«Mi domingo en casa»: Rudyard Kipling; relato y análisis.
Mi domingo en casa (My Sunday at Home) es un relato fantástico del escritor británico Rudyard Kipling (1865-1936), publicado originalmente en la revista americana The Idler, y luego recogido en la antología de 1898: El trabajo de un día (The Day's Work).
Mi domingo en casa.
My Sunday at Home, Rudyard Kipling (1865-1936)
Si el Asesino Rojo piensa que asesina,
o si el asesinado piensa que es asesinado,
no conocen bien las maneras sutiles que
yo mantengo, traspaso y cambio.
[Emerson]
o si el asesinado piensa que es asesinado,
no conocen bien las maneras sutiles que
yo mantengo, traspaso y cambio.
[Emerson]
Fue el deslizamiento irreproducible de la R, cuando me dijo que era su «fy-ist» primera visita a Inglaterra lo que me indicó que era un neoyorquino de Nueva York; y cuando en el curso de nuestro largo y perezoso viaje hacia el oeste desde Waterloo se extendió acerca de las bellezas de su ciudad, yo, asumiendo ignorancia, no dije una palabra. Me sentía sorprendido y complacido por la cortesía de aquel hombre, que había dado al maletero de Londres un chelín por llevarle la bolsa menos de cin cuenta metros; había investigado plenamente el com partimento de aseo de primera clase que el London & South-Western proporciona a veces sin cargo adicional; y ahora, mitad con respeto y mitad con desprecio, pero totalmente interesado, contemplaba el ordenado paisa je inglés envuelto en su paz dominical, mientras yo ob servaba que la sorpresa crecía en su rostro. ¿Por qué los coches del ferrocarril eran tan cortos y envarados? ¿Por qué los coches de carga estaban cubiertos con una lona alquitranada? ¿Qué salario podía obtener ahora un in geniero? ¿Dónde estaban los populosos habitantes de Inglaterra, de los que tanto había leído? ¿Cuál era la po sición de todos aquellos hombres que recorrían los ca minos en triciclos? ¿Cuándo llegaríamos a Plymouth?
Le dije todo lo que sabía y mucho de lo que ignora ba. Él se dirigía a Plymouth para ayudar en la consulta de un compatriota que se había retirado a un lugar lla mado The Hoe -¿estaba en la parte alta de la ciudad o en la baja?- para recuperarse de una dispepsia nervio sa. Sí, él era médico, y no podía entender que nadie en Inglaterra pudiera tener un trastorno nervioso. Jamás había soñado que existiera una atmósfera tan tranqui lizadora. Incluso el fragor profundo del tráfico londi nense resultaba monacal en comparación con el de al gunas ciudades que él podía nombrar; y el campo... bueno, era el paraíso. Confesó que la permanencia en él acabaría por volverle loco; pero unos cuantos meses era la cura de descanso más suntuosa que conocía.
-A partir de ahora vendré todos los años -dijo complacido mientras pasábamos entre dos setos de dos metros y medio de altura de espinos blancos y ro sados-. Estoy viendo todas aquellas cosas sobre las que había leído. Evidentemente, no impresionan igual. ¿Puedo suponer que es usted de esta zona? ¡Qué paisa je tan acabado! ¡Qué logrado! Debió de nacer así. En cambio, donde yo solía vivir... ¡vaya! ¿Qué sucede?
El tren se detuvo bajo el brillo del sol en Framlyngha me Admiral, una estación compuesta exclusivamente por el tablero con el nombre, dos andenes y un puente por encima, que incluso carecía de la habitual vía muerta. No sabía que ni el más lento de los trenes lo cales se hubiera detenido allí antes, pero en domingo todas las cosas son posibles para el London and South Western. Podíamos escuchar el zumbido de la con versación en los coches, y apenas algo más fuerte el de los abejorros en los setos floridos de la orilla. Mi compañero sacó la cabeza por la ventanilla y olfateó complacidamente.
-¿Dónde estamos ahora? -preguntó.
-En Wiltshire -contesté yo.
