Cómo decirle NO a un hombre [y ayudar a las que le dirán SÍ]


Cómo decirle NO a un hombre [y ayudar a las que le dirán SÍ]




Pocas cosas irritan más al profesor Lugano que la pedantería, en especial la que proviene de sus acólitos más jóvenes e inexpertos.

Aquella tarde gravitaban sobre nosotros los efectos de una resaca llena de hastío. Nos apiñamos en torno a la mesa del profesor para sacudirnos de encima la melancolía que sobreviene a las bacanales y los desarreglos amorosos. La noche anterior habíamos asistido a una tertulia organizada por Masticardi, y varios de los adeptos más jóvenes comentaban sus conquistas de la víspera.

Uno de ellos, Ricchotti, se ganó nuestro desprecio por dos razones: había conquistado a la mujer más hermosa y no mostraba ningún reparo en jactarse.

—Al principio costó un poco —afirmó en el tono de quien desclasifica un documento secreto—. Ya saben cómo son las mujeres. Primero se resisten para que no las consideremos «fáciles», pero si el hombre es paciente, astuto, y conoce algo de psicología femenina, en poco tiempo es posible desestimar cualquier objeción que puedan formular.

—¿Habla usted de una mujer o de una liebre? —preguntó un acólito avispado.

Ricchotti lanzó una carcajada maliciosa.

—En cierta forma, coincido con su observación. Conquistar a una mujer es un poco como ir de cacería, solo que en este caso la presa desea que la atrapen.

—No siempre —replicó alguien—. Puedo darle muchos ejemplos objetivos de mujeres que me han dicho NO y lo sostuvieron tenazmente.

—Quizás porque usted no ha sabido interpretar ese NO como una invitación al cortejo —razonó oscuramente Ricchotti.

—Insisto. El NO de una mujer debe ser sagrado para el hombre.

—Si coincidiera con su axioma anoche no habría conquistado a esa adorable muchacha.

—¿La rubia?

—No. La otra.

Lugano bostezó como un tigre que despierta de su letargo.

—Como les decía —continuó Ricchotti—. Primero me dijo que NO, que NO podía, que NO quería, que NO me conocía, que NO le interesaba. En fin, me dijo NO de muchas formas, todas razonables.

—¿Entonces?

—Seducción, caballeros, lisa y llanamente.

—Supongo que un tipo de seducción que no prescinde de estratagemas maliciosas.

—¡Por supuesto! —rió Ricchotti—. La seduje de la forma más vil. Derribé sus defensas, logré que desoyera su propia intuición y la transporté hacia los páramos del goce y la perdición. Nunca se olvidará de mi, ni yo de ella, aunque por razones diferentes. Para mi será apenas una conquista, una mujer más en mi vida, pero para ella yo seré para siempre un dolor secreto en el corazón...

Ricchotti detuvo su discurso byroniano. Todas las miradas, salvo la del profesor, que un segundo antes estaban puestas sobre él, se desplazaron hacia una mujer hermosa, de pie, detrás de Ricchotti. Como un espectro o una cosa hecha de niebla la mujer había entrado sin que advirtiéramos su presencia.

Ricchotti giró lentamente. No vimos su rostro cuando sus ojos se encontraron con los de ella, pero imaginamos que sus facciones se derretían.

La mujer parecía tranquila, calmada, incluso miraba condescendientemente a Ricchotti. Éste ensayó algunas palabras de conciliación, pero ella lo silenció con un gesto admonitorio, y luego agregó:

—Me alegra haber sido una mujer más en tu vida. Es mucho más de lo que me ocurre contigo: un hombre menos en la mía.

De pie, mientras ella se retiraba del bar, aplaudimos.




La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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