«Yago Yasck»: Pedro de Madrazo; relato y análisis.
Yago Yasck (Yago Yasck) es un relato de terror del escritor ítalo-español Pedro de Madrazo (1816-1898), publicado por entregas en la revista literaria El Artista, en 1835.
Yago Yasck, verdadero clásico entre los cuentos de Pedro de Madrazo, es también uno de los grandes relatos de pactos satánicos del siglo XIX.
La historia nos presenta a un muchacho llamado Yago, quien entrega su alma y firma un pacto con el diablo a cambio de regresar a la vida y vengar su muerte.
Yago Yasck.
Yago Yasck, Pedro de Madrazo (1816-1898)
—¿De veras? ¿te lo ha dicho? —decía una máscara a otra en el chillón falsete de costumbre.
—Te repito que sí; adiós; creo que se acerca a nosotros. Ella me parece que es, mira allá, al fin, por entre aquel grupo último. Ahora sale de aquel corro de irlandeses. Adiós —y respondía ésta en el mismo tono.
—Pero hombre...es decir que puedo contar...
—¡Dale, señor machaca! —miróle el otro de pies a cabeza con desconfianza, e hizo ademán de alejarse—. No es él —murmuró entre dientes, y volvió a examinarle.
—¡Ay! ¡qué divina! —dijo en su voz natural el primero mirando hacia donde el otro le había señalado—. ¡La trenza de oro! —exclamó en tono melancólico.
—No es para usted, ¡silencio! —prorrumpió el segundo con voz de trueno, y sus ojos grises chispearon como los de un lobo.
Esta última palabra, pronunciada de un modo tan enérgico, resonó sobre la gritería general de aquella inmensidad de enmascarados y el precipitado compás de una gallop ruidosa.
Paró la orquesta, las parejas se detuvieron instantáneamente cada una en el puesto que la casualidad le marcaba como a virtud de un choque galvánico, y sólo dos individuos rebozados en dominó negro fueron los únicos que en medio del general asombro se vieron deslizarse al través de los grupos fijos en el tablado, sin comprender nadie la causa de tan inesperada escena.
Cuando las comparsas volvieron a su algazara y movimiento y la música recobró su compás, un curioso fisonomista pudiera haber notado en los ojos de las hermosas, húmedos de placer, aunque encerrados en profana cartulina y tafetán, de cuan distinto modo se retrata el alma en ellos embebida en los goces de la materia y más aun en la esperanza y en el deseo, que recordando lo que nunca en semejantes circunstancias suele entretener la imaginación de los seres entremezclados de ambos sexos, la existencia de otros seres que no habitan la tierra.
Porque en efecto, aquella palabra —¡silencio!—, pronunciada como acababa de serlo y con un acento tan poco común, más hablaba a un moribundo fluctuante entre la vida y la eternidad, que a un viviente rodeado de una atmósfera cargada de luz y de vapores, respirando el ambiente que mueve el perfumado cabello y toca la garganta y espalda de una mujer blanca, y se llena de frescura, la garganta y espalda de una morena andaluza, y se embalsama de voluptuosidad!
La noche era fría —la calle blanqueada con la nieve, alumbrada por la luna de enero, presentaba un cuadro triste pero dulce y sereno—. Paraje a propósito para una danza de íncubos, flotando silenciosos por el aire y saltando de un tejado en otro tejado. La calma que con la soledad en él reinaba era alguna que otra vez interrumpida por los ecos de una música lejana. El mismo efecto hacían que el melancólico canto de coro de una de nuestras inmensas catedrales, escuchado desde una recóndita capilla a la mustia claridad de sus altas y pintadas vidrieras, y al pie de un lecho de mármol donde reposa su antiguo fundador.
Aquel paraje hablaba más al misterio que a otra cosa; representaba el sueño tranquilo de una niña, alterado por los delirios que la arrastran a la adivinación de unas intrigas que no conoce, cree acordarse de lo que nunca vio porque lo profetiza como profetiza la inocencia; aun no la ha dicho el mundo sé que estás ahí y se presenta dormida en los banquetes, rodeada de jóvenes hermosos, de risas y palabras de amor; y mientras su sombra recorre por los placeres siente en su corazón latir cada uno de los acentos del que la seduce, y le parece recoger en sus entreabiertos labios rojos el beso de un hombre que se le representa como un ángel del amor.
¡Pobre niña! ¡Si después de despertar te arrebatan el lúbrico bálsamo de tus sueños, y te arrojan a merced del oro, y te sumergen en un enfermizo tugurio entre los brazos de una vieja ponzoñosa!
Sonó un reloj las 12. El teatro de la Cruz arrojaba por sus puertas de cuando en cuando, a la manera de un gastrónomo ya repleto que repudia a veces un manjar delicado, algunos individuos para recibir los que nuevamente llegaban. A la luz de la luna se miraban unos a otros. Había allí rostros encendidos, llenos de esperanza; los había también pálidos y sombríos, con todas las señales de un descontento sumo, Pero no faltaba algún calmoso que se reía de las agudezas del que marchaba adelante, llevándosele a su mujer y a su hija mayor agarradas cada una a su brazo. Ni faltó un impúbero que corrió delante de su padre gritando —¡ladrones!—, por no exponerse a la humillación de verse abofeteado en público por el anciano que lo agarró fumando y requebrando a una mujerzuela...
Inútil juzgamos manifestar a los lectores un ejemplo de la confusa algarabía de entrantes y salientes. ¿Y quién no habrá estado siquiera una vez en su vida en semejante diversión? Algunos gritos confusos y repetidos que salían de una puerta del coliseo, compañados de un ruido como de carrera, precedieron a la aparición de dos bultos negros en persecución uno de otro; eran dos enmascarados. El perseguidor, a beneficio de las gentes que por allí andaban, pudo alcanzar a su enemigo y le asió fuertemente del cuello. La fatiga producía en su pecho un sonido ronco. Revolvióse el otro con presteza, y al revolverse, el dominó abriéndose dejó ver dos piernas por su forma y aparato más de Deán que de espadachín.
Con su sacudimiento hizo perder a su antagonista toda la ventaja. Volvió éste a rodearle con sus brazos, y aquel levantando los suyos en calma le cogió ambas muñecas, y como quien se desprende de un niño de pecho, dando una carcajada que resonó seca como un árbol al troncharse, se libertó de su contrario arrojándole de espaldas en la nieve. El desgraciado perdió el sentido Dispersáronse los curiosos como una multitud de hojas al soplo de la brisa, y desapareció con ellos el de las pierna de Deán, repitiendo su carcajada más atronadora que la del mismo Estertor.