-¡Ah! En un campo como éste un hombre podría escribir novelas con la mano izquierda. ¡Bien, bien! Así que éste es el condado de Tess, ¿no es así? Tengo la sensación de estar dentro de un libro. Y el conduc... el revisor tiene algo en mente. ¿Qué estará diciendo?
El revisor, con espléndidas insignias y cinturón, recorría con grandes zancadas el andén con el paso ofi cial de reglamento, y con la voz oficial de reglamento decía en cada puerta:
-¿Algún caballero tiene un frasco de medicinas? Un caballero ha tomado por error un frasco de veneno (láudano).
Entre cada uno de los cinco pasos contemplaba un telegrama oficial que llevaba en la mano, refrescaba la memoria y decía su frase. La mirada soñadora del ros tro de mi compañero -que se había escapado con Tess- desapareció con la velocidad de un cierre auto mático. Según la costumbre de sus compatriotas, se había levantado nada más conocer la situación, de un salto cogió la bolsa que tenía en la repisa superior, la abrió y pude escuchar el ruido que hacían los frascos al chocar entre ellos.
-Entérese de dónde está ese hombre -dijo breve mente-. Tengo aquí algo que le curará... si todavía es capaz de tragarlo.
Rápidamente recorrí los coches buscando al revisor. En un compartimiento trasero había un clamor: la voz de alguien que vociferaba pidiendo que le soltaran y los pies de alguien que daba patadas. Con el rabillo del ojo vi al doctor neoyorquino que se apresuraba hacia mí lle vando en la mano un vaso azul de los aseos lleno hasta los topes. Encontré al revisor rascándose la cabeza en ac titud poco oficial junto a la máquina, y murmurando:
-Bueno, puse un frasco de medicinas en Andover, estoy seguro de que lo hice.
-De todas maneras será mejor que lo vuelvas a de cir -exclamó el maquinista-. Las órdenes son órdenes. Dilo otra vez.
Una vez más el revisor retrocedió, mientras yo, de seoso de atraer su atención, trotaba tras él.
-En un minuto, señor... en un minuto -dijo levan tando un brazo que podría poner en marcha todo el trá fico en el ferrocarril de London and South-Western-. ¿Algún caballero tiene un frasco de medicina? Un caba llero ha tomado por error un frasco de veneno (láudano).
-¿Dónde está ese hombre? -pregunté quedándo me boquiabierto.
-Trabajando. Aquí están mis órdenes -me enseñó el telegrama con las palabras que tenía que decir -. Debe de haber dejado su frasco en el tren llevándose otro por error. Ha puesto un telegrama desde el traba jo, y ahora que pienso en ello estoy casi seguro de que dejé un frasco de medicina en Andover.
-¿Entonces el hombre que tomó el veneno no está en el tren?
-Dios mío, no, señor. Nadie tomó veneno de esa manera. Se lo llevó con él, en sus manos. Ha puesto un telegrama desde el trabajo. Mis órdenes son preguntar a todos los que hay en el tren, y lo he hecho, y ya lleva mos cuatro minutos de retraso. ¿Sube, señor? ¿No? ¡Coja el siguiente!
No hay nada, a menos que pensemos quizás en la lengua inglesa, que sea más terrible que el funciona miento de una línea de ferrocarril inglesa. Un instante antes parecía que fuéramos a pasarnos toda la eternidad en Framlynghame Admiral, y ahora observaba la cola del tren desaparecer en la curva siguiente.
Pero no estaba solo. En el único banco que había en el andén inferior se hallaba sentado el peón cami nero más grueso que había visto en mi vida, suavizado y más amable (pues sonreía generosamente) por el li cor. En sus enormes manos acariciaba un vaso vacío marcado por fuera con las letras «L. S. W R.»; y man chado interiormente con franjas de sedimento azul grisáceo. Delante de él, y con una mano apoyada en su hombro, estaba el doctor, y cuando me acerqué lo bas tante para oírles, escuché que el médico le decía:
-Sea paciente y reténgalo uno o dos minutos más y se encontrará tan perfectamente como nunca en su vida. Me quedaré con usted hasta que mejore.
-¡Dios mío! Pero si estoy muy cómodo -contestó el peón caminero-. Nunca en mi vida me sentí mejor.
