«Guerra fría»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis.


«Guerra fría»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis.




Guerra fría (Cold War) es un relato de ciencia ficción de los escritores norteamericanos Henry Kuttner (1915-1958) y Catherine L. Moore, publicado originalmente en la edición de octubre de 1949 de la revista Thrilling Wonder Stories.

Guerra fría no es uno de los mejores cuentos de Henry Kuttner, y ciertamente no está entre los relatos de C.L. Moore más destacados, sin embargo, es una pieza más que apetecible para los fanáticos de la ciencia ficción.






Guerra fría.
Cold War, Henry Kuttner (1915-1958) y C. L. Moore (1911-1987)

Nunca volveré a tener un constipado sin acordarme del pequeño Júnior Púgil. Ese sí que era un mocoso repulsivo... Morrudo, como un pequeño gorila, una cara gorda y pastosa, una mirada maligna, los ojos tan juntos que podrían ser arrancado con un solo dedo. Pero papá Pugh estaba orgulloso de él. Tal vez era natural, pues el chico era la viva imagen del padre.

—El último de los Pugh —decía siempre el viejo, sacando pecho y sonriéndole al pequeño gorila—. Jamás se ha visto un muchacho como él.

A veces, cuando les veía juntos, se me enfriaba la sangre. Ahora me da un poco de tristeza recordar esos días felices cuando aún no les conocía. Podéis creerme o no, pero los Pugh, padre e hijo, estuvieron en un tris de dominar el mundo. Nosotros, los Hogben, somos gente tranquila. Nos gusta agachar la cabeza y vivir tranquilos en nuestro pequeño valle, donde nadie llega sin ser invitado. Nuestros vecinos y la gente de la aldea ya están acostumbrados a nosotros. Saben que no tratamos de llamar la atención, y nos hacen algunas concesiones. Si Pa se emborracha, como la semana pasada, y vuela por el centro de la calle principal en paños menores, casi todos hacen que no han visto nada para no molestar a Ma, Saben que si estuviera sobrio caminaría como un cristiano decente. Esa vez Pa se puso a beber por Pequeño Sam, que es nuestro bebé y vive en un bidón del sótano. Le empezaba a salir un diente, por primera vez desde la Guerra Civil. Creíamos que ya no le saldrían más dientes, pero con Pequeño Sam nunca se sabe... Además, estaba muy inquieto.

Un profesor que tenemos guardado en un frasco nos dijo una vez que Pequeño Sam emite un no-sé-qué subsónico cuando llora, pero esas son sólo palabrejas sin sentido. A cualquiera le crispa los nervios, es todo. Pa no puede aguantarlo. Y esta vez, hasta despertó a Abuelo en el altillo, y no despertaba desde Navidad. Apenas abrió los ojos, se puso hecho una furia con Pa.

—¡Te veo, grandísimo tunante! —aulló—. ¿Conque volando de nuevo, eh? ¡Oh, qué espectáculo vergonzoso! ¡Te haré bajar, por cierto que sí! —se oyó un estampido distante.

—¡Me has hecho caer como tres metros! —se quejó Pa desde el fondo del valle—. No es justo. ¡Podría haberme estropeado algo...!

—Tú nos estropearás a todos con tus sandeces de borracho —dijo Abuelo—. ¡Volar ante los ojos de los vecinos...! Por menos de eso se quema gente en la hoguera. ¿Quieres que la humanidad nos descubra? Ahora cállate, y déjame atender al Bebé.

Abuelo siempre calma al Bebé cuando ya nadie más puede hacerlo. Esta vez le cantó una canción en sánscrito y al rato los dos roncaban a dúo. Yo estaba preparándole a Ma un aparato para fermentar la crema para los bizcochos. No tenía muchos elementos, sólo un trineo viejo y unos pedazos de alambre, pero no necesitaba mucho. Estaba tratando de orientar el extremo del alambre hacia el nornordeste cuando vi un par de pantalones a cuadros pasar corriendo en el bosque. Era Tío Lem. Podía oírle pensar.

—¡No soy yo! decía en voz muy alta, adentro de la cabeza—. Vuelve a tu trabajo, Saunk. Estoy a más de un kilómetro de distancia. Tu Tío Lerri es recto y nunca miente. ¿Crees que te engañaría, muchacho?

—Claro que sí —pensé yo—. Si pudieras. ¿Qué pasa, Tío Lem?

Entonces, se detuvo y retrocedió en un amplio círculo.

—Nada, que se me ha ocurrido que a tu Ma le gustarían unas zarzamoras —dijo pateando un guijarro con mucha soltura—. Si alguien te pregunta, di que no me has visto. No es una mentira. No me has visto.

—Tío Lem —pensé bien alto—, le he dado a Ma mi palabra de que no te dejaría alejarte solo, después de esa última vez que te fueras...

—Vamos, vamos, muchacho —se apresuró a pensar Tío Lem—. Lo pasado, pisado.

—No puedes decirle que no a un amigo, Tío Lem —le recordé mientras doblaba por última vez el alambre alrededor de la pieza giratoria—. Espera a que haya fermentado esta crema y después vamos juntos adondequiera que estés pensando.

Vi los pantalones a cuadros entre los arbustos y él salió a campo abierto. Me miró con una sonrisa culpable. Tío Lem es pequeño y gordinflón. No creo que sea malintencionado, pero cualquiera le puede convencer de cualquier cosa, por eso es que no debemos perderle pisada...

—¿Cómo lo harás? —me preguntó, mirando la jarra—. ¿Harás trabajar más rápido a las criaturitas?

—¡Tío Lem! —dije—. ¿Cómo se te ocurre? La crueldad con los animales es algo que no tolero. Las criaturas trabajan bastante duro para fermentar la leche. Son tan diminutas que casi me dan lástima. Vaya, si casi no puedes verlas sin ponerte bizco cuando las miras. Pa dice que son enzimas pero no puede ser... Son demasiado pequeñas. —Eres pequeño si haces cosas pequeñas —dijo Tío Lem—. ¿Cómo vas a lograrlo, entonces?

—Este aparato —le dije con cierto orgullo— enviará la crema de Ma hasta algún día de la semana que viene. Con este calor, la crema se fermentará en un par de días, pero yo le daré más tiempo. Cuando la traiga de vuelta...ya estará fermentada —puse la jarra en el trineo.

—Nunca vi un muchacho más inútil —dijo Tío Lem, adelantándose para torcer un alambre transversalmente—. Mejor colócalo así, porque el martes que viene habrá tormenta. Ya está. Ponlo en marcha.

Lo eché a andar. Cuando volvió, estaba tan fermentada como para ahuyentar a un ratón. Por la lata se arrastraba un moscardón de la semana que vendría; lo aplasté, pero fue un error. Lo supe cuando toqué la jarra, maldito Tío Lem. Volvió corriendo al bosque, chillando feliz.

—Esta vez te engañé, jovenzuelo —aullaba—. ¡Vamos a ver cómo te las arreglas para quitar ese pulgar de la semana que viene!

