«Una odisea del norte»: Jack London; relato y análisis


«Una odisea del norte»: Jack London; relato y análisis.




Una odisea del norte (An Odyssey of the North) es un relato del escritor norteamericano Jack London (1876-1916), publicado originalmente en la edición de octubre de 1899 de la revista Atlantic Monthly, y desde entonces recopilado en numerosas antologías.

Una odisea del norte, uno de los cuentos de Jack London más ingeniosos, relata la historia de Naass, un joven aleutiano que gana la mano de una hermosa joven de la tribu, Unga, solo para que ésta sea secuestrada en la noche de bodas por un tal Axel Gunderson, un hombre blanco de siete pies de altura. Naass pasa años rastreando a su enemigo, decidido a reclamar a su novia y vengarse.




Una odisea del norte.
An Odyssey of the North, Jack London (1876-1916)

Los trineos dejaban oír su eterna queja, a la que se mezclaba el chirriar de los arneses y el tintineo de las campanillas de los perros que iban en cabeza. Pero los hombres y los animales, rendidos de fatiga, guardaban silencio. Una capa de nieve reciente dificultaba la marcha sobre la pista. Estaban ya muy lejos del punto de partida. Los perros, arrastrando una carga excesiva de ancas de alce congeladas, duras como el pedernal, se apalancaban con todas sus fuerzas en la blanda superficie de la nieve y avanzaban con una terquedad casi humana. Caía la noche, pero nadie pensaba en acampar. La nieve descendía suavemente por el aire inmóvil, no en copos, sino en diminutos cristales de dibujos delicados y sutiles. La temperatura era bastante alta - sólo veintitrés grados bajo cero - y los hombres no sentían frío. Meyers y Bettles habían levantado las orejeras de sus pasamontañas y Malemute Kid incluso se había quitado los guantes.

Los perros, aunque fatigados desde las primeras horas de la tarde, empezaron a dar muestras de un nuevo vigor. Entre los más sagaces reinaba cierta desazón. Se impacientaban ante las limitaciones que imponían a su marcha los arreos; sus movimientos eran rápidos, pero indecisos; olfateaban nerviosamente y levantaban las orejas. Estos canes se enfurecían ante la flema de algunos de sus congéneres y los estimulaban con continuos e insidiosos mordiscos en los cuartos traseros, proceder que las víctimas imitaban en perjuicio de otros. De súbito, el perro que abría la marcha en el primer trineo lanzó un agudo gemido de satisfacción y, casi echándose en la nieve, descargó todo el peso de su cuerpo sobre el collar. Todos los demás perros hicieron lo mismo, de modo que se tensaron los arreos y los trineos dieron un salto hacia adelante. Los hombres se asieron con fuerza a las varas y aceleraron la marcha para no ser atropellados por las otras traíllas. El cansancio de la jornada les abandonó y empezaron a alentar con sus gritos a los perros, que respondieron con gozosos ladridos. El avance a través de las crecientes tinieblas cobró gran vivacidad.

—¡Arre, arre! —gritaban los hombres cuando su trineo abandonaba de pronto la pista principal, escorando por efecto de la tracción de una sola fila de perros, como lugres que reciben el viento de costado.

Luego emprendieron con frenesí la carrera final para cubrir el centenar de metros que los separaba de la ventana iluminada, cubierta por un pergamino, que indicaba la presencia de una acogedora cabaña, con su llameante estufa del Yukon y sus teteras humeantes. Pero el anhelado refugio estaba ocupado. Sesenta perros esquimales de cuerpo peludo llenaron el espacio con sus gruñidos de desconfianza y se arrojaron sobre la traílla que tiraba del primer trineo. En esto la puerta de la cabaña se abrió de par en par y apareció un hombre que vestía la guerrera escarlata de la Policía del Noroeste. El policía se internó en aquella masa de enfurecidos perros que le llegaba a las rodillas, y, manejando con la mayor equidad el mango de un látigo especial para este género de animales, restableció la calma.

Después, los hombres se dieron la mano. Así fue recibido Malemute Kid por un extraño en su propia cabaña. Stanley Prince era quien en realidad debió salir a recibirle, pero estaba muy ocupado, pues tenía que atender a la estufa del Yukon, a las teteras y a sus huéspedes, que, en número aproximado de una docena, formaban el grupo más abigarrado que jamás había servido a la Reina y que se cuidaba de repartir el correo y de imponer el respeto a las leyes. Aquellos hombres eran de los más diversos orígenes, pero la vida que llevaban les había dado un sello común característico: todos eran hombres delgados y fuertes, de piernas endurecidas por las caminatas, rostro curtido por el sol y almas apacibles que se mostraban en sus miradas francas, nobles y enérgicas. Conducían los perros de la Reina, inspiraban temor a los enemigos de Su Majestad, comían lo que la soberana les asignaba, que no era mucho, y se sentían felices y contentos.

Habían visto la vida cara a cara, y, aunque ellos no lo sabían, habían realizado verdaderas hazañas y corrido aventuras novelescas. Estaban como en casa propia. Dos de ellos, tendidos en la litera de Malemute Kid, entonaban canciones que ya cantaban sus antepasados franceses cuando ocuparon las regiones del Noroeste y se unieron a las mujeres indias. La litera de Bettles había sufrido una invasión similar: tres o cuatro fornidos voyageurs habían introducido los dedos de los pies entre las mantas y escuchaban el relato de otro que había servido en la brigada flotante de Wolseley, cuando logró llegar a Jartum peleando desde sus barcas. Luego tomó la palabra un vaquero y empezó a hablar de las cortes, los reyes, las damas y los caballeros que había visto cuando acompañó a Búfalo Bill en su viaje por las capitales de Europa. En un rincón, dos mestizos, antiguos camaradas de armas en una campaña que había fracasado, remendaban arneses y hablaban de los días en que reinaba Luis Riel y las llamas de la insurrección se alzaban en todo el Noroeste.

Se oían rudas chanzas y bromas más rudas aún y se referían las más extraordinarias y arriesgadas aventuras - ocurridas en la pista y en el río - con la mayor naturalidad, como si sólo merecieran recordarse por alguna nota de humor o algún detalle ridículo. Prince se sintió subyugado por aquellos héroes anónimos que habían asistido a la formación de la historia y medían por el mismo rasero lo grande y romántico que los pequeños incidentes de la vida cotidiana. Les dio de fumar con despreocupada esplendidez, y entonces se aflojaron las cadenas enmohecidas de los recuerdos, y, para deleite suyo, se rememoraron odiseas olvidadas. La conversación decayó al fin. Los viajeros llenaron las últimas pipas, desataron las pieles fuertemente arrolladas y se dispusieron a dormir. Entonces Prince se volvió hacia su camarada para pedirle más noticias.

—Ya sabes quién es el vaquero —respondió Malemute Kid, empezando a desatarse los mocasines—; y no es difícil adivinar la sangre que corre por las venas de su compañero de cama. En cuanto a los restantes, son todos hijos de los coureurs du bois, mezclados con sabe Dios cuántas otras sangres. Los dos que ahora entran son mestizos corrientes, boisbrûlés. Ese muchacho que lleva una bufanda de tela de pantalones (observa sus cejas y la caída de su quijada) demuestra que un escocés lloró entre el humo que llenaba la tienda de su madre. Y aquel tipo tan apuesto que se está colocando el capote como almohada es un mestizo francés, como habrás notado al oírle hablar. No tiene la menor simpatía a los indios que se disponen a acostarse a su lado. Ya sabes que cuando los mestizos se alzaron acaudillados por Riel, los pura sangre no tomaron parte en la lucha; desde aquel día no se ha prodigado el amor entre ambas comunidades.

—Pero dime: ¿quién es aquel individuo de aspecto fúnebre que está junto a la estufa? No debe de saber inglés: no ha dicho esta boca es mía en toda la noche.

—Te equivocas. Habla el inglés perfectamente. ¿No has visto cómo miraba a uno y a otro durante la conversación? Yo sí que lo he advertido. Pero no tiene parentesco alguno ni amistad con los demás. Cuando ellos hablaban en su argot, él no comprendía ni una palabra. Me he preguntado quién será. Vamos a averiguarlo.

Y Malemute Kid, levantando la voz y mirando fijamente al desconocido, le ordenó:

—¡Echa un poco de leña a la estufa!

Éste se apresuró a obedecer.

—En algún sitio le han inculcado la disciplina a palos —comentó Prince en voz baja.

Malemute Kid asintió y, después de quitarse los calcetines, se dirigió a la estufa, sorteando los cuerpos tendidos. Cuando estuvo junto al fuego, colgó sus húmedas prendas entre una veintena de calcetines puestos a secar.

—¿Cuándo crees que llegarás a Dawson? —preguntó al desconocido.

Éste le observó un momento antes de contestar.

—Dicen que está a unos ciento veinte kilómetros. Yo creo que tardaré unos dos días. Apenas se le notaba acento extranjero y hablaba sin dificultad alguna.

—¿Habías estado en esta región?

—No.

—¿Y en el Noroeste?

—Sí.

—¿Naciste allí?

—No.

—Pues ¿dónde demonios naciste? Tú no eres como ésos —Malemute Kid señaló a los conductores de los perros, incluyendo a los dos policías que se habían acostado en la litera de Prince—. ¿De dónde eres? He visto caras como la tuya más de una vez, aunque no recuerdo dónde ni cuándo.

—Yo te conozco —dijo el misterioso individuo sin que viniese a cuento, como si quisiera esquivar las preguntas de Malemute Kid.

—¿De dónde? ¿Nos habíamos visto ya?

—Tú y yo, no; a quien vi fue a tu socio el sacerdote, hace ya mucho tiempo, en Pastilik. Me preguntó si te había visto, Malemute Kid. Me dio de comer. No estuve allí mucho tiempo. ¿No te habló de mí?

—¡Ah! ¿Tú eres aquel que cambiaba pieles de nutria por perros?

El hombre asintió, golpeó su pipa para vaciarla y se envolvió en sus pieles como prueba de que no se sentía inclinado a seguir conversando. Malemute Kid apagó de un soplo la lámpara de sebo y se introdujo bajo las mantas con Prince.