A pocos minutos volvió a pasar éste con una mujer envuelta en un largo mantón. Salía por los costados su cabellera rubia, flotando al aire y esparciendo una especie de resplandor azulado. Parecía un ángel arrebatado del cielo por un demonio. Los ojos de él centellearon al pasar por el lado de la mascara que aún permanecía derribada, y señalándola con una mano:
—¿Le conoces? —preguntó a la mujer—.Parece una mosca ahogada en un artesón de leche —repitió su risotada, y prosiguieron su camino.
Pero la mujer se estremeció y le dijo:
—Abate ¿Le ha mandado V. con algún recado a mi madre?
Pasó a poco otra máscara. El caído se levantó. Miráronse un momento de hito en hito. Rara vez produjeron el Carnaval y la Locura, gemelos más completamente iguales. A no ser por la nieve del disfraz del uno y su poco satisfecha catadura, no hubiera sido fácil distinguirlos. Permanecieron un rato cara a cara, después del cual sin dirigirse una sola sílaba se entró el uno en el teatro y el otro sacudiendo su dominó se retiró por el lado opuesto. No había aún este último traspuesto la plazuela cuando volvió aquel apresuradamente, y dándole un golpecito en la espalda:
—¡Mi parodia! —le dijo en tono de máscara—, V. que se ha estado aquí tomando el sereno, me dirá si han dado las 12, o si ha llegado a sus frescos oídos alguna risotada del demonio.
—No lo sé, pásalo bien.
Y ambos desaparecieron cada cual por su camino.
Lo mismo que una de aquellas cara terríficas que cree uno ver después de haber leído un cuento de Hoffmann o visto un cuadro de Callot en una noche de insomnio, se presentó al través de los vidrios de un balcón que mandaba su claridad a una lóbrega callejuela, el perfil irrisorio de una cabeza horrible que, destacada fuertemente sobre la luz de la vidriera, gesticulaba y movía sus manos y hombros, recogía sus relucientes ojos y alguna que otra vez dirigía a la calle su mirada fascinadora, como esperando algún objeto. Aquella habitación, por dentro llena de preciosos muebles, de hermosos cuadros encerrados en abultados marcos de oro del nuevo estilo, profusamente iluminada y embalsamada con perfumes y ricas esencias, por una causa desconocida revelaba al corazón algo de extraordinario y fantástico. Entrar en ella y mirar aquel lujo era como mirar la fantasmagoría dentro de una calavera; aproximarse a aquellos muebles era como aproximarse al espejo de un quiromántico, porque a pesar de su riqueza, de su semejanza con una realidad voluptuosa y risueña, la casa del abate Yasck parecía formar una parte muy integrante de las regiones de Berit y Astarot.
Ocupaba todo el hueco de un embutido confidente, un hombre de edad madura que solo por la movilidad de sus ojos grises, y la fatiga de su pecho manifestaba no ser un maniquí, grueso y de siniestra fisonomía. Su anhelosa respiración era como el estertor de un moribundo, por lo demás parecía muy bien acomodado en aquella posición: hubiera podido pasar por el complemento del confidente; en una palabra era la labor incrustada de aquella habitación. Entró allí una joven tierna, hermosa, vestida de blanco con el cabello tendido. ¡Qué crimen puede pesar sobre tu corazón, linda Creanza! ¡Qué temores inclinan tu frente blanca y tersa hacia la tierra, y doblan tus rodillas como las de la virgen en el pavimento del templo ante los alteres, más por el temor de las sombras del antiguo coro que por la devoción de los pecadores!
Desde la puerta por donde entró hasta los pies del abate donde yacía postrada, habría lo más seis pasos, en cada paso varió del color de sus mejillas seis veces. El abate aterrando su alma demasiado flexible, la plegaba de tal modo a su voluntad que la mandó llorar, y lo hizo. Era un cuadro como la Confesión de Johannot. Considérese el abate revestido de hábitos sacerdotales, el alma despojada de crímenes, y es el catolicismo entero esta escena: la pasión joven, sencilla, ardiente, que se desconoce, a los pies de la decrepitud que conoce el mundo, que juzga, que castiga (¿Por qué haces llorar a ese ángel?). ¡La fuerza de la vida, el poder del alma, prosternados ante la ley terrible de un fantasma de hombre que ya no tiene sangre, ni vida ni otro pensar que la venganza y una muerte cercana!
¿Y quién sabe si aquella tierna mujer, veía en los objetos que le circuían el fondo oscuro de una antigua catedral, con su desgastada sillería del siglo XV, y aquellas antiguas sombras de madera del apostolado en su gótica simetría? ¡ Quien sabe si en aquel hombre encontraba una verruga del cristianismo¡ Porque no podía desfigurarse con la ilusión, del mismo modo que no puede parecer justo un energúmeno. ¡Y a pesar de todas las apariencias, la malignidad de Yasck había encontrado un reflejo aunque débil en el cristal de aquella alma, y la había corrompido; no había allí ya virtud, era un frío escepticismo, un indiferencia interrumpida por el rastro de lo pasado, pero sin fuerza para entusiasmarse, crear, espiritualizar la realidad que la envolvía!
La mandó reírse y estar alegre, y ella se rió, y se levantó esbelta y ligera. Mas en su risa flotaba aquel matiz que sólo da a unos ojos azules en la inocencia, el júbilo del corazón. Confundióse el color de sus pupilas en el contorno de los párpados superiores, tomando aquella fisonomía un viso de sufrimiento. La luz pálida que parecía esparcir su suelto cabello la hubiera hecho pasar por una aparición de un cuadro de Miguel Ángel. Y a no ser porque hacían ruido sus pisadas y por el roce de sus vestidos, pudiera pasar por una Helena como la que soñaba el visionario pintor músico y poeta alemán, cuando el gas del Champaña se desenvolvía lentamente resbalando de la copa como un alma que sale por la abertura de la losa sepulcral, mezclándose con la espesa nube de humo en que siempre vivía, con la cabeza inclinada y melancólica, y los codos sobre la mesa.
Entonces veía sílfides, princesas, sin tacto y sin aliento, vagando sobre la azulada llama de su ponchera. ¡Entonces pintaba como Goya a pinceladas misteriosas y sin forma, cantaba, y componía como un hijo de Odín sobre el arpa de la Eolia en una triste noche de invierno! Pero otras veces adoptaba de tal manera sus acciones a la voluntad del abate, que hubiera podido compararse a una sombría virgen de las que solo aparecen en la niebla, tomando lecciones de brujería de una vieja gitana.
Y entonces el abate conservaba la superioridad del Doctor, y ella la humildad del Catecúmeno. Los besos que el abate le daba sonaban como una hoja seca al estallar.
—No puede ya tardar —dijo—, créeme, tanto vale unirse a un hombre por toda la vida como encerrarse herméticamente en una botella con un mico, un gato o el verdugo por compañeros; ese lazo cruel que los hombres han dado en llamar matrimonio es la torre de Babel. Han creído preservarse de la cólera divina remontándose a la pureza de los ángeles, y al fin su edificio se desplomara, y quedarán confundidos.
