«La invasión sin paralelo»: Jack London; relato y análisis.
La invasión sin paralelo (The Unparalleled Invasion) es un relato fantástico del escritor norteamericano Jack London (1876-1916), publicado originalmente en la edición de julio de 1910 de la revista McClure's, y luego reeditado en la antología de 1914: La fuerza de los fuertes (The Strength of the Strong).
La invasión sin paralelo, uno de los grandes cuentos de Jack London, es una obra controvertida que utiliza algunos elmentos de la ciencia ficción para narrar el destino de China a partir de la década de 1970.
El relato comienza en China, y describe el minucioso exterminio de aquella raza de gigantes. Según la visión de Jack London, China aumenta su población hasta que necesariamente debe anexar a sus países circundantes y, finalmente, lanzar enormes oleadas migratorias hacia Europa y los Estados Unidos. Las hordas del Oeste —los buenos, según Jack London— organizan a su vez una contraofensiva contra China, cuyos avatares son relatados en La invasión sin paralelo.
La invasión sin paralelo.
The Unparalleled Invasion, Jack London (1876-1916)
Fue en el año 1976 cuando la contienda entre el mundo y China alcanzó su apogeo, y éste fue el motivo por el que se retrasó la celebración del segundo centenario de la libertad americana. Otros muchos planes concebidos por las naciones de la tierra fueran reformados, revueltos o aplazados por idéntica razón. El mundo se despertó de pronto ante el peligro que corría, pero desde hacía más de setenta años los acontecimientos tendían hacia esta crisis.
El año 1904 marca lógicamente el principio de un desarrollo que setenta años más tarde debía hundir al mundo entero en la consternación. En este año tuvo lugar la guerra ruso-japonesa, y los historiadores de la época anunciaron gravemente que aquel conflicto marcaba la entrada de Japón en la familia de las grandes naciones.
Las naciones occidentales habían intentado en vano estimular a China, pero con su natural optimismo y el egoísmo de raza habían llegado a la conclusión de que la tarea era imposible. La verdadera causa de su fracaso, fue que entre ellas y China no existía ningún vínculo psicológico. Sus maneras de pensar eran radicalmente diferentes y no tenían un vocabulario común. El espíritu occidental no penetraba sino superficialmente en el espíritu chino y se perdía rápidamente en un laberinto sin salida. El espíritu chino quería sondear el espíritu occidental y chocaba siempre contra un muro infranqueable.
No existía ningún medio de comunicar las ideas de Occidente a la mentalidad china. Y China seguía durmiendo. Los éxitos y progresos materiales del Oeste seguían siendo para ella letra muerta, y el Occidente no podía comprender tampoco la letra y el espíritu chinos. En el trasfondo de la conciencia de una raza de lengua inglesa, por ejemplo, yacía una capacidad de vibrar al oír el más mínimo atisbo de raíz sajona, y el subsuelo de la mentalidad china se estremecía a la vista de sus radicales monosílabos. Pero el chino se mostraba refractario a la fonética sajona, como el inglés a los caracteres jeroglíficos. Sus espíritus estaban compuestos de diferentes materiales. Y he aquí cómo los progresos y éxitos materiales de Occidente resbalaban sobre la intransigencia de la China dormida, sin lastimarla.
Sobrevinieron los acontecimientos de 1904 y la victoria de Japón sobre Rusia. No obstante, la raza japonesa representaba la más fantasiosa y paradójica de todas las naciones orientales. Dotada de una curiosa receptibilidad para todo lo que pudiera ofrecer Occidente, el Japón asimiló rápidamente las ideas occidentales, las digirió y las aplicó tan hábilmente que se encontró, de pronto, armado de pies a cabeza. Convertido en una potencia mundial. No podríamos aplicar esta receptividad particular del Japón a la cultura extranjera de Occidente, fenómeno tan incomprensible como ciertas anomalías biológicas observadas en el reino animal.
