¿Para quién se visten las mujeres?


¿Para quién se visten las mujeres?




—Estoy seguro que ella me desea, profesor Lugano.

El profesor levantó la mirada. En sus ojos detectamos el brillo incipiente del esceptisismo, y acaso del hastío.

—¿Está seguro?

El hombre se reclinó en su asiento, al parecer, satisfecho.

—No me quedan dudas, profesor. No me lo ha manifestado directamente, por supuesto. La mujer ofrece señales, y el hombre debe ser capaz de interpretarlas.

—¿De qué clase de señal estamos hablando?

—De la más evidente que pueda imaginar.

—Puedo imaginar cosas que su inconsciente ni siquiera se atreve a soñar. Hable más claro.

—No es necesario que agregue nada. Mire, allí viene.

Una mujer entró al bar. El ruido insoportable de vasos y cubiertos se detuvo por un instante. Tratamos de verla sin caer en ese trance obsoleto y procaz de ciertos individuos proclives a la autohipnósis.

Indudablemente era una mujer hermosa.

—¿Lo vé, profesor?

—Veo una mujer ciertamente hermosa.

—Le pregunto si vé la señal.

El profesor se calzó sus anteojos, que solo sirvieron para aumentar el diámetro de su desconcierto.

—Me temo que no, camarada.

—¡Pero, profesor! Fíjese bien. Fíjese en su ropa; en ese vestido que solo debe utilizarse para despertar en el hombre las pasiones más incontrolables.

—¿Esa es la señal de la que habla?

—¡Por supuesto! La mujer que se viste así lo hace con un solo propósito: atraer la atención del hombre que desea.

—Es decir... usted.

—Permítame probárselo.

El hombre se incorporó y fue hasta la mesa donde estaba la mujer hermosa. Murmuró algunas palabras que no alcanzamos a oír. La mujer se puso de pie y lanzó un recto de derecha que dio de lleno en la quijada del hombre.

Ella se retiró del bar con un visible malestar.

El hombre se arrastró detrás y ganó la puerta. Huyó en la dirección contraria.

El resto de nosotros nos acercamos aún más al profesor, con la certeza de que aún faltaba una frase perentoria.

—Entiéndanlo de una buena vez —dijo—. La mujer se viste para la mujer. Si ese acto de vanidad fuese exclusivamente para los hombres, en los negocios de ropa veríamos muy poca tela.




La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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