—Dime, ¿quién es ese hombre? —preguntó éste.

—No lo sé. Esquivó mis preguntas y después se cerró como una ostra. Sin duda es uno de esos tipos que despiertan la curiosidad. Ya había oído hablar de él. Su nombre corría por toda la costa hace ocho años. Es un individuo misterioso. Bajó del Norte en pleno invierno, de un punto situado a muchos miles de kilómetros de aquí, siguiendo la orilla del mar de Behring y caminando como si el diablo le pisara los talones. Nadie supo jamás de dónde había partido, pero seguramente llegaba de muy lejos, pues estaba deshecho por las penalidades sufridas durante el viaje cuando el misionero sueco de la bahía de Golovin le dio de comer y le indicó el camino del Sur. Yo me enteré más tarde. Después abandonó la costa y se internó en el estuario del Norton. Allí le recibió un tiempo infernal: ventiscas y fuertes vendavales. Pero consiguió salir con vida de aquel lugar donde cualquier otro habría dejado la piel. Pasando por Pastilik, no por St. Michael, volvió a la costa. Lo había perdido casi todo y estaba muerto de hambre. Pero aún le quedaban dos perros. Ansiaba seguir adelante. El padre Roubeau le proporcionó víveres, pero no pudo prestarle ningún perro: tenía que salir de viaje y, para partir, sólo esperaba que llegase yo. Nuestro amigo Ulises tenía demasiada experiencia para continuar la marcha sin perros, y durante varios días permaneció allí. Estaba en ascuas. En su trineo llevaba un buen montón de pieles de nutria magistralmente curtidas..., de nutria marina, por supuesto, que es una piel que vale su peso en oro.

En Pastilik residía entonces un mercader ruso, un émulo de Shylock, que tenía gran cantidad de perros. En la entrevista que tuvo con él, el forastero no perdió demasiado tiempo regateando, y cuando regresó al Sur, de su trineo tiraba una hermosa traílla de perros. No hay que decir que el Shylock de Pastilik se había apropiado las pieles de nutria. Yo vi esas pieles. Eran estupendas. Hice un cálculo y llegué a la conclusión de que los perros le habían resultado a nuestro hombre a quinientos cada uno como mínimo. Sin embargo, todo parecía indicar que el vendedor sabía perfectamente lo que valían las pieles de nutria. Desde luego, era indio, y lo poco que decía dejaba entrever que había vivido entre hombres blancos. Cuando el mar se desheló, de la isla de Nunivak llegó la noticia de que nuestro forastero se había presentado allí en busca de comida. Luego dejó de saberse de él y ésta es su primera reaparición después de ocho años de ausencia. Y yo me pregunto: ¿De dónde es? ¿Qué hacía en su patria? ¿Por qué ha venido? Es indio, nadie sabe dónde ha estado y le han metido la disciplina en el cuerpo, lo cual es muy raro en un indio. Otro misterio del Norte que puedes aclarar, Prince.

—Muchísimas gracias, pero de momento ya tengo bastantes problemas por resolver —contestó Prince.

Malemute Kid respiraba ya con la profundidad del sueño; pero el joven ingeniero de minas, aunque estaba echado, tenía los ojos abiertos y miraba hacia arriba como si quisiera perforar las espesas tinieblas, en espera de que desapareciese la extraña excitación que le agitaba. Y cuando se durmió, su cerebro siguió funcionando. Esta vez también él vagó por la blanca extensión desconocida, avanzando penosamente con los perros por pistas interminables y viendo como los hombres vivían, luchaban y morían como hombres. A la mañana siguiente, unas horas antes del amanecer, los conductores de perros y los policías continuaron su marcha hacia Dawson. Pero las autoridades que velaban por los intereses de Su Majestad y regían los destinos de los súbditos más modestos concedían poco descanso a los correos, los cuales aparecieron una semana después en el río Stuart con la excesiva carga de la abundante correspondencia destinada a Salt Water.

Verdad es que llevaban perros de refresco; pero los perros eran siempre perros. Los hombres deseaban encontrar un lugar de descanso. Por otra parte, Klondike, la nueva región del Norte, les seducía: ansiaban ver aquella Ciudad del Oro, donde el polvo amarillo corría como el agua y en la que había salones de baile donde el bullicio y la alegría eran continuos. Antes de acostarse, pusieron a secar sus calcetines y fumaron sus pipas con el mismo placer que en su viaje anterior. Dos de aquellos hombres, llevados de su temeridad, convinieron que era posible una deserción para cruzar las inexploradas Montañas Rocosas que se alzaban en el Este, y regresar, siguiendo el curso del Mackenzie, a los terrenos de la región de Chippewyan, donde habían triturado mineral.

Otros dos o tres estaban decididos a regresar a sus hogares por aquella misma ruta, una vez terminado el servicio, y empezaron a trazar planes, ansiosos dé acometer la arriesgada empresa que para ellos era, poco más o menos, lo que para un hombre de la ciudad una excursión de un día a la montaña. El de las pieles de nutria daba muestras de gran intranquilidad, aunque apenas desplegaba los labios. Al fin, se llevó a Malemute Kid a un rincón y estuvo un buen rato conversando con él en voz baja. Prince les dirigía miradas llenas de curiosidad y todo aquello le pareció mucho más misterioso cuando ambos salieron de la cabaña después de ponerse los guantes y las gorras. Cuando volvieron a entrar, Malemute Kid puso sus balanzas en la mesa, pesó sesenta onzas de oro y las echó en el saco del forastero. Entonces el jefe de los conductores de perros se incorporó a la reunión y participó en algunas transacciones. Al día siguiente, el grupo se fue río arriba, pero el hombre de las pieles de nutria se aprovisionó de víveres y emprendió el regreso a Dawson.

—No sabía cómo complacerlo —dijo Malemute Kid en respuesta a las preguntas de Prince—. El pobre hombre quería que le diese de baja en el servicio con cualquier pretexto. Sin duda, tenía para ello alguna razón importante, pero ni siquiera me insinuó cuál era. Verás, es como en el servicio militar. Él se había alistado por dos años, y el único medio para dejarlo era pagar como si fuese un soldado de cuota. Si desertaba, no podía quedarse aquí, cosa que deseaba por encima de todo. Dice que tuvo esta idea cuando llegó a Dawson. Pero no tenía un céntimo y allí no conocía a nadie. Yo era la única persona con la que había cambiado algunas palabras. Habló con el teniente gobernador y éste le dijo que yo le daría dinero, prestado, como es natural. Me ha dicho que me lo devolverá dentro de un año y que, si quiero, me proporcionará algo que vale la pena. Ignora lo que es, pero sabe que vale la pena.

Óyeme: cuando me hizo salir, estaba a punto de echarse a llorar. Entre ruegos e imploraciones, se arrojó a mis pies, sobre la nieve, y no se levantó hasta que yo le obligué a hacerlo. Hablaba como si se hubiese vuelto loco. Me ha asegurado que para llegar hasta aquí ha tenido que luchar durante varios años y que no podía sufrir tener que volverse a marchar. Yo le pregunté qué quería decir con eso de poder llegar hasta aquí, pero él no quiso explicármelo. Dijo que tal vez le destinaran a la otra mitad del recorrido, por lo que estaría dos años sin poder ir a Dawson, y que entonces sería ya demasiado tarde. Nunca había visto a un hombre tan fuera de sí. Y cuando le dije que le prestaría el dinero, tuve que levantarlo de la nieve por segunda vez. Le advertí que le hacía el préstamo que necesitaba para equipo y provisiones, a cambio de una participación en sus beneficios si descubría alguna mina.

¿Crees que aceptó? Pues no. Me aseguró que me daría todo lo que encontrase, que me enriquecería mucho más de lo que pudiera soñar el hombre más avaro, y me hizo otras promesas parecidas. Pero no cabe duda de que un hombre que prefiere exponer su vida y perder su tiempo a conceder una participación en sus beneficios, no es lógico que entregue ni siquiera una mitad de lo que encuentre. óyelo bien, Prince: detrás de todo esto hay algo. Oiremos hablar de ese hombre si se queda en la región.

—¿Y si no se queda?

—Entonces habré de arrepentirme de mi generosidad y perderé sesenta onzas de oro.

Con las largas noches volvió el frío. El sol reanudó su antiguo juego de atisbar por encima del nevado horizonte meridional, donde nadie había oído hablar de la proposición de Malemute Kid. Una tenebrosa mañana de principios de enero, una caravana de trineos excesivamente cargados se detuvo ante la cabaña enclavada más allá del río Stuart. El hombre de las pieles de nutria llegaba con ellos y a su lado iba uno de esos seres que ya apenas existen: Axel Gunderson. La gente del Norte nunca hablaba de suerte, de valor ni de dinero, sin mencionar este nombre. junto a las hogueras de los campamentos no se podían referir actos de fuerza y audacia ni temerarias aventuras sin citar a Axel Gunderson. Y si la charla languidecía, bastaba mencionar a la mujer que compartía su suerte, para que los contertulios se animaran. Axel Gunderson era uno de aquellos hombres que nacían cuando el mundo era joven.

Rebasaba los dos metros de estatura y vestía de un modo tan pintoresco que se le podía tomar por un rey de Eldorado. Su pecho, su cuello y sus miembros eran los propios de un gigante. Al tener que soportar ciento treinta y cinco kilos de hueso y músculo, sus esquís superaban en un metro la medida de los corrientes. Su rostro de toscas facciones, frente recia, mandíbulas poderosas, ojos azules, claros y penetrantes, revelaba que era un hombre que no conocía más ley que la de la fuerza. Su cabello, sedoso y amarillo como el trigo maduro, presentaba mil incrustaciones de escarcha, cruzaba su frente dando la impresión de que el día atravesaba la noche, y caía abundantemente sobre su chaqueta de piel de oso.