Después de la derrota decisiva infligida al Gran Imperio Ruso, el Japón no tardó nada en soñar por su propia cuenta con un imperio colosal. Había hecho de Corea un granero de abundancia y una colonia: los privilegios obtenidos por tratado y una diplomacia de zorro le dieron el monopolio de Manchuria. Todavía no satisfecho volvió sus ojos hacia China. Allá existía un territorio conteniendo los más hermosos depósitos conocidos de carbón y hierro, este esqueleto de las civilizaciones occidentales. Después de los recursos naturales, el factor más importante de la industria es la mano de obra. En este territorio vivía una población de cuatrocientos millones de almas, o sea un cuarto de la población mundial en esa época.
Además, los chinos son excelentes trabajadores, sin contar con su filosofía o religión fatalista y su impasible constitución nerviosa hace de ellos soberbios soldados cuando son orientados convenientemente. Es inútil decir que el Japón estaba dispuesto a proveer de la dirección adecuada.
Ventaja todavía más preciosa, desde el punto de vista japonés, era que los chinos configuraban una raza aliada. El enigma que representaba el carácter chino para los occidentales no preocupaba a los japoneses, que lo comprendían como nosotros no podremos nunca hacerlo. Sus mentalidades idénticas basadas sobre los mismos símbolos que procedían de las mismas y viejas costumbres. Los japoneses penetraban en el espíritu chino sin pararse ante los obstáculos que a nosotros nos cierran el camino, tomaban el recodo que escapa a nuestra vista y desaparecían en el horizonte, mientras que nosotros no sabíamos salir del atolladero.
Aquellos hermanos de raza, a pesar de los siglos transcurridos desde su divergencia del tronco mongol, se comprendían a través de la escritura o de la lengua, y a pesar de las diferencias y de los cambios determinados por diversas condiciones e influencias de sangre extranjera, poseían en el fondo del alma y en las fibras más íntimas de su organismo una herencia común y una similitud genética que desafiaba el transcurso del tiempo.
El Japón se encargó pues de administrar a China. En los años inmediatos que siguieron a la guerra con Rusia, sus agentes invadieron lentamente la China Central. A miles de kilómetros, más allá de las misiones más avanzadas, sus ingenieros y espías empezaron a moverse disfrazados de coolies, de vendedores ambulantes y de monjes budistas, tomando nota de los caballos de vapor de cada cascada, del posible emplazamiento de cada industria, la altura de las montañas y de los desfiladeros, las ventajas y los puntos débiles de los lugares estratégicos, la riqueza de los valles cultivados, el número de bueyes empleados en cada distrito, o el de los trabajadores que se podían reclutar a la fuerza.
Jamás se había llevado a cabo un censo parecido, y no podía haber sido hecho por ningún otro pueblo que no fueran aquellos japoneses testarudos, pacientes y patriotas. Pero al mismo tiempo el secreto fue descubierto. Los oficiales japoneses reorganizaron el ejército chino. Sus sargentos instructores transformaron los guerreros medievales en soldados del siglo veinte, acostumbrados a toda la ciencia de la guerra moderna, con una proporción de buenos tiradores, superiores a la media de cualquier ejército occidental. Los ingenieros japoneses profundizaron y ensancharon la complicada red de canales, construyeron fábricas y fundiciones, enlazaron el imperio con una red de líneas telegráficas y telefónicas, e inauguraron una era de construcciones de vías férreas.
Aquellos promotores de la civilización mecánica descubrieron los yacimientos de petróleo de Chusan, las montañas de hierro de Whang-Sing, las minas de cobre de Shansi y perforaron los pozos de gas de Woe-Wee, las más maravillosas reservas de gas natural que existían en el mundo.
Algunos emisarios japoneses formaban parte del Consejo del Imperio chino y murmuraban al oído de los hombres de Estado. La reconstrucción política del país fue obra suya. Sustituyeron a la clase de los letrados, profundamente reaccionarios, y aseguraron puestos oficiales a los partidarios del progreso. En cada capital o ciudad, aparecieron los periódicos. Naturalmente, redactores japoneses tomaban la dirección política de éstos inspirándose directamente en Tokio. Estos periódicos fueron educando progresivamente a la gran masa de la población. China despertaba por fin. Allí en donde Occidente había fracasado, Japón triunfó. Realizó las transformaciones de la cultura y del progreso, ininteligible hasta entonces para el espíritu chino. El mismo Japón había asombrado el mundo al abrir los ojos, pero en aquella época no poseía más que cuarenta millones de habitantes.