Era por culpa del intervalo temporal. Debí haberlo sabido... Cuando Tío Lem cruzó el alambre no pensaba en una tormenta. Me llevó casi diez minutos librarme, por culpa de un fulano llamado Inercia que siempre se entromete si no tienes cuidado cuando juegas con el tiempo. Yo no estoy demasiado enterado del asunto. Todavía no soy tan grande. Tío Lem dice que él ya olvidó más de lo que jamás yo sabré. Con esa desventaja casi lo perdí. Ni siquiera tuve tiempo de ponerme la ropa comprada en la tienda, y de paso me di cuenta de que él iba muy emperifollado, seguro que se dirigía a algún lugar importante. Además, estaba preocupado. A cada momento yo tropezaba con pensamientos inquietos que él había dejado detrás, colgando en las ramas como jirones de nubes. No pude entender mucho porque cuando yo llegaba, ya estaban casi deshechos, pero sin duda Tío había hecho algo que no debía. De eso, cualquiera se daba cuenta. Los pensamientos eran algo así:

—Lástima, lástima... Qué pena haberlo hecho... Oh, Dios me ampare si Abuelo se entera... Oh, esos malditos Pugh. ¿Por qué les habré hecho caso? Lástima, lástima. Pobrecito de mí, tan bueno... Nunca hice mal a nadie, y miradme ahora.

"Y Saunk, ese chico agrandado... A él sí que le di una buena lección, ja ja. Oh, lástima, lástima... No importa. No te acobardes ahora, viejo, que al final todo saldrá bien. Te mereces lo mejor, Lemuel. Bendito seas. Abuelo nunca sabrá nada...

Bien, vi correr los pantalones a cuadros poco después entre los árboles, pero no le alcancé hasta que llegó al pie de la colina. Había cruzado los prados del linde de la aldea y golpeaba la ventanita de la taquilla de la estación de ferrocarril con un doblón español que había birlado del baúl del Abuelo. No me sorprendió oírle pedir un billete para la ciudad. Le dejé creer que no lo había alcanzado. Tuvo una discusión feroz con el hombre de la taquilla, pero finalmente se hurgó en los bolsillos y sacó un dólar de plata, y el hombre se calmó. El tren ya resoplaba detrás de la estación cuando Tío Lem giró la esquina corriendo. No me quedaba mucho tiempo, pero lo alcancé...justo. Tuve que volar los últimos metros, pero creo que nadie se dio cuenta. Una vez, cuando yo era pequeño, hubo una Gran Peste en Londres, donde vivíamos entonces, y los Hogben nos tuvimos que largar. Recuerdo el bullicio de la ciudad, pero ahora no parece nada comparado con el bullicio de la estación de la ciudad cuando llegó el tren. Supongo que ¡os tiempos han cambiado. Silbatos que soplaban, cornetas que roncaban, radios que aullaban a más no poder. Parece que todos los inventos de los últimos doscientos años son más ruidosos que todo ¡o inventado hasta entonces. Me hizo doler la cabeza hasta que pude sintonizar lo que Pa, de puro pedante, una vez llamó 'un elevado nivel de decibeles'. Tío Lem no sabía que yo le estaba siguiendo. Tuve el cuidado de pensar silenciosamente, aunque de todos modos él iba tan absorto en sus preocupaciones, que no le prestaba atención a nada. Le seguí entre la muchedumbre de la estación hasta una calle ancha llena de tráfico. Fue un alivio alejarse de los trenes.

Siempre detesto imaginar qué pasa adentro de ¡a caldera, con todas esas criaturitas tan pequeñas que apenas se las puede ver, pobrecitas, revoloteando acaloradas y excitadas y chocándose las cabezas. Me dan lástima, de veras. Claro, más vale ni pensar lo que pasa dentro de los automóviles. Tío Lem sabía adonde iba. Cruzó la calle tan rápido que tuve que acordarme de no volar para darme prisa. Pensé que tenía que llamar a casa por si la situación se ponía difícil de controlar, pero con todos se me presentaban problemas; esa tarde Ma estaba en una reunión de la iglesia y la última vez que mi voz salió de la nada frente al reverendo Jones, ella me dio una tunda. El reverendo todavía no se acostumbra a nosotros. Pa estaba durmiendo la mona, y no hubo modo de despertarlo. A Abuelo no quise llamarlo por miedo a despertar al Bebé. Tío Lem seguía escurriéndose a toda velocidad, contoneando los pantalones a cuadros. Además estaba preocupadísimo. Había visto una multitud reunida en una calle lateral alrededor de un gran camión, mirando a un hombre que agitaba botellas con las dos manos. Parecía pronunciar un discurso sobre los dolores de cabeza. Se le oía desde la esquina. Había grandes carteles pegados sobre los flancos del camión, que decían: JARABE PUGH PARA EL DOLOR DE CABEZA.

—¡Ay, lástima, lástima! —pensaba Tío Lem—. ¡Olí, cielo santo, que haré...! Nunca soñé que nadie se casaría con Lily Lou Mutz. ¡Ay, lástima!

Bien, supongo que todos fuimos sorprendidos cuando Lily Lou Mutz consiguió un marido, calculo que hace como diez años. Pero qué tenía que ver eso con Tío Lem, no se me ocurría. Lily Lou Mutz era la mujer más fea jamás vista. Y decir fea es poco, pobre muchacha. Abuelo dijo una vez que ella le hacía recordar a una familia que él había conocido, llamada Gorgona. No porque fuera una criatura de mal corazón. Siendo tan fea tenía que soportar muchas groserías de los jóvenes de la aldea... Me irefiero a los de peor calaña. Vivía sola en una pequeña choza de la montaña y tendría como cuarenta cuando un fulano del otro lado del río apareció un día y provocó una conmoción en el valle al pedirla en matrimonio. A! fulano nunca lo conocí, pero por lo que oí, tampoco él era un premio de belleza. Ahora que lo pienso me dije en ese momento, mirando el camión—, ahora que lo piense el fulano se llamaba Pugh.

Después noté que Tío Lem había visto a alguien bajo un poste de luz, en la acera, en el borde de la multitud. Se le acercó. Le pareció un gorila grande con un gorila pequeño que miraban al que agitaba las dos manos para vender las botellas, de pie junto al camión. ¡Venid y llevadla! —aullaba—.¡Venid y llevad una botella del viejo e infalible Jarabe Púgil, porque se acaban!

—Bien, Pugh, aquí estoy —dijo Tío Lem al saludar al gorila grande—. Hola, Júnior —dijo después para saludar al gorila pequeño. Noté que se estremecía un poco.

No era para menos. No he visto en mi vida especimenes tan feos de la raza humana. Si no hubieran tenido la cara tan pastosa o hubieran sido más delgados, quizá no me habrían recordado tanto a dos babosas bien alimentadas, una adulta y otra pequeña. El padre estaba trajeado de domingo con una gran cadena de oro sobre el vientre, y por los aires que se daba, cualquiera habría dicho que jamás se había mirado en el espejo.

—Qué tal, Lem —dijo con indiferencia—. Puntual, por lo que veo. Júnior, dile qué tal al señor Lem Hogben. Le debes mucho al señor Hogben, hijito —y soltó una carcajada ruidosa y desagradable.