Una especie de aureola marinera parecía rodearle cuando bajaba por la estrecha pista precediendo a los perros, y al golpear con el mango de su látigo la puerta de la cabaña de Malemute Kid, dio la impresión de ser un vikíngo que llamase con fuertes golpes a la puerta de un castillo para pedir alojamiento durante una de sus correrías por el Sur. Prince se arremangó, dejando al descubierto sus brazos de formas femeninas, y empezó a amasar pan ázimo. Mientras se dedicaba a esta tarea, dirigía continuas miradas a sus huéspedes, tres viajeros que tal vez no volverían a hallarse bajo aquel techo en toda su vida. El forastero al que Malemute Kid había puesto el sobrenombre de Ulises seguía fascinándole, pero el interés de Prince se concentraba en Axel Gunderson y su compañera. Ésta acusaba el cansancio de la jornada.

Cierto que había descansado en cómodas cabañas desde que su esposo se había adueñado de las riquezas que ofrecían aquellos helados caminos, pero la fatiga había acabado por apoderarse de ella. Apoyó la cabeza en el ancho pecho de Axel, como una flor que descansara en un muro, y respondió perezosamente a las amables bromas de Malemute Kid, mientras hacía hervir de vez en cuando la sangre de Prince con la mirada de sus ojos oscuros y profundos. Y es que Prince era un hombre sano y vigoroso que había visto muy pocas mujeres desde hacía mucho tiempo. Aquélla era mayor que él y, además, de raza india; pero era distinta a todas las mujeres indígenas que había conocido. Aquella mujer había viajado por diversos países, sin excluir el suyo, según se deducía de su conversación. Estaba impuesta de todo aquello que conocían las mujeres de su raza y, además, de otras muchas cosas que no era natural que éstas supiesen.

Sabía preparar una comida de pescado secado al sol y hacer una cama en la nieve. No obstante, les explicaba el modo de servir un banquete de numerosos platos, y los ponía en evidencia y provocaba discusiones al hablarles de antiguas recetas culinarias que ellos casi habían olvidado. Conocía las costumbres del alce, del oso y del pequeño zorro azulado, así como la vida de los salvajes anfibios que poblaban los mares del Norte. Dominaba la ciencia de navegar por los arroyos, y las huellas que dejaban los hombres, las aves y los animales terrestres sobre la blanca superficie de la nieve, eran para ella como las páginas de un libro abierto. Prince la vio parpadear con un gesto de comprensión cuando oyó las reglas del campamento, obra de Bettles, que las había dictado en una época en que su sangre hervía y que eran notables como notas de humor espontáneo y sencillo. Prince volvía el cartelito de cara a la pared cuando sabía que tenían que llegar mujeres al campamento; pero quién podía imaginarse que aquella visitante indígena... En fin, el mal ya no tenía remedio.

Ésta era la esposa de Axel Gunderson, aquella mujer cuya fama rivalizaba con la de su marido y se extendía, como la de él, por todo el Norte. Cuando se sentaron a la mesa, Malemute Kid la provocó con la confianza que le permitía su antigua amistad con ella, y Prince se sobrepuso a la timidez propia del primer encuentro y se unió a las bromas. Pero ella supo salir airosa de la lucha desigual, mientras que su esposo, más tardo de entendimiento, sólo se atrevía a aplaudirla. ¡Qué orgulloso estaba de ella! Esto se veía claramente. Todas sus miradas, todos sus actos revelaban el gran espacio que ella ocupaba en su vida. El hombre de las pieles de nutria comía en silencio, olvidado por los protagonistas de la alegre contienda, y cuando ya hacía rato que los demás habían terminado de comer, se levantó y se fue a hacer compañía a los perros. Pero, por desgracia, sus compañeros de viaje se pusieron demasiado pronto los guantes y las chaquetas de piel con caperuza y le siguieron.

No había nevado desde hacía muchos días y los trineos se deslizaban por la endurecida pista del Yukon con tanta facilidad como si corriesen sobre hielo resbaladizo. Ulises conducía el primer trineo; con el segundo iban Prince y la mujer de Axel Gunderson; Malemute Kid y el gigante rubio conducían el tercero.

—No es más que un presentimiento, Kid —dijo Axel—, pero creo que acierta. Él nunca ha estado allí, pero su relato es convincente y además exhibe un mapa del que yo ya había oído hablar hace años, cuando estuve en la región de Kootenay. Me gustaría que tú vinieses; pero es un hombre extraño y dijo rotundamente que lo dejaría todo si venía alguien más. Pero cuando yo vuelva tendrás opción antes que nadie. Tu puesto estará inmediatamente después del mío. Además, puedes contar con la mitad del terreno de la ciudad... ¡No, no! —exclamó, cuando el otro trató de interrumpirle— Esto lo llevo yo y, antes de haber terminado, necesitaré contar con otro. Si todo sale bien, ese lugar será un segundo Cripple Creek. ¿Comprendes lo que esto significa? ¡Un segundo Cripple Creek! Para que te enteres, se trata de cuarzo, no de un placer, y si lo explotamos bien nos haremos los amos, pues tendremos millones. Yo ya había oído hablar de ese sitio, y tú también. Construiremos una ciudad... Millares de obreros... Buenas comunicaciones fluviales... Líneas de vapores... Grandes empresas de transporte... Vapores de poco calado para llegar a las fuentes del río... Tal vez tendremos una línea de ferrocarril... Y tendremos serrerías, central de energía eléctrica, una banca propia, una compañía comercial, un sindicato... ¿Qué te parece? Pero tú, calladito hasta que yo vuelva.

Los trineos se detuvieron al llegar al punto en que la pista cruzaba la desembocadura del río Stuart, mar de hielo que se extendía hasta perderse en el Este misterioso. Desataron las raquetas de nieve, que llevaban en los trineos. Axel Gunderson estrechó las manos a los demás y se situó a la vanguardia. Sus grandes raquetas se hundían medio metro en la superficie algodonosa, que apisonaba para que los perros no se atascasen. Su esposa marchaba detrás del último trineo. Evidenciaba una larga práctica en el uso del engorroso calzado de nieve. El silencio fue rasgado por alegres gritos de despedida; los perros gimieron y el de las pieles de nutria hizo restallar su látigo para estimular a un can recalcitrante. Una hora después el convoy parecía un lápiz negro trazando una larga línea recta sobre una inmensa hoja de papel.


Una noche, muchas semanas después, Malemute Kid y Prince resolvían juntos problemas de ajedrez que figuraban en una hoja arrancada a una vieja revista. Kid acababa de regresar de sus propiedades de Bonanza y había decidido descansar antes de emprender una larga cacería de alces. Prince había pasado también casi todo el invierno siguiendo arroyos y pistas y anhelaba la paz y el sosiego de una semana en la cabaña.

—Salta el caballo negro y da jaque al rey. No, eso no sirve. Vamos a ver esta otra jugada.

—¿Por qué avanzas el peón dos casillas? Así te lo como y, con el alfil tan mal colocado...

—¡Eso es malo, hombre! Te descubres y...

—No, este lado está protegido. ¡Adelante! Verás como da resultado.

Cuando más enfrascados estaban en la solución del problema, llamaron con los nudillos a la puerta. Hubieron de llamar dos veces para que Malemute Kid dijese: «¡Adelante!» La puerta se abrió. Alguien entró tambaleándose. Prince miró hacia el recién llegado y se puso en pie de un salto. El horror que había en su mirada movió a Malemute Kid a volverse vivamente. También Kid se sobresaltó, aunque estaba acostumbrado a ver cosas desagradables. Aquel ser se acercó a ellos sin verles y con paso vacilante. Prince se apartó y se dirigió al clavo del que pendía su Smith & Wesson.

—¡Santo Dios! ¿Qué es esto? —preguntó en voz baja a Malemute Kid.

—No lo sé. Parece un caso de congelación y de hambre —repuso Kid apartándose hacia el lado opuesto—. ¡Cuidado! Puede estar loco.

Advertido esto, fue a cerrar la puerta. El extraño ser avanzó hacia la mesa. Sus ojos abotagados advirtieron la alegre llama de la lámpara de sebo. Aquello pareció divertirle y dejó escapar una especie de cloqueo que quería expresar alegría. Luego, de pronto, aquel hombre - pues era un hombre - se echó hacia atrás y, dando un tirón a sus pantalones de piel, empezó a canturrear una tonada parecida a la que cantan los marineros al dar vueltas al cabrestante mientras el mar brama en sus oídos: El barco del yanqui baja por el río. ¡Hala, muchachos, hala! ¿No queréis saber quién es su capitán? ¡Hala, muchachos, hala! Es Jonatán Jones de Carolina del Sur. ¡Hala, mucha...!

Se interrumpió de súbito, se acercó, tambaleándose y lanzando gruñidos de lobo, a la alacena donde estaba la carne, y, antes de que Kid y Prince lo pudieran evitar, se apoderó de un jamón y empezó a devorarlo, desgarrándolo con los dientes. Malemute Kid se abalanzó sobre él y los dos empezaron a luchar como condenados. Pero la fuerza de loco que asistía al recién llegado le abandonó tan súbitamente como le había asaltado, y entregó el jamón sin ofrecer resistencia. Entre Kid y Prince lo sentaron en un escabel, y él se echó de bruces en la mesa. Una pequeña dosis de whisky lo reanimó y entonces pudo introducir una cucharilla en el bote de azúcar que Malemute Kíd puso ante él. Una vez hubo calmado un poco su apetito, Prince le ofreció una taza de caldo muy claro de carne de buey. Los ojos del hombre brillaban con sombrío frenesí, que llameaba y se desvanecía a cada cucharada.

Tenía casi todo el rostro desollado. Su cara, chupada y macilenta, apenas recordaba un semblante humano. Una helada tras otra la habían roído profundamente, al formarse una serie de capa de costras sobre otra de llagas, producidas por las heladas y todavía a medio curar. Aquella mascarilla de sangre negruzca, reseca y dura, estaba cruzada por horribles grietas que dejaban ver la carne viva de color rojo. Su traje de pieles estaba sucio y hecho jirones. Además, se observaban quemaduras en uno de sus costados, lo que demostraba que el hombre se había caído en una hoguera. Malemute Kid señaló un lugar donde la piel, curtida al sol, había sido cortada a tiras, dramática prueba del hambre que había pasado su dueño.

—¿Quién eres? —preguntó Kid con voz lenta y clara.

El desconocido no le hizo caso.

—¿De dónde vienes?

