«El cercado de Martin»: M.R. James; relato y análisis


«El cercado de Martin»: M.R. James; relato y análisis.




El cercado de Martin (Martin's Close) es un relato de terror del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado en la antología de 1911: Más historias de fantasmas (More Ghost Stories).

El cercado de Martin, uno de los más notables relatos de M.R. James, narra la historia de un infame proceso judicial fechado en el año 1684, donde un hombre es acusado de asesinato. Sin embargo, la víctima, Ann Clark, logra revertir la absolución original y de un modo sumamente inquietante.




El cercado de Martin.
Martin's Close; M.R. James (1862-1936)

Hace unos años estuve viviendo unos días con el rector de una parroquia del oeste donde la Sociedad a la que pertenezco tiene una propiedad. Había ido a ver parte de esa propiedad; y la primera mañana de mi visita, poco después de desayunar, se nos anunció la llegada del carpintero y factótum general de la alquería, John Hill, dispuesto a acompañarnos. El rector preguntó qué parte de la tierra íbamos a visitar primero. Sacamos el plano; y al enseñarle nuestro itinerario, puso el dedo en determinado punto.

—Al llegar aquí no olvide preguntarle a John Hill sobre el cercado de Martin —dijo—. Me gustaría saber qué le cuenta.

—¿Qué debe contarnos? —dije.

—No tengo ni idea —dijo el rector—; o si no es del todo verdad, se lo diré durante la comida —y aquí le reclamaron en otra parte.

Nos pusimos en camino; John Hill no es hombre que se guarde para sí lo que sabe, sea de la naturaleza que sea, de manera que es una fuente inagotable de curiosidades sobre la gente del lugar y de su habla. Una palabra poco corriente, o que él considera que puede resultarle poco corriente a su interlocutor, la deletrea por lo general: para «jaco» dice «j-a-c-o», y cosas así. Pero no interesa a mi propósito consignar aquí su conversación antes del momento en que llegamos al cercado de Martin. Este trocito de tierra se distingue porque es uno de los cercados más pequeños con que uno se puede tropezar: unas cuantas yardas cuadradas rodeadas de seto vivo por los cuatro lados, sin entrada ni abertura por la que se pueda acceder. Podría tomarse por un huertecillo largo tiempo abandonado, aunque se encuentra apartado del pueblo, y no hay en él el más ligero indicio de cultivo. No está muy lejos del camino, y forma parte de lo que allí llaman el páramo, o sea un terreno inculto y elevado, dividido en campos alargados.

—¿Por qué han cerrado así esta parcela? —pregunté.

Y John Hill (cuya respuesta me es imposible reflejar con la fidelidad que yo quisiera) no desaprovechó la ocasión.

—Esto es lo que llamamos aquí el cercado de Martin, señor; un cantillo de tierra muy particular, señor, que, como digo, llamamos el Cercado de Martin: M-a-r-t-i-n; o sea Martin. Perdone el señor, pero ¿a que le ha dicho el señor que me pregunte al respeto?

—Sí; así es.

—¡Ya me lo parecía a mí, señor! Precisamente le hablé de esto la otra semana, y estuvo muy interesado. Pues a lo que se ve, señor, hay ahí enterrado un homicida llamado Martin. El viejo Samuel Saunders, que vivía en el que llamamos Tawton Sur, señor, contaba y no paraba sobre el caso, señor: un horrible homicidio; pobre muchacha, señor. Le cortó el cuello y la tiró a aquel aguazal de allá.

—¿Le ahorcaron por eso?

—Sí, señor. Justo allí, en lo alto del camino lo mandó colgar, el Día de los Inocentes tengo entendido, hace muchos años, un juez al que llamaban sangrinario; un juez terrible y duro como el pedernal, según decían.

—¿No se llamaba Jeffreys?

—Puede ser: Jeffreys, J-e-f... Jeffreys. Sí, creo que sí; y muchas veces he oído contar al señor Saunders cómo al muchacho aquel, George Martin, le atormentaba el alma en pena de la muchacha.

—¿Qué era lo que pasaba? ¿Lo sabe?

—No, señor; exatamente no; pero tengo entendido que le atormentaba bastante; y con toda justicia. El viejo Saunders contaba algo sobre un almario de la Posada Nueva. Decía que el alma de la muchacha salía de ese almario; pero no me acuerdo ya qué pasaba.

Ésta fue toda la información que le sacamos a John Hill. Proseguimos el recorrido, y llegado el momento se lo conté al rector. Y él pudo enseñarme, en el libro de contabilidad de la parroquia, el pago en 1684 de una horca, y de una sepultura al año siguiente, ambas cosas a beneficio de George Martin pero no pudo indicarme a nadie de la parroquia —toda vez que Saunders había muerto— capaz de aportar más información sobre este suceso.

Naturalmente, al regresar a la vecindad de las bibliotecas investigué en las fuentes más lógicas. Al parecer, no registraron el juicio en ningún sitio. Un periódico de la época y una o dos hojas informativas, no obstante, contenían breves reseñas, por las que me enteré de que, debido a la prevención existente en la localidad contra el acusado (se le describía como un joven di buena familia), la causa se trasladó de Exeter a Londres; que el juez del caso había sido Jeffreys y la sentencia pena de muerte, y que había habido «pasajes singulares» en la declaración de los testigos.