Volviéndose hacia mí, el doctor dijo en voz baja:
-Podría haber muerto mientras ese estúpido del conduc... del revisor decía su frase. Pero le he curado. Eso hará efecto en unos cinco minutos, pero está como pasmado. No veo de qué manera podremos obligarle a hacer ejercicio.
En un primer momento sentí como si me hubieran aplicado en el estómago inferior tres kilos de hielo pi cado en forma de compresa.
-¿Cómo... cómo lo hizo? -le pregunté con la boca abierta por la sorpresa.
-Le pregunté si estaría dispuesto a beber algo. Es taba echando un trago fuera del coche... imagino que por la fuerza de su constitución. Dijo que iría casi a cualquier lado por una bebida, de modo que le atraje hasta el andén y le subí a él. Ustedes los británicos son gente de sangre fría. El tren se ha ido y a nadie parecía importarle un comino.
-Lo hemos perdido -dije.
Me miró con curiosidad.
-Vendrá otro antes de la puesta de sol, si ése es su único problema. Dígame, mozo, ¿cuándo pasa el si guiente tren?
-A las siete cuarenta y cinco -dijo el único mozo pasando por la compuerta y perdiéndose en el paisaje. Eran las tres y veinte de una tarde calurosa y somno lienta. La estación estaba absolutamente desierta. El peón había cerrado los ojos y asentía.
-Está mal -dijo el doctor-. Me refiero al hombre, no al tren. Tenemos que hacerle pasear, pasear arriba y abajo.
Con la máxima rapidez que me fue posible le expli que lo delicado de la situación y el doctor de Nueva York se puso de un color verde bronce. Después blas femó ampliamente contra todo el tejido de nuestra gloriosa Constitución maldiciendo la lengua inglesa, sus raíces, ramas y paradigmas, pasando por sus más oscuros derivados. Tenía el abrigo y la bolsa en el ban co, junto al durmiente. Avanzó hasta allí cuidadosa mente y pude ver la traición en su mirada. No sé por qué razón el retraso le indujo a ponerse el abrigo de primavera. Dicen que un ruido ligero des pierta a un durmiente con más seguridad que uno po tente, y apenas se había puesto el doctor las mangas cuando el gigante despertó y con la calurosa mano de recha sujetó el cuello forrado de seda. Había rabia en su rostro... rabia y la comprensión de emociones nuevas.
-No... no me siento tan cómodo como antes -dijo desde lo más profundo de su interior-. Esperará con migo, lo hará -añadió respirando pesadamente a tra vés de los labios entrecerrados.
Si hay una cosa que más que ninguna otra hubiera mencionado el doctor en su conversación conmigo era el esencial acatamiento de la ley, por no decir la amabi lidad, de sus compatriotas, tan equivocadamente con siderados. Y sin embargo (aunque en realidad quizás no fuera más que un botón que le molestaba) vi que movió la mano hacia atrás, hacia la cadera derecha, agarró algo y volvió a sacarla vacía.
-No va a matarle -le dije-. Probablemente le pre sentará una demanda legal, si es que conozco a los míos. Será mejor que le dé algo de dinero de vez en cuando.
-Si se mantiene tranquilo hasta que el material haga su trabajo -respondió el doctor-, todo irá bien. Si no... me llamó Emory, Julian B. Emory, 193 de Steenth Street, esquina a Madison y...
-Me siento peor que nunca -exclamó de pronto el peón-. ¿Para... qué... me... dio... la... bebida?
