«El sacrificio»: Algernon Blackwood; relato y análisis.
El sacrificio (The Sacrifice) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado en la antología de 1914: Aventuras increíbles (Incredible Adventures).
El sacrificio, uno de los mejores relatos de terror de Algernon Blackwood, y sin dudas uno de los grandes relatos de montaña, regresa sobre uno de los temas centrales en la obra del autor: el cosmos y el hombre, la naturaleza en términos de entidad consciente, despiadada y hostil, en oposición a la fragilidad humana que intenta descifrar sus misterios.
En Los sauces (The Willows), Luces antiguas (Ancient Lights), y El hombre al que amaban los árboles (The Man Whom the Trees Loved), Algernon Blackwood da cuenta de esa entidad global, imposible, esa otredad indescifrable para el ser humano.
El argumento de El sacrificio relata la historia de un hombre que, movido por una voluntad inquebrantable, resuelve ascender hacia las inhóspitas alturas de la montaña, acompañado por un sacerdote y su asistente. Allí, el grupo se encontrará con los Otros, aquellos entes que lo son todo sin encarnar en nada; pero que aparecen en cada grieta, en cada reflejo del sol en la nieve, acarreando consigo la muerte y el olvido. Tal parece ser el precio, el sacrificio, por contemplar a los dioses.
El sacrificio.
The Sacrifice; Algernon Blackwood (1869-1951)
Limasson era hombre religioso, aunque no se sabía cuán, ya que ningún trance de rigor le había puesto a prueba. No era seguidor de ningún credo, sin embargo, tenía sus dioses; y su autodisciplina era probablemente más estricta de lo que sus amigos suponían. Era muy reservado. Pocos imaginaban, quizá, los deseos que vencía, las pasiones, las inclinaciones que domaba y amaestraba, trasmutándolas alquímicamente en canales más nobles. Poseía las cualidades de un creyente, y habría podido llegar a serlo, de no haber sido por dos limitaciones: Amaba su riqueza y, en segundo lugar, en vez de seguir una misma línea de investigación, se dispersaba en múltiples teorías pintorescas. Y cuanto más pintoresco era un papel, más le atraía. Así, aunque cumplía su deber con cierto afecto, se acusaba a sí mismo de satisfacer un gusto sensual por las sensaciones espirituales. Este desequilibrio abonaba la sospecha de que carecía de hondura.
En cuanto a sus dioses, al final descubrió su realidad, tras dudar primero y luego negar su existencia. Esta negación y esta duda fueron las que los restablecieron en sus tronos, convirtiendo las escaramuzas de diletante de Limasson en sincera y profunda fe; y la prueba se le presentó un verano a principios de junio, cuando se disponía a abandonar la ciudad para pasar su mes anual en las montañas.
Las montañas eran para Limasson casi una pasión, y la escalada le reportaba un placer tan intenso que un escalador normal apenas lo habría comprendido. Para él, era como una especie de culto; los preparativos, la ascención, requerían una concentración ritual. No sólo amaba las alturas, la imponente grandiosidad, el esplendor de las vastas proporciones recortadas en el espacio, sino que lo hacía con un respeto que rayaba en el temor. La emoción que las montañas despertaban en él, podría decirse, era de esa clase profunda, incalculable, que emparentaba con sus sentimientos religiosos, aunque estuviesen estos realizados a medias. Sus dioses tenían sus tronos invisibles entre las imponentes y terribles cumbres. Se preparaba para esa práctica anual de montañismo con la misma seriedad con que un santo podría acercarse a una ceremonia solemne de su iglesia.
Y discurría con gran energía el caudal de su mente en esa dirección, cuando le aconteció, casi la víspera misma de su marcha, una serie ininterrumpida de desgracias que sacudieron su ser hasta sus últimos cimientos. Sería superfluo describirlos. La gente decía: ¡Ocurrirle una tras otra de esa manera! ¡Vaya una suerte negra! ¡Pobre diablo!; luego se preguntaron, con curiosidad infantil, cómo lo sobrellevaría. Puesto que ninguna culpa tenía, estos desastres le sobrevinieron de manera tan súbita que la vida pareció saltar en pedazos, y casi perdió interes en seguir viviendo.