—El barco del yanqui baja por el río —contestó el extraño ser con voz cascada.

—Ya sé que ese pordiosero bajó por el río —le dijo Kíd, zarandeándolo para ver si lograba que hablase con más coherencia.

El desgraciado lanzó un grito y se llevó la mano al costado con un gesto de dolor. Luego se puso lentamente en pie, y quedó apoyado en la mesa.

—Ella se rió de mí... Me miraba con odio... Y no quiso... venir...

Su voz se apagó, y se dejó caer de nuevo en el escabel. Malemute Kid le aprisionó la muñeca y le preguntó:

—¿Quién? ¿Quién no quiso venir?

—Ella, Unga. Se reía y me pegó. Y después...

—¿Qué?

—Y después...

—¿Qué?

—Después estuvo mucho rato tendida en la nieve, sin moverse. Aún sigue allí..., en la... nieve.

Kid y Prince se miraron con un gesto de impotencia.

—¿Quién está en la nieve?

—Ella, Unga, Unga. Me miró con odio, y después...

—Después ¿qué?

—Después sacó el cuchillo..., y me dio una, dos... Estoy muy débil... He venido muy despacio... Hay mucho oro allí, muchísimo oro...

—¿Dónde está Unga?

Malemute Kid se dijo que tal vez aquella mujer se estuviese muriendo a un kilómetro de allí. Sacudió furioso al hombre, repitiendo una y otra vez:

—¿Dónde está Unga? ¿Quién es Unga?

—Está... en... la... nieve.

—¡Habla!

Kíd le retorcía cruelmente la muñeca.

—Yo... también... estaría... en... la nieve..., pero... yo... tenía... que... pagar... una deuda. Ha sido... un fastidio... esto de tener... que... pagar... una deuda...

Interrumpió su penosa cantinela para rebuscar en su bolsillo y sacar una bolsa de piel de gamo.

—Una... deuda... que... saldar... Cinco... libras...de... oro... Participación... Mal...e...mute ... Kid...

Exhausto, dejó caer la cabeza sobre la mesa. Esta vez, Malemute Kid no pudo hacérsela levantar de nuevo.

—Es Ulises —dijo con voz queda, tirando la bolsa de polvo de oro sobre la mesa—. Yo creo que Axel Gunderson y su mujer están listos. Bueno; metámoslo entre las mantas. Es indio; por lo tanto, vivirá. Y entonces nos lo contará todo.

Cuando cortaron sus ropas para quitárselas, junto a su tetilla derecha vieron los orificios, de bordes duros y amoratados, de dos puñaladas sin cicatrizar.


—Os contaré las cosas a mi manera; pero estoy seguro de que vosotros me entenderéis. Empezaré por el principio y os hablaré, primero de mí y de la mujer, y después del hombre. El de las pieles de nutria se acercó a la estufa, cosa muy explicable, pues, de haberse visto privado del fuego, temía que este regalo de la naturaleza pudiera desvanecerse en cualquier momento. Malemute Kid colocó la lámpara de sebo de modo que iluminase las facciones del narrador. Prince se levantó de su litera y fue a reunirse con ellos.

—Yo soy Naass, jefe e hijo de jefe, nacido entre la puesta y la salida del sol, a orillas del mar oscuro, en el umiak 2 de mi padre. Durante toda la noche los hombres manejaron con afán los canaletes y las mujeres achicaron el agua que nos enviaban las olas. Así luchamos con el temporal. La espuma salada se heló sobre el seno de mi madre, que exhaló su postrer aliento cuando amainó la marea. Pero yo..., yo levanté mi voz con el viento y la tempestad y viví... Nuestra morada estaba en Akatan...

—¿Dónde? —preguntó Malemute Kid.

—En Akatan, isla de las Aleutianas; en Akatan, que está más allá de Chignik, y de Kardalak, y de Unimak. Como digo, nuestra morada estaba en Akatan, que se halla en medio del mar, al borde del mundo. Recorríamos los mares salados en busca de peces, focas y nutrias, y nuestros hogares se amontonaban en la lengua rocosa que se extendía entre la linde del bosque y la playa amarillenta donde teníamos nuestros kayaks. No éramos muchos y nuestro mundo era muy pequeño. Hacia el Este había tierras extrañas, islas como Akatan, lo que nos hacía creer que todo el mundo eran islas, y no queríamos saber nada más. Yo no era como los míos. En las arenas de la playa se veían los hierros retorcidos y las maderas deformadas por las olas de una embarcación distinta de las que construía mi pueblo. Recuerdo que en la punta de la isla que tenía tres lados en contacto con el océano se alzaba un pino que no podía haber crecido allí naturalmente, pues era alto y de tronco liso y derecho. Se decía que dos hombres se turnaron para vigilar desde allí durante muchos días, a las horas de luz. Estos dos hombres habían llegado en el barco que yacía en la playa hecho pedazos. Eran como vosotros, y tan débiles como las crías de las focas cuando están lejos sus madres y pasan cazadores que regresan con las manos vacías. Yo sé estas cosas por los viejos y las viejas, que las supieron por sus padres y sus madres.

Aquellos extraños hombres blancos no se adaptaron de momento a nuestras costumbres, pero el pescado y el aceite les dio con el tiempo vigor y temeridad. Y cada uno de ellos se construyó una casa. Luego eligieron lo mejor de nuestras mujeres y, andando el tiempo, tuvieron hijos. Así nació el que había de ser padre del padre de mi padre. Como he dicho, yo era distinto de los míos, pues por mis venas corría la sangre fuerte y extraña de uno de aquellos hombres blancos que llegaron por el mar. Se dice que nosotros teníamos otras leyes antes de la llegada de estos hombres; pero ellos eran feroces y pendencieros y pelearon con nuestra gente hasta que no quedó nadie que se atreviese a enfrentarse con ellos. Entonces se erigieron en jefes, desecharon nuestras viejas leyes y nos dieron otras. A partir de entonces el dueño del hijo fue el padre y no la madre, como había sido siempre entre nosotros. También decretaron que el primogénito heredara todos los bienes de su padre y que los hermanos y hermanas se las compusieran como pudiesen. También nos enseñaron nuevos modos de pescar peces y matar los osos que infestaban nuestros bosques; y nos acostumbraron a acumular grandes reservas de víveres en previsión de las épocas de hambre. Y los nativos vieron que todas estas cosas eran buenas.

Pero cuando se erigieron en jefes y ya no tuvieron a nadie sobre quien descargar su ira, aquellos extraños hombres blancos lucharon entre sí. Y aquel cuya sangre corre por mis venas clavó su arpón de cazar focas en el cuerpo del otro, tan profundamente que la herida tenía el largo de un brazo. Sus hijos continuaron la lucha, y también los hijos de sus hijos. Y siempre hubo gran odio entre ellos, y alevosas acciones que han llegado incluso hasta mis días. A consecuencia de ello sólo sobrevivió un vástago de cada familia para transmitir la sangre de su estirpe. De mi sangre sólo quedaba yo; de la familia del otro hombre sólo una muchacha, Unga, que habitaba con su madre. Su padre y el mío no volvieron de la pesca una noche; pero después la marea los arrojó a la playa estrechamente abrazados. La gente se preguntaba la causa del odio entre las dos casas, y los viejos sacudían la cabeza y decían que la lucha continuaría cuando Unga tuviera hijos y yo engendrara los míos. Me lo decían cuando era niño y, a fuerza de oírlo, llegué a creerlo y a considerar a Unga como una enemiga, coino la madre de unos hijos que lucharían contra los míos. Pensaba en estas cosas todos los días, y, cuando ya era mozo, pregunté la razón de ello. Los viejos me contestaron: Nosotros no lo sabemos, pero así obraron vuestros padres.

Y yo me maravillaba de que aquellos que tenían que nacer hubieran de luchar por aquellos que habían muerto, y no veía la razón de ello. Pero mi pueblo decía que así debía ser, y yo no era más que un mozo. Y dijeron que debía darme prisa a tener hijos para que crecieran y se hiciesen fuertes antes que los de Unga. Esto era cosa fácil, porque yo era jefe y mi pueblo me respetaba por las hazañas y las leyes de mis antepasados y por mis riquezas. Cualquier doncella hubiera venido a mí de buen grado, pero yo no encontraba ninguna de mi gusto. Y los ancianos y las madres de las doncellas me daban prisa, porque los cazadores ya hacían excelentes ofertas a la madre de Unga; y si los hijos de ella crecían y cobraban fuerza antes que los míos, los míos morirían, a buen seguro. Al fin, una noche, al regresar de la pesca encontré a la mujer soñada. El sol estaba bajo y me daba en los ojos; el viento desatado y los kayaks competían en velocidad con las olas espumantes. De pronto, el kayak de Unga pasó junto al mío y ella me miró, mientras sus negros cabellos flameaban al viento como una nube oscura y la espuma mojaba sus mejillas. Como he dicho, el sol me daba en los ojos y yo era muy joven; pero, de pronto, lo vi todo claro y comprendí que aquello era la llamada de igual a igual. Cuando ella me adelantó, se volvió para mirarme entre dos golpes de canalete. Me miró como sólo podía mirar Unga. Y de nuevo comprendí que era la amada de mi casta. Los demás gritaron cuando pasamos velozmente junto a los perezosos umiaks y los dejamos atrás, muy atrás. Pero ella manejaba el canalete con brío y celeridad, y mi corazón, henchido como una vela, no la alcanzaba. El viento se hizo más fresco, el mar se cubrió de espuma, y nosotros, saltando como focas hacia barlovento, avanzábamos sobre la áurea senda del sol.

Naass estaba encogido, casi saliéndose del escabel, en la actitud del hombre que maneja un canalete, y le parecía participar de nuevo en la carrera. Al otro lado de la estufa creía ver el cabeceante kayak de Unga y su cabello ondeando el viento. En sus oídos resonaba la voz del viento, y el olor salobre del mar penetraba de nuevo en sus pulmones.