El prodigioso despertar de China, con sus cuatrocientos millones de habitantes, y teniendo en cuenta el progreso del mundo entero, empezaba a ser bastante inquietante. Era la más colosal de las naciones, y su voz no tardó en hacerse oír con acentos categóricos en los asuntos y consejos políticos de los diferentes estados. El Japón la empujaba a ello, y los arrogantes pueblos occidentales la escuchaban respetuosamente.
El rápido y destacado ascenso de China provenía sobre todo de la calidad superior de su mano de obra. Desde siempre, el chino encarnaba el tipo perfecto de la habilidad industrial. Ningún trabajador en todo el mundo podía compararse con él. Trabajaba como se respira, con el mismo ardor con que los pueblos se dedicaban a las incursiones y luchas en países lejanos. Para él la libertad se resumía en encontrar trabajo. Labrar y cultivar sin parar, he aquí todo lo que él pedía a la vida y a las eventuales potencias. Pues bien, este despertar de China, procuraba a su enorme población un libre acceso no sólo al trabajo ilimitado sino también a los utensilios más perfeccionados para el trabajo mecánico y científico.
El dragón rejuvenecido no debía tardar en erguirse sobre sus patas en una pose de desafío heráldico. China empezó a descubrir en ella un orgullo y una voluntad propias y empezó a respingar ante la tutela del Japón: pero este mal humor no duró mucho tiempo. Al principio, aconsejada por los japoneses, había expulsado del Imperio a todos los misioneros, ingenieros, militares, instructores, comerciantes y profesores de Occidente. Luego se puso a tratar de la misma manera a los representantes equivalentes del Japón. Los consejeros políticos de dicha nación fueron colmados de honores y de condecoraciones, y después enviados a sus casas. Japón había saldado sus cuentas con el Occidente que le había despertado, pero China saldó las suyas de la misma manera con el Japón, que acababa de hacerle el mismo servicio. Le fueron dadas las gracias por su beneficiosa ayuda y enviado a paseo con sus armas y equipajes.
Las naciones occidentales se burlaron. El sueño fantástico del Sol Naciente se vino abajo. Japón se enfadó y China se limitó a reírse. La sangre de los Samurais hirvió, desenvainaron sus sables y Japón declaró temerariamente la guerra. Esto sucedía en el año 1942. Al cabo de siete meses de matanzas, perdió Manchuria, Corea y Formosa. Arruinado y arrojado de sus pequeñas islas ya superpobladas y desentendiéndose del drama mundial, a partir de entonces se entregó al arte y se limitó a fascinar al mundo con sus creaciones de maravillosa belleza. En contra de lo que se esperaba en general, China no se mostró agresiva en absoluto, no se complació en ningún sueño napoleónico, sino que se esmeró exclusivamente en las artes de la paz. Después de un período de inquietud, se implantó la idea de que China era temible, no en el campo de la guerra sino en el del comercio.
Más adelante se vio que el mundo no había comprendido el verdadero peligro. China siguió perfeccionando su civilización mecánica. En lugar de un enorme ejército permanente, organizó una milicia infinitamente más numerosa y eficaz. Su marina era tan restringida que el mundo entero se burlaba de ella: no intentó reforzarla. Sus barcos de guerra no entraron jamás a visitar los puertos internacionales abiertos por los tratados. El verdadero peligro residía en la fecundidad de sus entrañas, y fue en 1970 cuando se oyó el primer grito de alarma. Desde hacía algún tiempo todos los territorios contiguos al Imperio Central se quejaban de la emigración china, y los pueblos supieron pronto que aquel país poseía una población de quinientos millones de almas, habiendo aumentado en cien millones de habitantes desde su despertar. Burchaldter llamó la atención sobre el hecho de que existían sobre la tierra más chinos que blancos.