La gente movía la cabeza, y pensaba en la salida de emergencia. Pero Limasson era un hombre demasiado lleno de vitalidad para soñar siquiera en autodestruirse. Todo esto tuvo un efecto muy distinto en él: se volvió hacia lo que él llamaba sus dioses, para interrogarles. No le contestaron ni le explicaron nada. Por primera vez en su vida, dudó. Un milímetro más allá, y habría caído en la clara negación.
Las ruinas en que se hallaba sentado, sin embargo, no eran de naturaleza material; ningún hombre de su edad, dotado de valor y con un proyecto de vida por delante, se habría dejado anonadar por un desastre de orden material. El derrumbamiento era mental, espiritual; el ataque había sido a las raíces de su caracter y su temperamento. Los deberes morales que cayeron sobre él amenazaron con aplastarle. Se vio asaltada su existencia personal, y parecía que debía terminar. Debía pasar el resto de su vida cuidando a otros que nada significaban para él. No veía salida, ninguna vía de escape, tan diabólicamente completa era la combinación de acontecimientos que anegaron sus trincheras interiores. Su fe se tambaleó. Un hombre apenas puede soportar tanto y seguir siendo humano. Parecía haber llegado al punto de saturación. Experimentaba el equivalente espiritual de ese embotamiento físico que sobreviene cuando el dolor llega al límite de lo soportable. Se rió, se volvió insensible; luego, se burló de sus dioses mudos.
Se dice que a ese estado de absoluta negación sigue a veces otro de lucidez que refleja con nitidez cristalina las fuerzas que en un momento dado impulsan la vida desde atrás, una especie de clarividencia que comporta explicación y, por tanto, paz. Limasson lo buscó en vano. Estaba la duda que interrogaba, la sonrisa que remedaba el silencio en que caían sus preguntas; pero no había respuesta ni explicación, ni, desde luego, paz. En este tumulto de rebelión, no hizo ninguna de las cosas que sus amigos le aconsejaba o esperaban de él: se limitó a seguir la línea de menor esfuerzo. Cuando llegó la catástrofe, obedeció al impulso que sintió sobre él. Para indignado asombro de unos y otros, se marchó a sus montañas.
Todos se asombraron de que en esos momentos adoptase tal actitud, abandonando deberes que parecían de importancia suprema. Pero en realidad no estaba tomando ninguna medida concreta, sino que iba a la deriva tan sólo, con el impulso que acababa de recibir. Estaba ofuscado de tanto dolor, embotado por el sufrimiento, atontado por el golpe que lo había abatido, impotente, en medio de una calamidad inmerecida. Acudió a las montañas como acude el niño a su madre: instintivamente; jamás habían dejado de traerle consuelo, alivio, paz: Su grandiosidad restablecía la proporción cada vez que el desorden amenazaba su vida. Ningún cálculo movió su marcha, sino el deseo ciego de una relación física como la que comporta la escalda. Y el instinto fue más saludable de lo qu él suponía.
Arriba, en el valle, entre picos solitarios, adonde se dirigío entonces Limasson, encontró en cierto modo la proporción que había perdido. Evitó con cuidado pensar; vivía temerariamente confiando en sus músculos. Le era familiar la región, con su pequeña posada, atacaba pico tras pico, a veces con guía, pero más a menudo sin él, hasta que su prestigio como escalador sensato y miembro laureado de todos los clubs alpinos extranjeros corrió serio peligro. Por supuesto que se cansaba; pero también es cierto que las montañas le infundían algo de su inmensa calma y profunda resistencia. Entre tanto se olvidó de sus dioses por primera vez en su vida. Si en alguna ocasión pensaba en ellos, era como figuras de oropel que la imaginación había creado, estatuas de cartón que decoraban la vida. Sólo que había dejado el teatro y sus simulaciones no hipnotizaban ya su mente. Se daba cuenta de su impotencia y los repudiaba. Esta actitud, empero, era subconciente; no le otorgaba consistencia ni de pensamientio ni de palabra. Ignoraba, más que rechazaba, la existencia de todos ellos.