Hasta septiembre de este año no logré averiguar nada más. Un amigo que sabía que yo estaba interesado en Jeffreys me mandó entonces una hoja arrancada del catálogo de un librero de segunda mano con la referencia: JEFFREYS, JUEZ: Interesante manuscrito antiguo sobre un proceso por asesinato, y otras por el estilo. Comprendí con gran alegría que por unos chelines podía entrar en posesión de lo que parecía ser una relación literal y taquigráfica del juicio de Martin. Telegrafié pidiendo el manuscrito y me lo mandaron. Era un volumen con una encuadernación delgada, provisto de un título escrito por alguien del siglo XVIII, que había añadido también la siguiente nota: «Mi padre, que tomó nota de esto en el juicio, me contó que los amigos del acusado trasladaron al juez Jeffreys su interés por que no se hiciese público ningún informe; mi padre tenía intención de publicarlo cuando fuesen tiempos mejores, y lo mostró al Rev. Sr. Glanvill, que le animó a ello; pero la muerte sorprendió a ambos antes de haber cumplido dicho propósito». Añade las iniciales W G. Se me advierte que puede que el relator original sea T. Gurney, quien aparece bajo esa condición en más de una causa criminal.

Eso es lo único que pude leer por mi cuenta. No mucho tiempo después me enteré de alguien que era capaz de descifrar la taquigrafía del siglo XVII, y hace poco me han hecho llegar la copia mecanografiada del manuscrito entero. Los trozos que incluyo aquí ayudarán a completar la noción imperfecta que conserva John Hill y, supongo, algún otro vecino del lugar donde ocurrieron los hechos.

El informe empieza con una especie de prefacio en el que se explica que no se trata del texto propiamente redactado durante el juicio, pero que refleja fielmente lo dicho allí; si bien el escribano añade ciertos «incidentes extraordinarios» que acontecieron durante la sesión, y acomete esta copia puntual con el propósito de publicarla cuando sea sazón; pero no lo hace en una escritura normal por temor a que caiga en manos de personas no autorizadas, y él o su familia se vean privados del derecho a los beneficios de su publicación.

A continuación empieza:

Fue visto el presente caso entre nuestro Soberano Señor el Rey y el señor George Martin, de (me tomo la libertad de omitir algunos topónimos), el miércoles 19 de noviembre, en una sesión del Tribunal de lo Criminal de Old Bailey, adonde el acusado, prisionero en Newgate, fue conducido.

Secretario del Tribunal—George Martin, levante la mano.

(Obedece).

Seguidamente se le leyó la acusación, en la que se exponía que el acusado «sin temor ninguno ante los ojos de Dios, sino movido y seducido por el demonio, el día 15 de mayo del año trigésimo sexto de Nuestro Soberano Señor el Rey Carlos Segundo, en la dicha parroquia, armado y con violencia, cometió delito en la persona de Ann Clark, soltera, natural de la misma localidad, entonces en la paz de Dios y de Nuestro Soberano Señor el Rey, atacando a la dicha Ann Clark con felonía y alevosía, y cortándole el cuello con un cuchillo, valorado en un penique, de cuya herida la dicha Ann Clark murió allí mismo, arrojando el cuerpo de la dicha Ann Clark a cierta charca de agua, sita en la misma parroquia (con otras cosas que no hacen a nuestro caso), todo ello contra la paz de Nuestro Soberano Señor el Rey, su Corona y su Dignidad».

Aquí el acusado rogó que se le facilitase una copia de la acusación.

Pres. del Trib. (sir George Jeffreys).—¿Qué es esto? ¿Acaso no sabe que jamás se concede tal cosa? Además, ésta es la acusación más claramente inculpatoria que he oído en mi vida. No le cabe hacer otra cosa que declararse culpable o inocente.

Ac.—Señoría, entiendo que la acusación puede dar lugar a una cuestión de derecho, y humildemente suplico al tribunal que me asigne un abogado para estudiarla. Además, señoría, creo que ha habido otro caso en que fue facilitada una copia de la acusación.

Pres. del Trib.—¿Qué caso es ése?

Ac. —La verdad, señoría, es que me han tenido encerrado desde que me trajeron del castillo de Exeter, y no se me han permitido ni visitas ni entrevistas A, con persona alguna ala que pedir consejo.

Pres. del Trib.—Pero repito: ¿qué caso es el que aduce?

Ac.—Señoría, no sabría decir con precisión a su señoría el nombre del caso; pero recuerdo que lo hay, y humildemente desearía...

Pres. del Trib.—Todo eso no sirve de nada. Diga el caso, y entonces le diremos si tiene algo en que apoyarse. ¡Quiera Dios que disponga usted de todo cuanto pueda concedérsele conforme a la ley! En cuanto a eso, va contra toda disposición y debemos atenernos al procedimiento de los tribunales.

Fiscal Gen.(sir Robert Sawyer).—Señoría, rogamos en nombre del Rey que se le requiera para que diga si se declara culpable o inocente.

Secr.— ¿Se declara culpable o inocente del homicidio del que es acusado?

Ac.—Señoría, con toda humildad quiero preguntar al tribunal lo siguiente, si me pronuncio ahora, ¿tendré ocasión después de impugnar la acusación?

Pres. del Trib.—Sí sí; eso viene después del veredicto. Ese derecho lo tiene: su disposición; y también el de asistencia letrada. Ahora lo que tiene que hacer es declararse culpable o inocente.

Y tras parlamentar brevemente con el tribunal (lo que parecía sorprendente en una acusación tan clara), el acusado se declaró Inocente.