—Pero ella consiguió llegar a la orilla antes que yo y echó a correr por la arena, riendo, hacia la casa de su madre. Aquella noche tuve una gran idea, una idea digna del jefe de todo el pueblo de Akatan. Y cuando la luna salió, fui a casa de la madre de Unga y vi los regalos de Yash-Noosh, amontonados junto a la entrada. Yash-Noosh era un gran cazador que quería ser el padre de los hijos de Unga. Otros jóvenes habían depositado sus regalos allí (al fin se los tendrían que llevar), y cada uno de ellos había hecho un montón mayor que el anterior. Yo me eché a reír mirando la luna y las estrellas y volví a mi casa, donde guardaba mis riquezas. Hube de hacer muchos viajes, pero, al fin, mi montón excedió al de Yash-Noosh en un palmo de altura. Puse allí pescado secado al sol y bien curado; cuarenta pieles de foca velluda, y veinte de las ordinarias; y cada piel estaba atada por la boca y llena de aceite. Añadí diez pieles de oso cazados por mí en los bosques, cuando hicieron su aparición en primavera. Había allí, además, cuentas de colores, mantas y telas de color escarlata, que yo obtenía comerciando con pueblos que estaban más al Este, los que, a su vez, conseguían comerciando con otros pueblos más orientales. Y al contemplar el montón de Yash-Noosh, no pude contener la risa. Yo era jefe en Akatan y mis riquezas eran mayores que las de todos los jóvenes de allí, y mis antepasados habían realizado grandes hazañas, habían legislado y los labios de mi pueblo repetirían eternamente sus nombres.

Cuando vino la mañana, volví a la playa, mirando de reojo la casa de la madre de Unga. Mi oferta seguía intacta. Y las mujeres sonrieron y se dijeron cosas al oído. Yo me extrañé, porque nunca se había ofrecido semejante precio por una mujer. Aquella noche añadí más cosas al montón y puse a su lado un kayak de pieles bien curtidas que aún no había surcado los mares. Pero al día siguiente seguía allí, convertido en objeto de mofa para todos los hombres. La madre de Unga era astuta y yo me encolericé: me irritaba que me avergonzasen ante todo mi pueblo. Aquella noche llevé más cosas al montón, que se elevó a gran altura, y arrastré hasta ella mi umiak, que valía por veinte kayaks. Y a la mañana siguiente el montón había desaparecido. Entonces inicié los preparativos para la boda y vinieron gentes incluso del Este para asistir a la ceremonia y participar en el festín y en el reparto de presentes. Unga era mayor que yo: me llevaba cuatro soles, que así llamábamos nosotros a los años. Yo no era más que un mozo, pero también era jefe e hijo de jefe, y no importaba mi juventud. Pero aparecieron las velas de un barco en el horizonte. A impulsos del viento, se acercaban y parecían mayores. Por sus imbornales arrojaban agua clara y sus hombres manejaban afanosamente las bombas. Sobre la proa se alzaba la figura de un hombre fornido, que miraba hacia abajo y daba órdenes con voz de trueno. Sus ojos tenían el color azul pálido de las aguas profundas y su cabeza ostentaba una melena semejante a la de un león marino. Su cabello era dorado como el trigo que cosechan en el Sur y el hilo de abacá que los marineros trenzan para hacer cabos.

En los últimos años habíamos visto alguna vez un barco a lo lejos; pero aquél era el primero que arribaba a la playa de Akatan. Se interrumpió el festín y las mujeres y los niños se refugiaron en las casas, mientras los hombres esperamos con nuestros arcos y nuestras lanzas apercibidos. Pero cuando el tajamar del barco tocó la playa, aquellos hombres extraños no nos hicieron caso, sino que siguieron enfrascados en sus afanosas tareas. Durante la bajamar, carenaron la goleta, la calafatearon y taponaron un gran agujero que tenía en el casco. Entonces las mujeres salieron sigilosamente y reanudamos el festín. Cuando subió la marea, aquellos aventureros de la mar fondearon en aguas más profundas y entonces vinieron a visitarnos y a entregarnos regalos para demostrarnos su amistad. Yo les ofrecí sitio entre nosotros y, generosamente, les obsequié con presentes como a todos mis invitados, porque celebraba mis esponsales y yo era el jefe de Akatan. El de la melena de león marino también estaba allí. Era tan alto y fuerte, que uno esperaba que la tierra temblase bajo sus pies. No apartaba los ojos de Unga. La miraba de hito en hito con los brazos cruzados, y se quedó con nosotros hasta que el sol desapareció y salieron las estrellas. Sólo entonces regresó a su barco. Después de esto, tomé a Unga de la mano y la conduje a mi propia casa. Y hubo allí cantos y risas, y las mujeres se dijeron cosas al oído, como suelen hacer siempre en tales ocasiones. Pero nosotros no les hacíamos caso. Después, todos nos dejaron y volvieron a sus casas.

Apenas se apagaron las últimas voces, el jefe de los aventureros del mar se acercó a mi puerta. Llevaba consigo unas botellas negras, y bebimos y nos alegramos. No olvidéis que yo no era más que un mozo y que mis días habían transcurrido hasta entonces en la orilla del mundo. Mi sangre pareció convertirse en fuego y mi corazón se hizo tan ligero como la espuma que el viento arranca al oleaje para lanzarla contra el acantilado. Unga permanecía sentada en silencio en un rincón entre las pieles, con los ojos muy abiertos, como temerosa. Y el de la melena de león marino no hacía más que mirarla. Entonces entraron sus hombres cargados de presentes y amontonaron ante mí riquezas nunca vistas en Akatan. Había allí armas de fuego, grandes y pequeñas, pólvora, perdigones y cartuchos, hachas brillantes, cuchillos de acero, finas herramientas y otras cosas extrañas que yo no había visto jamás. Cuando me dijo por señas que todo aquello era mío, yo, ante tales muestras de generosidad, pensé que era un hombre extraordinario; pero entonces él me indicó que Unga debía acompañarle a su barco... ¿Comprendéis...? ¡Unga tenía que irse con él en el barco! La sangre de mis antepasados se encendió de súbito en mí e intenté atravesarlo con mi lanza. Pero la bebida de sus botellas había quitado la fuerza a mi brazo y él me asió por el cuello y me golpeó la cabeza contra las paredes. Yo me sentía débil como un recién nacido. Mis piernas se negaron a sostenerme. Unga profirió gritos de desesperación y se aferró a todo cuanto la rodeaba, haciendo caer las cosas, cuando él se la llevó a rastras hacia la puerta. Luego la levantó con sus potentes brazos, y cuando ella tiró de sus cabellos dorados, él se rió con bramidos semejantes a los de una gran foca marina en celo.

Arrastrándome, conseguí llegar hasta la playa y llamé a los míos. Nada conseguí, pues todos estaban atemorizados. Sólo Yash-Noosh demostró ser un hombre. Pero ellos le golpearon en la cabeza con un remo y él cayó de bruces en la arena y allí quedó inmóvil. Entonces desplegaron las velas, entonando sus canciones, y el barco se alejó impelido por el viento. Mi pueblo dijo que esto era lo mejor, pues, así, se habría terminado para siempre la guerra de linajes en Akatan. Yo callé y esperé a que llegase el tiempo de la luna llena. Entonces cargué cierta cantidad de pescado y aceite en mi kayak y me alejé hacia el Este. Vi gran número de islas y multitud de gentes, y como yo había vivido siempre en el límite del mundo, comprendí que este mundo era muy grande. Conseguí hacerme entender por señas; pero nadie había visto una goleta ni un hombre con melena de león marino, y señalaban siempre hacia el Este. Dormí en sitios extraños, comí cosas raras, vi rostros distintos de los que conocía. Algunos se reían de mí, porque me creían loco; pero a veces los viejos volvían mi cara hacia la luz y me bendecían, y los ojos de las jóvenes se llenaban de ternura al preguntarme por el barco extranjero, por Unga y por los hombres del mar.

De este modo, a través de mares embravecidos y grandes borrascas, llegué a Unalaska. Había allí dos goletas, pero ninguna de ellas era la que yo buscaba. Hube, pues, de continuar hacia el Este, y vi que el mundo se ensanchaba cada vez más. En la isla de Unamok nadie había oído hablar del barco, y tampoco en Kadiak ni en Atognak. Así llegué un día a una región rocosa donde los hombres abrían grandes agujeros en la montaña. Allí había una goleta, pero no era la que yo buscaba. Los hombres cargaban en ella las rocas que arrancaban de la montaña. Esto me pareció cosa de niños, ya que todo el mundo está hecho de rocas; pero ellos me dieron comida y trabajo. Cuando la goleta se hundía en el agua por el exceso de carga, el capitán me dio dinero y me dijo que me fuese, pero yo le pregunté hacia dónde se dirigía, y él me señaló hacia el Sur. Yo le pedí por señas que me permitiese ir en su barco, y él, primero se echó a reír, pero luego, como andaba escaso de hombres, me aceptó para que ayudase en los trabajos de a bordo. Así fue como aprendí el lenguaje de aquellos hombres, y a halar las cuerdas, y a tomar rizos en las velas cuando se levantaba una súbita borrasca, y a hacer guardias en el timón. Sin embargo, aquello no me resultaba extraño, porque la sangre de mis antepasados era la sangre de los hombres del mar.

Creí que sería tarea fácil encontrar al hombre que buscaba, una vez me hallase entre los de su propia raza, y cuando un día avistamos tierra y penetramos en un puerto, pensé que tal vez vería tantas goletas como dedos tienen las manos. Resultó que los barcos se apretujaban como pececillos junto a los muelles ocupando un espacio de varias millas, y cuando me acerqué a ellos, para preguntar por un hombre que tenía una melena de león marino, los marineros se echaron a reír y me contestaron en lenguas de muchos pueblos. Luego supe que procedían de los más distantes confines de la tierra. »Entré en la ciudad para mirar las caras de todos los hombres que viera. Pero había tantos como peces en los bancos de pesca; no se podían contar. El barullo me ensordeció y la cabeza me daba vueltas al ver tanto movimiento. Pero yo continué por las tierras que cantan bajo los cálidos rayos del sol; donde los campos de trigo se extienden, opulentos, en las llanuras; donde hay grandes ciudades repletas de hombres que viven como mujeres, con falsas palabras en la boca y el corazón ennegrecido por el afán del oro. Entre tanto, mis paisanos de Akatan cazaban y pescaban, y se sentían dichosos al pensar que el mundo era pequeño.