Aquello parecía tan puramente personal que me retiré a una posición estratégica en el puente, y cuando me encontré en su centro exacto, miré hacia la lejanía. Pude ver la carretera blanca que recorría las estriba ciones de la llanura de Salisbury, sin la menor sombra una milla tras otra, y un punto a media distancia que era la espalda del único mozo de estación que regresa ba a Framlynghame Admiral si es que tal lugar existía, hasta las siete cuarenta y cinco. Resonó suavemente la campana de una iglesia invisible. Escuché el susurro de las hojas del castaño de indias situado a la izquierda de la vía y el sonido de unas ovejas que se acercaban. La paz del nirvana se extendía sobre la tierra, y me ditando en ella, con los codos apoyados en la caliente viga de hierro de la pasarela (cruzar las vías por cual quier otro medio significaba una multa de cuarenta chelines), comprendí como nunca antes lo había he cho de qué manera las consecuencias de nuestros actos prosiguen eternamente a través del tiempo y a través del espacio. Si dejamos aunque sea la más ligera im presión en la vida de un compañero de mortalidad, el contacto de nuestra personalidad, como las ondas de una piedra arrojada en el agua, se amplía y amplía en círculos interminables a lo largo de eones hasta que ni siquiera los remotos dioses pueden saber cuándo cesará su acción. Había sido yo quien silenciosamente puso ante el doctor el vaso del compartimento de aseo de primera clase que ahora se aproximaba veloz a Plymouth. Y sin embargo, al menos en espíritu, estaba un millón de kilómetros alejado de ese infeliz hombre de otra nacionalidad que había decidido introducir un inexperto dedo en el funcionamiento de una vida aje~ na. La maquinaria le arrastraba arriba y abajo por el andén soleado. Parecía como si los dos hombres estu vieran aprendiendo a bailar juntos la polca y la mazur ca, y el tema central de su canción, expresado por una voz profunda, era: «¿Para qué me dio la bebida?»
Vi el destello de la plata en la mano del doctor. El peón la cogió y la metió en el bolsillo con la mano iz quierda; pero ni por un instante su poderosa mano de recha abandonó el cuello del abrigo del doctor, y con forme se aproximaba la crisis se elevaba más y más su voz estruendosa: «¿Para qué me dio la bebida?» Bajo las grandes maderas sujetas con pernos de trein ta centímetros de la pasarela fueron acercándose hacia el banco, y comprendí que el momento culminante estaba próximo. El material estaba haciendo su trabajo. El ros tro del peón caminero se fue poniendo por oleadas azul, blanco y nuevamente azul hasta que se asentó en un fuerte amarillo de arcilla de río y... entonces cayó.
Pensé en la voladura del Hell Gate; en los géiseres del parque de Yellowstone; en Jonás y la ballena; pero el original en vivo que observaba desde muy cerca, desde arriba, sobrepasaba a todo aquello. Se tambaleó hasta el banco, el fuerte asiento de madera sujeto con grapas de hierro a la piedra duradera, y se aferró a él con la mano izquierda. Se sacudió y estremeció lo mis mo que se estremecen los pilotes del rompeolas ante la fuerza de los mares que se abalanzan sobre la tierra; tampoco faltó, cuando recuperó el aliento, «el grito de una playa enloquecida arrastrada por la ola» Seguía aferrando con la mano derecha el cuello del doctor, por lo que los dos se estremecían en un mismo paroxismo, vibrando juntos como péndulos, y yo, alejado, me agitaba con ellos.
Fue algo colosal... inmenso; pero para ciertas mani festaciones la lengua inglesa se queda corta. Sólo el francés, el francés de cariátide de Victor Hugo, lo ha bría podido describir; y yo gemía y reía, repasando y re chazando rápidamente los adjetivos inadecuados. La vehemencia de la agitación se agotó a sí misma y el pa ciente medio se arrodilló sobre el banco. Ahora llamaba con voz ronca a Dios y a su esposa, lo mismo que el toro herido pide al rebaño ileso que permanezca. Curiosa mente, el lenguaje que utilizaba no era malo: ése había desaparecido de él con el resto de las cosas. El doctor le enseñó oro. Lo cogió y lo retuvo. Lo mismo que retuvo la fuerza con la que le sujetaba el cuello del abrigo.
-Si soy capaz de soportarlo -bramó el gigante con desesperación-, le aplastaré... a usted y sus bebidas. ¡Me muero... me muero... me muero!
-Eso es lo que piensa usted -dijo el doctor-. Verá como le hace mucho bien -y convirtiendo en virtud una necesidad imperativa, añadió-: Me quedaré a su lado. Si me dejara libre un momento le daría algo que le arreglaría.
