«De Mortuis»: John Collier; relato y análisis


«De Mortuis»: John Collier; relato y análisis.




De Mortuis (De Mortuis) es un relato de terror psicológico del escritor inglés John Collier (1901-1980), publicado originalmente en la edición del 18 de julio de 1942 del periódico The New Yorker, y luego reeditado en la antología de 1943: Un toque de nuez moscada y más relatos improbables (The Touch of Nutmeg and More Unlikely Stories).

De Mortuis, probablemente el cuento de John Collier más reconocido, narra la historia del doctor Rankin, quien trabaja cubriendo un pozo en el sótano de su casa, cuando es visitado inesperadamente por dos amigos, quienes deducen que allí ha asesinado y enterrado a su esposa, llamada Irene.

SPOILERS.

Tras deducir que el doctor Rankin efectivamente se deshizo de su esposa y la enterró bajo el concreto del sótano, sus amigos le aseguran que permanecerán en silencio. De hecho, parecen justificar el crimen, habida cuenta que Irene era una mujer con muy mala reputación. Es así que comienzan a contarle muchas cosas que el doctor no sabía sobre ella, por ejemplo, que ambos mantuvieron relaciones con ella, así como prácticamente todos los hombres jóvenes del pueblo.

Los dos amigos elaboran una coartada para proteger al doctor, hasta ahora, en absoluto silencio acerca de aquellas especulaciones. Dirán que vieron a Irene yéndose del pueblo con un sujeto. A nadie le asombrará, y nadie hará preguntas incómodas ante la ausencia de la mujer.

Aquí, De Mortuis de John Collier realiza una maniobra magistral: los amigos se retiran, una vez que el plan ha sido acordado, y pocos minutos después aparece Irene. Naturalmente, el doctor Rankin tendrá una visión bastante diferente de su esposa cuando ella regresa.

El título en latín del cuento, De Mortuis, significa «sobre los muertos», y proviene de una frase de Diogenes Laercio (para otros, de Chilon de Esparta): De mortuis nil nisi bonum, que significa: «sobre los muertos sólo dí algo bueno». Esto hace referencia a la imprudente verborragia de aquellos dos amigos, quienes inadvertidamente ponen al doctor en conocimiento de la mala reputación de su esposa.




De Mortuis.
De Mortuis, John Collier (1901-1980)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


El doctor Rankin era un hombre corpulento en el que el traje más nuevo parecía anticuado a la vez, como si se tratara de una fotografía de hace veinte años. Esto se debía a la forma cuadrada y plana de su torso, que podría haber sido armado por un fabricante de cajas de embalaje. Su rostro también tenía un aspecto de madera, tosco; y su cabello era similar al de una peluca. Tenía esas manos enormes y torpes que pueden ser una ventaja para un médico en una pequeña ciudad del norte del Estado, donde la gente aún conserva el gusto rural por la paradoja, pensando que cuanto más parecida sea una mano a la garra de un simio, más precisa puede ser para la delicada práctica de una amigdalectomía.

Esta conclusión estaba perfectamente justificada en el caso del doctor Rankin. Por ejemplo, en esta hermosa mañana en particular, aunque su tarea no era nada más delicada que la cementación de un gran parche en el piso de su sótano. Manejó esas manos grandes y torpes con toda la certeza de alguien que nunca dejaría una esponja dentro de un cuerpo o una cicatriz antiestética sin motivo.

El doctor examinó su obra desde todos los ángulos. Agregó un toque aquí y allí hasta que logró una suavidad totalmente profesional. Barrió unos pocos granos de tierra y los arrojó al horno. Hizo una pausa antes de guardar el pico y la pala que había estado usando, y encontró la ocasión para otro barrido artístico. Hizo que la nueva superficie se alineara con precisión con el piso circundante. En este momento de suma concentración, la puerta del porche de arriba se cerró de golpe con el repique de una pequeña pieza de artillería, lo que, apropiadamente, causó que el doctor Rankin saltara como si le hubieran disparado.

El doctor frunció el rostro ceñuda, agudizó el oído. Oyó dos pares de pies pesados caminar sobre el resonante piso del porche. Oyó que se abría la puerta de la casa y los visitantes entraban al vestíbulo, con la cual su sótano se comunicaba a través de un corto tramo de escalones. Escuchó silbidos y luego las voces de Buck y Bud gritando: ¡Doc! ¡Hola, Doc! ¡Están mordiendo!