Júnior no le hizo caso. Tenía los ojillos acuosos fijos en la muchedumbre. Habrá tenido entonces unos siete años, y por la cara parecía un mal bicho.

—¿Lo hago ahora, pa? —preguntó con voz chillona—. ¿Se las doy ahora, pa? ¿Eh, pa? —por el tono en que hablaba, me fijaba si tendría alguna ametralladora a mano, pero no, aunque creo que si las miradas mataran, Júnior Pugh habría barrido con toda la multitud.

—Todo un hombre, ¿no, Lem? —dijo papá Pugh, realmente satisfecho—. Le aseguro que estoy orgulloso del crío. Ojalá el abuelo viviera para verlo. Una gran familia, los Pugh. No hay ninguna que se le parezca. Lástima que Júnior es el último de la raza. Por eso me he puesto en contacto con usted. Lem.

Tío Lem se estremeció de nuevo.

—Sí —dijo—. Entiendo, claro... Pero pierde el tiempo, Pugh. No lo haré.

El pequeño Pugh giró sobre los talones.

—¿Se la doy, pa? —chilló, muerto de ganas—. ¿Sí, pa? ¿Ahora, pa? ¿Eh?

—Cállate, hijito —dijo el grandote, descargando un mamporro sobre la cabeza del pequeñín. Las manos de Pugh eran como jamones. Un gorila, si señor.

Por el modo en que esos brazos enormes colgaban de los hombros enormes y encorvados, cualquiera habría dicho que el chico saldría volando por la calle con el golpe de papá Pugh. Pero el chico era resistente. Se tambaleó apenas. Se aclaró la garganta y sacó pecho para darse importancia. Me di cuenta de que le gustaba hablar de ese asunto. No cabía en la ropa de puro hinchado.

—No sé sí conociste a mi querida esposa, la que en vida fuera Lily Lou Mutz —dijo—.Este es nuestro hijito, Júnior. Un muchachito brillante. Lástima que no tuvimos ocho o diez más como él —suspiró bien hondo—. Bueno, así es la vida. Había esperado casarme joven y ser bendecido con muchísimos hijos, siendo como soy el último de una gran familia. Pero no me propongo dejar que se extinga —aquí clavó en Tío Lem una mirada maligna.

Tío Lem casi sollozó.

—No lo haré —dijo—. No puede obligarme.

—Veremos —dijo Ed Pugh, amenazante—. Quizás este jovencito sea más razonable que tú. Te informo que soy un personaje poderoso en este estado, y lo que digo se hace.

—Pa —chilló en eso el pequeño Júnior—. Pa, parece que se les está pasando. ¿Puedo darles de nuevo? ¿Con más fuerza, pa? Apuesto a que mataría a unos pocos, si me suelto, ¿eh, pa?

Ed Pugh estuvo a punto de aporrear de nuevo a la pequeña sabandija, pero supongo que lo habrá pensado dos veces.

—No interrumpas a tus mayores, hijito —le dijo—. Pa está ocupado. Atiende tus asuntos y cierra el pico —echó una ojeada a la quejumbrosa multitud—. Mejórales el tratamiento a los que están más allá del camión —dijo—. No compran con la rapidez necesaria. Pero sin mucha fuerza, Júnior... Tienes que ahorrar energías. Estás en la edad del crecimiento —se volvió hacia mí—. Júnior es un niño talentoso —dijo con orgullo—,como puedes apreciar. Lo heredó de su difunta madre, Lily Lou. Te estaba contando de Lily Lou. Mi esperanza, como te decía, era casarme joven. Pero las cosas resultaron de otro modo y no pude contraer matrimonio hasta bien entrada la madurez.

Se hinchó el pecho como un sapo. Se contemplaba con admiración. Jamás he visto hombre más pagado de sí.

—Nunca encontré la mujer capaz de... Es decir, no había encontrado la mujer adecuada —continuó—, hasta el día en que conocí a Lily Lou Mutz. Entiendo a qué se refiere —dije educadamente. Y claro que lo entendía... Seguro que habrá buscado y rebuscado hasta encontrar una mujer tan fea para que fuera capaz de mirarle por segunda vez. Hasta la pobre Lily Lou debió pensarlo mucho antes de darle el sí.

—Y allí es donde entra tu Tío Lem —continuó Ed Pugh—. Parece que hace un tiempo él había hechizado a Lily Lou.

—¡Jamás! —chilló Tío Lem—. Y además, ¿cómo iba a imaginar que se casaría y se lo pasaría al hijo? ¿En qué cabeza cabía que Lily...

—La hechizó —prosiguió Ed Pugh—. Sólo que ella no me lo dijo sino hace un año, cuando yacía en su lecho de muerte. ¡Por Dios que la habría aporreado hasta matarla si hubiera sabido que durante tantos años había guardado ese secreto! Lemuel le dio un poder a ella, y el niño lo heredó.

—Lo hice sólo para protegerla —dijo enseguida Tío Lem—. Sabes que digo la verdad, muchacho. La pobre Lily Lou era tan fea que la gente la veía y ya le estaba tirando barro sin poder contenerse. Era algo automático. No se podía culpar a nadie. Yo mismo tuve que reprimirme a menudo... Pero la pobre Lily Lou me daba mucha lástima. Nunca sabrás cuánto tiempo luché contra mis impulsos bondadosos, Saunk. Pero mi corazón de oro me embrolla siempre. Un día sentí tanta compasión por esa pobre y horrible criatura que le di cierto poder... Cualquiera habría hecho lo mismo, Saunk.

—¿Cómo lo hiciste? —pregunté realmente interesado, pensando que algún día podría ser útil saberlo. Todavía soy joven y tengo mucho que aprender.

Bien, me lo contó, pero su relato era un poco confuso. Al principio le entendí que un sujeto llamado Gene Cromosoma lo había hecho por él y cuando tenía clara esa parse te puso a divagar diciendo cosas raras sobre las ondas alfa del cerebro. Caray, eso hasta yo lo había notado. Cualquiera ha visto esas pequeñas ondas que revolotean sobre las cabezas de la gente cuando están pensando. A veces he observado a Abuelo, cuando tenía como seiscientos pensamientos diferentes que subían y bajaban los pequeños senderos donde tiene el cerebro. Cuando Abuelo piensa, mirar muy de cerca me lastima los ojos.

—Y así son las cosas, Saunk —terminó Tío Lem—. Y esta pequeña víbora ha heredado el poder de su madre.

—Bueno, ¿por qué no llamas al tal Gene Cromosoma para que arregle a Júnior y lo vuelva igual a los demás? —pregunté—. No sería muy difícil. Mira aquí, Tío Lem —enfoqué intensamente a Júnior y puse los ojos como cuando quieres mirar dentro de alguien.

Claro, vi a qué se refería Tío Lem. Había unas cadenas muy pequeñitas de criaturas que se apretujaban unas a las otras, y unas varas delgaduchas que daban vueltas dentro de esas terriblemente pequeñitas células de que está hecha la gente, salvo quizá Pequeño Sam, nuestro Bebé.