Y en este estado de ánimo —pensando poco y sintiendo menos—, entró en el vestíbulo del hotel, una noche después de cenar, y tomó maquinalmente el puñado de cartas que el conserje le tendía. No tenían ningún interés para él. Se fue a ordenarlas al rincón donde la gran estufa de vapor mitigaba el frío. Estaban saliendo del comedor la veintena de huéspedes, casi todos expertos escaladores, en grupos de dos o tres; pero Limasson sentía tan poco interés por ellos como por las cartas: ninguna conversación podía alterar los hechos, ninguna frase escrita podía modificar su situación. Abrió una al azar: de negocios, con la dirección mecanografiada. Probablemente, sería impersonal; menos sarcástica, por tanto, que las otras, con sus tediosas fingidas condolencias. Y, en cierto modo, era impersonal el pésame de un despacho de abogado: mera fórmula, unas cuantas pulsaciones más en el teclado universal de una Remington.
Pero al leerla, Limasson hizo un descubrimiento que le produjo un violento sobresalto y una agradable sensación. Creía que había alcanzado el límite soportable de sufrimiento y de desgracia. Ahora, en unas docenas de palabras, quedó demostrada de forma convincente su equivocación. El nuevo golpe fue demoledor.
Esta noticia de una última desgracia desveló en él regiones enteras de nuevo dolor, de penetrante, resentida furia. Al comprenderlo, Limasson experimentó una momentánea parálisis del corazón, un vértigo, un intenso sentimiento de rebeldía cuya impotencia casi le produjo una náusea física. Era como si... se fuese a morir.
¿Acaso debo sufrirlo todo? —brilló en su mente paralizada con leras de fuego.
Sintió una rabia sorda, un perplejo ofuscamiento; pero no un dolor declarado, todavía. Su emoción era demasiado angustiosa para contener el más ligero dolor del desencanto; era una ira primitiva, ciega. Leyó la carta con calma, hasta el elegante párrafo de condolencia, y luego lo guardó en el bolsillo. No reveló ningún signo externo de turbación: su respiración era pausada; se estiró hasta la mesa para coger una cerilla, y la sostuvo a la distancia del brazo para que no le molestase al olfato el humo del azufre.
En ese instante hizo un segundo descubrimiento. El hecho de que fuese posible sufrir más incluía también que aún le quedaba cierta capacidad de resignación y, por tanto, también un vestigio de fe. Ahora, mientras oía crujir la hoja del rígido papel en su bolsillo, obeservó cómo se apagaba el azufre, y vio encenderse la madera y consumirse por completo. Igual que la cabeza ennegrecida, el resto de la cerlla se encogió y cayó. Desapareció. Salvajemente, aunque con una calma exterior que le permitía encender su pipa con mano serena, invocó a sus deidades. Y otra vez surgió la interrogante con letras de fuego, en la oscuridad de su pensamiento apasionado.
¿Aún me pedís esto, este último y cruel sacrificio?
Y los rechazó por entero; eran una burla y un fingimiento. Los repudió con desprecio para siempre. Evidentemente, había concluido el teatro. Negó a sus dioses. Aunque con una sonrisa porque ¿qué eran después de todo, sino muñecos que su propia fantasía había imaginado? Jamás habían existido. ¿Era, pues, la variete sensacionalista de este temperamento devocional, lo que los había creado? Ese lado de su naturaleza, en todo caso, estaba muerto, lo había aniquilado un golpe devastador; los dioses habían caído con él. Observando lo que quedaba de su vida, le parecía como una ciudad reducida a ruinas por un terremoto. Los habitantes creen que no puede ocurrir nada peor. Y entonces viene el incendio.
Dos cursos de pensamiento discurrían simultáneamente en él, al parecer; porque mientas por debajo bramaba contra este último golpe, la parte superior de su conciencia se ocupaba seria del proyecto de una gran expedición que iba a emprender por la mañana. No había contratado ningún guía. Conocía bien la región; su nombre era relativamente familiar y en media hora consiguió tener arreglados todos los detalles, y se retiró a dormir tras pedir que le avisasen a las dos. Pero en vez de acostarse, se quedó en la butaca esperando, incapaz de levantarse, como un volcán humano que podía estallar con violencia en cualquier momento. Fumaba en su pipa con tanta calma como si nada hubiese ocurrido, mientras en sus ardientes profundudades seguía leyendo esta sentencia: ¿Aún me pedís este último y cruel sacrificio?. Su dominio de sí, dinámicamente calculado, debió de ser muy grande entonces y, reprimida de este modo, la reserva de energía potencial acumulada era enorme.