Había simplemente sumado las poblaciones de los Estados Unidos, de Canadá, de Nueva Zelanda, de Australia, de África meridional, y de las naciones europeas, o sea un total de 495.000.000, que la población de China sobrepasaba en cinco millones. Aquellas cifras dieron la vuelta al mundo, y el mundo tembló.
Durante aquella época de transición y de desarrollo de su potencia, China no abrigaba sueños de conquista. El chino no es de raza imperialista. Industrioso, economizador y pacífico, considera la guerra como una tarea desagradable, pero necesaria, que es preciso realizar de vez en cuando. Mientras que las razas occidentales luchaban entre ellas y corrían desde hacía largos años la gran aventura unos contra los otros, China había seguido tranquilamente haciendo funcionar sus máquinas y creciendo. Ahora sobrepasaba los límites de su imperio y se desbordaba sobre los territorios adyacentes con la lentitud y la certeza aterradora de un glaciar. A consecuencia de la alarma provocada por las cifras de Burchaldter en 1970, Francia organizó una resistencia largamente premeditada.
La Indochina francesa se encontraba invadida, inundada de emigrantes chinos. Francia gritó basta. La ola seguía avanzando. Francia reunió un ejército de cien mil hombres en la frontera china de su desgraciada colonia y China envió un ejército de un millón de milicianos detrás del cual marchaba otro compuesto por sus mujeres, hijos y familiares de los dos sexos. La expedición francesa fue barrida como un enjambre de moscas. Los milicianos chinos con sus familias, con un total de más de cinco millones, tomaron posesión tranquilamente de la Indochina francesa y se establecieron en ella para unos pocos miles de años.
Francia ultrajada se alzó en armas, envió una serie de flotas contra las costas chinas y estuvo a punto de arruinarse en el esfuerzo. China no poseía marina. Se metió en su caparazón como una tortuga. Durante un año la flota francesa bloqueó la costa y bombardeó las ciudades y pueblos costeros. China no se preocupó en lo más mínimo. No dependía del resto del mundo para nada. Se mantenía al margen del alcance de los cañones franceses y seguía trabajando. Francia se lamentaba, retorcía sus manos impotentes y apelaba a las naciones mudas de estupor. Entonces desembarcó un cuerpo expedicionario de doscientos cincuenta mil hombres de élite y penetró sin resistencia en el interior. No se le volvió a ver jamás.
Las líneas de comunicación fueron cortadas desde el segundo día. No volvió ningún superviviente para contar lo ocurrido. El cuerpo expedicionario había realmente desaparecido en la panza de China. A lo largo de los cinco años siguientes, la expansión de China siguió en todas direcciones terrestres. Siam fue anexionado al Imperio del Dragón y, a pesar de todo lo que pudo hacer Inglaterra, Birmania y la península de Malaca fueron invadidas, mientras que, a todo lo largo de la frontera sur de la Siberia, Rusia estaba presionada por las hordas chinas. La operación era muy simple. Primero venía la emigración, o mejor dicho ya estaba instalada, se había ido introduciendo lentamente y disimuladamente en los años precedentes.
Luego chocaban las armas y toda oposición era barrida por una monstruosa oleada de milicianos seguidos de sus familias y de sus enseres domésticos. Finalmente se establecían como colonos en los territorios conquistados. No se había visto jamás un método tan extraño y eficaz para conquistar el mundo.
Al sur, en el Nepal y el Butan se hundieron, y toda la frontera septentrional de la India fue inundada por aquella terrible masa viviente. Al Oeste, Boukharia, y hasta Afganistán al sudoeste, fueron invadidas. Persia, Turkestán y toda Asia Central fueron engullidas. En aquella época, Burchaldter tuvo que revisar sus cálculos que ya no eran exactos. La población de China alcanzó setecientos millones, los ochocientos. Nadie sabía ya exactamente cuántos, pero en todo caso no tardarían mucho en llegar a los mil millones. Burchaldter anunció que existían en el mundo dos chinos por cada blanco, y el mundo tembló. El desarrollo de China debía de haber empezado en 1904.