—Mira, Tío Lem —dije—. Todo lo que has hecho al hechizar a Lily Lou fue doblar esas varillas para que miraran hacia el otro lado, y pegarlas a esas cadenitas que zigzaguean tan rápido. ¿No podrías dejarlas como antes, para que Júnior aprenda a comportarse? No debe ser difícil.

—Claro que. no es difícil —Tío Lem suspiró—. Saunk, eres un mentecato. No has escuchado nada de lo que dije. No puedo cambiarlas sin matar a Júnior.

—El mundo sería mejor —dije.

—Ya lo sé. ¿Pero tú sabes lo que le hemos prometido a Abuelo? Basta de muertes.

—¡Pero Tío Lem! —estallé—. ¡Esto es terrible! ¿O sea que vas a dejar que esta pequeña víbora se pase la vida embrujando a la gente?

—Peor todavía, Saunk —dijo el pobre Tío Lem, casi llorando—. Le pasará el poder a sus descendientes, tal como Lily Lou se lo pasó a él.

Por un minuto creí de veras que a la raza humana le esperaba un futuro negro. Después reí.

—Anímate, Tío Lem —dije—. No hay de qué preocuparse. Mira a ese batracio. Ninguna mujer se le acercaría más de un kilómetro. Ya es tan repulsivo como el padre. Y recuerda, además es hijo de Lily Lou. Quizá se ponga más horrible cuando crezca. Una cosa es segura... Nunca se casará.

—Allí es donde te equivocas —intervino Ed Pugh, en voz muy alta; tenía la cara roja, parecía enfadado—. No pienses que no estaba escuchando. Ni que olvidaré lo que has dicho de mi hijo. Te dije que yo era un personaje importante en esta ciudad. Júnior y yo podemos ir muy lejos, valiéndonos de su talento. Ya estoy en la junta de concejales de aquí, y la semana que viene habrá una vacante en el senado estatal? menos que el fulano que tengo en mente sea mucho más duro de lo que pinta. Así que te advierto, joven Hogben: tú y tu familia pagarán los insultos.

—Nadie tendría que ofenderse cuando le dicen la verdad —dije—. Júnior es un espécimen repulsivo.

—Cuestión de acostumbrarse a él, es todo —dijo papá Pugh—. Los Pugh somos difíciles de entender. Gente profunda, supongo. Pero tenemos nuestro orgullo. Y me voy a asegurar de que la familia no se extinga nunca. Nunca, ¿has oído, Lemuel?

Tío Lem simplemente cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza rápidamente.

—Nosseñorrr —dijo—. Nunca lo haré. Nunca, nunca, nunca, nunca...

—Lemuel, Lemuel... ¿Quieres que te deje a merced de Júnior? —dijo Ed Pugh, realmente siniestro.

—Oh, no le serviría de nada —dije yo—. ¿Ha visto cómo trataba de embrujarme con toda la multitud, no? Es inútil, señor Pugh. No podrá embrujar a un Hogben.

—Bien... —miró alrededor, rebuscando en la mente—. Aja. Ya pensaré algo. Yo... ¿Así que eres blando de corazón, no? ¿Le prometiste a tu abuelito que no matarías a nadie, eh? Lemuel, abre los ojos y mira enfrente. ¿Ves esa ancianita que camina con el bastón? ¿Qué te parece si le digo a Júnior que la deje seca allí mismo?

Tío Lemuel cerró los ojos con más fuerza.

—No miraré. No conozco a la viejecita. Si es tan vieja, igual no le queda mucho tiempo. Quizás esté mejor muerta. Seguro que tiene un reumatismo galopante.

—De acuerdo. ¿Qué te parece entonces aquella bonita muchachita con el niño en brazos? Mira. Lemuel, qué criatura tan dulce. Una cinta roja en el gorro, ¿ves? Mírale los hoyuelos. Júnior, prepárate para infectarlos. Empezaríamos con la peste bubónica. Y después...

—Tío Lem —dije, incómodo—. No sé qué opinaría Abuelo de todo esto. Quizá...

Tío Lem abrió los ojos apenas un segundo. Me clavó una mirada frenética.

—No puedo evitarlo si tengo un corazón de oro —dijo—. Soy una buena persona y todos se la toman conmigo. Bien, al cuerno con todos. Mi paciencia tiene un límite. Me importa un bledo si Ed Pugh liquida a toda la raza humana. Me importa un bledo si Abuelo descubre lo que hice. Me importa un rábano todo —soltó una especie de carcajada feroz—. Me largo de una vez. No sé nada de nada. Voy a descabezar un sueñito, Saunk.

Y de pronto se puso rígido y cayó de bruces en la acera, duro como una estaca.

Bien. Preocupado como estaba, tuve que sonreír. Tío Lem a veces tiene salidas graciosas. Yo sabía que se iba a echar a dormir, como hace siempre que se arma un lío. Pa dice que es gatalepsia, pero las gatas no tienen el sueño tan pesado. Tío Lem cayó chato en la acera y casi rebotó un poco. Júnior soltó un aullido de alegría. Supongo que se habrá imaginado que él tuvo algo que ver con la caída de Tío Lem. En cualquier caso, viendo a alguien tumbado e indefenso, Júnior naturalmente tomó impulso, echó el pie hacia atrás y pateó a Tío Lem en el costado de la cabeza. Bueno, como digo, los Hogben tenemos la cabeza bastante dura. Júnior lanzó un alarido. Se puso a bailotear mientras se acariciaba el pie con las dos manos.

—¡Te embrujaré! —le aullaba a Tío Lem—. ¡Te dejaré bien embrujado, pedazo de...de Hogben! —respiró hondo y se puso púrpura y...

Y entonces sucedió.

Fue como un rayo. Yo no creo en los hechizos y tenía una idea de lo que estaba sucediendo, pero me tomó por sorpresa. Después, Pa trató de explicarme cómo funcionaba y dijo que se estimulaban las toxinas latentes que hay en el organismo. Júnior e convirtió en un agente catalizador de los tóxicos, porque la nueva combinación de ácido desoxirribonucleico que le formaba los genes le afectaron las ondas kappa del maligno cerebro hasta subirlas como treinta microvoltios. Pero caray, ya conocéis a Pa. Es demasiado haragán para explicar el asunto en nuestra lengua. Roba esas palabras sin sentido de los cerebros de otros cuando las necesita. Lo que realmente pasó fue que todo el veneno que ese sabandija había acumulado dentro para descargarlo en la multitud, de algún modo retrocedió y le dio a Tío Lem justo en la cara. Nunca había visto un hechizo como ese. Y lo peor de todo fue que dio resultado.

Porque allí, dormido, Tío Lem no tenía resistencia. Ni con hierros candentes habría despertado, aunque...bueno, yo no habría puesto hierros candentes al alcance de Júnior Pugh. Y tampoco los necesitó. El hechizo sacudió a Tío Lem como una descarga eléctrica. Se puso verde pálido bajo nuestras narices. Sentí como un silencio terrible cuando Tío Lem se puso verde. Levanté la vista, sorprendido. Y entonces me di cuenta de lo que sucedía. Todos los gemidos y lamentos de la multitud habían cesado. La gente empinaba las botellas de jarabe, se frotaba la frente, casi reía de alivio. Todo el embrujo de Júnior se había concentrado en Tío Lem y las jaquecas de la multitud, naturalmente, se calmaron de golpe.