Con el pensamiento concentrado en este golpe final, Limasson no se había dado cuenta de la gente se diseminaba por le vestíbulo. Algún que otro individuo, de vez en cuando, se acercaba a su silla con idea de trabar conversación con él; luego, viéndole ensimismado, daba media vuelta. Cuando un escalador, al que conocía, le abordó con unas palabras de excusa para pedirle fuego, Limasson no le dijo nada, porque no le vio. No se daba cuenta de nada. No notó, concretamente, que dos hombres llevaban un rato observándole desde un rincón. Ahora alzó la vista -¿por casualidad?- y advirtió vagamente que hablaban de él. Tropezó con sus miradas, y se sobresaltó.
Al principio le pareció que los conocía. Quizá los había visto en el hotel, aunque desde luego no había hablado nunca con ellos. Al comprender su error, volvió la mirada hacia otra parte, aunque consciente todavía de su atención. Uno era clérigo o sacerdote, su cara tenía un aire de gravedad no extenta de cierta tristeza; la severidad de sus labios era desmentida por la encendida belleza de sus ojos, que revelaban un estusiasmo regulado. Había una nota de majestuosidad en este hombre que intensificaba la impresión que causaba. Sus ropas la acentuaban aún más. Vestía un traje de tweed oscuro de absoluta sencillez. Toda su persona denotaba austeridad. Su compañero, por contraste, parecía insignificante con su traje de etiqueta convencional. Bastante más joven que su amigo, su cabello —detalle siempre revelador— era largo, sus dedos delgados, que esgrimían un cigarrillo, llevaban anillos; su rostro era impertinente, y toda su actitud sugería cierta insulsez. El gesto, ese lenguaje perfecto que desafía la simulación, delataba cierto desequilibrio. La impresión que causaba, no obstante, era gris comparado con la intensidad del otro.
"Teatral", fue la palabra que se le ocurrió a Limasson, mientras apartaba los ojos. Pero al mirar a otra parte, sintió desasosiego. Las tienieblas interiores invocadas por la espantosa carta se alzaron a su alrededor. Y con ellas, sintió vértigo...
A lo lejos, la negrura estaba bordeada de luz; y desde esa luz, avanzando deprisa y con indiferencia como desde una distancia gigantesca, los dos hombres aumentaron súbitamente de tamaño; se acercaron a él. Limasson, en un gesto de autodefensa, se volvió hacia ellos. No tenía ganas de conversación. En cierto modo, había esperado este ataque. Sin embargo, en el instante en que empezaron a hablar -fue el sacerdote el que abrió fuego-, todo fue tan tranquilo y natural que casi saludó con agrado esta distracción. Tras una presentación, se puso a hablar de cimas. Algo cedió en la mente de Limasson. El hombre era un escalador de la misma especie que él: Limasson sintió cierto alivio al oír la invitación, y comprendió, aunque oscuramente, el cumplido que ello implicaba.
—Si desea unirse a nosotros, honrarnos con su compañía —estaba diciendo el hombre, con sosiego; luego añadió algo sobre su gran experiencia y su inestimable asesoramiento y juicio. Limasson alzó los ojos, tratando de concentrarse y comprender.
—¿La Tour du Néant? —repitió, nombrando el pico que le proponían. Rara vez atacada, jamás conquistada, y con un siniestro récord de accidentes, era precisamente la cima que pensaba acometer por la mañana.
—¿Han contratado guía? —sabía que la pregunta era superflua.
—No hay guía que quiera intentar esa escalada —contestó el sacedote, sonriendo, mientras su compañero añadía con un ademán: pero no necesitaremos guía... si viene usted.
—Esta libre, creo, ¿no? ¿Está solo? —preguntó el sacerdote, situándose un poco delante de su amigo, como para mantenerle en segundo término.
—Sí —contestó Limasson.
Escuchaba con atención, aunque sólo con una parte de su mente. Percibió el halago de la invitación. Sin embargo, era como si ese halago estuviese dirigido a otro. Se sentía indiferente, muerto. Necesitaban su habilidad corporal, su cerebro experimentado; y eran su cuerpo y su mente los que hablaban con ellos, y los que finalmente accedieron. Eran muchas las expediciones que se habían planeado de esa forma, pero esa noche notó cierta diferencia. Mente y el cuerpo sellaron el acuerdo; en cambio su alma, que escuchaba y obserbava desde otra parte, guardaba silencio: al igual que sus dioses rechazados, le había dejado, aunque permanecía cerca. No intervenía; no le advertía; incluso aprobaba; le susurraba desde lejos que esta expedición encubría otra. Limasson estaba perplejo ante el desacuerdo entre la parte superior y la parte inferior de su mente.