Secr.—Acusado: ¿Cómo quieres ser juzgado?

Ac.—Por Dios y por mi país.

Secr.—Que Dios te conceda un veredicto justo.

Pres. del Trib.—Pero bueno, ¿qué es esto? Aquí ha habido muchos cabildeos para que no le juzgaran en Exeter los de su tierra, sino aquí en Londres, y ahora pide usted ser juzgado por su país. ¿Debemos enviarle a Exeter otra vez?

Ac.—Señoría, creía que era la fórmula.

Pres. del Trib.–Y lo es. Era sólo un poco hablar por hablar. Bien, sigamos, y que se tome juramento al jurado.

Se le tomó juramento. Omito los nombres. No hubo ninguna objeción por parte del acusado porque, como dijo, no conocía a ninguna de las personas designadas. Seguidamente el acusado preguntó si podía utilizar pluma, tinta y papel, a lo que el Pres. del Trib. respondió: «¡Sí, sí; que se lo traigan, en nombre de Dios!» Entonces se hizo al jurado exposición del cargo como es habitual, y el fiscal auxiliar, señor Dolben, inició la causa. A continuación se levantó el Fiscal General:

—Con permiso de su señoría y de los señores del jurado, estoy aquí en representación de la Corona contra el acusado que en este momento comparece ante este tribunal. Como acaban de oír, está acusado de homicidio, cometido en la persona de una joven. Quizá piensen que no son raros los crímenes de este género; y en efecto, siento decir que en estos tiempos apenas hay fechoría, por bárbara y monstruosa que sea, de la que no tengamos ejemplos casi a diario. Pero debo añadir que el asesinato del que es acusado el compareciente reviste aspectos que lo distinguen de una manera que espero que se haya dado pocas veces, si es que se ha dado alguna, en suelo inglés.

Porque como vamos a mostrar, la persona asesinada era una pobre campesina (mientras que el acusado es un caballero de buena posición). Pero además, era alguien a quien la Providencia no había concedido plenamente las normales luces intelectuales, sino que era lo que solemos llamar una inocente, o simple: una muchacha, por tanto, a la que se supone que un caballero de la calidad del acusado no habría hecho caso, y de haberse fijado en ella, su condición desventurada le habría movido a compasión, antes que a levantar la mano contra ella de manera bárbara y horrenda como vamos a demostrar.

Empezaremos por el principio, y expondremos el caso ordenadamente: En las Navidades del año pasado, o sea de 1683, algunos vecinos de este caballero, el señor Martin, deseosos de agasajarle, porque acababa de regresar de la universidad de Cambridge a su tierra natal, con toda la cortesía de que eran capaces (su familia goza de muy grande estima en el contorno), le invitaron a sus fiestas navideñas, de suerte que estuvo yendo sin parar de un lado a otro, y de una casa a otra. A veces (cuando la casa que le reclamaba estaba lejos, o por algún otro motivo, como la inseguridad de los caminos) se veía obligado a Pasar la noche en una posada. Y ocurrió que un día o dos después de Navidad llegó al pueblo donde vivía la joven con sus padres, y se hospedó en la posada que llaman Posada Nueva, casa de muy buena reputación según me han informado.

Aquí la gente del lugar celebraba un baile, al que había llevado a Ann Clark una hermana mayor para que lo viera; aunque siendo corta de entendimiento, y persona poco atractiva, no era probable que participase en la diversión. Sea como fuere, la joven se quedó de pie en un rincón. El acusado aquí presente, al verla, podemos suponer que a manera de broma, le pidió que bailase con él. Y pese a lo que su hermana y otros pudieron decirle para disuadirla e impedirlo...

Pres. del Trib.—Vamos, señor Fiscal; no estamos aquí para escuchar historias de fiestas navideñas en tabernas. No es mi deseo interrumpirle, pero estoy seguro de que tiene cuestiones de más peso que exponer. A este paso nos va a decir hasta la música que tocaban.

Fisc.—Señoría, no quiero entretener a este tribunal con detalles que no son pertinentes; pero consideramos que es esencial mostrar cómo empezó esta insólita relación. Y en cuanto a la música que tocaban, creo que, efectivamente, las pruebas de que disponemos demostrarán que tiene que ver con el caso.

Pres. del Trib.—Adelante, adelante, en nombre de Dios; pero ahórrenos lo que no tenga relación.

Fisc.—Por supuesto, señoría; me ceñiré a lo esencial. Pero, señores, dado que les he hablado suficientemente, creo, de este primer encuentro entre la víctima y el acusado, abreviaré mi intervención diciendo que a partir de ese momento se vieron muchas veces; porque la joven se sentía muy ilusionada por haber encontrado (como ella imaginaba) un pretendiente tan bien parecido; y como una vez a la semana al menos él solía pasar por la calle donde ella vivía, estaba siempre al acecho esperándole. Y parece que tenían una señal convenida: él silbaba la tonada que habían tocado en la taberna. Es una tonada, me han informado, muy conocida en esta región, y tiene un estribillo que dice: ¿Quiere, señora, pasear, hablar conmigo?»

Pres. del Trib.—Sí, la recuerdo. En mi tierra, Shropshire, se cantaba también. ¿Verdad que la música era así? —aquí su señoría silbó un trozo de canción, lo que resultó muy chusco, e impropio de la dignidad del tribunal. Y parece ser que se dio cuenta, porque dijo—: Pero no es éste el lugar, y no sé si no será la primera vez que suenan canciones bailables en esta sala. La mayoría de los bailes a los que hemos asistido se celebraban en Tyburn —mirando al acusado, que parecía enormemente turbado—. Ha dicho usted que la canción era pertinente al caso, señor Fiscal, y a fe que creo que el señor Martin coincide con usted. ¿Qué le ocurre, hombre, que mira como si viera fantasmas?

