicos y rutinarios, pero necesarios para mantener a raya lo natural, lo exuberante. Los sonidos naturales me parecían amplificados, demasiado perceptibles aún en el silencio, los árboles circundantes perdían sus hojas, y los grandes eucaliptus emitían sonoros resquebrajamientos de su corteza despegada y reseca. No parecían naturales aquellos sonidos, como si algo vivo se moviera entre el follaje a corta distancia de mi roce de zarzas.
Así transcurrieron un par de días en que me daba la sensación de no estar sólo en la inmensidad de la campiña. No relacioné aún estos sucesos con El Horla, no. Más bien me tranquilizaba pensando en que debía acostumbrarme a todo esto, y si quería vivir en medio de la nada debía hacer frente a mis miedos.
Ya en la tercera noche de encontrarme en casa de un familiar, comencé a sentir cansancio, el que atribuí a las condiciones pésimas de mi lecho, así como al propio trabajo pesado y de largas jornadas de limpieza. Aquella noche se produjo el primer acontecimiento que me llevó de inmediato a relacionarlo con el cuento de Maupassant. Una pesadilla de la cual no podía despertar, un ahogo indescriptible, una congestión nasal y traqueal, unos manoteos desesperados por respirar y quitarme un peso que oprimía desde mis piernas hasta el pecho. Seguro se trataba de un ataque respiratorio, una hipoxia generalizada, provocada por el estrés. Me negaba a pensar que una especie de súcubo estuviera alimentándose de mi vitalidad, abusando de mí. Por mucho que los relatos de Maupassant resonaran en mi cabeza, no podía dar crédito a esto.
El día amaneció amenazante, nubes cargadas de agua, muy oscuras y pringadas de energía se cernían sobre el pequeño pueblo. Sin embargo, decidí aventurarme de todos modos, no había tiempo que perder en el trabajo campesino, pese a lo cansado y preocupado que me sentía.
La lluvia no se dejó esperar, fuertes aguaceros con ráfagas venidas desde el norte azotaban las copas de los eucaliptus, contorsionándolos de modo increíble. Pero así como llegaban estas ráfagas portentosas, así desaparecían, no por completo pero me permitían continuar. Luego de varios descansos y reanudaciones, decidí ya no resguardarme más, estaba por terminar y no había nada más que hacer ante la tormenta que de seguro se dejaría caer de un momento a otro. Estaba cavando para enterrar la última estaca del cerco, cuando creí percibir algo entre la lluvia, que caía en forma diagonal y tupida. Al principio fue una borrosa aglomeración de gotas que se movían a contrapelo con la dirección del viento. Pensé que se trataba de un remolino generado por las diferencias topográficas, pero luego constaté que esta formación se movía hacia otro sector y se giraba cortando el paso de las ráfagas, venía en mi dirección. Premunido del hacha estaba ingenuamente dispuesto a hacerle frente a lo que estuviera acercándose entre la lluvia.
Un relámpago dio en ese instante en la copa de uno de los árboles y entendí que mi arma podía ser también un cable a tierra para la tormenta y decidí arrojarla con todas mis fuerzas a aquella masa informe y transparente que se dibujaba a escasos metros. Di en el centro de aquello y el hacha continuó su envío para caer metros más allá en el preciso momento en que un rayo caía en el mismo lugar. Perdí el conocimiento ante un fuerte golpe que me arrojó a buena distancia. Supe que había salvado mi vida cuando retorné en sí, pues de del hacha no había rastro y del suelo aún emergía un vapor desde un pequeño agujero en la superficie del pasto. Me fui enseguida antes de ser presa de lo que estuviera acechando mi vida en esos instantes, pues no tenía demasiada certeza sobre el origen de la fuerza que me había golpeado arrojándome por los aires.
Para comprobar si este ser era el Horla, me dispuse a poner sobre la mesa de noche agua y leche, alimento predilecto de este ente maligno. Si por la noche ambos líquidos desaparecían me iría, abandonando el proyecto de ser un campesino y regresaría a la ciudad, rogando para que el Horla tuviera algún arraigo espacial con el sector y no me siguiera.
Hoy escribo desde la cama de un servicio de urgencias. He sufrido un colapso nervioso, hace días que no duermo para evitar ser poseído por el Horla, no me ha dejado, siguió mis pasos hasta acá y seguro conseguirá acabar conmigo.
Me pregunto si haber leído aquel maldito cuento, provocó que la entidad se manifestara, como si su lectura actuara como un puente, una activación psíquica o esotérica permitiendo la materialización de este ser maligno, una especie de maldición escondida que nos provoca este terror insufrible.
Espero que luego de leer esta narración detallada de los hechos a nadie se le ocurra leer “El Horla”, se los advierto, no lo hagan por lo más sagrado en sus vidas.
Más relatos de terror. I Relatos góticos.
Más literatura gótica:
Cuento maldito.
Aldo Astete Cuadra.
Nunca debí leerlo. Después de sentir el horror en su lectura, comenzó la verdadera pesadilla, el terror de no saber si estoy demente o si, de verdad, ha comenzado un nuevo reinado de seres invisibles, entidades que se alimentan de nuestra energía vital y que aún son inconscientes de su abrumadora supremacía. Me refiero a la lectura de “El Horla” de Guy de Maupassant.