En medio de tan saludables máximas, entró en la habitación un joven de rostro bello, pero desfigurado con la relajación, sin embargo sus ojos no anunciaron un simple materialista. A una señal de cariño de los dos, alejóse de allí el abate. La casa de éste encerraba el Pandemónium de todas las sensaciones de la vida. No había ya una dueña cortesana que guía a una cita a una doncella; sí dos amantes que se entregan a su amor en presencia de una fiel y callada dueña. Comenzó la hermosa a estremecerse violentamente al acercarse a ella el indolente joven; pero era su temblor causado, no por un miedo inesperado y nuevo, sino por la memoria de una escena ya ejecutada otra vez.
—Rafael —gritó pálida la niña.
Rafael se sintió enternecido. Era en efecto aquella escena capaz de ablandar a un moribundo empedernido. Rafael estaba lleno de vida, y su alma era sensible. Su cráneo era de loco y de poeta; loco lleno de ideas, de sarcasmos, de pérfidas sonrisas, poeta burlón, escéptico, colorista a gruesos toques, de bermellón, de negro. Su mente se exaltaba con facilidad, y su imaginación se transportaba en medio de sus desenfrenos a la altura de los poetas dramáticos.
Dos lágrimas de pasión se asomaron a sus párpados, poco después yacía enamorado a los pies de Ángela. Temblaba ella hermosa y apasionada, la estrechaba contra su corazón convulsivamente. El entreabrió sus labios purificados con el arrepentimiento, y Ángela seducida recibió en ellos el ósculo de un amor ardiente como el infierno.
A las 9 de la mañana, la luz del día pasando al través de las persianas, coloreaba débilmente la muselina del cortinaje, y permitía apenas el ver los brillantes colores de la alfombra, y los preciosos muebles de la habitación donde los dos amantes reposaban. Algunas doraduras relucían sin embargo. Tendidas en una otomana, las vestiduras de Ángela se dibujaban como una vaporosa aparición. El profundo silencio que reinaba en este templo de amor fue turbado por un ruiseñor que se colocó sobre la ventana, sus repetidos gorjeos, y el ruido de sus alas repentinamente desplegadas al tomar el vuelo, despertaron a Rafael.
—¿Para morir? —exclamó concluyendo una idea empezada en el sueño del cual salía.
Contempló a Ángela, la cual durmiendo sosteníale su cabeza, y graciosamente tendida como un infante con el rostro vuelto hacia su corruptor, parecía mirarle aún y mostrarle su hermosa boca entreabierta, que dejaba pasar un aliento igual y puro. Su divino perfil se destacaba fuertemente sobre la fina batista de las almohadas, y parecía dormida en el placer. Rafael parecía atormentado por una carcoma que roía su corazón, y en las protuberancias de su frente calva por el libertinaje, se pintaba en sus ojos hundidos, al amargor profundo en que se le convertía el aspecto de aquel espectáculo lúbrico, apenas iluminado por el crepúsculo de la mañana. Ángela quedaba dormida, y Rafael dejó aquella estancia cabizbajo. Recibióle Yago Yasck con una expresiva sonrisa de maligna complacencia.
—Cuando el hombre duerme, el diablo está despierto; cuando la mascarilla de Punchinela ríe, suele a veces por la espalda esconderse Drama con el puñal entre la manga; y cuando el hombre llora, sus víctimas se ríen, y le pisotean con desprecio.
Tal fue el recibimiento que tuvo Rafael.
—Sentencioso estáis, Yago —dijo el joven.
—Y toda la ciencia —prosiguió aquel— se reduce a encontrar la oposición en su lugar. El bien y el mal en contraposición, pero nunca el bien solo ni el mal solo. Si en un cuadro falta el claro-oscuro, adiós pintor. Mire V., pasé mi juventud en una universidad. Al entrar por sus puertas oí decir en una cátedra: el hombre es igual a la planta; y en otra cátedra: la planta es igual al hombre, y un catedrático explicaba botánica, y el otro fisiología. Todo era una misma cosa puesta en oposición.
La melancolía de Rafael fue presto advertida por el abate.
—Si el seductor se arroja a los pies de la mujer le jura amor, puede destruir la oposición, y al fin cometer la necedad de cumplírselo... y unirse a ella... Y manchar su reputación viviendo en matrimonio con una mujer que puede muy bien ser hija de la querida de un abate. Id con Dios que pronto nos veremos.
Una estrepitosa carcajada histérica fue el final de este diálogo.
Rafael comprendió al abate, y lleno de espanto corrió al lecho donde reposaba aún Ángela pronunciando en sueños su nombre y vertiendo una lágrima helada que corría por su mejilla, como la gota de la gracia divina que desciende sobre la cabeza del réprobo y no hace más que alterar un momento su estado de embrutecimiento. Un impulso repentino le hizo llevar sus manos a la garganta de la infeliz, y al despertar ella trocó su furor en un beso que gravó sobre su frente. Apenas salió a la calle varió su fisonomía. Entró en otra casa de bien diferente aspecto de la que acababa de dejar, y salió de ella con su habitual sonrisa, lleno de alegría y contando el oro que sobre sí llevaba. Otro salió a su tiempo, y en el portal se abrasó los sesos de un pistoletazo.
—¿Estaba V. distraído?
—Pensaba en esa poesía que sabe V. sentir con tanta energía —respondió Rafael—. En efecto, ¿qué cosa más bella que la poesía de S. Juan, de Homero y de Calderón?
—¡San Juan! —exclamó su compañero—. ¡Siempre me acuerdo del Evangelio como de una tierra de promisión cerrada para mí! —y permaneció un momento sumergido en un abismo de pensamientos fatídicos.
Ocupaban los dos una mesa de la fonda del Comercio, sentados uno en frente de otro. La mesa estaba cubierta con las reliquias de un buen almuerzo.
—¡San Juan! —prosiguió Rafael, continuando su primera idea—, le arrebata a uno al cielo en una capa de fuego o en un torrente de luz; Homero, sobre un carro tirado por aves blancas o mujeres hermosas; Calderón en su pensamiento solo, que es su carro y su torrente de luz. El ha adoptado el mundo y sus pasiones, ¡sus pasiones!. ¿Qué piensa V., Jenaro? Mejor que el mundo diría el infierno, porque el mundo es un infierno apagado; en él no hay torrentes de luz, ni nubes de oro, pero sí pasiones desordenadas, frentes maldecidas. ¿Eh? ¿Que cree V. Jenaro? ¡Placeres emponzoñados y remordimientos de sangre! ¿Será cierto Jenaro?