Ac.—Señoría, estoy abrumado de oír las trivialidades y estupideces que se aducen contra mí.

Pres. del Trib.—Bueno, bueno; es al señor Fiscal a quien corresponde demostrar si son trivialidades o no. Aunque debo decir que como no aporte algo más sustancioso que lo expuesto hasta ahora, no tiene gran motivo para abrumarse. ¿No tiene nada más grave, señor Fiscal? Pero continúe, por favor.

Fís.—Señoría, señores, es muy comprensible que juzguen trivial cuanto he dicho hasta aquí. Y desde luego, si la cosa hubiese quedado sólo en hacer concebir ilusiones a una pobre muchacha de pocas luces por parte de un joven de calidad, no habría tenido mayor importancia. Pero sigamos. Debemos hacer notar que tres o cuatro semanas después el acusado dio palabra de matrimonio a una dama de esa región, de una esfera social muy acorde con la suya; decisión que le prometía una vida holgada, respetada y feliz. Pero poco después parece que la joven dama, al enterarse de la burla infligida por el acusado a Ann Clark, pensó que no sólo era un comportamiento indigno por parte de su prometido, sino también un menosprecio a ella, al consentir que su nombre fuese comidilla entre gente de taberna; de modo que sin otro expediente, y con el consentimiento de sus padres, hizo saber al acusado que quedaba roto el compromiso entre ellos.

»Les demostraremos que al recibir tal anuncio el acusado se enfureció con Ann Clark, a la que consideró culpable de su mala fortuna (aunque evidentemente el único culpable era él), empleó muchas expresiones ofensivas y amenazadoras contra ella y posteriormente, en una entrevista con ella, la ultrajó y la golpeó con su látigo; aunque no logró persuadir a la infeliz de que dejase de quererle, sino que a menudo corría tras él manifestándole con gestos y palabras entrecortadas el afecto que le tenía... hasta que se convirtió, según él mismo dijo, en la pesadilla de su vida. Sin embargo, como los asuntos en los que ahora estaba ocupado le obligaban a pasar por donde ella vivía, no podía evitar (como quiero creer que habría evitado en caso contrario) encontrarse con ella de cuando en cuando. Más tarde demostraremos que así estaba la situación, hasta el día 15 de mayo del presente año. Ese día el acusado cruzaba el pueblo a caballo, como de costumbre, cuando se encontró con la joven.

»Pero en lugar de seguir, como había hecho hasta ahora, se detuvo y le dirigió unas palabras que parecieron alegrarla inmensamente, y a continuación la dejó. Y después de ese día no la volvieron a ver, a pesar de la minuciosa batida que se llevó a cabo en su busca. La siguiente vez que el acusado pasó por el lugar, los familiares de la joven le preguntaron si sabía algo de ella; pero él negó rotundamente que supiera nada. Le expresaron sus temores de que se le hubiese trastornado su debilitado cerebro a causa de las atenciones que él le había dispensado, y que pudiera haber atentado contra su propia vida, recordándole cuántas veces le habían suplicado que dejase de hacerla objeto de sus atenciones, por temor a que acabara en algún daño para ella. Pero el señor Martin se rió de esto también.

»Sin embargo, pese a esta frívola reacción, se observó que su actitud y compostura habían cambiado, y se dijo que parecía que andaba mal de los nervios. Y llego aquí a un episodio para el que no me atrevería a reclamar la atención de todos si no me pareciese fundado en la verdad y no estuviera sustentado por testimonios que merecen todo crédito. Y, señores, en mi opinión proporciona un buen ejemplo de cómo Dios persigue al asesino, y le reclamará la sangre del inocente.

[Aquí el señor Fiscal hizo una pausa y se puso a rebuscar en sus papeles, cosa que a mí y a los demás nos pareció sorprendente, porque no era hombre que se embarullase con facilidad].

Pres. del Trib.—Y bien, señor Fiscal, ¿cuáles son sus pruebas?

Fisc.—Señoría, son muy extrañas; y la verdad es que, de todos los casos en los que he intervenido, no recuerdo otro igual. Pero para abreviar, señores, vamos a traer ante ustedes el testimonio de que Ann Clark fue vista después del 15 de mayo, y que es imposible que en ese momento fuese una persona viva:

[Aquí hubo risas y exclamaciones de sorpresa, y el tribunal mandó silencio; y cuando se hubo restablecido]:

Pres. del Trib.—Señor Fiscal, puede guardarse esa historia para dentro de una semana; entonces será Navidad y podrá asustar con ella a sus cocineras —al oír esto la gente se echó a reír otra vez; y por lo visto también el acusado—, Hombre, por Dios, ¿qué monsergas son ésas? Fantasmas, jigas navideñas y gentes de taberna... ¡mientras tenemos aquí en juego la vida de un hombre! Y a usted, señor —al acusado—, quiero recordarle que no es momento para regocijos. No le han traído aquí para eso; y si conozco bien al señor Fiscal, tiene muy cosas en la carpeta de las que ha enseñado hasta aquí. Prosiga, señor Fiscal Quizá no debía haber hablado tan severamente, pero tendrá que reconocen que su discurso es bastante singular.