—A la una de la madrugada, entonces, si le parece bien —concluyó el de más edad.
—Yo me ocuparé de las provisiones —exclamó el más joven con entusiasmo—; y llevaré mi cámara fotográfica para la cima. Los porteadores pueden llegar hasta la Gran Torre. Una vez allí, estaremos ya a seis mil pies; de manera que... —y su voz se apagó a lo lejos, mientras se lo llevaba su compañero.
Limasson le vio marcharse con alivio. De no haber sido por el otro, habría rechazado la invitación. En el fondo, le era indifierente. Lo que le había decidido finalmente a aceptar fue la coincidencia de ser la Tour du Néant el pico que precisamente pensaba atacar solo, y la extraña impresión de que esta expedición encubría otra; casi, de que esos hombres ocultaban un motivo. Pero desechó tal idea; no valía la pena pensar en ello. Un momento después se fue a dormir él también. Tan sin cuidado le tenían los asuntos del mundo, tan muerto se sentía para los intereses terrenales, que rompió las otras cartas y las arrojó a un rincón de la estancia, sin leer.
Una vez en su frío dormitorio, supo que su mente le había dejado cometer una tontería, se había metido como un colegial en una situación poco prudente. Se había enrolado en una expedición con dos desconocidos, expedición para la que normalmente habría escogido a sus compañeros con el mayor cuidado. Más aún, iba a ser el guía; habían recurrido a él por seguridad, mientras que los que disponían y planeaban eran ellos. Pero ¿quiénes eran estos hombres con los que iba a correr graves riesgos físicos? Los conocía tan poco como ellos a él. ¿Y de dónde le venía, se preguntó, la extraña idea de que en realidad esta ascensión había sido planeada por alguien que no era ninguno de ellos?
Tal fue la idea que le cruzó por la mente: y tras salirle por una puerta, le volvió rápidamente por otra. Sin embargo, no la tuvo en cuenta más que para notar su paso entre la confusión que en ese momento era su pensamiento. Parecía que se había generado espontáneamente. Había surgido con toda facilidad, naturalidad y rapidez. No ahondó más en la cuestión. Le daba igual. Y, por primera vez, prescindió del pequeño ritual, mitad adoración mitad plegaria, que siempre ofrecía a sus deidades al retirarse a descansar. No los reconoció.
¡Cuán absolutamente rota estaba su vida! ¡Qué vacía y terrible y solitaria! Sintió frío, y se echó los abrigos encima de la cama, como si su aislamiento mental tuviese un efecto físico también. Apagó la luz, cuando le llegó un rumor que procedía debajo de su ventana. Eran voces. El rugido de una cascada las volvía confusas; sin embargo, estaba seguro de que eran voces; y reconoció una de ellas, además. Se detuvo a escuchar. Oyó pronunciar su propio nombre: John Limasson. Cesaron. Permaneció un momento de pie, temblando sobre el entariamado, y luego se metió bajo las pesadas ropas. Pero en el mismo instante de arrebujarse, empezaron otra vez. Se levantó y corrió a escuchar. El poco viento que soplaba pasó en ese momento valle abajo, arrastrando el rugido de la cascada; y en ese momento de silecio le llegaron fragmentos claros de frases:
—¿Y dice que han bajado al mundo, y que están cerca? —era la voz del sacerdote, sin duda alguna.
—Llevan días pasando —fue la respuesta: una voz áspera, profunda que podía ser de un campesino, en un tono como de temor—; todos mis rebaños andan desperdigados.
—¿Está seguro de los signos? ¿Los conoce?
—El tumulto —fue la respuesta, en tono mucho más bajo—. Ha habido tumulto en las montañas...
Hubo una interrupción, como si hubiesen bajado la voz para que no les oyesen. A continuación le llegaron dos fragmentos inconexos, el final de una pregunta y el principio de una respuesta.
—¿... la oportunidad de toda una vida?
—Si va por su propia voluntad, el éxito es seguro. Porque la aceptación es... -y al volver el viento, trajo consigo el fragor de la cascada, de manera que Limasson no oyó nada más.