Pero la mirada que vi en los ojos de Unga aquel atardecer, al regreso de la pesca, no se apartaba de mi imaginación, y yo estaba seguro de que la encontraría un día u otro. Ella caminaba por los tranquilos senderos, invisible en la penumbra del anochecer, o huía ante mí por los ubérrimos campos, húmedos del rocío matinal, con los ojos llenos de aquella promesa que sólo Unga, la mujer única, podía hacerme. De este modo recorrí un millar de ciudades. En algunas fueron bondadosos conmigo y me dieron de comer, en otras se rieron de mí, y en otras me maldijeron. Pero yo me mordía la lengua y me adaptaba a las extrañas costumbres de aquel mundo y me acostumbraba a sus sorprendentes espectáculos. A veces, yo, que era jefe e hijo de un jefe, trabajé para otros hombres..., unos hombres que hablaban con aspereza y eran duros como el hierro, unos hombres que amasaban el oro con el sudor y el sufrimiento de sus semejantes. Sin embargo, no supe nada de aquel a quien buscaba hasta que volví al mar, como una foca que regresara a su cubil. Esto ocurrió en otro puerto, en otro país situado al Norte. Allí oí confusos relatos acerca del aventurero de áureos cabellos que recorría los mares, y supe que era cazador de focas y que entonces se encontraba en el océano.

Al saber esto me embarqué con los perezosos siwashes en una goleta que iba a cazar focas, y seguí la invisible pista hacia el Norte, donde la caza mencionada estaba en su apogeo. La expedición duró una serie de meses, que fueron duros y fatigosos, y yo hablé con gran número de hombres de la flota, que me contaron infinidad de proezas y hazañas salvajes del hombre que buscaba. Pero no nos acercamos a él durante nuestro viaje de caza. Fuimos más al Norte, llegamos hasta las Pribilofs, y matamos focas por manadas en la playa. Llevábamos los cuerpos aún calientes a bordo, y llegó un momento en que nuestros imbornales vomitaban grasa y sangre y nadie podía permanecer en cubierta. Entonces nos persiguió un vapor de marcha lenta, que disparó contra nosotros potentes cañones. Pero nosotros largamos trapo hasta que la mar saltó sobre nuestra cubierta y la lavó, y nos perdimos en la niebla. Dicen que en aquellos días, mientras nosotros huíamos asustados, el aventurero de rubios cabellos tocó en las Pribilofs, desembarcó en la factoría y, mientras parte de sus hombres tenían a raya a los empleados de la compañía, los restantes cargaron diez mil pieles que estaban en salazón. Esto es lo que cuentan, y yo lo creo, porque durante los tres viajes que hice por los mares del Norte sin encontrarlo, no cesé de oír hablar de sus hazañas y de su osadía.

Y, al fin, las tres naciones que tienen tierras en aquellas latitudes se lanzaron en su busca con sus naves. También oí hablar de Unga. Los capitanes se hacían lenguas de ella, y supe que le acompañaba siempre. Me dijeron que había aprendido las costumbres del pueblo de él y que era dichosa. Pero yo sabía que esto no era verdad, sino que ella suspiraba por volver junto a los suyos, a la amarillenta playa de Akatan. Así, después de mucho tiempo, volví al puerto que está junto a un paso que da a la mar, y allí me enteré de que él se había ido al otro lado del gran océano, al este de las cálidas tierras que descienden hacia el Sur desde los mares rusos, para cazar focas. Y yo, que me había convertido en navegante, me embarqué con hombres de su raza que iban a cazar focas, y fui en pos de él. A la altura de aquellas tierras nuevas encontramos pocos barcos y nos mantuvimos al costado de la manada de focas y la acosamos en su viaje hacia el Norte durante toda la primavera de aquel año. Y cuando las hembras iban a parir y cruzaron la línea de las aguas rusas, nuestros hombres gruñeron y dieron muestras de temor, pues la niebla era muy espesa y todos los días se perdían algunos botes con sus hombres. Se negaron a trabajar, y el capitán tuvo que emprender el regreso. Pero yo sabía que el aventurero de la rubia cabellera no conocía el miedo y no abandonaría la manada aunque tuviese que dirigirse a las islas rusas, visitadas por muy pocos hombres. Y una noche, cuando las tinieblas eran más densas y el vigía dormitaba en el castillo de proa, yo lancé al agua un bote y me dirigí solo a las tierras cálidas. Viajé hacia el Sur para reunirme con los hombres de la bahía de Yeddo, que son salvajes y no temen a nada. Las muchachas de Yoshiwara son menudas, graciosas y brillantes como el acero; pero yo no podía detenerme, porque sabía que Unga se balanceaba a bordo de un barco que mecía las aguas de los reductos septentrionales de las focas.

Los hombres de la bahía de Yeddo habían llegado de todos los puntos de la tierra; no tenían dioses ni patria y se habían enrolado bajo la bandera de los japoneses. Yo fui con ellos a las ricas playas de la isla del Cobre, donde amontonamos piel sobre piel en nuestros compartimientos de salazón. En aquel mar silencioso no vimos ni un alma hasta que estábamos a punto de marcharnos. Al fin, la niebla se levantó, empujada por un vendaval, y vimos que poco faltó para que nos abordara una goleta sobre cuya estela se alzaban las chimeneas humeantes de un acorazado ruso. Emprendimos la huida con viento de costado. La goleta navegaba en conserva con nosotros, casi tocando nuestra borda y ganándonos terreno poco a poco. Y en la popa se alzaba el hombre de la melena de león marino, ordenando que izasen todas las velas y riendo con su risa llena de vitalidad. Y Unga también estaba allí —la reconocí inmediatamente—; pero él la mandó abajo cuando los cañones empezaron a hablar a través del mar. La goleta nos ganaba terreno imperceptiblemente, y al fin vimos alzarse ante nosotros su verde timón cada vez que levantaba la popa. Yo hacía girar la rueda del timón y maldecía, con la espalda vuelta a la artillería rusa. Porque comprendimos que aquel hombre nos había tomado la delantera, sólo para poder huir mientras nos prendían a nosotros. Nos derribaron los mástiles y, al fin, nos arrastramos por el mar como una gaviota herida. Él, en cambio, consiguió desaparecer en el horizonte... llevándose a Unga.

¿Qué podíamos hacer? Las pieles frescas eran una prueba harto elocuente. Nos llevaron a un puerto ruso y de allí a un país desierto, donde nos pusieron a trabajar en unas minas de sal. Algunos murieron, pero otros conservaron la vida. Naass apartó la manta que le cubría los hombros y dejó al descubierto su carne atravesada por las inconfundibles estrías impresas por el knut. Prince se apresuró a cubrir sus hombros, desagradablemente impresionado.

Pasábamos muchas penalidades. Algunos penados se escapaban hacia el Sur, pero siempre regresaban. Los que procedíamos de la bahía de Yeddo nos levantamos una noche, nos apoderamos de los fusiles de nuestros guardianes y nos fuimos hacia el Norte. Aquel país era inmenso, y tenía llanuras cenagosas y grandes bosques. Pero vinieron los fríos. Había mucha nieve en el suelo, y nadie conocía el camino. Durante meses y meses avanzamos fatigosamente por el bosque interminable... No recuerdo bien, pero sí que teníamos poca comida y que con frecuencia nos tendíamos en el suelo a esperar la muerte. Mas, al fin, llegamos al mar frío. Ya sólo quedábamos tres para contemplarlo. Uno de ellos había zarpado de Yeddo como capitán y recordaba la configuración de las grandes tierras y de los lugares por donde los hombres pueden pasar de unas a otras sobre el hielo. Y él nos condujo (no lo recuerdo bien, porque fue muy largo), hasta que sólo quedamos dos. Cuando llegamos a aquel sitio encontramos a cinco de los extraños hombres que viven en aquellos parajes. Tenían perros y pieles y nosotros éramos muy pobres. Luchamos en la nieve y ellos murieron. El capitán también murió y yo me quedé con los perros y las pieles. Entonces crucé el hielo, que estaba resquebrajado. Una vez fui a la deriva hasta que una tempestad de poniente me arrojó sobre la costa. Y después de esto llegué a la bahía de Golovin, a Pastilik, y, en fin, adonde residía el sacerdote. Luego me dirigí al Sur, siempre al Sur, hacia los países cálidos y soleados que había recorrido primero.

Pero la mar ya no daba casi nada: los que iban a ella a cazar focas obtenían míseras ganancias y corrían grandes riesgos. Las flotas se dispersaron y ni los capitanes ni sus hombres tenían noticias de aquellos que yo buscaba. Entonces abandoné el mar, siempre inquieto, y me interné en la tierra, donde los árboles, las casas y las montañas no se mueven nunca de su sitio. Viajé hasta muy lejos y aprendí muchas cosas, incluso el arte de leer y escribir, gracias a los libros. Esto me hacía feliz, porque me decía que Unga debía de haber aprendido también estas cosas, y así, cuando llegase el momento... nosotros... ¿Comprendéis...? Fui a la deriva como barquillas que levantan una vela al viento pero que no se pueden dirigir. Sin embargo, mis ojos y mis oídos estaban siempre abiertos y hablaban con hombres que viajaban mucho, pues sabía que éstos podían haber visto a los que yo trataba de encontrar. Por último, conocí a un hombre que acababa de llegar de las montañas. Llevaba pedazos de roca en las que había granos de oro puro del tamaño de los guisantes, y éste sí había oído hablar de ellos. Incluso los había visto y los conocía. Me dijo que eran ricos y que vivían en un lugar donde sacaban el oro de la tierra.