Fisc.—Nadie lo sabe mejor que yo, señoría; pero terminaré sin más dilación Caballeros, les voy a demostrar que el cuerpo de Ann Clark fue encontrado c mes de junio en una charca de agua con el cuello cortado; que en esa misma agua fue encontrado un cuchillo propiedad del acusado; que éste trató de recuperar del agua dicho cuchillo; que la investigación del juez instructor concluyo en un veredicto contra el acusado que hoy ocupa el banquillo, y que por tanto tendría que haber sido juzgado en Exeter, pero que, por haberse alegado que no era posible encontrar en su propia comarca un jurado imparcial que le juzgase, goza del excepcional privilegio de ser juzgado aquí en Londres. Y ahora procedamos a llamar a nuestro testigo.

A continuación se probó la efectiva relación entre el prisionero y Ann Clarck, así como la investigación del juez de instrucción. Omito esta parte del juicio, dado que carece de especial interés. Seguidamente fue llamada Sarah Arscott, y se le tomó juramento.

Fisc.—¿Cuál es su ocupación?

S.—Llevo la Posada Nueva de....

Fisc.—¿Conoce al acusado que ocupa el banquillo?

S.—Sí; frecuentaba nuestra casa desde que vino la primera vez, en Navidades del año pasado.

Fisc.—¿Conocía usted a Ann Clark?

S.—Sí, mucho.

Fisc.—Por favor, descríbanos qué aspecto tenía.

S.—Era baja y gruesa; no sé qué más quiere que diga.

Fisc.—¿Era agraciada?

S.—No, ni mucho menos; era bastante fea, ¡pobre criatura! Tenía la cara grande y con papada, y de muy mal color; como de escuerzo.

Pres. del Trib.—¿Cómo, señora? ¿Cómo dice que era?

S.—Con perdón de su señoría; le oí decir al señor Martin que tenía cara de escuerzo; y así era.

Pres. del Trib.—¿Eso dijo? ¿Puede traducírmelo, señor Fiscal?

Fisc.—Señoría, tengo entendido que así es como llama a los sapos la gente del campo.

Pres. del Trib.—¡Ah, de sapo! Bien, siga.

Fisc.—¿Quiere contar al jurado lo que pasó entre usted y el acusado del banquillo a finales de mayo?

S.—Lo que pasó, señor, fue esto: eran alrededor de las nueve de la noche, sin que Ann hubiera vuelto a casa, y estaba yo ocupada en mis tareas; el único cliente que había era Thomas Snell, y hacía un tiempo horrible. Entonces entró el señor Martin y pidió de beber. Y yo, en broma, le dije: «¿Busca a su amiga, señor?» A oír lo cual empezó a gritarme como una furia, de manera que me arrepentí de haber dicho lo que dije. Me dejó cortada, porque estábamos acostumbrados a gastarle bromas a propósito de ella.

Pres. del Trib.—¿Quién es ella?

S.—Ann Clark, señoría. Pero no sabíamos la noticia de que se había prometido con una joven dama de otro lugar. Si no, por supuesto que me habría guardado de decirle algo así. Conque no le repliqué; pero como estaba un poco molesta, para pincharle, me puse a canturrear para mí misma, por así decir, la canción que bailaron cuando se conocieron. Era la misma que solía tararear él cuando pasaba por la calle; se la he oído a menudo:«¿Quiere, señora, bailar, hablar conmigo?» Y ocurrió que necesité una cosa de la cocina. Entré a cogerla, sin dejar de canturrear, algo más alto y con algo más de atrevimiento; y mientras estaba dentro, me pareció oír de repente que alguien contestaba desde fuera de la casa; aunque no estoy segura, porque hacía mucho viento. Entonces dejé de cantar, y oí decir con toda claridad: «Sí, señor; sí quiero pasear y hablar con usted»; y reconocí la voz de Ann Clark.

Fisc.—¿Cómo sabe que era su voz?

S.—Era imposible equivocarse. Tenía una voz horrorosa; una voz chillona, sobre todo si intentaba cantar. Y no había nadie en el pueblo que pudiese imitarla; aunque lo intentaban a menudo. Así que al oírla me alegré, porque todos estábamos ansiosos por saber qué le había pasado. Porque aunque era de pocas luces, tenía buen natural y era muy dócil. Y digo para mí misma: «¡Vaya, criatura, conque has vuelto!» Y salí, y le dije al señor Martin al pasar: «Señor, ahí está su amiga, que ha vuelto. ¿Le digo que entre?», y fui a abrir la puerta. Pero el señor Martin me sujetó; y me pareció que estaba trastornado, o casi. «¡Detente, mujer —dice—, en nombre de Dios!», y no sé qué más; estaba temblando todo él. Entonces me enfadé, y le dije: «¡Vaya! ¿No se alegra de que haya aparecido esa pobre niña?»; y me volví a Thomas Snell y le dije: «Ya que el señor no quiere soltarme, abre tú la puerta y hazla entrar». Conque fue Thomas Snell y abrió la puerta, con lo que se coló el viento y apagó las dos velas que eran toda la luz que teníamos. Y el señor Martin dejó de sujetarme. Creo que se cayó; pero estábamos completamente a oscuras, y pasó un minuto o dos hasta que conseguí encender otra vez. Y mientras buscaba a tientas la caja de cerillas, no estoy segura pero me parece que oí unos pasos que cruzaban el local, y desde luego se abrieron y cerraron las puertas del gran armario que tenemos allí. Y a continuación, una vez que tuve las luces nuevamente encendidas, descubro al señor Martin sentado en el banco, blanco y sudado como si se hubiese desmayado, con los brazos colgando; fui a ayudarle. Pero en ese instante vi que asomaba del armario, pillado por las puertas, como un trozo de vestido, y entonces caí en que había oído cerrarse esas puertas. Así que pensé que alguien se había metido en el armario al apagarse la luz, y seguía allí escondido. Conque me acerqué a ver: era un trozo de capa: negra, y debajo de ella un trozo de vestido de color pardo, los dos pillados por las puertas, en la parte de abajo, como si la persona que los llevaba se hubiese acurrucado dentro.