-Ya me ha arreglado, condenado anarquista. ¡Le ha quitado el pan de la boca a un trabajador inglés! Pero seguiré sujetándole hasta que esté bien o haya muerto. Nunca le hice daño. ¿Suponía que estaba un poco car gado? Ya me bombearon una vez en Guy's con un bombeo estomacal. Aquello pude entenderlo, pero no esto, y me está matando lentamente.
-Se encontrará bien dentro de media hora. ¿Por qué supone que querría yo matarle? -preguntó el doc tor, que procedía de una raza lógica.
-¿Cómo voy a saberlo yo? Cuéntelo en el tribunal. Le darán siete años por esto, ladrón de cuerpos. Que eso es lo que es... un maldito ladrón de cuerpos. Pero le aseguro que en Inglaterra hay justicia; y también mi sindicato le perseguirá. No nos gusta que hagan trucos a nuestra gente. Condenaron a diez años a una mujer por mucho menos que esto. Y tendrá que pagar cien tos y cientos de libras, además de una pensión a la pa rienta. Ya lo verá usted, falso médico. ¿Dónde está su licencia para hacer tal cosa? ¡Le cazarán, se lo aseguro!
Observé entonces lo que antes ya había visto con frecuencia, que un hombre que sólo tiene un miedo ra zonable a un altercado con un desconocido sufre verda dero pavor ante el mismo hecho en una tierra extranje ra. La voz del doctor se asemejaba en su tono al de una flauta en su exquisita cortesía cuando respondió:
-Pero le he dado muchísimo dinero... cinc... tres libras, creo.
-¿Y de qué valen tres libras a cambio de envenenar me? En Guy's me dijeron que obtendría veinte... que dándome frío sobre la pizarra. ¡Ay! Ya vuelve.
Por segunda vez pareció como si le cortaran los pies y el banco se movió hacia adelante y atrás mientras yo apartaba la mirada. Aquel día de mediados de un mayo inglés estaba en el punto mismo de la perfección. Las mareas invisibles del aire habían cambiado y toda la naturaleza volvía el rostro, con la sombra de los castaños de indias, hacia la paz de la noche próxima. Pero quedaban horas toda vía, yo lo sabía -larguísimas horas del eterno crepúsculo inglés- para que acabara el día. Me sentía bastan te contento de estar vivo... de abandonarme a la deriva del tiempo y el destino; de absorber una gran paz a tra vés de mi piel y amar a mi país con la devoción que tres mil millas de mar situado en medio hacían florecer plenamente. ¡Y qué jardín del Edén era esta tierra fer tilizada, recortada y húmeda! Cualquier hombre po día acampar en campo abierto con mayor sensación de hogar y seguridad que la que podían aportarle los edi ficios más majestuosos de las ciudades extranjeras. Y la alegría se debía a que todo era inalienablemente mío: el seto cuidado, la carretera inmaculada, decentes ca sas de piedra gris, sotos apretados, bosquecillos como borlas, espinos con manzanas y árboles bien cultiva dos. Un ligero soplo de viento -que esparció copos de espino sobre los brillantes raíles-, me trajo un débil aroma como a coco fresco, lo que me permitió saber que la aulaga dorada estaba floreciendo en algún lugar que yo no veía. Linneo dio gracias a Dios poniéndose de rodillas la primera vez que vio un campo de aula gas; y dicho sea de paso, también el peón estaba de ro dillas. Pero no se encontraba rezando, sino que sim plemente tenía náuseas.
El doctor se vio obligado a inclinarse sobre él, con el rostro hacia la parte posterior del asiento, y por lo que pude ver supuse que el peón había muerto. De ser así, era el momento apropiado para irme; pero sabía que mientras un hombre se confía a la corriente de las cir cunstancias, aceptando lo que en ella viene sin recha zarlo nunca, no puede sucederle daño alguno. El que es atrapado por la ley es aquel que ha inventado y planifi cado, nunca el filósofo. Sabía que cuando la obra fuera interpretada el propio destino me conmovería desde el cadáver; y sentí mucha pena por el médico.