Llegó aquí expresándose con una energía y un calor tales, que no podía ocultarse al conocimiento de su compañero hasta qué punto tan alto, Rafael, y lo que Rafael decía, eran una cosa misma.
Hizo en la frente dos arrugas profundas y formando ángulo en el entrecejo. Su boca tomó una latitud nerviosa, y sus ojos desencajados miraban sin ver, sin movimiento, como de ojos de cristal. Su poco cabello se encrespó sobre su frente y por las sienes, y retorció sus manos convulsivamente; después de lo cual ambos permanecieron en silencio.
—Rafael, le hallo a V. hoy diferente de lo ordinario.
—Porque hoy he padecido más que de ordinario, Jenaro.
—Ayer no nos vimos.
—¡Ayer empezó mi martirio!
—También yo soy desgraciado.
Un fuerte apretón de manos puso a ambos en comunicación de sus más secretos pensamiento, pero la fuerza magnética se disipó, y volvieron a su estado de abatimiento mutuo.
—¡Imposible! —exclamó Jenaro como distraído—. Su máscara sí era siniestra y respiraba la paz fatídica de la muerte, todas las máscaras son lo mismo, y debajo de aquellas facciones siempre fantásticas, siempre en la misma armonía, siempre inmóviles, siempre risueñas, sin alteración de color, sin contracciones, como cadáveres pintados con sangre, revueltos, desordenados y siempre con su último gesto, hay toda clase de colores, facciones, sonrisas, gestos y contracciones! Pero su mirada era inocente, y su seno virginal latía sobresaltado a los acentos del amor, su voz, ese órgano celestial de la pureza de su cuerpo, tenía un encanto para mí desconocido; tenía color, aroma, sabor, cuerpo, y llegaba hasta mi corazón, y lo movía como una hoja que sacude el viento. La primera vez que respiré el mismo ambiente que pasaba por sus labios, que sentí llegar las inspiraciones de su alma virgen hasta la mía, que nos comunicamos misteriosamente por no sé qué medio, sentía con horror sobre mi pecho el peso de un presentimiento de sangre y devastación que mezclado a sus candorosas miradas, y a su estado de lágrimas y de abatimiento se me presentaba como un cuadro de la más espantosa miseria. ¡Mi pincel corría empapado en tintas de luz y dejaba un rastro negro y hediondo!
»Anoche la vi, pero me la robaron y no pude tan siquiera clavar una mirada de amor en sus pupilas. Pero V. no sabe lo primero, voy a contárselo -añadió vivamente, y pasándose la mano por la frente, prosiguió con calma: -Perdió a su madre hará ya dos años, espantosamente desfigurada en su lecho de muerte. La sangre corría por su frente y por su boca torcida en una convulsión. Jamás he sabido el nombre de aquella mujer. Un incidente que recuerdo con terror me llevó a aquella habitación funeraria. Un diestro jugador de manos hizo una suerte conmigo y me mandó mirar en su espejo. Miré y creo que sentí los espeluznos del terror.
»¿No conoce V. a la que muere?, me dijo el empírico. No pude contener la risa al oír semejante despropósito. Siempre suelen ser o el padre o la madre, añadió uno de los espectadores. Con todo, aquella visión me dejó una impresión que nunca he podido borrar. Hablar de su padre a un huérfano desde la cuna es como preguntar al demonio por la felicidad de los santos que hay ahora en el cielo. Salí de aquel paraje, me informé de la casa donde había visto la moribunda, su lecho derribado, y el ángel arrodillado a sus pies. Y corrí hacia ella. Todo era allí silencio, formidable terror y llanto, ¡llanto, sí!, ¡la pobrecita lloraba!! ¡Ah! Rafael, ¿no ha visto V. nunca llorar a una niña de 13 años?
»Y a una niña arrodillada delante de su madre a quien está viendo morir, y ¡no puede con sus tiernos brazos arrancársela a la muerte! Aquella malhadada madre tenía profundamente grabadas en su rostro todas las señales de un desenfreno escandaloso, algunos pocos mechones de pelo apegotados hacia una de las sienes, daban a su cabeza el aspecto de una calavera preparada para dar un susto a un muchacho. ¡Parecía que la muerte, en retribución de los desordenados placeres de una vida errante, había querido presentarla al mundo en su última hora con toda la hediondez del pecado! ¡Pero la pobre niña! ¿Qué delito podía pesar sobre su alma inocente para someterla a una prueba tan espantosa!
El dolor arrancó a Jenaro un suspiro profundo; enjugó dos lágrimas que corrieron por sus amarillentas mejillas con la mano temblorosa y pálida y prosiguió:
—Pero en medio de aquella lúgubre antipatía entre la madre y la hija, adiviné que la desgraciada madre velaba sobre la pureza de la niña como un ángel de la guarda que cubre con sus palmas la cabeza de la creanza sometida a su amparo. El día de que le estoy a V. hablando, o por mejor decir aquella horrible noche, a un lado del lecho medio derribado había unas vasijas con varias medicinas, y al otro estaba la niña llorando y empapando con su llanto la muselina de su vestido blanco, con el hermoso cabello tendido, los ojos clavados en el techo de aquella sepulcral alcoba, y las palmas unidas en actitud de orar con un rosario de gruesas cuentas en ellas. La encontraba yo más hermosa y más inocente que el sueño de un niño de 4 años. Era el espíritu, el candor y la belleza como la pensaba Rafael, la armonía de Kressler , el amor de Byron, la fantasía de Rembrandt.
»Jamás conseguiré olvidar aquel juego que tan inesperadamente puso en movimiento los más secretos resortes de mis existencia. Las palabras del nigromántico resonaban en mis oídos todavía, y cuando volvía los ojos a aquella encantadora sílfide creía ver una figura formada por el talento de los mejores artistas en acumulación. Era un ángel principiado por el Correggio, y terminado por Murillo. Interrumpía a veces sus plegarias para cuidar de su madre. Era la única que lo hacía. Se la acercaba en silencio con los ojos llenos de lágrimas. Quise prestar algún auxilio a aquella familia desgraciada, pero la enferma lo rehusó con gestos tan espantosos que retrocedí horrorizado, y no tuve otro recurso que el contemplar inmóvil aquella escena desgarradora.
»Entró sin saber por dónde en la alcoba, un hombre vestido de abate, de rostro encarnado y sombrío, y mirar torcido, el color de sus facciones recortado y sin transparencia, en algunos parajes frío, en una palabra, debajo de aquel cutis tostado no parecía haber una gota de sangre. La enferma arrojó al verlo un grito histérico, y dando un salto de convulsión quedó como muerta a un lado del lecho. Pero acercóse a la cabecera el abate con la Biblia abierta en una mano y la otra extendida sobre el libro, y diciendo al oído de la mujer algunas expresiones misteriosas acompañadas de gestos parecidos al bostezo, produjo en ella el efecto magnético y la hizo abrir los ojos. La niña con las manos cruzadas sobre el pecho, estaba como paralizada, y cuando yo quise huir...