Si el doctor no estaba dispuesto a pescar ese día, o si, como otros de su tipo grande y pesado, experimentó una reacción especialmente aguda y antisocial al sobresaltarse repentinamente, o si simplemente estaba ansioso por terminar sin molestias el trabajo en cuestión y proceder a tareas más importantes, poco importaba. No respondió de inmediato a la invitación de sus amigos. En cambio, escuchó las voces mientras seguían su curso natural, muriendo finalmente en un diálogo desconcertado e inquieto.

—Supongo que está fuera.

—Dejaré una nota.

—O simplemente podríamos decirle a Irene.

—Pero ella tampoco está aquí. Raro.

—Sin dudas, por el aspecto de este del lugar.

—Lo has dicho, Bud. Solo mira esta mesa. Podrías escribir tu nombre en la mugre.

—¡Silencio! ¡Mira!

Evidentemente, el último orador había notado que la puerta del sótano estaba entreabierta y que debajo brillaba una luz. Al momento siguiente, la puerta se abrió de par en par y Bud y Buck miraron hacia abajo.

—¡Doc! ¡Ahí estás!

—¿No nos escuchaste gritar?

El doctor, no muy complacido con lo que había escuchado, sonrió; sin embargo, con una sonrisa forzada mientras sus dos amigos bajaban las escaleras.

—Creí haber escuchado a alguien —dijo.

—Estábamos llamándolo —dijo Buck—. Creímos que no había nadie en casa. ¿Dónde está Irene?

—De visita —dijo el Doctor—. Se ha ido de visita.

—Oye, ¿qué pasa? —dijo Bud—. ¿Qué estás haciendo allá abajo? ¿Enterrando a uno de tus pacientes, o qué?

—Ha habido agua filtrándose por el piso —dijo el Doctor—. Pensé que podría ser un caño roto o algo así.

—Es probable —dijo Bud, asumiendo instantáneamente el loable punto de vista ético del agente inmobiliario—. Dios, doctor, fui yo quien te vendió esta propiedad. En la inspección no había caños rotos, y Dios quiera que no corra un manantial subterráneo.

—Había agua —dijo el doctor.

—Sí, pero, Doc, puedes mirar en ese mapa geológico que levantó el Club Kiwanis. No hay una mejor sección de subsuelo en la ciudad.

—Parece que te vendió una ganga —dijo Buck, sonriendo.

—No —dijo Bud—. Mira. Cuando el Doc llegó aquí, era un sujeto inocente. Admitirás que era crédulo. ¡Las cosas que no sabía!

—Compró la carpa de Ted Webber —dijo Buck.

—Habría comprado el lugar de Jessop si lo hubiera dejado —dijo Bud—. Pero de ningún modo le vendería una casa sobre un pantano.

—Para nada. A nadie se le ocurriría semejante cosa en la pobre y simple ciudad de Poughkeepsie —dijo Buck.

—Algunas personas lo habrían hecho —dijo Bud—. Tal vez algunas personas trataron de embaucarlo. Yo no. Le recomendé esta propiedad. Él e Irene se mudaron tan pronto como se casaron. No habría puesto al Doc en un basurero donde habría un manantial debajo de los cimientos.

—Olvídalo —dijo el doctor, un poco avergonzado—. Supongo que solo fueron las fuertes lluvias.

—¡Por Dios! —dijo Buck, mirando hacia el punto manchado del pico—. Ciertamente fuiste lo suficientemente profundo. Justo en la arcilla, ¿eh?

—Eso es cuatro pies abajo, la arcilla —dijo Bud.

—Dieciocho pulgadas —dijo el Doctor.

—Cuatro pies —dijo Bud—. Puedo mostrarte los planos.

—Vamos. Sin excusas —dijo Buck—. ¿Qué tal, Doc? Una o dos horas en el arroyo, ¿eh? Están mordiendo.

—No puedo ir, muchachos —dijo el doctor—. Tengo que ver a un paciente o dos.

—Vive y deja vivir, Doc —dijo Bud—. Dales la oportunidad de mejorar. ¿Vas a despoblar toda la ciudad?

El doctor bajó la vista, sonrió y murmuró, como siempre hacía cuando se sacaba esta broma en particular.

—Lo siento, muchachos —dijo—. No puedo hacerlo.

—Bueno —dijo Bud, decepcionado—, supongo que será mejor que nos vayamos entonces. ¿Cómo está Irene?

—¿Irene? —dijo el doctor—. Nunca ha estado mejor. Se ha ido de visita a Albany en el tren de las once en punto.

—¿Once en punto? —dijo Buck—. ¿El que va por Albany?

—¿Dije Albany? —dijo el doctor—. Watertown, quise decir.