Se recordó que desde aquel año no se había padecido hambre. A un promedio de cinco millones por año, desde hacía setenta años, el aumento total debía de ser de 350 millones. ¿Pero quién podía saberlo con verosimilitud? ¿Cómo informarse sobre aquella extraña y nueva amenaza de la nueva China rejuvenecida, fecunda y militante? La Convención de 1975 fue convocada en Filadelfia. Todas las naciones occidentales y algunas de las orientales enviaron sus delegados. No se llegó a nada, se habló de instituir en todos los países primas de natalidad, pero los matemáticos no tomaron aquella idea en serio y demostraron que China llevaba ya demasiada ventaja en aquel sentido. Nadie pudo sugerir la manera de hacerlo entrar en razón.
Las potencias unidas le dirigieron un llamamiento amenazándola, pero ahí acabó la iniciativa de la Convención de Filadelfia, y China se contentó con burlarse de la Convención y de las potencias. Li-Tang-Foung, encarnación del pensamiento del Dragón se dignó responder:
—¿Qué le importa a China el Comité de las Naciones? —decía aquel potentado—. Somos la más antigua, la más honorable y la más realista de las razas. Tenemos nuestro destino que cumplir. Es molesto que no se adapte al del resto del mundo, pero, ¿qué se puede hacer? Habéis disertado ampliamente sobre los derechos de las razas realistas y herederas de la tierra, y nosotros podemos simplemente responder que el que viva lo verá. Sois incapaces de invadir nuestro país, a pesar de vuestras flotas. No pongáis el grito en el cielo. Conocemos la debilidad de nuestra marina: nos sirve sólo de policía. No nos preocupamos lo más mínimo del mar. Nuestra fuerza reside en nuestra población, que pronto alcanzará los mil millones. Gracias a vosotros estamos equipados de todo el mecanismo de la vida moderna. Enviad vuestros cuerpos expedicionarios, pero recordad lo que le sucedió a Francia. El desembarco de medio millón de soldados en nuestras costas agotará los recursos de cualquiera de vuestros países, y los mil millones de nuestra población se los tragarán de un bocado. Enviad un millón, enviad cinco, y los engulliremos con la misma facilidad que un pequeño tazón de arroz. Tal como nos habéis amenazado, vosotros los Estados Unidos, podríais exterminar los diez millones de coolies instalados en vuestras costas... pues bien este total representa apenas la mitad de nuestro superávit de nacimientos.
Así habló Li-Tang-Foung. El mundo estaba turbado, desorientado y aterrado. Se le decían las verdades. No existía ningún medio para luchar contra aquel excedente de nacimientos. Si la población china alcanzaba los mil millones y aumentaba veinte millones por año, dentro de veinticinco años alcanzaría los mil quinientos millones, es decir la cifra de la población total del globo en 1904. ¿Y qué se podía hacer? No existía ningún instrumento para contener aquella marea creciente. La guerra era inútil. China se mofaba del bloqueo de sus costas e invitaba a los invasores a precipitarse en su boca que era lo bastante grande como para tragarse a todos los ejércitos del mundo.
Y mientras tanto la oleada amarilla seguía derramándose sobre Asia. China se destornillaba de risa al leer en las revistas extranjeras las doctas elucubraciones de los sabios. Pero existía uno a quien China no había tenido en cuenta llamado Jacobus Laningdale, un sabio si se quiere, en el sentido más amplio de la palabra, en todo caso un hombre de ciencia desconocido hasta el momento, empleado en los laboratorios de la Oficina de Higiene de Nueva York. Poseía un cerebro como los demás pero conteniendo la suficiente sabiduría como para concebir una idea y guardarla en secreto. Habiendo madurado su idea, en lugar de escribir un artículo para las revistas, pidió vacaciones. El 19 de septiembre de 1975, llegó a Washington.
A pesar de la hora tardía, se fue derecho a la Casa Blanca habiéndose asegurado de antemano una audiencia con el Presidente de la República de los Estados Unidos. Estuvo encerrado con éste durante tres horas. De lo que pasó entre ellos no se enteró el mundo hasta mucho más adelante. De hecho, en aquel tiempo, el mundo no se interesaba por Jacobus Laningdale. Al día siguiente, el Presidente convocó un consejo del gabinete, al cual asistió aquel personaje y cuyas resoluciones fueron mantenidas en secreto. Pero en la misma tarde de aquel día, Rufus Cowdery, secretario de Estado, salió de Washington y embarcó al día siguiente por la mañana hacia Inglaterra.