Fisc.—¿Qué pensó que eran?

S.—Me pareció que eran de mujer.

Fisc.—¿Tiene usted alguna idea sobre a quién pertenecían? ¿Conocía,» alguien que llevara esa clase de ropa?

S.—Era una tela corriente, según pude ver. He visto a muchas mujeres con un vestido de ese género en nuestra parroquia.

Fisc.—¿Era como la del vestido de Ann Clark?

S.—Solía llevar un vestido así; pero no podría jurar que fuera el suyo.

Fisc.—¿Observó algo más en él?

S.—Noté que estaba empapado; pero hacía muy mal tiempo fuera.

Pres. del Trib.—¿Llegó a tocarlo, señora?

S.—No, señoría; me daba aprensión tocarlo.

Prs. Del Trib.—¿Aprensión? ¿Por qué? ¿Es usted tan remilgada que le repele el tacto de un vestido mojado?

S.—La verdad, señoría, es que no sé muy bien por qué; sólo que tenía una pinta repugnante.

Pres. del Trib.—Bien ,siga.

S.—Entonces llamé otra vez a Thomas Snell, y le pedí que se preparase para coger a cualquiera que saliese del armario al abrirlo; «porque aquí, dije, hay alguien escondido y quiero saber qué quiere». Y entonces el señor Martin soltó una especie de grito o exclamación y salió corriendo, al tiempo que sentí que la puerta del armario, que estaba sujetando, parecía querer abrirse contra mí; y Thomas Snell me ayudó. Pero aunque empujábamos todo lo que podíamos, su fuerza nos rechazó, y caímos al suelo.

Pres. del Trib.—Y dígame: ¿qué salió... un ratón?

S.—No, señoría: era más grande que un ratón; aunque no lo pude ver bien; cruzó el local como una exhalación y salió por la puerta.

Pres. del Trib.—Pero vamos a ver: ¿a qué se parecía? ¿Era una persona?

S.—Señoría, no sé qué era, pero corría como arrastrándose, y era de color oscuro. Nos dio un buen susto a Thomas Snell y a mí. De todos modos corrimos a asomarnos a la puerta, que se había quedado abierta. Pero estaba oscuro y no pudimos ver nada.

Pres. del Trib.—¿No dejó algún rastro en el piso? ¿Qué clase de piso tienen allí?

S.—Enlosado y enarenado, señoría. Y ¡había como un rastro mojado! Pero ni Thomas Snell ni yo sacamos nada en claro. Y además, como digo, era una noche muy desapacible.

Pres. del Trib.—Bueno; lo que es yo (aunque desde luego es una historia bien extraña la que cuenta), no veo que se puede sacar nada en limpio de esta declaración.

Fisc.—Señoría, la aportamos para demostrar el sospechoso comportamiento del acusado inmediatamente después de la desaparición de la persona asesinada, y pedimos al jurado que la tome en consideración. Y también lo de la voz que se oyó fuera de la casa.

Aquí el acusado hizo unas preguntas no muy pertinentes, y seguidamente fue llamado Thomas Snell, el cual prestó declaración en el mismo sentido que la señora Arscott; y añadió lo siguiente:

Fisc.—¿Hablaron usted y el acusado durante el rato que la señora Arscott estuvo en la cocina?

Th.—Yo tenía un pedazo de pastilla en el bolsillo.

Fisc.—¿Pastilla de qué?

Th.—De tabaco, señor; y me vino la idea de echar una pipa. Así que fui a la chimenea y cogí una. Y como era tabaco de pastilla, y me había dejado olvidado el cuchillo en casa, y no tengo muchos dientes para arrancar un trozo, como su señoría y cualquiera pueden ver con sus propios ojos...

Pres. del Trib.—Pero ¿qué está diciendo este hombre? ¡Vaya al grano, señor! ¿Cree que estamos aquí para mirarle los dientes?

Th.—No, señoría; ni yo quiero que me los mire nadie; ¡Dios me libre! Sé que sus señorías tienen mejor ocupación... y mejor dentadura, no me cabe duda.

Pres. del Trib.—¡Válgame Dios, qué hombre! Por supuesto; tengo mejor dentadura, y como no se ciña al asunto lo va a comprobar.

Th.—Le pido humildemente perdón, señoría, pero fue así. Conque, corazón de buen alma, se me ocurrió pedirle al señor Martin que me prestase el suyo para cortarme una punta de tabaco. Se metió la mano en un bolsillo, luego en otro, pero no lo tenía. Y digo yo: «¡Vaya! ¿Ha perdido el cuchillo; señor?» Y va y se levanta, se registra otra vez, se vuelve a sentar, y suelta un gemido: «¡Dios mío! —dice—, debo de habérmelo dejado allí». «Pero señor —digo yo—, a lo que parece, no lo tiene. Si se lo apreciara —digo yo—, lo habría echado de menos». Pero se quedó sentado con la cabeza entre las manos sin que pareciese enterarse de lo que le decía. Y entonces salió otra vez la señora Arscott de la cocina.