—¿Ella tiene amigos en Watertown? —preguntó Buck.

—La señora Slater —dijo el doctor—. El señor y la señora Slater. Vivía al lado de ellos cuando era niña, en la calle Sycamore.

—¿Slater? —dijo Bud—. Slater no vivía al lado de Irene. No.

—Oh, sí —dijo el doctor—. Me contó todo sobre ellos anoche. Recibió una carta. Parece que la señora Slater la cuidó cuando su madre estuvo en el hospital una vez.

—No lo creo —dijo Bud.

—Eso es lo que ella me dijo —dijo el doctor—. Por supuesto, fue hace muchos años.

—Mire, Doc —dijo Buck—. Bud y yo fuimos criados en esta ciudad. Hemos conocido a la gente de Irene toda nuestra vida. Estuvimos entrando y saliendo de su casa todo el tiempo. Nunca hubo nadie al lado llamado Slater.

—Quizás —dijo el doctor— esta mujer se volvió a casar. Quizás tenía un nombre diferente en aquel entonces.

Bud sacudió la cabeza.

—¿A qué hora fue Irene a la estación? —preguntó Buck.

—Oh, hace aproximadamente un cuarto de hora —dijo el doctor.

—¿No la llevaste? —dijo Buck.

—Prefirió caminar —dijo el doctor.

—Vinimos por la calle principal —dijo Buck—. No la cruzamos.

—Tal vez ella tomó otro camino —dijo el doctor.

—Cualquier otro camino sería una caminata más larga por el campo, y difícil, con una maleta —dijo Buck.

—Solo llevaba una pequeña bolsa de mano —dijo el doctor.

Bud seguía sacudiendo la cabeza.

Buck miró a Bud y luego al nuevo cemento fresco en el suelo.

—¡Jesucristo! —dijo.

—¡Oh, Dios, Doc! —dijo Bud—. ¡Un tipo como tú!

—¡En el nombre del cielo! ¿Se puede saber en qué están pensando ustedes dos, malditos tontos? —preguntó el doctor—. ¿Qué estás tratando de decir?

El doctor miró su trabajo en el cemento, el pico, los grandes rostros preocupados de sus dos amigos. Su propia cara se puso lívida.

—¿Sugieres que yo… Irene… mi esposa! ¡Largo de aquí! ¡Vayan a buscar al sheriff y díganle que empiece!

Bud y Buck se miraron.

—Adelante —dijo el doctor.

—No lo sé —dijo Bud.

—No es que ella no lo haya provocado —dijo Buck.

—Dios sabe que sí —dijo Bud.

—Dios sabe —dijo Buck—. Demonios, todo el pueblo lo sabe. Pero trata de decírselo a un jurado.

El doctor se llevó la mano a la cabeza.

—¿De qué demonios están hablando ahora? ¿Qué quieren decir?

—Bueno, Doc —dijo Buck—. Puedes imaginarlo. Solo se necesita pensar un poco. Hemos sido amigos desde el principio. Malditos buenos amigos.

—Pero tenemos que pensar —dijo Bud—. Es un asunto grave. Con o sin provocación. Existe la posibilidad de ser cómplice.

—Estabas hablando de provocación —dijo el doctor.

—Tienes razón —dijo Buck—. Tú eres nuestro amigo. Y si alguna vez se cometió un crimen justificado, es este.

—Tenemos que arreglar esto de alguna manera —dijo Bud.

—¿Justificado? —dijo el doctor.

—Tenías que darte cuenta tarde o temprano —dijo Buck.

—Podríamos habértelo dicho —dijo Bud—. Solo que…

—Podríamos —dijo Buck—. Y casi lo hicimos. Hace cinco años. Antes de que te casaras con ella. No habías estado aquí durante seis meses, pero tratamos de sugerirlo, en darte alguna pista. ¿Recuerdas, Bud?

Bud asintió con la cabeza.

—Es gracioso —dijo—. Te hablé de frente sobre esa propiedad de Jessop. No te dejaría comprar algo así, Doc. Pero casarse, eso es otra cosa. Podríamos habértelo dicho.

—Somos tipos responsables —dijo Buck.

—Tengo cincuenta —dijo el doctor—. Supongo que soy bastante viejo para Irene.

—Si fueras Johnny Weissmuller a la edad de veintiún años, no habría ninguna diferencia —dijo Buck.

—Sé que mucha gente piensa que ella no es exactamente una esposa perfecta —dijo el doctor—. Tal vez no lo sea. Pero es joven. Está llena de vida.