El secreto que llevaba con él empezó a divulgarse, pero únicamente entre los jefes de Estado. Una docena de hombres, quizás, en cada nación, recibieron bajo secreto, la comunicación de la idea nacida en el cerebro de Jacobus Laningdale. Poco a poco con aquella divulgación, una gran actividad se manifestaba en los talleres de construcción marítima, los arsenales y los puertos de guerra. Los pueblos de Francia y de Alemania empezaron a sospechar, pero el voto de confianza que les pidieron sus gobiernos era tan sincero que aceptaron aquel proyecto desconocido que se estaba realizando.
Fue en la época de la Gran Tregua. Todos los países se comprometieron solemnemente a no entrar en guerra los unos contra los otros. El primer acto definido fue la movilización gradual de los ejércitos de Rusia, Alemania, Italia, Grecia y Turquía. Luego empezó el desplazamiento hacia el Este. Todas las vías férreas que penetraban en Asia fueron atestadas de trenes militares. El objetivo de las operaciones era China, pero no se sabía nada más. Un poco más tarde se destacó un gran movimiento por el mar. De todos los países partieron expediciones marítimas. Las flotas se seguían las unas a las otras y se dirigían todas hacia las costas chinas. Las naciones rastrearon sus astilleros y enviaron sus falúas de aduanas, sus aviones, sus barcos de abastecimiento, sus antiguos cruceros y acorazados y todas las armas modernas de que disponían.
No teniendo bastante con esto, enrolaron a la marina mercante. Según las estadísticas, 58.640 barcos de vapor equipados con proyectores y cañones de tiro rápido fueron enviados a China por las diferentes naciones. China seguía sonriendo. A lo largo de sus fronteras terrestres se alinearon millones de guerreros de Europa. Ella movilizó cinco veces más de milicianos y esperó la invasión. Hizo lo mismo en sus costas marítimas. Pero esta vez estaba intrigada.
Después de aquellos enormes preparativos, la invasión no se producía. No entendía nada. Todo seguía tranquilo a lo largo de la frontera siberiana. En las costas de las ciudades y los pueblos no eran tan siquiera bombardeados. No se había producido jamás en la historia del mundo una concentración tan poderosa de flotas de guerra. Se encontraban allí reunidas, de día y de noche, millones de toneladas de barcos de guerra que surcaban las aguas chinas, y sin embargo nada estallaba, no se daban tentativas. ¿Pensaban hacerla salir de su cáscara? China sonreía. ¿Pensaban cansarla o hacerle pasar hambre? China sonreía aún más. Pero el primero de mayo del año 1976, si el lector se hubiera encontrado en la ciudad imperial de Pekín, poblada entonces de once millones de almas, hubiese asistido a un curioso espectáculo.
Habría visto las calles llenas de población amarilla charlando animadamente, todas las melenas echadas hacia atrás, todos los ojos oblicuos mirando al cielo. Y, muy alto en el cielo, habría podido percibir un punto minúsculo cuyas evoluciones regulares le habrían hecho saber que se trataba de un avión. De aquel aeroplano que giraba en todos los sentidos por encima de la ciudad, llovían extraños proyectiles inofensivos, unos frágiles tubos de cristal que se rompían en mil pedazos en las calles y sobre los tejados. Nada de particular ocurría con aquellos tubos de cristal, nada ocurría, nada explotaba. A decir verdad tres chinos fueron muertos por aquellos tubos caídos desde tal altura, pero qué importancia tenía la muerte de tres chinos en un país donde cada año nacían veinte millones más de chinos de los que morían.
Un tubo cayó directamente en el estanque de un jardín cuyo propietario lo retiró intacto. No se atrevió a abrirlo y, acompañado de sus amigos y rodeado de una multitud creciente, lo llevó al magistrado del distrito. Este era un hombre valiente. Rompió el misterioso tubo golpeándolo con el fogón de cobre de su pipa. No se produjo nada anormal. Uno o dos de los asistentes más próximos creyeron ver salir volando unos mosquitos. Eso fue todo. La muchedumbre estalló en risas y se dispersó.