Preguntado si oyó la voz que cantaba fuera de la taberna, dijo: «No»; aunque la puerta que daba a la cocina estaba cerrada y hacía bastante viento; pero dijo que la voz de Ann Clark era inconfundible.

Después llamaron a William Reddaway, un niño de trece años, y por cómo respondió a las preguntas habituales del Presidente del Tribunal quedó claro que sabía el carácter de un juramento; y se le tomó juramento. Su declaración se refería a una semana más tarde.

Fisc.—Bueno, hijo, no tengas miedo; aquí nadie te va a hacer daño porque Pres. del Trib.—Recuerda: si dices la verdad. Pero ten en cuenta, criatura, que estás en presencia del Dios de los cielos y la tierra, que tiene las llaves del infierno, y en presencia nuestra, que somos oficiales del rey y tenemos las llaves de Newgate; y recuerda, además, que está en juego la vida de un hombre; y que si dices una mentira, y por ese medio tiene un mal fin, serás igual que un asesino. Así que di la verdad.

Fisc.—Cuéntale al jurado lo que sabes, y habla alto. ¿Dónde estabas la noche del 23 del pasado mes de mayo?

Pres. del Trib.—¡Vaya! ¿Qué puede saber de fechas un niño de esta edad? ¿Sabes determinar el día, niño?

W—Sí, señoría; fue la víspera de nuestra fiesta, donde tenía yo seis peniques para gastar, y eso es un mes antes del día de San Juan.

Un miembro del Jurado.—Señoría, no oímos qué dice.

Pres. del Trib.—Dice que recuerda el día porque era víspera de la fiesta que celebran allí, y que tenía seis peniques para gastarse. Súbanlo a esa mesa. Está bien, pequeño; ¿y dónde estabas tú entonces?

W.—Cuidando vacas en el páramo, señoría.

Pero como el habla del chico era rústica, su señoría no le entendía bien; así que preguntó si había alguien que pudiera hacer de intérprete; se le indicó que estaba presente el pastor de la parroquia. Prestó juramento, y prosiguió la declaración. Dijo el niño:

—Estaba en el páramo a eso de las seis, sentado detrás de una mata de aulaga cerca de una gran charca, cuando el prisionero se acercó con cautela y mirando a su alrededor, con una especie de vara larga en la mano, se quedó quieto un buen rato como escuchando, y después empezó a tantear el agua con la vara; y como yo estaba muy cerca del agua (a no más de seis yardas), oí como si la vara golpease contra algo que produjo un como cabeceo; entonces el acusado soltó la vara, cayó al suelo y rodó de manera muy extraña, tapándose los oídos con las manos; y al cabo de un rato se levantó y se alejó a gatas.

Preguntado si había hablado alguna vez con el acusado, dijo: «Sí; un día o dos antes, el acusado, al saber que yo solía andar por el páramo, me preguntó si había encontrado por allí un cuchillo, y dijo que me daría seis peniques si lo encontraba. Yo le dije que no había visto ningún cuchillo, pero que preguntaría. Entonces dijo que me daría seis peniques para que no dijese nada, y me los dio.

Pres. del Trib.—¿Y eran ésos los seis peniques que tenías para gastar en la fiesta?

W.—Sí, con permiso de su señoría.

Preguntado si había observado algo en particular en la charca de agua, dijo: «No, salvo que empezaba a oler muy mal y las vacas no querían beber de ella desde hacía unos días».

Al preguntársele si había visto al acusado y a Ann Clark juntos, rompió a llorar a lágrima viva; y tardaron un buen rato en hacer que hablase de manera inteligible. Finalmente el pastor, señor Matthews, logró calmarle; y al volvérsele a hacer la pregunta, dijo que había visto, a cierta distancia, a Ann Clark esperando al acusado en el páramo; y que la había visto varias veces desde las últimas Navidades.

Fisc.—¿La viste lo bastante cerca? ¿Estás seguro de que era ella?

W.—Sí, completamente seguro.

Pres. del Trib.—¿Por qué completamente seguro, hijo?

W.—Porque estaba de pie y daba saltos y agitaba los brazos como un ganso —el chico dijo otro nombre, pero el pastor explicó que quería decir ganso—. Y además, la figura de Anne Clark era tal que no podía ser de nadie más.

Fisc.—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

Entonces el testigo empezó a llorar otra vez, y se abrazó con fuerza al señor Matthews, el cual le dijo que no tuviese miedo. Finalmente contó lo siguiente: que la víspera de la fiesta (la misma tarde a la que se había referido ya), después de marcharse el acusado, como se estaba yendo la luz y estaba deseando volver a casa, aunque temía moverse no fuera que le descubriese el acusado, se quedó unos minutos detrás de la mata mirando la charca, y vio salir del agua, por el lado opuesto, un bulto oscuro. Y cuando llegó a lo alto de la pendiente, donde el niño pudo verlo claramente recortado contra el cielo, se enderezó, agitó los brazos arriba y abajo, y después se alejó veloz en la misma dirección que el acusado; y al preguntársele estrictamente quién le había parecido que era, dijo bajo juramento que no podía ser nadie más que Ann Clark.