Una emoción indefinible se agitó en su interior. Se tapó las orejas para no oír. Sintió un inexplicable desfallecimiento de corazón. ¿De qué diablos estaban hablando? ¿Qué significaban esas frases? Tras ellas había un grave, casi solemne siginificado. Ese túmulto en las montañas era de algún modo siniestro; de tremenda, pavorosa sugerencia. Se sintió inquieto, desasosegado; era la primera emoción que se agitaba en él desde hacía días. Su débil despertar le disipó el embotamiento. Había conciencia en ella; aunque era algo mucho más profundo que la conciencia. Las palabras se hundieron en algún lugar oculto, en una región que la vida aún no había sondeado, y vibraron como notas de pedal. Se perdieron retumbando en la noche de las cosas indescifrables. Y, aunque no encontraba explicación, presintió que teínan que ver con la expedición de la mañana: no sabía cómo ni por qué; habían pronunciado su nombre; luego esas frases extrañas. En cuanto a la expedición, ¿qué era sino algo de carácter impersonal que ni siquiera había planeado él? Tan sólo su plan adoptado y alterado por otros ¿cedido a otros? Su situación, su vida personal, no tomaban parte en él. La idea le sobresaltó un momento. ¡Carecía de vida personal...!
Luchando con el sueño, su cerebro jugaba al juego interminable del abatimiento, mientras que la otra parte observaba y sonreía, porque sabía. Luego le invadió una gran paz. Era debida al agotamiento, quizá. Se durmió; y un momento después, al parecer, tuvo conciencia de un trueno en la puerta y de una voz que gruñó con rudeza: 's ist bald en Uhr, Herr! Aufstehen!
Levantarse a esa hora, a menos que se tenga muchas ganas, es una empresa sórdida y deprimente; Limasson se vistió sin entusiasmo, consciente de que el pensamiento y el sentimiento estaban exactamente como los había dejado al acostarse. Seguía con la misma confusión y perplejidad; también con la misma emoción solemne y profunda, removida por las voces susurrantes. Sólo un hábito largamente practicado le permitió atender a los detalles, asegurándose de que no olvidaba nada. Se sentía pesado, oprimido. Llevó a cabo la rutina de los preparativos gravemente, sin el menor atisbo de gozo; todo era maquinal. Sin embargo, sentía discurrir, a través de él, la vieja sensación del ritual, debido a la práctica de tantos años; de esa purificación de la mente y el cuerpo para una gran Ascensión: como los ritos iniciáticos que en otro tiempo habían sido para él tan importantes como para el sacerdote que se acercaba a adorar a su deidad en los templos antiguos. Ejecutó la ceremonia con el mismo cuidado que si observase un espectro de su desvanecida fe, haciéndole señas desde el aire. Ordenaba cuidadosamente su mochila, apagó la luz y bajó la crujiente escalera de madera en calcetines, no fuese que sus pesadas botas despertasen a los durmientes. Y aún le resonaba en la cabeza la frase con la que se había dormido, como si la acabaran de pronunciar:
Los signos son seguros; han estado pasando durante días... se han acercado al mundo. Los rebaños andan desperdigados, ha habido tumulto... tumulto en las montañas...
Había olvidado los demas fragmentos. Pero ¿quiénes eran "ellos"? ¿Y por qué la palabra le helaba la sangre? Y a la vez que resonaban las palabras en su interior, Limasson sentía también el tumulto en sus pensamientos y sentimientos. Había tumulto en su vida, y se habían desperdigados todas sus alegrías. Los signos eran seguros. Algo descendió sobre su pequeño mundo, pasó, lo rozó.
Sintió un aletazo de terror.
Fuera, en la oscuridad de la madrugada, le esperaban los desconocidos. Pareció más bien, que llegaban a la vez que él, con igual puntualidad. El reloj del campanario de la iglesia dio la una. Intercambiaron saludos en voz baja, comentaron que el tiempo prometía mantenerse bueno, y echaron a andar en fila por los prados empapados, hacia el primer cinturón del bosque. El porteador, un campesino de rostro desconocido y sin relación alguna con el hotel, abría la marcha con un farol. El aire era maravillosamente dulce y fragante. Arriba, en el cielo, las estrellas brillaban a miles. Sólo el rumor del agua que caía de las alturas y el ruido regular de sus botas pesadas quebraban el silencio. Y recortándose contra el cielo, se alzaba la enome pirámide de la Tour du Néant que prentendían conquistar.