No solamente la ciudad de Pekín, sino China entera estaba siendo bombardeada por tubos de cristal. Los pequeños aviones lanzados desde los barcos no llevaban más que dos hombres cada uno, y por todas partes por encima de las ciudades, pueblos y aldeas, hacían sus circunvalaciones, uno de los aviadores dirigiendo el aparato, el otro tirando los tubos por la borda. Pero si el lector hubiese vuelto a Pekín semanas más tarde, habría buscado en vano sus once millones de habitantes. Habría encontrado un pequeño número de ellos, tal vez algunos cientos de miles en estado de descomposición dentro de las casas y en las calles desiertas o amontonados sobre los carros fúnebres abandonados.
Para encontrar a los demás habría tenido que buscar en las grandes y pequeñas vías de comunicación. Y aún así no hubiese descubierto más que algunos grupos huyendo de las ciudad apestada de Pekín, ya que su huida estaba jalonada por innumerables cadáveres pudriéndose al lado de las carreteras. Y lo que pasaba en Pekín se reproducía en todas las ciudades, pueblos y aldeas del imperio. La plaga hacía estragos de punta a punta del país. No eran una o dos epidemias, eran una veintena. Todas las formas virulentas de enfermedades infecciosas se desencadenaron sobre el territorio. El gobierno chino comprendió tarde el fin de aquellos gigantescos preparativos, de aquella distribución de ejércitos mundiales, de aquellos vuelos de aviones y de aquella lluvia de tubos de cristal.
Sus Proclamaciones cayeron en el vacío y no podían tan siquiera contener los once millones de miserables que huían de Pekín para diseminar el contagio por todo el país. Los médicos y oficiales de sanidad morían en sus puestos, y la muerte triunfante se adelantaba a los decretos de Li-Tang-Foung. A él también se le echó encima, ya que Li-Tang-Foung sucumbió en la segunda semana.
Si se hubiese tratado de una sola epidemia China quizás habría podido salvarse. Pero a una veintena de epidemias ninguna criatura podía escapar. El que esquivaba la viruela moría de la escarlatina; el que se creía protegido contra la fiebre amarilla sucumbía al cólera, y la muerte negra, la peste bubónica, barría a los supervivientes. Todos aquellos microbios, gérmenes, bacterias y bacilos, cultivados en los laboratorios de Occidente se habían abatido sobre China en aquella lluvia de tubos de cristal. Desapareció toda organización. El gobierno se derrumbó. Decretos y proclamas eran inútiles ya que aquellos que acababan de redactarlos y firmarlos se esfumaban de la noche a la mañana. Y los millones de seres acosados por la muerte no se paraban en su loca carrera para tomar nota de nada. Huían de las ciudades para contaminar los campos, propagaban las enfermedades allá donde fueran.
Estaban en pleno verano —Jacobus Laningdale había escogido juiciosamente el momento— y la muerte hacía estragos por todas partes. Muchos acontecimientos han sido reconstruidos según ciertas conjeturas, y muchos otros a partir de los relatos de los supervivientes. Las miserables criaturas se precipitaron por millones a través del Imperio. Los enormes ejércitos que China había reunido en sus fronteras se fundieron como la nieve al sol. Las granjas fueron saqueadas por la gente hambrienta, la tierra ya no recibió más semillas y los cereales, maduros ya, se pudrieron. Aquella huida universal constituyó quizás el rasgo más destacable de la catástrofe, Millones de seres se precipitaron hacia las fronteras para encontrarse allí detenidos y rechazados por los gigantescos ejércitos de Occidente. La masacre de aquellas hordas enloquecidas fue algo asombroso. En varias ocasiones las líneas defensivas tuvieron que retroceder treinta o cuarenta kilómetros para escapar del contagio de los cadáveres.