A continuación fue llamado su amo, quien declaró que ese día el niño había regresado muy tarde, motivo por el que le había regañado; y que parecía alelado, aunque no pudo dar explicación de por qué.

Fisc.—Señoría, hemos terminado la presentación de los testigos de la Corona.

Seguidamente el Presidente del Tribunal instó al acusado a que procediese a su defensa; cosa que hizo, aunque sin alargarse mucho y de manera vacilante, diciendo que esperaba que el jurado no fuera a condenarle a muerte por lo que decía un puñado de palurdos capaces de creerse todos los infundios, y que este juicio le había hecho mucho daño. Aquí el Pres. del Trib. le interrumpió para recordarle que se le había hecho un favor excepcional al remover el juicio de Exeter, cosa que el acusado reconoció, diciendo que se refería a que, si bien le habían traído a Londres, no se había tomado ninguna medida para ahorrarle acosos y molestias. Al oír lo cual el Pres. del Trib. mandó llamar al oficial de justicia, y le preguntó sobre la custodia del acusado.

Pero no logró averiguar nada, salvo el comentario que hizo el oficial en el sentido de que el carcelero le había informado de que habían visto a una persona en la puerta o subiendo hasta ella, aunque no había posibilidad de que esa persona hubiese podido trasponerla. Y al preguntársele quién podía ser esa persona, el oficial dijo que sólo podía contar lo que había oído, pero no se le permitió. Y al serle preguntado al prisionero si era a eso a lo que se refería, dijo que no, que de eso no sabía nada, pero que era una crueldad que no se dejase en paz a un hombre cuya vida estaba en juego.

Pero se observó lo precipitado que había sido en su negativa. Después no dijo nada más, y no se llamó a más testigos. Tras lo cual el Fiscal se dirigió al jurado [hay una relación completa de lo que dijo y, si hay tiempo, entresacaré la parte en que se extiende en la supuesta aparición de la persona asesinada; cita algunas autoridades de la antigüedad, como el De cura pro mortuis gerenda de san Agustín (libro de referencia predilecto de los antiguos tratadistas de lo sobrenatural); asimismo cita casos que pueden encontrarse en las obras de Glavill, y más cómodamente en las del señor Lang.

(No obstante, no nos dice de tales casos más de lo que ya hay publicado)].

El Presidente del Tribunal hizo entonces un resumen de lo declarado para el jurado. Su discurso tampoco contiene nada que valga la pena transcribir; pero desde luego estaba impresionado por el carácter singular de las declaraciones, y dijo que nunca, en toda su vida profesional, había escuchado cosas de esta naturaleza; pero que nada escapaba a la ley, y que correspondía al jurado decidir si creer o no tales testimonios.

Y tras brevísima deliberación, el jurado declaró al acusado «culpable».

Se le preguntó si tenía algo que decir que impidiese el cumplimiento de la sentencia, y éste alegó que se había escrito mal su nombre en el veredicto; que habían puesto Martin con I, cuando debía escribirse con Y; pero esta alegación fue rechazada por carecer de importancia, añadiendo el Fiscal, además, que podía aportar pruebas de que el acusado lo escribía a veces tal como se había hecho en el veredicto. Y dado que el acusado no tuvo nada más que alegar, se le leyó la sentencia: que debía ser colgado con cadenas de una horca cerca del lugar donde había cometido el crimen, y que dicha ejecución debía tener lugar el 28 del siguiente mes de diciembre, día de los Santos Inocentes.

Tras lo cual el acusado, en estado de desesperación al parecer, cambió de tono para pedir al Pres. del Trib. que se permitiese visitarle a sus parientes durante el breve espacio que le quedaba de vida.

Pres. del Trib.—Sí, por supuesto, siempre que sea en presencia del carcelero. Por mí, como si quiere que le visite Ann Clark también.

A lo que el acusado prorrumpió en exclamaciones, implorando a su señoría que no le diese ese trato. Y su señoría, enormemente irritado, le dijo que no merecían ningún miramiento las manos de un cobarde asesino que no tenía valor para cargar con las consecuencias de su fechoría: «Y pido a Dios —dijo—, que esté ella contigo día y noche, hasta el instante en que se ponga fin a tu vida». Y dicho esto se llevaron al acusado —que por lo que pude ver, iba desvanecido—, y se levantó la sesión.

No puedo dejar de añadir que el acusado, durante el tiempo que duró el juicio, parecía más desasosegado de lo que suele ser normal incluso en los casos de pena capital; que, por ejemplo, miraba fijamente hacia los asistentes y a menudo se volvía impulsivamente, como si alguien se le acercara al oído. Fue también asombroso el silencio que la gente observó en este juicio, y (aunque quizá esto no era sino consecuencia natural de la época del año), la sombra y oscuridad que reinó en la sala, motivo por el que tuvieron que llevar luces poco después de las dos de la tarde, aunque no había nada de niebla en la ciudad.

Como curiosidad, diré que recientemente oí comentar a unos jóvenes que habían estado dando un concierto en el pueblo al que me acabo de referir, que había tenido muy fría acogida la canción mencionada en este relato: Señora, ¿quiere pasear...? A la mañana siguiente, hablando con un vecino de dicho pueblo, se enteraron de que esta canción les producía una repugnancia invencible. No como en Tawton Norte, dijeron; en cambio aquí pensaban que traía mala suerte. Pero nadie tenía la menor idea de cuál era la razón.

M.R. James (1862-1936)




Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.


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El análisis y resumen del cuento de M.R. James: El cercado de Martin (Martin's Close), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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