»Dijiste que habíamos de morir juntos, dijo a la enferma el abate con infernal sonrisa. Ella quiso incorporarse en el lecho, no pudo, miróme desencajada, y me tendió los brazos. Yo retrocedí acobardado. Todavía no, prosiguió el abate, él tiene que hacer méritos por mí. Y después, arrimándose a la niña: aún me queda tu hija, y tengo tres años de término, dijo pausadamente.
»¡Mi hija no, no!, gritó furiosa la madre, incorporándose en el lecho. No pudo proseguir. Sonó interiormente su pecho como una tabla rota, azuláronse sus ojos, esparciéndose por sus facciones un color acardenalado, tendió hacia la niña sus brazos disecados produciendo un ruido de dislocación, y enseñando sus pupilas blancas como dos granizos, cayó de espaldas. Y en la convulsión postrera lanzó un fuerte grito que resonó con una vibración metálica. Puso entonces el abate las manos en la cabeza de la niña, y al tiempo que ésta sollozaba y gritaba de dolor y de espanto sobre el cuerpo frío de la muerta, ahora comienza en ti la virtud, dijo él. Y pasando la palma por las largas trenzas de Ángela, produjo en ellas un resplandor azulado como el fósforo. Salí de allí trastornado. Sentí palpitar mi corazón en los oídos, y un frío espeso entraba por mis párpados.
—¡Ángela! —murmuró Rafael, palideciendo repentinamente.
—Sí, ¡Ángela! —repitió asombrado Jenaro mirando de hito en hito a su amigo que con la frente sobre la palma de la mano se hallaba a punto de perder el sentido—. Sí, Ángela, a quien amo con todo mi corazón —prosiguió con aire distraído—. Anoche la vi, ¡quizá por última vez! Rafael parecía una figura de pasta o un maniquí preparado para una farsa, tal era el estado de su fisonomía, húmeda, recortada la barba, sin vida, sin color, sin pensamiento. Un visionario hubiera dicho al verlos: son dos libertinos, uno vivo y otro muerto, y emplazado el muerto para una orgía viene del otro mundo a cumplir su promesa.
Pero Rafael continuaba hablando distraído.
—Aquella máscara singular se acercó a mí, y me dijo: a las doce y media la tendrás en casa como anoche. Pasó ella entonces bailando una ligera gallop. ¡Pero después, una equivocación fatal de dominó! ¡Una equivocación de dominó! —exclamó Rafael como despertando de un letargo. Miráronse un instante con sorpresa—. La cita era para mí.
—¡La trenza de oro! —gritaron los dos a un tiempo y levántaronse de sus asientos.
—¡Es mía! —gritó frenético Jenaro.
—¡Veamos! —dijo Rafael con expresión diabólica tomando un cuchillo y haciendo a su rival señal para que le siguiera—, veamos quién duerme mejor sobre la nieve.
—¡Mía! —volvió a gritar Jenaro con terrífico acento.
—¡De ninguno! —dijo una voz desconocida, fuerte como el huracán al revolverse en una nube, y una bolsa cayó sobre la mesa.
Y Jenaro sobre su asiento.
Contó Rafael el dinero con gesto irrisorio.
—En 60 escudos me la vendió por un mes, faltan cuatro escudos.
—¡Maldición! ¡Dos noches tuya! —y dejó la fonda despavorido.
—¡Así se vende un ángel! ¡Por 60 escudos! ¡ha caído ya del cielo! —exclamaba dolorosamente Jenaro sentado en su elegante habitación delante de un pequeño cuadro a medio concluir.
Sus ojos estaban encendidos, pálidas sus facciones, y un puñado de cabellos en la mano fuertemente apretada. Porque Jenaro era artista, y sentía como artista. La paleta y los pinceles desparramados por el suelo, y un chafarrinazo dado con rabia en la tela, indicaban la ninguna superioridad de la pintura sobre su desesperación.
—¡Nunca he podido hacer una madona! —gritó lleno de despecho.
Murmuraba por intervalos algunos nombres con voz bronca y cascada. Quería también pronunciar el de Ángela, y gesticulaba como un demente sin poder pasar del primer sonido. Levantóse de su banqueta, hízola rodar de un puntapié un buen espacio sobre sus ruedas, se frotó las cavidades de los ojos con ambos puños hasta hacerles saltar lágrimas. Y repetidas veces se llevaba las manos a la cabeza, y después de un prolongado quejido que parecía salir de sus entrañas, hacía una especie de risa mezclada de dolor como la de un niño antes de llorar.
Verdaderamente es lastimosa la situación de un hombre, que se siente repentinamente arrancado a los placeres de una dicha soñada para hundirse en una realidad espantosa. Arrojó furioso el lápiz que tenía en la mano, y miró el puñado de cabellos que rodaba por el suelo con el aire que hacía su bata, con un gesto de compasión. Y tomando en seguida un violín que descansaba todo empolvado sobre un pequeño estante de libros, abrió una portezuela disimulada en un rincón de su habitación, y se escondió en aquella especie de nicho, después de lo cual siguió un profundo silencio.
Considere el lector a este joven, pintor-músico, incrustado en su nicho apenas iluminado por la pálida luz que por lo alto mandaba un reducido ventanillo, vestido con una negra bata cuyos pliegues parecían salir de la tierra, su cabeza rubia iluminada superiormente, clavados los ojos en el cielo como un alma del purgatorio en el momento de la inspiración divina, y teniendo en su mano el instrumento, inmóvil como un santo de escaparate, y rodeado de esqueletos, momias, instrumentos de anatomía, retortas y otros objetos de alquimia no menos dignos de atención. Una armadura de reluciente acero colgada a un lado de la portezuela, aumentaba lo misterioso del cuadro.
Visto todo a la luz del crepúsculo de la tarde, el cerebro menos pensador y positivo se hubiera hecho de repente visionario, y creería ver el purgatorio en miniatura al reparar en aquellos jeroglíficos infernales, al sentir aquel sabor a edad media y a encantamiento a pesar del polvo y de las cuantiosas telarañas que a guisa de arabescos colgaban por toda la antigua alacena.
Levantó majestuosamente el arco, y dejándolo caer sobre las cuerdas, empezó un canto lleno de sentimiento y de misterio. Participaba aquella armonía de ideas a un mismo tiempo extravagantes y tiernas, y resonaba en aquel nicho con un inexplicable sabor romancesco y enérgico. Entraban las vibraciones del sonido por entre la armazón de hueso de un esqueleto colgado por el cráneo en el fondo de la alacena. Los huesos parecían responder por dentro con un murmullo vago a las vibraciones de afuera. Balanceábanse las piernas de aquel despojo de hombre con solemne compás, chocaban a veces una con otra con seco estallido, temblaban todas sus costillas como movidas por el chispazo eléctrico, y la amarillenta calavera formaba en sus yertas cavidades sonidos desconocidos que expedía con un no sé qué de sardónico y feroz.