—Oh, Doc, no vayas por ahí —dijo Buck bruscamente, mirando el cemento crudo—. Por el amor de Dios.

El doctor se pasó la mano por la cara.

—No todos quieren lo mismo —dijo—. Soy una especie de tipo seco. No me abro muy fácilmente. Pero Irene es otra cosa, es alegre.

—Tú lo has dicho —dijo Buck.

—No es lo que se dice un ama de casa perfecta —dijo el doctor—. Lo sé. Pero eso no es lo único que un hombre quiere. Ella sabe divertirse.

—Vaya que sí —dijo Buck.

—Eso es lo que amo de ella —dijo el doctor—. Porque yo no soy así. Ella no es muy profunda mentalmente. Está bien. Digamos que es estúpida. No me importa. Perezosa. Sin capacidad de organización. Pero es divertida, es hermosa, es inocente.

—Sí. Si eso fuera todo… —dijo Buck.

—Pero —dijo el doctor, volviendo los ojos hacia él—, parece que hay más.

—Todo el mundo lo sabe —dijo Buck.

—Un tipo decente y sincero llega a un lugar como este y se casa con la zorra del pueblo —dijo Bud con amargura—. Y nadie se lo cuenta. Solo miran.

—Y se ríen —dijo Buck—. También tú y yo, Bud, así como el resto.

—Le dijimos que vigilara su paso —dijo Bud—. Le advertimos.

—Todos le advirtieron —dijo Buck—. Pero la gente se harta. Cuando se trata de camioneros...

—Nunca te traicionamos, Doc —dijo Bud con seriedad—. No después de que te hayas casado, de todos modos.

—El pueblo estará de tu lado —dijo Buck.

—Eso no significará mucho cuando el caso llegue a juicio en la sede del condado —dijo Bud.

—¡Oh! —gritó el doctor, de repente—. ¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?

—Depende de ti, Bud —dijo Buck—. No puedo entregarlo.

—Tómalo con calma, Doc —dijo Bud—. Cálmate. Mira, Buck. Cuando entramos aquí la calle estaba vacía, ¿no?

—Supongo que sí —dijo Buck—. De todos modos, nadie nos vio bajar a la bodega.

—Y no hemos estado abajo —dijo Bud, dirigiéndose con fuerza al doctor—. ¿Entendido, Doc? Gritamos arriba, esperamos alrededor de un minuto o dos, y salimos. Pero nunca bajamos a esta bodega.

—Desearía que no lo hubieran hecho —dijo el doctor pesadamente.

—Todo lo que tienes que hacer es decir que Irene salió a caminar y nunca regresó —dijo Buck—. Bud y yo podemos jurar que la vimos salir de la ciudad con un tipo en un automóvil descubierto de color tostado. Todo el mundo lo creerá. Lo arreglaremos. Pero más tarde. Ahora será mejor que nos vayamos.

—Y recuerda. Nunca estuvimos aquí abajo —dijo Bud—. Adiós.

Buck y Bud subieron los escalones, moviéndose con un grado de precaución bastante absurdo.

—Será mejor que cubras esa... esa cosa —dijo Buck por encima del hombro.

Ya solo, el doctor se sentó en una caja vacía, sosteniendo su cabeza con ambas manos. Seguía sentado así cuando la puerta del porche volvió a cerrarse. Esta vez escuchó atentamente. La puerta de la casa se abrió y se cerró. Una voz gritó:

—¡Cariño, estoy de vuelta!

El doctor se levantó lentamente.

—Estoy aquí, Irene.

La puerta del sótano se abrió. Una mujer joven estaba parada a la cabeza de los escalones.

—¿Puedes creerlo? —dijo ella—. Perdí el maldito tren.

—¡Oh! —dijo el doctor—. ¿Regresaste caminando a través del campo?

—Sí, como una tonta. Podría haber hecho dedo para alcanzar el tren. Solo que no lo pensé. Si alguien me hubiese llevado hasta el cruce lo habría alcanzado.

—Quizás —dijo el doctor—. ¿Te encontraste con alguien en el camino de regreso?

—Ni a un alma —dijo ella. ¿Aún no has terminado con ese trabajo?

—Me temo que tendré que empezar todo de nuevo —dijo el doctor—. Ven aquí, querida. Te lo mostraré.

John Collier (1907-1980)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de John Collier.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de John Collier: De Mortuis (De Mortuis), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Casi que sería como una profecía autocumplida. Un asesinato incentivado por dos personajes que deberían haberse callado la boca, que creyeron que había pasado lo que tal vez pase. Es efectivo el final abierto.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Muy bien elegida la imagen que acompaña.



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