—¿Qué sucede? —gritó alguien con una voz amable y familiar—. Ese hombre, se ha desmayado... ¿Por qué no le ayudáis? Con permiso, a ver... Soy médico.

Era el hombre flacucho de la cara bondadosa. Todavía seguía bebiendo de la botella mientras se abría paso entre la multitud, pero había guardado la libreta. Cuando vio a Ed Pugh se le encendieron las mejillas de irritación.

—¿Así que es usted, consejal Pugh? —dijo—. ¿Cómo se explica que siempre esté presente cuando empiezan estos problemas? ¿Qué le ha hecho a este pobre hombre? Quizás ha ido demasiado lejos esta vez.

—Yo no he hecho nada —dijo Ed Pugh—. Ni siquiera lo he tocado. Tenga cuidado con lo que dice, doctor Brown, o lo lamentará. Soy un hombre poderoso en esta ciudad.

—¡Miren esto! ¡Este hombre está agonizando! —aulló el doctor Brown; la voz le tembló un poco al ver a Tío Lem—. ¡Que alguien llame una ambulancia, rápido!

Tío Lem volvía a cambiar de color. Tuve que reír un poco, para mis adentros. Yo sabía lo que estaba pasando y me causaba gracia. Todos tenemos un buen rebaño de gérmenes y virus y criaturas así hormigueando constantemente en el cuerpo, supongo. Cuando el hechizo de Júnior atacó a Tío Lem estimuló terriblemente a todo el rebaño, y un grupo de criaturitas pequeñas que Pa llama anticuerpos tuvo que ponerse a trabajar enseguida. En realidad, no son tan debiluchas como parece, pues son blancas por naturaleza. Cuando un veneno te empieza a carcomer, estos bichitos pálidos empuñan las armas y corren como locos al campo de batalla de tus entrañas. Nunca se había visto una trifulca con tantos aullidos y juramentos. Si era como una corrida de toros. Eso pasaba dentro de Tío Lem. Sólo que nosotros los Hogben tenernos una milicia especial en el cuerpo. Y fue llamada de inmediato.

Insultaban y pateaban y aporreaban al enemigo tan duro que Tío Lem pasó del verde pálido a una especie de tono purpúreo, y grandes manchas amarillas y azules empezaron a brotarle en la piel. Se le veía bastante descompuesto. Claro que en realidad no sufría ningún daño. La milicia de los Hogben puede liquidar a cualquier germen que se insubordine. Pero sin duda el aspecto de Tío impresionaba. El doctor flacucho se agachó junto a Tío Lem y le tomó el pulso.

—Buena la ha hecho —dijo, encarando a Ed Pugh—. No sé cómo se las arregló, pero esta vez ha llegado demasiado lejos. Este hombre parece tener peste bubónica. Esta vez me cercioraré de que le pongan bajo vigilancia, a usted y también a ese pequeño Kallikak.

Ed Pugh soltó una risita, pero comprendí que estaba furioso de veras.

—No se preocupe por mí, doctor Brown —dijo con malicia—. Cuando llegue a gobernador, y ya he trazado todos mis planes, ese hospital del que usted está tan orgulloso no funcionará más con fondos estatales. ¡Una buena medida! ¡Toda esa gente tirada en los hospitales y quejándose! Que vayan a arar el campo, eso es lo que yo digo. Los Pugh nunca nos enfermamos. Tengo mejores planes para el dinero del estado que pagarle a la gente para que esté en la cama, cuando sea gobernador.

—¿Dónde está esa ambulancia? —fue todo lo que dijo el médico.

—Si se refiere a ese coche grande y largo que mete tanto ruido —dije yo—, está a unos cinco kilómetros, pero llegará pronto. Pero Tío Lem no necesita ayuda. Sólo tiene un ataque pasajero. En mi familia pasa a menudo.

—¡Cielo santo! —exclamó el doctor mirando a Tío Lem—. ¿Quieres decir que esto ya le sucedió antes, y sobrevivió? —después se volvió a mí, y sonrió de golpe—. Oh, entiendo —dijo—. ¿Tenéis miedo de los hospitales, verdad? Bien, no te preocupes. No le haremos daño.

Eso me sorprendió un poco. Era un hombre listo. Yo había mentido un poco, sólo por ese motivo. Los hospitales no son lugar para los Hogben. La gente de los hospitales es endemoniadamente entrometida. Así que llamé a Tío Lem muy alto, dentro de mi cabeza.

—Tío Lem —grité, pero COR el pensamiento, sin decirlo—. ¡Tío Lem, despierta! Abuelo colgará tu piel de la puerta del establo si dejas que te lleven a un hospital. ¿O quieres que se den cuenta de que tienes dos corazones en el pecho..., y de cómo se articulan tus huesos y de la forma de tu estómago... ¡Tío Lem! ¡Despierta!

Era inútil. Ni se inmutó; Entonces empecé a asustarme de veras. Tío Lem me había metido en un embrollo de padre y señor mío. Allí estaba yo, con toda esa responsabilidad sobre los hombros y sin la menor idea de cómo manejarla. Al fin y al cabo soy un chico. Apenas me acuerdo de lo que pasó antes del gran incendio de Londres, cuando Carlos II era rey, con la gente que llevaba los rizos colgando sobre los hombros. A él, sin embargo, le quedaban bien.

—Señor Pugh —dije—, tranquilice a Júnior. No puedo dejar que lleven a Tío Lem al hospital. Usted sabe que no puedo.

—Júnior, basta —dijo el señor Pugh, con una sonrisa de veras maligna—. Quiero charlar un poco con nuestro joven amigo —el doctor alzó los ojos, asombrado, y Ed Pugh dijo—: Ven conmigo, Hogben. Quiero hablar contigo en privado. ¡Júnior, calma!

Las manchas azules y amarillas de Tío Lem se pusieron verdes en los bordes. El doctor jadeó y Ed Pugh me tomó del brazo y me llevó aparte. Cuando estuvimos lejos de los demás me dijo en tono confidencial, clavándome los ojillos:

—Supongo que tu sabes lo que quiero, Hogben. Lem nunca dijo que no puede, sólo dijo que no lo haría, así que sé que podéis hacer lo que quiero.

—¿Qué es exactamente lo que quiere, señor Pugh? —le pregunté.

—Tú lo sabes. Quiero asegurarme de que nuestra vieja familia continuará. Quiero que sigan existiendo los Pugh. Yo tuve bastantes problemas para casarme, y sé que Júnior no va a conseguir fácilmente una candidata. Las mujeres de hoy no tienen gusto. Desde que el Señor se llevara a Lily no ha habido en la Tierra una mujer lo bastante fea para casarse con un Pugh, y temo que Júnior sea el último de una gran familia. Con su talento, la idea me resulta intolerable. Encárgate de que nuestra familia no se extinga y le diré a Júnior que deje en paz a Lemuel.