Este lugar estaba en un país salvaje y remoto; pero, con el tiempo, yo llegué a aquel campamento oculto entre las montañas, donde los hombres trabajaban noche y día sin ver el sol. Sin embargo, el momento no había llegado aún. Oyendo lo que decía la gente, supe que él se había ido - y ella con él - a Inglaterra en busca de hombres ricos para formar compañías. Vi la casa en que habían vivido. Parecía un palacio como los que se ven en los países antiguos. Por la noche me introduje por una ventana, para ver cómo había vivido ella con él. Pasé de una estancia a otra y me dije que así debían de vivir los reyes y las reinas, tan suntuoso era todo. Me dijeron que él la trataba como a una reina, y la gente se preguntaba, maravillada, de qué raza sería aquella mujer. Y es que no era como las demás mujeres de Akatan, ya que era una reina, y nadie lo sabía. Sí, ella era una reina; pero yo era un jefe e hijo de un jefe, y había pagado por ella un precio incalculable en pieles, embarcaciones y cuentas de colores. Pero esto poco importa. El caso es que yo era un hombre de mar y estaba acostumbrado a la vida marinera. Los seguí a Inglaterra y de allí a otros países. Unas veces oía hablar de ellos; otras, leía cosas sobre ellos en los periódicos. Pero no conseguía verlos, porque tenían mucho dinero y viajaban por los medios más rápidos, y yo, en cambio, era pobre. Luego tuvieron ciertos reveses de fortuna y, al fin, su riqueza se disipó como el humo. Los periódicos hablaron mucho de ellos entonces, pero después el mayor silencio les rodeó, y yo supe que habían vuelto al país donde se podía arrancar el oro de las entrañas de la tierra.

Parecían haber abandonado el mundo avergonzados de su pobreza, y yo tuve que ir de campamento en campamento. Así llegué, por el Norte, hasta el país de Kootenay, donde descubrí de nuevo su rastro. Habían pasado por allí y se habían ido, unos decían que en esta dirección, y otros que en aquélla. Pero algunos aseguraban que se habían dirigido a la región del Yukon, y hacia allí fui yo, y después a otro sitio, y seguí viajando de un lugar a otro hasta que empecé a sentirme fatigado y miré con aversión la inmensidad del mundo. En Kootenay recorrí una pista pésima e interminable con un mestizo del Noroeste, que murió de hambre. Había llegado al Yukon utilizando un camino desconocido a través de las montañas, y cuando comprendió que se acercaba su fin, me entregó un mapa y el secreto de un lugar donde me juró por sus dioses que había oro a espuertas. Después de esto, todo el mundo empezó a dirigirse al Norte. Yo era pobre y, por un sueldo, empecé a trabajar como conductor de perros. El resto ya lo sabéis. Los encontré en Dawson. Ella no me conoció. Cuando nos separamos yo era un mozo. Había pasado mucho tiempo, y era natural que no se acordase de aquel que había pagado por ella un precio incalculable.

Después, gracias a ti, no hube de cumplir el tiempo que me faltaba de servicio. Volví para hacer las cosas a mi modo. Había esperado mucho tiempo y ahora que le había echado el guante no tenía prisa. Como digo, pensaba hacer las cosas a mi modo, porque veía toda mi vida abierta ante mis ojos como un libro en el que se contara lo mucho que había visto y sufrido. Me acordé, sobre todo, del frío y el hambre que había pasado en los bosques interminables que se extienden a orillas de los mares de Rusia. Como sabéis, me lo llevé hacia el Este (y a Unga con él), adonde muchos han ido y pocos han vuelto. Les conduje al lugar donde yacen los huesos y resuenan aún las maldiciones de los hombres junto al oro que no pueden tener. El camino era largo y la pista estaba cubierta de nieve blanda. Nuestros perros eran muchos y necesitaban gran cantidad de comida, y nuestros trineos no podían seguir viajando hasta la primavera. Debíamos regresar antes de que el río se deshelase. Por lo tanto, de vez en cuando nos deteníamos para ocultar provisiones, con el fin de aligerar la carga y evitar el hambre durante el viaje de regreso. En McQuestion había tres hombres; cerca de ellos escondimos víveres. Y en Mayo hicimos lo mismo. Había allí un campo de caza de una docena de pieles rojas que había cruzado desde el Sur la línea divisoria. Continuamos la marcha hacia el Este, y ya no vimos ni un alma: sólo el río dormido, la selva inmóvil y el silencio blanco del Norte. Como he dicho, el camino fue largo y la pista mala. A veces, después de avanzar penosamente toda la jornada, sólo habíamos conseguido recorrer doce kilómetros. Avanzábamos dieciséis a lo sumo, y por la noche caíamos rendidos de cansancio. Ni por asomo supusieron nunca que yo fuese Naass, jefe de Akatan, el enderezador de entuertos.

Entonces ya guardábamos menos cosas en los escondrijos, y por la noche yo volvía a la pista que habíamos dejado y cambiaba los depósitos de modo que se pudiese pensar que los habían descubierto los carcayús 4. Luego pasamos por un sitio donde las pendientes del río eran abruptas. Allí las aguas revueltas se habían llevado la parte de abajo del hielo que aparecía en la superficie. En este lugar el trineo que yo conducía se hundió con los perros y se perdió. Él y Unga lo atribuyeron a la mala suerte. En aquel trineo había mucha comida y sus perros eran los más fuertes. Pero él se echó a reír, porque era valeroso y estaba lleno de vida. Acortó las raciones de los perros que quedaban, y después los fuimos quitando de la traílla uno por uno y entregándolos a sus compañeros para que los devorasen. Él decía que regresaríamos rápidamente, deteniéndonos para comer de escondrijo en escondrijo, sin perros ni trineos, pues las provisiones que llevábamos eran ya tan escasas, que el último perro murió enganchado al trineo la noche en que llegamos al sitio donde estaba el oro junto a los huesos y los ecos de las maldiciones de los hombres.

Para alcanzar aquel sitio (el mapa lo indicaba con exactitud), situado en el corazón de las grandes montañas, tallamos escalones en el muro de hielo que nos cerraba el paso. Esperábamos encontrar un valle al otro lado, pero no había tal valle: la nieve se extendía hasta muy lejos, lisa como los grandes campos de trigo, y a nuestro alrededor las altivas montañas alzaban sus blancos cascos hasta las estrellas. En el centro de aquella extraña llanura formada sobre un valle, la tierra y la nieve se hundían como si cayesen hacia el corazón del mundo. Si no hubiésemos sido gente de mar, la cabeza nos habría dado vueltas ante aquel espectáculo, pero nosotros nos detuvimos sin asomo de vértigo al borde de la sima tratando de descubrir el camino para bajar. Por un lado la abrupta pared se había desmoronado y aparecía inclinada como la cubierta de un barco cuando la vela más alta del palo mayor recibe el soplo del viento. Yo no sé por qué era así, pero así era.

—Esto es la boca del infierno —dijo él—. Bajemos.

Y bajamos. En el fondo había una cabaña hecha de troncos que su constructor había arrojado desde lo alto. Era una cabaña muy vieja en la que habían muerto hombres solitarios en épocas diferentes. Sus últimas palabras y sus desesperadas maldiciones estaban escritas en trozos de corteza de abedul, y pudimos leerlas. Uno murió de escorbuto; el socio de otro le robó los últimos víveres y la pólvora y huyó; un tercero fue gravemente herido por un oso gris de cara lampiña; otro se fue a cazar y pereció de hambre. Así murieron muchos. No querían dejar el oro, y murieron junto a él de una manera o de otra. Y aquel oro inútil que ellos habían recogido amarilleaba en el suelo de la cabaña como en un sueño. Pero el alma de aquel hombre era firme y su cabeza se mantenía despejada, aun después del largo viaje.

—No tenemos nada que comer —dijo—. Sólo miraremos un momento este oro.

Veremos de dónde procede y cuánto hay. Después nos iremos inmediatamente, antes de que nos entre por los ojos y nos haga perder el juicio. Y así podremos volver más adelante, con más comida, para cogerlo todo. Entonces vimos el gran filón. Atravesaba la pared del pozo de modo inconfundible. Lo medimos y lo señalamos por encima y por debajo, y clavamos las estacas que marcaban nuestra denuncia y quemamos los árboles para que se conocieran nuestros derechos. Entonces, con las rodillas temblorosas por falta de alimento, sintiendo un gran vacío en el estómago, y pareciéndonos que el corazón se nos iba a salir por la boca, escalamos la abrupta pared por última vez y nos dispusimos a emprender el regreso. En el último trecho arrastramos a Unga entre los dos y caímos varias veces, pero, al fin, llegamos al escondrijo. La comida había desaparecido. Yo había hecho un buen trabajo, porque él creyó que aquello había sido obra de los carcayús y los maldijo a ellos y a sus dioses. Pero Unga era valerosa, y sonrió, y puso su mano en la de él. Entonces yo tuve que volverme para no delatarme.

—Descansaremos junto al fuego —dijo ella— hasta que llegue la mañana y nos alimentaremos con los mocasines.

Entonces cortamos la parte superior de nuestros mocasines a tiras y las pusimos a hervir. Las tuvimos hirviendo hasta media noche, para poder masticarlas y tragarlas. Y por la mañana comentamos nuestra mala suerte. El siguiente escondrijo estaba a cinco días de viaje. No podíamos llegar a él. Teníamos que encontrar caza. Y él dijo entonces:

—Iremos a cazar.

Yo respondí:

—Sí, iremos a cazar.

Y él dispuso que Unga se quedara junto al fuego para no fatigarse. Y salimos a cazar. Él fue en busca de alces y yo del escondrijo que había cambiado de lugar. Por la noche él cayó muchas veces mientras regresaba al campamento. Y yo hice ver que estaba también muy débil, dando traspiés, de modo que cada paso que daba pareciese que iba a ser el último. Y para cobrar fuerzas, seguimos comiéndonos nuestros mocasines. ¡Qué hombre tan extraordinario! Su alma sostuvo su cuerpo hasta el final. Nunca se quejó en voz alta, y sólo se lamentó de la suerte que pudiera correr Unga. Durante el segundo día yo le seguí, para presenciar su final. Él se echaba a descansar con más frecuencia. Aquella noche ya estaba medio muerto, pero por la mañana lanzó un juramento con voz apenas perceptible y volvió a salir. Andaba como un borracho. Me pareció muchas veces que iba a rendirse, pero era fuerte como el hierro y tenía alma de gigante. Consiguió mantenerse en pie durante todo aquel día, a pesar de su extrema extenuación. Y cazó dos lagópodos. Se los podía haber comido sin encender fuego, y aquellas aves le habrían devuelto las fuerzas, pero no quiso hacerlo: sólo pensaba en Unga y en regresar al campamento con la caza. Ya no andaba: avanzaba arrastrándose sobre la nieve con las manos y las rodillas. Yo me acerqué a él y leí la muerte en sus ojos. Todavía no era demasiado tarde para que se comiera los lagópodos; pero él tiró el rifle, cogió las aves como un perro, y así continuó su avance.