En la distancia, posiblemente en la carretera que conducía a Framlynghame Admira], apareció un vehí culo y un caballo: esa antigua calesa que aparece en casi todos los pueblos cuando es necesario. Aquello avanzaba, sin que yo hubiera pagado por ello, hacia la estación; tendría que pasar por el callejón profundo, por debajo del puente del ferrocarril, y salir por el lado del doctor. Yo estaba en el centro de las cosas, y por eso todos los lados eran semejantes para mí. Aquí estaba pues mi máquina de la máquina. Cuando llegara su cedería algo, o pasaría cualquier cosa. Por lo demás, me poseía mi alma profundamente interesada.
El doctor, junto al asiento, giró todo lo que se lo permitió su posición acalambrada, con la cabeza sobre el hombro izquierdo, y se llevó la mano derecha a los labios. Eché hacia atrás mi sombrero y elevé las cejas a modo de pregunta. El doctor cerró los ojos y asintió dos o tres veces lentamente con la cabeza, haciéndome señas para que acudiera. Descendí precavidamente, tal como me había indicado por los signos. El peón estaba dormido, tras haberse vaciado totalmente; pero su mano seguía aferrando el cuello del doctor, y al más li gero movimiento (el doctor estaba realmente muy acalambrado) se apretaba mecánicamente, como la mano de una mujer enferma aprieta la de un observa dor. Se había dejado caer, sentándose casi sobre los ta lones, y con la caída había arrastrado al doctor hacia la izquierda.
El doctor llevó la mano derecha, que tenía libre, a su bolsillo, sacó unas llaves y agitó la cabeza. El peón mur muró entre sueños. Silenciosamente metí la mano en mi bolsillo y saqué un soberano, sosteniéndolo entre el índice y el pulgar. Pero el médico volvió a agitar la cabe za. No era el dinero lo que su paz requería. Su bolsa ha bía caído desde el banco hasta el suelo. Miró hacia ella y abrió la boca, formando una O. La cerradura no era di fícil, y cuando la hube dominado el índice derecho del doctor estaba cortando el aire. Con inmensa precau ción saqué de la bolsa un cuchillo como los que utilizan para cortar tajadas de pata. El doctor frunció el ceño y con los dedos índice y corazón imitó el movimiento de unas tijeras. Volví a buscar y encontré un diabólico par de tijeras de hojas curvas capaz de saquear el interior de un elefante. Entonces el doctor levantó lentamente el hombro izquierdo hasta que la muñeca derecha del peón quedó apoyada en el banco y se detuvo un mo mento cuando el volcán que parecía apagado retumbó de nuevo. El doctor descendió más y más, arrodillán dose junto al costado del peón, hasta tener la cabeza a la misma altura y delante del enorme puño peludo, y en tonces dejó de sentir tensión en el cuello del abrigo. Entonces se me hizo la luz.
Empezando un poco hacia la derecha de la colum na vertebral, corté una enorme media luna en su nue vo abrigo de primavera bajando tanto como me atreví por el costado izquierdo (que equivalía al lado derecho del peón). Pasando rápidamente desde allí hasta la parte posterior del asiento, y trabajando entre las tiras, corté la parte delantera del forro de seda por el lado iz quierdo del abrigo hasta que se unieron los dos cortes. Con precaución, como la tortuga caja de Carolina de su páramo natal, el doctor se fue alejando hacia la derecha con la actitud de un ladrón frustrado que sale de debajo de una cama, y se puso en pie ya liberado con un hombro negro sobresaliendo en diagonal a tra vés del gris de su estropeado abrigo. Volví a colocar las tijeras en la bolsa, la cerré y se la entregué en el mo mento en el que las ruedas de la calesa sonaron huecas bajo el arco del ferrocarril.
Pasó a medio metro de la puerta de la estación y el doctor lo detuvo con un silbido. Iba cinco millas más allá a llevar a casa desde la iglesia a alguien -no pude oír el nombre- cuyo caballo se había herido las patas. Su destino resultó ser precisamente el lugar de todo el mundo que el doctor más ardientemente deseaba visi tar, y prometió al conductor todo el oro del mundo por que le llevara junto a una antigua novia suya... lla mada Helen Blazes.
-¿Viene también? -preguntó metiendo el abrigo en la bolsa.
Era tan evidente que la calesa había sido enviada ex clusivamente al doctor, y nada más que a él, que no me preocupé por ello. Comprendí que nuestros caminos se separaban y además tenía yo la necesidad de reír.