—Si yo contribuyera a que no muera la familia suya —dije—, contribuiría entonces a que mueran todas las otras familias, en tanto haya algún Pugh en la vecindad.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Ed Pugh con una sonrisa—. Somos una raza buena y fuerte, ¿no? —sus músculos de gorila hicieron una flexión; era aún más alto que yo—.No tiene nada de malo poblar el mundo con una raza fuerte, ¿no? Creo que con el tiempo los Pugh podríamos conquistar todo el maldito mundo. Y tú nos ayudarás, joven Hogben.

—Oh, no —dije—. ¡Oh, no! Aun si supiera cómo...

Hubo un alboroto terrible en el extremo de la calle y la muchedumbre se dispersó para abrirle paso a la ambulancia, que frenó junto a la calzada al lado de Tío Lem. Un par de fulanos de chaqueta blanca saltó fuera con una especie de jergón con palos. El doctor Brown se levantó con cara de alivio.

—Creí que no llegarían nunca —dijo—. Este hombre es un caso de cuarentena, creo. Dios sabe qué descubriremos cuando empecemos con los análisis. Alcánceme el maletín, ¿quiere? Necesito el estetoscopio. Hay algo raro en el corazón de este hombre.

Bueno, fue mí corazón el que se me hundió hasta las botas. Estábamos perdidos, todos los Hogben. Una vez que los médicos y científicos se enteraran de nuestra existencia no tendríamos un momento de paz en la vida. Tendríamos tanta vida privada como una bellota. Ed Pugh me observaba con una sonrisa maligna en la cara pastosa.

—¿Preocupado, eh? —dijo—. Es lógico que estés preocupado. Sé quiénes sois los Hogben. Todos brujos. Una vez que internen a Lem erí el hospital, quién sabe con qué se encontrarán. Ser brujos va contra la ley, posiblemente. Tienes medio minuto para decidirte, jovencito. ¿Qué dices?

Bien, ¿qué podía decirle? No podría prometerle lo que él me pedía, ¿verdad? No iba a dejar que los Pugh aplastaran a todo el mundo. Los Hogben vivimos mucho tiempo. Tenemos planes muy importantes para el futuro, cuando el resto del mundo nos siga el paso. Pero si para esa época el resto de mundo es todo de los Pugh, no valdrá la pena, creo. No podía decirle que sí. Pero si decía que no, Tío Lem estaba perdido. Me pareció que los Hogben, de un modo u otro, estábamos perdidos. Creí que había sólo una salida. Respiré hondo, cerré los ojos, y solté un aullido desesperado dentro de la cabeza.

—¡Abuelo! —grité.

—¿Sí, muchacho? —dijo una voz profunda en medio de mi cerebro. Cualquiera habría dicho que había estado a mi lado todo el tiempo, esperando que le llamaran. Estaba a más de cien kilómetros, y profundamente dormido. Pero cuando un Hogben llama en el tono de voz en que yo llamé tiene derecho a esperar una respuesta rápida. La recibí.

Normalmente Abuelo habría vacilado quince minutos, haciendo preguntas sin escuchar las respuestas y farfullando en toda clase de dialectos raros y anticuados, como el sánscrito, que aprendiera a lo largo de los años. Pero esta vez notó que era urgente.

—¿Sí, muchacho? —fue todo lo que dijo.

Le abrí mí mente como un libro. No había tiempo para preguntas y respuestas. El doctor estaba sacando su aparato y escucharía las palpitaciones discordantes de los dos corazones de Tío Lem, y en cuanto oyera eso, ¡ay de los Hogben!

—A menos que me permitas matarlos, Abuelo —añadí. Porque para entonces ya sabía que él había leído la situación entera de cabo a rabo en una rápida ojeada.

Me pareció que guardaba silencio un rato espantosamente largo. El doctor ya había sacado el aparato y se estaba acomodando los pequeños brazos negros en los oídos. Ed Pugh me miraba como un halcón. Júnior rondaba por allí, hinchado de veneno, buscando con los ojillos alguien a quien inyectárselo. Yo casi deseaba que me eligiera a mí. Me las ingeniaría para devolverle el golpe y hasta matarle, si fuera posible. Oí que Abuelo me soltaba una especie de suspiro en la mente.

—Nos tienen entre la espada y la pared, Saunk —dijo; recuerdo que me sorprendió que pudiera hablar tan claro si se lo proponía—. Dile a Pugh que lo haremos.

—Pero Abuelo... —dije yo.

—¡Haz lo que te digo! —fue tan enérgico que me hizo doler la cabeza—. ¡Rápido, Saunk! Di a Pugh que le daremos lo que quiere.

Bien, no me atreví a desobedecer. Pero esta vez estuve realmente a punto de desafiar al Abuelo. Es razonable pensar que hasta un Hogben tiene que chochear algún día. Quizá la senilidad haya vencido finalmente al Abuelo, pensé. Lo que le comuniqué a él fue:

—De acuerdo si tú lo dices, pero detesto hacerlo. Me parece que si nos ganan la partida, lo menos que podemos hacer es aguantarnos como buenos Hogben y dejar todo ese veneno taponado dentro de Júnior en vez de desparramarlo por el mundo.

Al señor Pugh le dije en voz alta, humildemente: —De acuerdo, señor Pugh. Usted gana. Pero tranquilice a ese brujito. Pronto, antes que sea tarde.

El señor Pugh tenía un gran automóvil amarillo, largo y bajo y sin capota. Iba muy veloz. También era muy ruidoso. Estoy casi seguro de que una vez atropellamos a un chico en la carretera, pero el señor Pugh no le dio importancia y yo no me atreví a comentarlo. Como decía Abuelo, los Pugh nos tenían entre la espada y la pared. Me costó bastante convencerles de que tenían que acompañarme hasta casa. Eso era parte de las órdenes de Abuelo.

—¿Y cómo sabré que no nos asesinaréis a sangre fría cuando estemos allá en las montañas? —preguntó el señor Pugh.

—Podría matarle ya mismo si quisiera —le dije—. Y lo haría, sólo que Abuelo dice que no. Estará a salvo si Abuelo lo ordena, señor Pugh. Los Hogben jamás han faltado a su palabra.

Así accedió, sobre todo porque yo insistí en que no podíamos obrar los hechizos fuera de nuestro territorio. Cargamos a Tío Lem en la parte trasera del coche y partimos hacia las montañas. Tuvimos una gran discusión con el médico, naturalmente. Tío Lem era testarudo de veras. No había modo de despertarle, pero una vez que Júnior anuló el hechizo, Tío Lem pudo recuperar un color saludable. El doctor no podía creer lo que estaba viendo. El señor Pugh tuvo que amenazarlo una y otra vez hasta que nos fuimos. Dejamos al doctor sentado en la vereda, hablando solo y rascándose la cabeza con cara de asombro. Durante el viaje sentí cómo Abuelo estudiaba a los Pugh a través de mi cabeza. Parecía suspirar y como menear la cabeza —si así puede llamarse—, y plantearse problemas que para mí no tenían ningún sentido. Cuando frenamos frente a la casa no había un alma a la vista. Oí a Abuelo moverse y murmurar en un saco de arpillera, en el altillo. Pa se había vuelto invisible, al parecer, y estaba demasiado borracho para decirme dónde estaba cuando le llamé. El Bebé estaba dormido. Ma todavía estaba en la reunión de la iglesia, Abuelo dijo que la dejara en paz.