Yo iba a su lado, y él, cuando se detenía a descansar, me miraba, sorprendido de mi resistencia. Esta sorpresa la tuve que leer en sus ojos, porque él ya no podía hablar: sus labios se movían, pero de su boca no salía sonido alguno. Desde luego, era un hombre extraordinario y mi corazón se inclinaba a la piedad; pero volvía a ver el libro de mi vida abierto ante mis ojos, volvía a acordarme del frío y del hambre que me habían atormentado en los inmensos bosques del litoral ruso... Además, Unga era mía, y había pagado por ella un precio elevadísimo en pieles, embarcaciones y valiosas cuentas. Atravesamos la selva blanca. El silencio nos abrumaba como la húmeda niebla marina, y, entre tanto, los fantasmas del pasado flotaban en el aire y me rodeaban. Volví a ver la playa amarillenta de Akatan, y los kayaks que regresaban velozmente de la pesca, y las casas que se alzaban en la linde del bosque. También estaban allí los hombres que se habían erigido en jefes, los legisladores cuya sangre llevaba yo en mis venas y con la que, además, me había unido por medio de Unga... Y Yash-Nooss me acompañaba, con el cabello lleno de húmeda arena y en la mano la lanza, aquella lanza que él mismo había roto, al caer muerto sobre ella. Y recordé la promesa que percibí en la mirada de Unga.

Atravesamos la selva blanca y, al fin, hirió nuestro olfato el humo del campamento. Entonces yo me incliné hacia mi compañero y le arranqué los lagópodos de la boca. Él se echó de costado para descansar, y vi que aumentaba la sorpresa que expresaban sus ojos, y que su mano se deslizaba lenta y disimuladamente hacia el cuchillo que llevaba en su cintura. Yo le quité el cuchillo, acerqué mi rostro al suyo y sonreí. Al advertir que ni siquiera entonces comprendía, repetí los movimientos que hice cuando bebí en las botellas negras, y cuando él amontonó regalos sobre la nieve, y reproduje todas las escenas de mi noche de bodas. No pronuncié ni una palabra, pero él, entonces, me entendió. Sin embargo, no demostró temor alguno, sino que hizo acopio de entereza y sonrió desdeñosamente, presa de una fría cólera. No estábamos lejos del campamento, pero la nieve era blanda y él se arrastraba con gran lentitud. Una vez permaneció tendido tanto tiempo, de bruces, que le di la vuelta y lo miré a los ojos. Me pareció leer la muerte, pero luego vi que él me miraba también. Esto ocurrió varias veces. Y cuando dejé de mirarle, él continuó su penoso deslizamiento. Al fin, llegamos junto a la hoguera. Unga acudió a su lado, y él movió los labios y me señaló, con el deseo de hacerle comprender lo que había ocurrido. Después quedó inmóvil y así permaneció largo rato. Aún está allí, tendido en la nieve. Yo asaba los lagópodos en silencio. Cuando hube terminado, hablé a Unga en su propia lengua, aquella lengua que ella no había oído desde hacía muchos años. Entonces ella se irguió, asombrada, con los ojos muy abiertos, y me preguntó quién era y dónde había aprendido a hablar de aquel modo.

—Soy Naass —le contesté.

—¿Es posible? —exclamó.

Y se acercó a mí para poder examinarme mejor.

—Sí —insistí—, soy Naass, jefe de Akatan, el último de mi estirpe, así como tú eres el último vástago de la tuya.

Entonces ella se echó a reír. He corrido mucho mundo y he visto muchas cosas, pero nunca he oído una risa como aquélla. Al verme allí, en el silencio blanco, junto a la muerte y oyendo la risa de aquella mujer, un escalofrío recorrió mi alma. Creyendo que Unga desvariaba, le dije:

—Cómete esto y vámonos. Akatan está muy lejos.

Pero ella ocultó el rostro en los rubios cabellos de aquel hombre y siguió riéndose de tal modo, que yo creí que el cielo iba a desplomarse sobre nuestras cabezas. No comprendía la actitud de Unga: me había imaginado que experimentaría una inmensa alegría al verme y que se conmovería al recordar los tiempos pasados.

—¡Vámonos! —exclamé, tomándola de la mano y tirando de ella fuertemente—. El camino es largo y oscuro. Tenemos que partir en seguida.

—¿Adónde me quieres llevar? —me preguntó Unga, sentándose en la nieve y ya sin reír de aquel modo extraño.

—A Akatan —respondí escrutando su rostro y esperando que le vería iluminarse al oír este nombre.

Pero su semblante expresó una fría cólera semejante a la que había visto en el rostro del hombre. Y sus labios se torcieron en una sonrisa despectiva.

—Sí —dijo mordazmente—, nos iremos tomaditos de la mano a Akatan, y viviremos en aquellas sucias chozas, y nos alimentaremos de pescado y aceite, y engendraremos hijos, de los que nos sentiremos orgullosos toda la vida. Nos olvidaremos del mundo y seremos felices. ¡Será magnífico! ¡Vámonos! Partamos ahora mismo. Volvamos a Akatan.

Y empezó a acariciar los rubios cabellos de aquel hombre y sonrió de un modo que me mortificó. En sus ojos no leí ninguna promesa. Permanecí sentado en la nieve, en silencio, atónito ante el extraño proceder de las mujeres. Recordaba la noche en que él me la arrebató, y ella gritó y le tiró de los cabellos, de aquellos mismos cabellos que ahora acariciaba y de los que no se quería apartar. Después recordé el precio que pagué por ella, y los largos años que pasé esperándola. Y entonces la atenacé con mis manos y me la llevé a rastras como él se la había llevado aquella noche. Y ella se resistió como se había resistido entonces, luchó como una gata por sus hijuelos. Cuando la hoguera quedó entre nosotros y el hombre rubio, la solté y ella se sentó para escucharme.

Le conté todo lo que había sucedido; le hablé de mis penalidades en mares extraños, de todo cuanto había hecho en tierras desconocidas, de mi agotadora busca, de mis años de hambre y de la promesa que ella me había hecho antes que a nadie. Sí, se lo conté todo, incluso lo ocurrido entre aquel hombre y yo. Y mientras hablaba, vi surgir en su mirada la promesa, plena y grandiosa como un amanecer. Y leí en sus ojos la piedad, la ternura de mujer, el amor..., el amor de Unga. Me sentí rejuvenecido, pues aquella mirada era la misma que yo había visto en sus ojos cuando corrió por la playa, entre risas, hacia la casa donde vivía con su madre. Mi horrible inquietud había terminado, y también el hambre, y la angustia de la espera. Había llegado el momento. Sentí la llamada de su pecho y me dije que ya podía apoyar en él la cabeza y olvidar. Unga me abrió los brazos y yo me acerqué a ella. Entonces, súbitamente, el odio llameó en sus ojos, su mano rozó mi cintura y sentí dos puñaladas.

—¡Perro! —me dijo, como escupiéndome las palabras, mientras yo caía en la nieve.

Luego rasgó el silencio con su risa y volvió al lado de su muerto. Sí, me apuñaló dos veces; pero estaba débil, hambrienta, y mi destino no era morir entonces. Me propuse quedarme allí y cerrar los ojos para el último y largo sueño, junto a aquellos seres cuyas vidas se habían cruzado con la mía y que me habían llevado a recorrer caminos que yo ignoraba. Pero me acordé de que tenía que saldar una deuda y entonces me dije que no podía descansar. El camino fue largo, el frío atroz, apenas tenía nada que llevarme a la boca. Los pieles rojas no encontraron alces y saquearon mi escondrijo. Lo mismo hicieron los tres hombres blancos, pero de poco les sirvió, pues, al pasar junto a su cabaña, vi que sus cuerpos resecos tenían la rigidez de la muerte.

Después de esto no recuerdo nada, hasta que llegué aquí y encontré comida y fuego..., un buen fuego. Cuando terminó su relato se encogió, pegado a la estufa, como si temiera perder aquel calor. Durante largo rato, las sombras proyectadas por la lámpara de sebo simularon trágicas representaciones sobre la pared.

—Pero ¿y Unga? —exclamó Prince, todavía bajo los efectos de la impresión que la presencia de esta mujer le había producido.

—¿Unga? No quiso comer. Se tendió junto a él, le rodeó el cuello con los brazos y ocultó su rostro en la rubia cabellera. Yo le acerqué el fuego para que el frío no la torturase, pero ella Pasó arrastrándose al otro lado del cadáver. Entonces encendí en este lado una nueva hoguera. Pero de poco sirvió, pues Unga se negó a comer. A estas horas ambos deben de yacer aún en la nieve.

—Y ¿tú que vas a hacer? —le preguntó Malemute Kid.

—No sé, no sé... Akatan es pequeño y tengo muy pocos deseos de volver a vivir a la orilla del mundo. Sin embargo, no tengo ante mí muchos caminos. Podría ir a Constantina, donde me cargarían de cadenas y un día harían un nudo corredizo para mí. Entonces dormiría tranquilo. Pero no sé, no sé...

—Oye, Kid —dijo Prince—. Se trata de un asesinato.

—¡Silencio! —le ordenó Malemute Kid—. Hay cosas superiores a nuestra sabiduría... y que están más allá de nuestra justicia. Nosotros no podemos decir si esto está bien o está mal. No podemos erigirnos en jueces.

Naass se acercó aún más al fuego. Reinó un gran silencio y ante los ojos de aquellos hombres pasaron y se esfumaron muchas imágenes...

Jack London (1876-1916)




Relatos góticos. I Relatos de Jack London.


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El análisis y resumen del cuento de Jack London: Una odisea del norte (An Odyssey of the North), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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