Los sucesos iniciaron días después, en medio de la naturaleza y la soledad; el momento propicio para dejar que los pensamientos divaguen en asociaciones libres mientras se ejecutan trabajos mecánicos y rutinarios, pero necesarios para mantener a raya lo natural, lo exuberante. Los sonidos naturales me parecían amplificados, demasiado perceptibles aún en el silencio, los árboles circundantes perdían sus hojas, y los grandes eucaliptus emitían sonoros resquebrajamientos de su corteza despegada y reseca. No parecían naturales aquellos sonidos, como si algo vivo se moviera entre el follaje a corta distancia de mi roce de zarzas.
Así transcurrieron un par de días en que me daba la sensación de no estar sólo en la inmensidad de la campiña. No relacioné aún estos sucesos con El Horla, no. Más bien me tranquilizaba pensando en que debía acostumbrarme a todo esto, y si quería vivir en medio de la nada debía hacer frente a mis miedos.
Ya en la tercera noche de encontrarme en casa de un familiar, comencé a sentir cansancio, el que atribuí a las condiciones pésimas de mi lecho, así como al propio trabajo pesado y de largas jornadas de limpieza. Aquella noche se produjo el primer acontecimiento que me llevó de inmediato a relacionarlo con el cuento de Maupassant. Una pesadilla de la cual no podía despertar, un ahogo indescriptible, una congestión nasal y traqueal, unos manoteos desesperados por respirar y quitarme un peso que oprimía desde mis piernas hasta el pecho. Seguro se trataba de un ataque respiratorio, una hipoxia generalizada, provocada por el estrés. Me negaba a pensar que una especie de súcubo estuviera alimentándose de mi vitalidad, abusando de mí. Por mucho que los relatos de Maupassant resonaran en mi cabeza, no podía dar crédito a esto.
El día amaneció amenazante, nubes cargadas de agua, muy oscuras y pringadas de energía se cernían sobre el pequeño pueblo. Sin embargo, decidí aventurarme de todos modos, no había tiempo que perder en el trabajo campesino, pese a lo cansado y preocupado que me sentía.
La lluvia no se dejó esperar, fuertes aguaceros con ráfagas venidas desde el norte azotaban las copas de los eucaliptus, contorsionándolos de modo increíble. Pero así como llegaban estas ráfagas portentosas, así desaparecían, no por completo pero me permitían continuar. Luego de varios descansos y reanudaciones, decidí ya no resguardarme más, estaba por terminar y no había nada más que hacer ante la tormenta que de seguro se dejaría caer de un momento a otro. Estaba cavando para enterrar la última estaca del cerco, cuando creí percibir algo entre la lluvia, que caía en forma diagonal y tupida. Al principio fue una borrosa aglomeración de gotas que se movían a contrapelo con la dirección del viento. Pensé que se trataba de un remolino generado por las diferencias topográficas, pero luego constaté que esta formación se movía hacia otro sector y se giraba cortando el paso de las ráfagas, venía en mi dirección. Premunido del hacha estaba ingenuamente dispuesto a hacerle frente a lo que estuviera acercándose entre la lluvia.
Un relámpago dio en ese instante en la copa de uno de los árboles y entendí que mi arma podía ser también un cable a tierra para la tormenta y decidí arrojarla con todas mis fuerzas a aquella masa informe y transparente que se dibujaba a escasos metros. Di en el centro de aquello y el hacha continuó su envío para caer metros más allá en el preciso momento en que un rayo caía en el mismo lugar. Perdí el conocimiento ante un fuerte golpe que me arrojó a buena distancia. Supe que había salvado mi vida cuando retorné en sí, pues de del hacha no había rastro y del suelo aún emergía un vapor desde un pequeño agujero en la superficie del pasto. Me fui enseguida antes de ser presa de lo que estuviera acechando mi vida en esos instantes, pues no tenía demasiada certeza sobre el origen de la fuerza que me había golpeado arrojándome por los aires.
Para comprobar si este ser era el Horla, me dispuse a poner sobre la mesa de noche agua y leche, alimento predilecto de este ente maligno. Si por la noche ambos líquidos desaparecían me iría, abandonando el proyecto de ser un campesino y regresaría a la ciudad, rogando para que el Horla tuviera algún arraigo espacial con el sector y no me siguiera.
Hoy escribo desde la cama de un servicio de urgencias. He sufrido un colapso nervioso, hace días que no duermo para evitar ser poseído por el Horla, no me ha dejado, siguió mis pasos hasta acá y seguro conseguirá acabar conmigo.
Me pregunto si haber leído aquel maldito cuento, provocó que la entidad se manifestara, como si su lectura actuara como un puente, una activación psíquica o esotérica permitiendo la materialización de este ser maligno, una especie de maldición escondida que nos provoca este terror insufrible.
Espero que luego de leer esta narración detallada de los hechos a nadie se le ocurra leer “El Horla”, se los advierto, no lo hagan por lo más sagrado en sus vidas.
Aldo Astete Cuadra.
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El relato de terror: Cuento maldito fue realizado por Aldo Astete Cuadra, todos los derechos pertenecen a su autor.
2 comentarios:
Demasiado tarde astete, he leido el cuento y posteriormente su advertencia. Me arrepiento de mi irreflexion y me encomiendo al señor, pues siento que viene por mi...
'Espero que luego de leer esta narración detallada de los hechos a nadie se le ocurra leer “El Horla”, se los advierto, no lo hagan por lo más sagrado en sus vidas'
Lo prohibido es mas tentador, la verdad leí este texto antes de empezar a leer ''El Horla'' estuve a punto de iniciar la lectura cuando vi una advertencia ... y asi fue como llegue aqui... espero vivir para cotar mi historia, y si viene por mi... que la oscuridad no me engañe.
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