Al herir con el arco las prodigiosas cuerdas, un estremecimiento general confundía a la vista el contorno de la figura entera de Jenaro, como sucede al mirar por el través del gas que radia una hoguera bien encendida. Lloraban sus ojos, palidecía como un difunto, y su largo cabello se encrespaba sobre su cabeza. Inclinóla a un lado y a otro como un péndulo, bajó un poco el cuerpo, agitó convulsivamente sus hombros, corrió el arco sobre el instrumento en toda su longitud con una especie de frenesí maligno y satánico. Un punto de luz azulada subió rápidamente por todo el arco. A este siguió otro.
Parecían dos estrellas al escapar de la tormenta. El arco tropezó fuertemente en la pared, desmoronó parte de la masa de polvo inveterado que había en toda ella, las vasijas e instrumentos del vasar rechinaron. Y Jenaro exclamó dejando caer el violín y alzando los ojos con dolor:
—¡Por el alma de mi padre! Que si el diablo visita la alacena, ya le ha sentido dentro de mi cuerpo.
Decíase en efecto que el espíritu infernal vagaba por la misteriosa alacena, e iniciaba a los que en ella entraban en ciencias desconocidas a los demás hombres. Jenaro, o muy despreocupado o deseoso de participar de la ciencia nigromántica, hacía en aquel nicho sus estudios de música, pero siempre salía de allí con algún signo fatal en la imaginación, que a un mismo tiempo le deleitaba y desgastaba su vida de pensamiento y melancolía. Dio un grito, salió de repente del escondrijo empolvado, con el rostro lívido y animado de un gesto sardónico y dando diente con diente. Un niño como de 10 u 11 años, vestido a la antigua, apareció en su fondo vuelto hacia la pared, y añadiendo algunos signos a una escritura de idioma desconocido. El esqueleto alargaba su transparente mano y borraba indignado lo que el niño escribía. Acercóse a él Jenaro con mezcla de horror y cariño, y poniéndole la mano en la cabeza:
—¿Qué haces? —le dijo con voz temblona.
Volvióse el niño a él sin responder palabra, pero enseñándole un gesto espantoso. A poco un resplandor iluminó aquella especie de calabozo. Levantóse el muchacho lleno de rabia, y agarrándose con las manos a una especie de hilos amarillentos, desapareció por lo alto. Y Jenaro cayó desmayado sobre el piso de madera. Cuando volvió en sí se hallaba sostenido en los brazos de un hombre vestido de seda negra, en traje de abate, que le miraba con una expresión de ternura y sentimiento.
—¡Pobre Jenaro! —dijo con acento grave el desconocido.
—¿Quién es V.? —exclamó el joven— ¿cómo sabe mi nombre?
—Te he visto nacer —dijo aquel extraño individuo—. Venía yo a traerte noticias de Ángela, y tú te estabas durmiendo en el suelo.
—¡Ángela! —murmuró Jenaro limpiando su bata y ocultando con su larga cabellera al bajar la cabeza el rubor de sus mejillas.
—¡Ha muerto! —dijo solemnemente el hombre, levantando con majestad hacia el techo el índice ensangrentado.
—¡Maldición! —gritó el joven arrojándose rabioso al asesino.
—¡Pobre muchacho! —dijo con imperturbable serenidad el desconocido, y con los brazos cruzados sobre el pecho—, no es la primera vez que tengo el dolor de luchar contigo.
Y esto diciendo, le asió con frialdad por los antebrazos y le arrojó de espaldas en el suelo. Frotóse en seguida los brazos produciendo el humo de una plancha sobre trapo mojado, y desapareció. Pero antes hubo entre él y el hombre de solo hueso un gesto de correspondencia infernal.
Quien hubiera estado a la hora del crepúsculo de la tarde en cierta habitación lujosamente adornada, donde había una alcoba con las vidrieras entornadas que expedían por sus junturas una luz cárdena y moribunda, hubiera oído muy de cerca los gritos desesperados de un hombre entregado por las apariencias al espíritu diabólico. Y después hubiera sentido abrir la puerta, y entrar en la habitación un joven con bata negra y el cabello desgreñado diciendo:
—Aquí es sin duda.
Porque en efecto era Jenaro. Llegó a tientas a la alcoba, abrió sus puertas, y cayó sobre él el cadáver de una mujer de 15 años, con el cuello destrozado, y las rubias trenzas resplandecientes encrespadas en torno de su rostro como la aureola del sol en el eclipse...
Conclusión: Era un año después. Estaban una noche de carnaval reunidos en una habitación de un cuarto principal, un sacristán godo, rechoncho y moreno, figura de saco de carbón, y varios músicos amigos suyos, tres de ellos ciegos y uno tuerto, tocadores de violín y bandurria, sentados en torno de una mugrienta y carcomida mesa de ignorada madera, mesa que parecía extraída de un archivo de parroquia. Reposaba tranquilamente sobre ella una jarra blanca vacía en medio de muchos vasos de vino, unos llenos, otros mediados, como una respetable abuela de blancas tocas, ya desecada, que mira con placer a sus alegres descendientes, animados por la sangre que algún día corrió por sus venas.
Contrastaban con la algazara de la reunión, sus voces vinosas, el clamoreo de los instrumentos y la rusticidad del ajuar entero, el eco de la habitación por largo tiempo deshabitada, la empolvada tapicería y pintura de sus paredes, y el misterioso olor que cree uno percibir al entrar en una gran pieza condenada por la superstición, porque se cuenta haber sucedido en ella prodigiosas aventuras. Pero de estos cuentos no se le importaba un bledo al sacristán Cirilo que, como hombre de trastienda, en varias ocasiones había sacado buena raja de todo aquello en que metían las viejas su hocico gris. Y aunque su mollera sonara a calabaza, ¿qué cuidado podría dársele de muertos y fantasmas, cuando desde tierno pimpollo de monago se había acostumbrado a gatear a todas horas el campanario de la antigua parroquia?
—En verdad —decía él con afectada risa de confianza en sí mismo—, que he encontrado una viña. Si todo me cuesta como la casa, dentro de poco me echo una peluca de perdiguero más larga que la de la fantasma.
—Cómo quiere disimular el miedo —dijo entre la risa general que excitaron las palabras del sacristán, y su voz temblona como la de un niño que entra por apuesta en una cueva oscura, uno de los músicos, a quien todos los demás hablaban como a persona nuevamente conocida. Era éste un hombre grueso, como de unos 40 años, con un parche verde sobre un ojo y el otro encandilado y contornado de negro, como los ojos de felpilla de una careta de tafetán, la nariz en forma de triángulo equilátero, y la boca asaz modesta para comparecer a presencia del susodicho único ojo.