Quizá la parte más deliciosa de una gran ascención es el principio, en la perfumada oscuridad, mentras se halla lejos aún la emoción de la posible conquista. Las horas se alargan extrañamente; la puesta del sol de la víspera parece haber tenido lugar hace días; el amanecer y la luz parecen cosa de otra semana, parte de un oscuro futuro. Es difícil comprender que este frío penetrante previo al amanecer, y el inminente calor llameante, pertencen al mismo hoy.
No sonaba ningún rumor mientras subían por el sendero, a través de los primeros mil quienientos pies de bosque de pino; ninguno hablaba; todo lo que se oia era el golpeteo metálico de los clavos y los picos contra las piedras. Porque el fragor del agua, más que oírse, se sentía: golpeaba contra los oídos y la piel de todo el cuerpo a la vez. Las notas más profundas sonaban ahora debajo de ellos, en el valle dormido; y las más estridentes arriba, donde tintineaban con fuerza los ríos recién nacidos de las pesadas capas de nieve.
El cambio llegó delicadamente. Las estrellas se volvieron menos brillantes, adquirieron una suaviad como de los ojos humanos en el instante de decir adiós. El cielo se hizo visible entre las ramas más altas. Un aire suspirante alisó todas sus crestas en la misma dirección; el musgo, la tierra y los espacios abiertos difundieron perfumes intensos; y la minúscula procesión humana, dejando atrás el bosque, salió a la inmensidad del mundo que se extendía por encima de la líenea de árboles. Se detuvieron, mientras el porteador se inclinaba a apagar el farol. Había color en el cielo de oriente. Se juntaron más los picos y los barrancos.
¿Era el Amanecer? Limasson apartó los ojos de la altura del cielo donde las cumbres abrían paso al día inminente, y miró los rostros de sus compañeros, pálidos, macilentos en esta media luz. ¡Qué pequeños, qué insignificantes parecían, en medio de este hambriento vacío de desolación! Los formidables crestones huían hacia atrás, guíados por tercos picos coronados de nieves perpetuas. Delgadas líneas de nubes, extendidas a medio camino entre lomo y precipicio, parecían el trazo del movimiento; como si viese la tierra girando mientras cruza el espacio. Los cuatro, tímidos jinetes sobre gigantesca montura, se aferraban con toda el alma a sus titánicas costillas, mientras subían hacia ellos, de todos lados, las corrientes de alguna vida majestuosa. Limasson llenaba los pulmones de bocanadas de aire enrarecido. Era muy frío. Eludiendo los pálidos, insignificantes rostros de sus compañeros, fingió interés por lo que decía el porteador: miraba fijamente al suelo.
Pareció que transcurrían veinte minutos, hasta que apagó la llama, y ató el farol a la parte de atrás del bulto. Este amanecer era distinto a cuantos había visto. Porque en realidad, Limasson iba todo el tiempo tratando de ordenar las ideas y sentimientos que le habían dominado durante la lenta ascención, y la empresa no parecía tener mucho éxito. Su impresión era que el Plan, trazado por otros, se había hecho cargo de él; y que había dejado sueltas las riendas de su voluntad y sus intereses personales sobre su marcha firme. Se había abandonado a lo que viniese. Sabedor de que era el guía de la expedición, dejaba sin embargo que fuese delante el porteador, pasando él a ocupar su puesto, detrás del más joven y delante del sacerdote. En este orden habían marchado, como sólo marchan los escaladores expertos, durante horas, sin descansar, hasta que, en mitad del ascenso, se había operado un cambio. Lo había deseado él, e instantáneamente se había producido.
Pasó delante el sacerdote, en tanto su compañero, que andaba tropezando constantemente -el más viejo caminaba firme, seguro de sí mismo-, se situó a la zaga. Y desde ese momento, Limasson fue más tranquilo; como si el orden de los tres tuviese alguna importancia. Se hizo menos ardua la empinada ascención, de asfixiante oscuridad, a través del bosque. Limasson se alegró de llevar detrás al más joven...
Segunda parte de: «El sacrificio», de Algernon Blackwood.
El análisis y resumen del cuento de Algernon Blackwood: El sacrificio (The Sacrifice), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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