—Podemos solucionar esto juntos, Saunk —me dijo en cuanto bajé del coche—. He estado pensando... ¿Te acuerdas del trineo que esta mañana arreglaste para fermentarle la crema a Ma? Tráelo, hijo. Tráelo.

En un santiamén adiviné lo que tenía en mente.

—¡Oh no, Abuelo! —dije en voz alta.

—¿Con quién estás hablando? —preguntó Ed Pugh, bajando del coche—. No veo a nadie. ¿Esta es tu casa? Una pocilga destartalada, ¿eh? No te alejes de mí, Júnior. No confío en esta gente si no la tengo delante.

—Consigue el trineo, Saunk —dijo Abuelo con firmeza—. Ya tengo la solución. Mandaremos a estos gorilas atrás en el tiempo, a un lugar donde encajarán perfectamente.

—¡Pero Abuelo...! —grité, pero esta vez dentro de mi cabeza—. Discutámoslo un poco. Al menos déjeme consultar a Ma. Pa es bastante listo cuando está sobrio. ¿Por qué no esperamos a que despierte? Creo que también tendríamos que decirle al Bebé. No creo que mandarlos atrás en el tiempo sea una buena idea, Abuelo.

—El Bebé está dormido —dijo Abuelo—. Déjalo en paz. Se durmió leyendo a Einstein, pobre ángel.

Creo que lo que me tenía más preocupado era que Abuelo estuviera hablando en un lenguaje llano. Nunca lo hace cuando se siente normal. Pensé que tal vez la vejez se le había venido encima de golpe y le había quitado todo el seso de —por así decir— la cabeza.

—Abuelo —dije, tratando de conservar la calma—, ¿No te das cuenta? Si los mandamos atrás en el tiempo y les damos lo que les prometimos, será un millón de veces peor que antes. ¿Los dejarás varados en el año uno y romperás la promesa que les hiciste?

—¿Saunk? —dijo Abuelo.

—Ya sé. Si hemos prometido que la familia Pugh no se extinguirá, tendremos que asegurarnos. Pero si los mandamos al año uno significará que todo el tiempo entre entonces y ahora se propagarán cada vez más. Más Pugh cada generación. Abuelo, cinco minutos después que lleguen al año uno, tendré la sensación de que los dos ojos se me juntan en la frente y que la cara se me pone gorda y pastosa como la de Júnior. ¡Abuelo, todos en el mundo tendríamos algo de Pugh si les diéramos tanto tiempo para multiplicarse!

—¡Basta de clamoreos, so necio! —rezongó Abuelo—. ¡Haz lo que te digo, bellaco!

Esa vuelta a la normalidad me tranquilizó, pero no demasiado. Y fui a traer el trineo. El señor Pugh se puso a protestar.

—No subo a un trineo desde que era así de alto —dijo—. ¿Por qué habré de hacerlo ahora? Esto es un truco. No lo haré.

Júnior intentó morderme.

—Oiga señor Pugh —dije—, tiene que cooperar o no llegaremos a nada. Yo sé lo que hago. Súbase aquí y siéntese. Júnior, tú tienes lugar adelante. Así me gusta.

Si no me hubiera visto la cara de preocupación que llevabas creo que no lo habría hecho. Pero yo no podía ocultar mis sentimientos.

—¿Dónde está tu Abuelo? —preguntó, intranquilo—. No irás a encargarte tú solo del asunto, ¿verdad? ¿Un jovenzuelo ignorante como tú? ¿Y si te equivocas?

—Hemos dado nuestra palabra —le recordé—. Ahora, haga el favor de callarse y dejarme que me concentre. ¿O no quiere que la familia Pugh dure para siempre?

—Esa fue la promesa —dijo él, acomodándose.

—Tiene que hacerlo usted. Hágame saber cuando empiece.

—Bien, Saunk —dijo Abuelo desde el altillo, muy animado—. Ahora observa. Quizás aprendas un par de cosas. Mira fijo. Concentra los ojos y elige un gene. Cualquier gene.

Aunque me sentía muy mal no podía evitar interesarme. Cuando Abuelo hace algo, lo hace como corresponde. Los genes son criaturas resbalosas y ahusadas, muy pequeñitas. Son amigotes de unos fulanos flacuchos llamados cromosomas, y —los dos aparecen por todas partes dondequiera que mires, si enfocas bien los ojos.

—Una buena dosis de ultravioleta tiene que ser suficiente —murmuró Abuelo—. Saunk, estás más cerca.

—De acuerdo, Abuelo —dije, torciendo un poco la luz que se filtraba entre los pinos por encima de los Pugh. El ultravioleta es el color del otro extremo de la línea, donde los colores dejan de tener nombre para la mayoría de la gente.

—Gracias, hijo —dijo Abuelo—. Mantenlo así un minuto, ¿quieres?

Los genes empezaron a contonearse al ritmo de las ondas de luz.

—Pa, siento un cosquilleo —dijo Júnior.

—Cállate —dijo Ed Pugh.

Abuelo murmuraba para sí mismo. Estoy seguro de que le robaba las palabras al profesor que tenemos guardado en el frasco, pero con Abuelo nunca se sabe. Quizá fuera él quien en realidad las inventó antes.

—La eucromatina —murmuraba—. Eso tendría que funcionar. El ultravioleta nos da mutación hereditaria y la eucromatina contiene los genes que transmiten la herencia. Después está esa otra cosa, la heterocromatina, y eso produce cambios evolutivos cataclísmicos. Muy bien, muy bien. Una nueva especie nunca viene mal. Aja. Unos seis estallidos de actividad heterocromatínica tendrían que ser suficientes —se calló un minuto, luego dijo—: ¡Soy viejo, y además sabio! Bien, Saunk. Ya está.

Dejé que el ultravioleta volviera al lugar de antes.

—¿El año uno, Abuelo? —pregunté dubitativo.

—No está mal —dijo—. ¿Conoces el camino?

—Oh sí, Abuelo —dije, y me agaché para darles el impulso necesario.

Lo último que oí fue el aullido del señor Pugh.

—¿Qué estás haciendo? —bramó—. ¿Qué te propones? Mira, jovencito: o... ¿Qué es esto? ¿Adonde vamos? ¡Jovencito, te advierto..., si esto es un truco ya te las verás con Júnior! Te lanzará tal hechizo que hasta túúúúú...

Luego el aullido se agudizó y empequeñeció y alejó hasta no ser más que un zumbido de mosquito. Después se hizo un gran silencio en la puerta de casa. Me quedé muy tenso, listo para evitar transformarme en un Pugh, si podía. Esos genes son unas criaturas traicioneras. Sabía que Abuelo había cometido un tremendo error. En cuanto los Pugh llegaran al año uno y empezaran a multiplicarse en el tiempo, sabía lo que pasaría. No sé bien cuánto hace que fue el año uno, pero hubo tiempo de sobra para que los Pugh poblaran todo el planeta. Me puse dos dedos contra la nariz para impedir que los ojos se me corrieran al medio cuando empezaran a juntarse, como los ojos de todos los Pugh...