—Cómo quiere disimular el miedo —repitieron todos, menos uno que era ciego y el más joven de ellos, de sufrida y pálida fisonomía, cabello ajado, y vestidos en algún tiempo de rico paño y elegante corte, el cual un poco desviado de los demás, se ocupaba tan solo de su violín Amatus de robusto tono, que tocaba con gran maestría. Prosiguieron embromando al pobre acólito hasta hacerle decir, que si salía la cabeza desgreñada se atrevía a quedarse solo con ella y arrancarle el cabello.
—Presto saldrá —dijo con harto maligna sonrisa el del parche, y entrando la luz por su desguarnecida boca, iluminó su caja enjuta, en carne viva, y sin lengua al parecer. Más esto no lo notaron sus compañeros. -Entretanto vamos remojando el paladar y si gustan les contaré la historia de la fantasma.
—Ya puede V. empezar —gritaron todos a una voz.
El humo de los cigarros formaba una espesa nube sobre sus cabezas, el aire puesto en vibración por los instrumentos e impregnado de gases espirituosos había tomado cierta densidad, y los cerebros chamuscados se hallaban en su punto para figurarse espectros, apariciones, silfos y variar la forma de los objetos. Acurrucóse el sacristán contra el hombro del que estaba a su derecha, cruzó los brazos, apretólos bien, y después de girar una mirada clandestina de paura hacia lo oscuro de la pieza, tosió con fuerza, escupió y miró a sus camaradas con cuanta altanería le toleraban su chaquetón apostólico y el cerote de su corazón. Concluyeron los músicos sus tocatas, y siguiendo a la bullanga un regular silencio, principió el del parche su cuento en grave entonación. Mientras tanto el joven ciego proseguía, más apartado aun de la mesa, una armoniosa inteligencia con su instrumento, a quien hacía bajo sus dedos reír, quejarse y cantar en aires por lo común dulces y melancólicos. Así empezó el tuerto su historia:
—Vivía en esta corte por los años de 1794, un matrimonio alemán con un hijo nacido en Krems de 10 años de edad, muchacho el más travieso que criaron las nebulosas márgenes del Danubio. Su padre excelente químico y minero, discípulo de los célebres Pott y Zimmermann, con sospechas de alquimista entre la gente del pueblo, anciano de genio un poco áspero, iniciaba desde pequeñito el niño en los secretos de los minerales y de los gases. Había visitado las minas de la Styria y de Saltzbourg, pero lo hizo por su desgracia con tanto acierto, que en una ocasión el discípulo encolerizado por unos azotes que tuvo muy bien merecidos de su padre, valiéndose de una composición que tenía éste en una retorta de la alacena donde guardaba sus aparatos y hacía sus operaciones, le dio la muerte en su lóbrego laboratorio poniendo en combustión el compuesto, sobre el cual trabajaba aquel a la sazón. Cuando la pobre madre se encontró con el cadáver de su marido, negro como un tizo del infierno, el niño saltaba y batía las palmas de gozo.
No hay que espantarse, porque de lo contrario no tendrán VV. Oídos para escuchar la conclusión. Decíase que el diablo se había colado en el cuerpo del muchacho. Eso no hay que creerlo —dijo, haciendo un gesto irrisorio, y prosiguió—, huyó la madre a su país, llevándose a su hijo. Cuéntase que el niño, en pago de haberle conservado la vida, la echó al agua al pasar por una barca en su viaje.
Aquí volvió a hacer el gesto de risa, y añadió una carcajada seca como el sonido de una tela al desgarrarse. Los oyentes principiaron a mirarle con recelo.
—Nos lo encontramos después en las orillas del Elba, de 26 años, y tonsurado por una manía de ascetismo. No sé dónde diablos fue a aprender a tocar con tanta perfección que estuvo por más de dos años desempeñando la plaza de primer violín del teatro de Dresde. Pero al fin se enamoró de una cantatriz casada con un pobre diablo también del teatro. Y después de haber tenido de su trato un niño hermoso, la mujer temiendo la cólera de su marido, mandó al niño a Madrid con un tío de ella, ajustado de segundo bajo en este teatro. Casualmente fue el hijo a parar a la fatal casa primer testigo de las habilidades del padre. En cuanto a éste, la cantatriz tuvo a bien de entregárselo a Satanás —santiguáronse los oyentes—, a lo cual este señor debió de estarle muy agradecido. Dióle una bebida que le abrasó las entrañas a presencia del verdadero marido, y temerosa del cumplimiento de cierto voto le arrancó la lengua. Este buen cristiano, tan manso y pobre de espíritu, no desdeñó el tálamo de su mujer legítima, habiendo en él, seis años después del nacimiento del niño, a una niña, la más hermosa que nació con ojos azules desde la Suiza hasta el mar Báltico. La continuación es romancesca.
En uno de aquellos éxtasis que se apoderan de dos amantes, en los que se pierde el juicio y el sentido, juráronse el violinista y la cantatriz amor perpetuo o muerte mutua. Y ella, sin duda más enamorada, o quizá más dolosa, añadió al primer juramento el de no sobrevivir a su amante, y morir con sus auxilios. Aun me acuerdo: era una tarde de verano, estaban los dos enamorados en un delicioso jardín fuera de la ciudad, sentados bajo un cenador de céspedes y jazmines a la falda de una roca, sobre la cual se levantaban los restos de una antigua fortaleza perteneciente al feudo del B. de Bernightoff. El sonido de sus besos llegaba hasta la fortaleza, que les miraba con sus abiertas troneras como un lobo hambriento sobre un monte las ovejas que pastan a sus pies. Al pronunciar el juramento la mujer, salió del seno del hombre una risotada a la cual respondió el torreón de la fortaleza. Aterrado el joven de aquella exclamación histérica, que él mismo desconocía, recordó lo que decían en su niñez del alquimista. Se creyó sujeto a las potencias del infierno, y palideció repentinamente. Esto fue motivo para que la enamorada reiterara su juramento, pero dos veces que lo hizo fue respondida por dos risotadas de su amante y dos ecos de las ruinas.
—Gran patraña debe de ser la tal historia —exclamó uno de los músicos—, ¡cuando nos emboca hasta los más secretos pensamientos de esos amancebados!