-Me quedaré aquí -respondí-. Es una zona muy bonita.
-¡Dios mío! -murmuró tan suavemente como si estuviera cerrando una puerta, y yo sentí que era una oración.
Entonces desapareció de mi vida y me encaminé hacia el puente del ferrocarril. Necesitaba pasar de nuevo junto al banco, pero el portillo estaba entre no sotros. La marcha de la calesa había despertado al peón. Se arrastró sobre el asiento y con ojos malignos vio al conductor manejando el látigo por el camino.
-El hombre que va ahí dentro me envenenó -gri tó-. Es un ladrón de cuerpos. Volverá cuando me haya enfriado. ¡Aquí está mi prueba!
Agitaba su parte del abrigo, y yo seguí mi camino porque estaba hambriento. El pueblo de Framlyngha me Admiral se encontraba a unas buenas dos millas de la estación, y sacudí la sagrada tranquilidad de la tarde a cada paso que daba en ese camino gritando y vociferan do, apoyándome en los lados del seto verde cuando me encontraba demasiado débil para sostenerme. Había allí una posada -una bendita posada con techo de paja y peonias en el jardín- y pedí una habitación de la parte de arriba de las que servían para que los Foresters cele braran sus cortes, pues no se me habían quitado del todo las ganas de reír. Una mujer asombrada me trajo jamón y huevos, y yo me asomé junto al parteluz y reí mientras comía. Estuve sentado mucho tiempo por en cima de la cerveza y el humo perfecto que subía, hasta que cambió la luz en la tranquila calle y empecé a pen sar en las siete cuarenta y cinco y en todo el mundo de Noches arábigas que había abandonado.
Al bajar pasé a un gigante vestido de piel de topo que casi se daba con el bajo techo de la cervecería. Te nía muchos platos vacíos delante de él, y más allá ha bía una pequeña parte de la población de Framlyngha me Admiral, ante quienes desplegaba un maravilloso relato de anarquía, robo de cadáveres, sobre sobornos y el Valle de las Sombras, de donde acababa de salir. Y tanto como hablaba comía, y tanto como comía be bía, pues había mucho espacio en él; después pagó re giamente, hablando de la justicia y la ley, ante la cual todos los ingleses son iguales, y todos los extranjeros y anarquistas son chusma y lodo.
De camino a la estación pasó junto a mí dando grandes zancadas, su elevada cabeza por encima de los murciélagos de vuelo bajo, los pies firmes sobre el me tal de la carretera apisonada, los puños cerrados y res pirando con fuerza. Había un hermoso aroma en el aire -el olor a polvo blanco, ortigas maceradas y humo, que trae lágrimas a la garganta de un hombre que sólo raras veces contempla su país- un olor que era como los ecos de la conversación perdida de los amantes; el aroma infinitamente sugestivo de una ci vilización inmemorial. Fue un paseo perfecto; y dete niéndome a cada paso, llegué a la estación justo cuan do el único mozo encendía la última de varias mechas de lámpara de aceite y las ponía en el farol para des pués despachar billetes a cuatro o cinco habitantes del lugar que, no sintiéndose felices con su paz, habían considerado apropiado viajar. No era un billete lo que el peón parecía necesitar. Estaba sentado en el banco machacando iracundo con los pies un vaso hasta con vertirlo en fragmentas. Me quedé en la oscuridad del extremo del andén, interesado como siempre, gracias al cielo, por lo que me rodeaba. Percibí una vibración de ruedas en el camino. Al acercarse éstas se levantó el peón, cruzó a grandes zancadas la compuerta y puso una mano en la brida del caballo, que hizo a éste le vantarse sobre las patas traseras. Fue providencial que regresara la calesa y por un momento me pregunté si es que el doctor se había vuelto tan loco como para regre sar allí.
-Aléjese, está borracho -dijo el conductor.
-No lo estoy -contestó el peón-. He estado aguar dando aquí horas y horas. Salga de ahí, canalla.
-Continúe, conductor -dijo una voz inglesa clara y tensa que yo no conocía.