—Todavía no eres un Pugh, hijo —dijo Abuelo riendo—. ¿No puedes verlos?

—No —dije yo—. ¿Qué ocurre?

—El trineo ya se está deteniendo —dijo—. Ahora paró. Sí, es el año uno, muy bien. ¡Mira todos esos hombres y mujeres que salen de las cavernas para saludar a sus nuevos compañeros! ¡Caramba, qué hombros robustos tienen esos hombres! Aun mayores que los de papá Pugh. Y...uf, ¡mira esas mujeres! ¡Te aseguro que el pequeño Júnior es una belleza al lado de esa gente! No le costará nada encontrar esposa cuando llegue el momento.

—¡Pero Abuelo, eso es terrible! —dije.

—Respeta a tus mayores, Saunk —rió Abuelo—. Mira ahora. Júnior acaba de obrar un hechizo. Otro chico cayó redondo... Y ahora su madre le sacude la retaguardia a Júnior.

Ahora el padre se abalanza sobre papá Pugh. ¡Mira qué pelea! ¡Sólo mírala! Oh, creo que ya no tendremos que preocuparnos más por la familia Pugh, Saunk.

—Pero..., ¿y nuestra familia? —dije, casi llorando.

—No temas —dijo Abuelo—. El tiempo se encargará de eso. Espera un minuto, déjame observar. Aja. Una generación pasa pronto si sabes mirar bien. ¡Caramba, qué criaturas feúchas eran los diez hijitos de Júnior! Igualitas al papá y al abuelo. Ojalá Lily LOU pudiera ver a sus nietos, me gustaría de veras. Bien, ¿no es magnífico? Cada uno de los bebés ha crecido en un santiamén, es lo que parece... Y cada cual ha tenido diez hijos propios. Me gusta ver cómo se cumplen mis promesas, Saunk. Dije que haría esto, y lo hice...

Yo simplemente gemí.

—Bien —dijo Abuelo—, saltemos un par de siglos. Sí, allí están, y se reproducen como locos... Las semejanzas familiares todavía se conservan. Aja. Otros mil años y... ¡Vaya, la antigua Grecia! No han cambiado un ápice, además. ¿Qué sabes, Saunk? —cloqueó excitado—. ¿Recuerdas que una vez mencioné que Lily Lou me recordaba una vieja amiga mía llamada Gorgorsa? ¡Lógico! Perfectamente natural. Tendrías que ver a los tataratataratataranietos de Lily Lou. No, en realidad es mejor que no puedas verlos. Bien, bien. Esto sí que pinta interesante.

Siguió así unos tres minutos. Luego le oí reír.

—Bang —dijo—. Primer estallido de heterocromatismo. Ahora empiezan los cambios.

—¿Qué cambios, Abuelo? —pregunté, bastante abatido.

—Los cambios —dijo él— que demuestran que tu viejo Abuelo no es tan tonto como creías. Sé lo que hago. Una vez que empiezan, son acelerados. Mira, el segundo cambio. ¡Mira cómo mutan los pequeños genes!

—¿Quieres decir que no me transformaré en un Pugh después de todo? Pero Abuelo, creí que habíamos prometido a los Pugh que su descendencia no se extinguiría.

—Estoy cumpliendo mi promesa —dijo Abuelo con dignidad—. Los genes harán persistir los rasgos de los Pugh hasta el ronquido de la trompeta del juicio, tal como dije. Y su poder persistirá con ellos —quedó pensativo un instante, y luego rió—. Mejor que te prepares, Saunk. Cuando papá Pugh salió disparado hacia el año uno, creo que amenazó con hechizarte, ¿verdad? Bien, no bromeaba. Ahí vienen hacia ti.

—¡Señor! —exclamé—. ¡Habrá un millón de ellos que llegarán aquí! ¡Abuelo! ¿Qué hago?

—Prepárate y basta —dijo Abuelo, realmente odioso—, ¿Un millón, dices? Oh no, mucho más de un millón.

—¿Cuántos? —pregunté.

Empezó a decirme. Podéis no creerme, pero todavía me lo está diciendo. Tanto tarda en decirlo... Imaginaos qué cantidad. Veréis, fue como esa familia Jukes, que vivía al sur de aquí. Los malos eran siempre un poco peores que los hijos, y lo mismo ocurrió con Gene Cromosoma y sus parientes, por así decirlo. Los Pugh siguieron siendo Pugh y conservaron el don, y hasta se podría decir que los Pugh conquistaron el mundo entero, al fin y al cabo, como papá Pugh lo había soñado. Pero pudo ser peor. Los Pugh pudieron conservar el mismo tamaño a través de las generaciones. En cambio se volvieron más pequeños... Mucho más pequeños. Cuando yo les conocí, eran mucho más grande que el resto de la gente, al menos papá Pugh. Pero cuando terminaron de infiltrarse de generación en generación desde el año uno, se habían encogido tanto que esas criaturitas pálidas de la sangre tenían el mismo tamaño.

Y además se trenzaban con ellas en más de una trifulca. Los genes de los Pugh se alteraron tanto con los estallidos heterocromatínicos de que me habló Abuelo que perdieron por completo la forma original. Ahora se les podría llamar virus...y por supuesto un virus es exactamente igual a un gene, sólo que los virus son más traviesos, ¡Pero cielo santo, eso es como decir que los Jukes son exactamente iguales a George Washington!

El hechizo cayó sobre mí con fuerza. Solté un estornudo terrible. Después oí que tío Lem estornudaba en sueños, en la parte trasera del coche amarillo. Abuelo todavía seguía recitando cuántos Pugh me atacaban en ese momento, así que no servía de nada hacerle preguntas. Alteré mi visión y miré en medio de ese estornudo para ver qué que había afectado. ¡Bien, nunca en la vida llegaréis a ver tantos Júnior Pugh juntos! Claro que era el hechizo. Como cierto es, también, que los Pugh siguen ocupados hechizando a todo el mundo a diestra y siniestra. Seguirán haciéndolo durante mucho tiempo, pues la descendencia de los Pugh tiene que prolongarse para siempre, según la promesa de Abuelo. Me dice que ni siquiera los microscopios han podido echarle un buen vistazo a ciertos virus. Sin duda los científicos se llevarán una buena sorpresa cuando miren bien de cerca y vean a esos diablillos de cara pastosa, feos como el pecado, con los ojillos tan juntos, zigzagueando y hechizando a quien se les ponga en el camino.

Ha llevado mucho tiempo —desde el año uno, para ser exacto—, pero Gene Cromosoma arregló el asunto, con la ayuda de Abuelo. Así que Júnior Pugh ya no nos traerá más dolores de cabeza, por así decirlo. Pero tengo que admitir que trae unos constipados terribles.

Henry Kuttner (1915-1958) y C.L. Moore (1911-1987)




Relatos de Henry Kuttner. I Relatos de C.L. Moore.


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El análisis y resumen del cuento de Henry Kuttner y C.L. Moore: Guerra fría (Cold War) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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