Sin hacer caso el del parche prosiguió su relación. El joven ciego no abandonaba su instrumento. Sus tocatas y el tono de voz del que contaba seguían una misma escala. Reinaba entre las dos voces cierta misteriosa comunicación, una inteligencia profunda. - Ya os he dicho cómo se libertó la cantatriz del violinista. Vino ella a Madrid con su hija. Pero ya las pasiones la habían desfigurado, y había perdido la voz y el cabello. Sin colocación, y abandonada por el vicio mismo, pasó sus últimos años en un miserable tugurio con su hija, que era su único consuelo, sin un pobre perro que cuidara de calentar su lecho cuando la hermosa niña cuidaba la casa, sin la menor noticia del paradero de su primer hijo. Porque su tío, a quien estaba confiado, había ya fallecido. Educóse el joven con esmero en la música y en la pintura, aunque se cuenta que nunca supo hacer una Madona.
—¿Eh, señorito? —volvió la vista al ciego, el cual al oír esta interpelación y las últimas palabras de la historia suspendió su tocata, y se estremeció palideciendo de repente. Todos se miraron unos a otros.
—No es nada, proseguid tocando.
Pero la relación era de gran interés para que el joven no la escuchara con todos su cuatro sentidos. El otro continuó:
—Llegaba su hora a la miserable cantatriz, pero ¿cómo había de morir sin auxilios? Vino, pues, a agonizarla el tonsurado del otro mundo. El diablo le concedió un cuerpo que había servido ya para otras apariciones y que estaba arrinconado en un rincón del infierno, y además 3 años de término sobre la tierra. No olviden VV. que falta ya poco para cumplirse el plazo.
Las particularidades de su viaje subterráneo no merecen referirse. Murió pues aquella miserable prostituida, dejando a su hija en manos del abate Ya...¡ha! ¡ha! ¡ha! —interrumpió el nombre con una risa cascada parecida al crujido de una carreta— y con el sentimiento cruel de ver en sus últimos momentos al hijo, que para mayor tormento la desconocía, sin poderle decir: yo soy tu madre.
Dejó el ciego caer su violín sobre las rodillas, y entreabriendo sus ojos blancos como dos granizos, le gritó lleno de espanto:
—¡Quién es V. miserable!
—Yo soy —respondió con calma el del parche— uno a quien no le interesa a V. por ahora conocer. Trabaje por el ama de su padre.
Con admiración de todos volvió el ciego a colocar entre la barba y el hombro su Amatus, mientras el del parche concluía su historia.
—Hace hoy tres años justos que murió aquella mujer. Su hijo, que tenía ya 20 años, se enamoró entonces sin saberlo de su misma hermana. Pero merced a la venta que al cabo de algún tiempo hizo el abate Yago de la trenza de oro a cierto perdido llamado....no importa su nombre, no tuvo lugar el incesto.- Detúvose un momento y miró al ciego con recelo, pero tocaba entonces éste como poseído de un espantoso frenesí.
Su cuerpo temblaba, las venas de su frente se hincharon, formaba con su violín una misma esencia, terrible, fantasmagórica, ideal. Era un hombre envuelto en un remolino, el vértigo rodando con el espanto, un energúmeno, en espíritu conjurado por un exorcista. Ráfagas de luz corrieron por lo largo de su arco. El del parche estaba inquieto, miraba al tocador con terrífico semblante, mordía sus labios y suspendía su historia como para dar tiempo al joven. Al fin sacó de su faltriquera un librito negro de escabrosa y ardiente superficie, y apuntó en él catorce rayas blancas, todo era enigmático y aterrador.
—Como os iba diciendo: al amanecer del tercer día de máscaras, había el libertino dejado en el lecho durmiendo y con el cabello tendido a la niña de la trenza de oro. Echóse Yago a su lado para reposar. Despertó ella, mas no sé de qué diablos tuvo tal miedo, que saltando al suelo salió asustada de la alcoba, y juntado sus vidrieras las mantuvo cerradas con toda su fuerza para ponerse en salvo del abate, mientras con los ojos desencajados gritaba pidiendo socorro. Pero las miradas de Yago Yasck son como el aliento del caimán. La pobre niña sacó la cabeza, sus cabellos resplandecientes formaron una aureola de luz en su contorno. Juntáronse las puertas y quedó ahogada entre ellas. No piensen VV. que Yago tuviese la menor parte en esta funeraria escena. Lo único que hizo fue colocar el cadáver aun palpitante a la parte de adentro de la alcoba, en cuya operación pudo muy bien haberse manchado de sangre. -Estas últimas palabras fueron pronunciadas con una frialdad singular, y acompañadas de una mirada escudriñadora hacia el joven ciego.
—¿Cómo se llamaba aquella niña? —preguntaron todos a un tiempo.
—Esa niña —respondió el del parche— se llamaba la trenza de oro en las máscaras, y Ángela en su casa.
Arrojóse el ciego a él como un tigre.
—¡Yago! —gritó con tan terrífica voz que parecía haberle saltado el pulmón a la garganta.
—Sí, ¡Yago soy! Y Ángela era hija de tu madre, ¡pero no era hija mía como tú! —exclamó el abate abrazándose a su hijo.
Cayó Jenaro en tierra sin sentido. Sacó Yago su negra cartera, arrojóla al suelo, y paseando por el cuerpo del joven una espantosa mirada de cariño
—Muchos méritos me faltan todavía —exclamó—, ¡no me alcanzarás nunca el cielo! ¡Pero te he apartado del incesto!
Sonó un reloj de iglesia las nueve, con una vibración tan penetrante que parecía colocada su campana sobre el techo de la habitación. Retembló la pieza. Siguióse un zumbido prolongado que iba en aumento. Abriéronse las puertas de la alcoba y se apareció la fantasma. Arrojaba su cabello llamas, que alumbraban su rostro acardenalado y las llagas aun recientes de la garganta. Al resplandor del espíritu, entreabrió Jenaro sus ojos sin pupilas. Desaparecieron los músicos como un puñado de pajas al aliento de la tempestad, y abriéndose en el piso un tenebroso abismo, hundióse en él el abate después de haber tomado la figura de un joven de veinte y ocho años, difunto, con el rostro descolorido y ensangrentado, y abierta la boca lívida y sin lengua.
El término había pasado. El fuego reclamaba su presa.
La casa fue demolida. Jenaro vivió algunos años cubierto de miseria. En cuanto al buen Cirilo, mucha impresión debió de hacerle la cabeza de las greñas. Al amanecer del día siguiente a aquella noche fatal lo encontraron tendido de bruces en el salón del Prado, y al levantarlo no quería abrir los ojos, y preguntaba: ¿Se ha marchado ya? En el día no sabe salir de la sacristía de la parroquia, donde pasa su vida sentado como un archipámpano en uno de aquellos oscuros bancos de cajón, y los monaguillos juegan con él como con un mentecato, le tiran de las orejas, y le hacen repetir este cuento muy a menudo.
Pedro de Madrazo (1816-1898)
Relatos góticos. I Relatos de Pedro de Madrazo.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Pedro de Madrazo: Yago Yasck (Yago Yasck), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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