-Muy bien -añadió el peón-. No quiso escuchar me cuando fui cortés. ¿Saldrá ahora?
En el costado del vehículo había un agujero, pues el peón había arrancado la puerta de sus goznes y se había metido dentro. Una pierna con una buena bota le recompensó, y después salió no con placer, sino sal tando sobre un pie, un inglés rechoncho y de cabellos grises de cuyos brazos cayeron libros de himnos, aun que su boca entonaba un servicio totalmente distinto.
-¡Ven, maldito ladrón de cuerpos! Creías que ha bía muerto, ¿verdad? -rugía el peón. Y el respetable caballero fue incapaz de hablar por causa de la rabia.
-Hay un hombre que está asesinando al terrate niente -gritó el conductor, lanzándose desde el pes cante sobre el cuello del peón.
Para hacerles justicia hay que decir que los habi tantes de Framlynghame Admiral, tantos como había en el andén, acudieron a la llamada con el mejor espí ritu feudal. El mozo de estación fue el que golpeó al peón en la nariz con la máquina de picar billetes, pero fueron los tres viajeros de tercera clase los que se aga rraron a sus piernas y liberaron al cautivo.
-¡Buscad un policía! ¡Encerradle! -dijo el hombre ajustándose el cuello; todos a una le metieron en la ha bitación del farol y giraron la llave, mientras el con ductor se quejaba por la ruina de su vehículo.
Hasta ese momento el peón, cuyo único deseo era el de justicia, había mantenido un temperamento no ble. Pero entonces se puso frenético ante nuestros asombrados ojos. La puerta de la habitación había sido generosamente construida y no cedía un centí metro, pero arrancó la ventana de sus goznes y la lanzó hacia el exterior. El mozo cantó el daño en voz alta y los otros, armándose con herramientas agrícolas del jardín de la estación, empezaron a agitarlas sin cesar delante de la ventana, mientras se mantenían de espal das al muro, y decían al prisionero que pensara en la cárcel. Hasta ese momento éste apenas respondió, por lo que ellos pudieron entender; pero viendo que se le impedía la salida, cogió una lámpara y la lanzó a través de la ventana rota. Después salió él de un salto y se marchó. Con una velocidad inconcebible, los demás, quince en total, le siguieron como cohetes en la oscu ridad, pero con todo esto (que él no podía haber pre visto) perdió la rabia frenética cuando despertó el bre baje mortal del doctor, bajo el estímulo del ejercicio violento y de una comida excesiva, produciendo la úl tima exhibición cataclísmica, y entonces... oímos el silbato del tren de las siete cuarenta y cinco.
Todos estaban realmente interesados en la parte de ruina que podían ver, pues la estación olía a aceite y la máquina pasó por encima de los cristales rotos como un terrier por un huerto de pepinos. El revisor quería escucharlo y el terrateniente hizo su versión del brutal asalto, mientras por todas las ventanas de los coches sobresalían cabezas y yo buscaba un asiento.
-¿Qué es ese alboroto? -preguntó un hombre joven cuando entré yo-. ¿Un borracho?
-Bueno, los síntomas, por lo que ha captado mi ob servación, se asemejan más a los del cólera asiático que a cualquier otra cosa -respondí lenta y juiciosamente de manera que cada palabra pudiera tener su peso en el plan designado de las cosas. Hasta ese momento, como obser vará el lector, yo no había tomado parte en esa guerra.
Era un inglés, pero recogió sus pertenencias tan rá pidamente como lo había hecho el americano, muchí simo antes, y saltó sobre el andén gritando:
-¿Puedo ser útil en algo? Soy médico.
Desde la habitación de los faroles escuché el gemi do de una voz fatigada:
-¡Otro maldito doctor!
Y el tren de las siete cuarenta y cinco me acercó un paso más a la eternidad por el camino que está gasta do, cosido y canalizado por las pasiones, las debilida des y los intereses encontrados del hombre, que es in mortal y dueño de su destino.
Rudyard Kipling (1865-1936)
Relatos de Rudyard Kipling. I Relatos góticos.
El análisis y resumen del cuento de Rudyard Kipling: Mi domingo en casa (My Sunday at Home) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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