En una ocasión, la epidemia, atravesando las líneas enemigas, cayó sobre las tropas alemanas que vigilaban la frontera de Turkestán. Se habían tomado medidas en vista de un acontecimiento como aquél y si bien costó la vida de sesenta mil soldados europeos, el cuerpo internacional de médicos estableció un cordón sanitario y alejó el contagio. Fue en el transcurso de esta lucha cuando tuvo lugar entre los gérmenes mórbidos una especie de hibridez de la que resultó un nuevo microbio de una virulencia inaudita. Intuido en un principio por el Dr. Vomberg que fue infectado por dicho microbio y murió a consecuencia del mismo, debía ser más adelante aislado y observado por Stevens y Hazanfelt. Así fue la invasión sin paralelo a China.
Ya no había esperanza para aquellos millones de hombres encerrados en su inmensa fosa. Habiendo perdido toda cohesión y organización estaban destinados a morir sin evasión posible. Fueron rechazados de sus fronteras terrestres como de las marítimas. Setenta mil barcos patrullaban las costas. De día, el humo de sus chimeneas nublaba el horizonte, y de noche los proyectores surcaban la oscuridad para descubrir la menor embarcación. Las tentativas de las inmensas flotas de juncos fueron patéticas: ni una escapaba a la vigilancia de aquellos perros de mar.
Los mecanismos de la guerra moderna habían detenido a las masas desorganizadas de China, mientras que las epidemias realizaban su obra. La guerra a la antigua usanza se convirtió en objeto de burla, buena solamente para patrullar. China se había reído de la guerra y la había soportado. Pero esa era la guerra ultramoderna, la guerra del siglo veinte, la guerra de los sabios y de los laboratorios, la guerra de Jacobus Laningdale. Los cañones de cien toneladas no eran más que juguetes comparados con los proyectiles micro-orgánicos lanzados por los laboratorios, por aquellos mensajeros de la muerte, aquellos ángeles despiadados que arrasaban un imperio de mil millones de almas.
Durante todo el verano y el otoño de 1976, China fue un infierno. Era imposible escapar de los proyectiles microscópicos que llovían sobre los refugios más apartados. Cientos de millones de cadáveres se quedaban sin sepultura y los gérmenes aumentaban; en los últimos tiempos millones de seres morían cada día de hambre. El hambre debilitaba a las víctimas y destruía sus defensas naturales contra las enfermedades. Por todas partes reinaba el canibalismo, el asesinato y la locura. Y así, de esta manera tan espantosa, pereció China. Hasta el período más frío del mes de febrero siguiente no se organizaron las primeras expediciones. Restringidas y compuestas de sabios y de cuerpos de ejército, entraron en China por todos lados.
A pesar de las minuciosas precauciones tomadas contra el contagio, muchos soldados y algunos médicos resultaron afectados. Encontraron China asolada, como un desierto lúgubre a través del cual erraban perros salvajes y bandidos exasperados. Todos los supervivientes que se encontraron fueron condenados a muerte. Luego empezó la gran empresa de saneamiento de China en la que se emplearon cinco años y varios miles de millones de dólares; después de lo cual, la gente afluyó, no por zonas según la teoría del barón Albrecht, sino de forma heterogénea, según el programa democrático preconizado por el gobierno norteamericano.
Fue una enorme y feliz mezcla de nacionalidades la que se estableció en China en 1982 y a lo largo de los años siguientes —una experiencia colosal y lograda con fertilización con cruces—. Conocemos hoy los espléndidos resultados, mecánicos, intelectuales y artísticos, que se hacen patentes por doquier. En 1987, habiendo finalizado la Gran Tregua, se volvieron a avivar entre Francia y Alemania las antiguas disputas seculares. En abril, el nubarrón de guerra empezaba a hacerse amenazador, cuando el 17 del mismo mes, fue convocada la Convención de Copenhague. Asistieron representantes de todos los pueblos del mundo, y todas las naciones se comprometieron solemnemente a no emplear jamás las unas contra las otras los métodos de guerra de laboratorio que habían utilizado para invadir a China.
Jack London (1876-1916)
Relatos góticos. I Relatos de Jack London.
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El análisis y resumen del cuento de Jack London: La invasión sin paralelo (The Unparalleled Invasion), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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