«Hombres sin huesos»: Gerald Kersh; relato y análisis


«Hombres sin huesos»: Gerald Kersh; relato y análisis.




Hombres sin huesos (Men Without Bones) es un relato de terror del escritor inglés Gerald Kersh (1911-1968), publicado originalmente en la edición de agosto de 1954 de la revista Esquire, y luego reeditado en la antología de 1955: Hombres sin huesos (Men Without Bones).

Hombres sin huesos, probablemente el mejor cuento de Gerald Kersh, relata la historia de un grupo de investigadores que se interna en lo profundo de la selva para estudiar una antigua e inquietante leyenda aborigen, la cual habla de una raza de dioses que descendieron del cielo envueltos en llamas.

La expedición es un éxito. Se encuentran dispositivos que parecen denotar una tecnología muy avanzada. Por la noche, sin embargo, los Hombres sin Huesos rodean el campamento: seres grises, de piel gelatinosa, no muy distintos de los humanos, pero cuya constitución física se derrite, literalmente, al contacto con la luz.

No es mucho más lo que podemos agregar sobre Hombres sin huesos sin arruinar el final relato. Baste decir que una de estas criaturas es atrapada, y que se la somete a un examen forense improvisado, el cual revela algo sumamente perturbador sobre su naturaleza. Ya sobre el final de la historia, Gerald Kersh realiza un giro sorprendente, acaso previsible para el lector del siglo XXI, pero igualmente magistral.




Hombres sin huesos.
Men Without Bones, Gerald Kersh (1911-1968)

Estábamos cargando plátanos en el Dodge atracado en Puerto Pobre, cuando un individuo bajito, enfebrecido, subió a bordo. Todos nos apartamos para dejarle paso, hasta los soldados que hacían guardia en el muelle, provistos de rifles Remington de culata plateada y que iban descalzos, pero con leguis de cuero brillantemente embetunados. Se apartaban de él porque creían que estaba tocado, loco; no malo, sino peligroso, y era mejor dejarle solo.

Los reverberos de nafta estuvieron luciendo durante todo el tiempo y, desde la bodega, la bronca voz del capataz del grupo gritaba:

—¡Fruta! ¡Fruta! ¡FRUTA!

El jefe del equipo de cargadores del muelle repetía el mismo grito, mientras lanzaba racimos tras racimos de plátanos de un verde brillante. El momento ya sería memorable por esto, si no lo fuera por algo más: la magnificencia de la noche, el bronceado del capataz negro brillando a la luz de los reverberos, el verde jade de la fruta y los olores mezclados del muelle. De uno de los racimos de plátanos salió una peluda araña gris, que hizo estremecerse al grupo y rompió la cadena que formaban los hombres, hasta que un muchacho nicaragüense, riéndose, la mató con el pie. Dijo que no era peligrosa.

Fue en ese momento cuando llegó a bordo el loco, sin impedimento alguno, y me preguntó:

—¿Adonde se dirige?

Hablaba con pausa y con voz cuidadosamente modulada. Pero en sus ojos había cierta mirada perdida, ausente, que me sugirió la idea de que debería permanecer a conveniente distancia de sus inquietas manos, las cuales, ahora que pienso en ello, me recordaron a la araña gris, peluda, que se comía a los pájaros.

—A Mobile, Alabama.

—¿Me lleva? —preguntó.

—No es cosa mía. Lo siento. Yo soy un pasajero —contesté—. El patrón ha desembarcado. Será mejor que le espere en el muelle. Él es el amo.

—¿Por casualidad tendría alguna bebida que ofrecerme?

Dándole un poco de ron, le pregunté:

—¿Cómo le dejaron subir a bordo?

—No estoy loco —respondió—. Ahora no, un poco febril nada más. El paludismo, el dengue, la fiebre de la jungla, la fiebre producida por la mordedura de la rata. Éste es un país malsano, como otros muchos de la misma naturaleza. Permítame que me presente. Mi nombre es Goodbody, doctor en Ciencias de la Universidad de Osboldestan. ¿No le dice esto nada a usted? ¿No? Bueno; yo era ayudante del profesor Yeoward. ¿Le dice eso algo a usted?

Contesté:

—¿Yeoward, profesor Yeoward? ¡Oh, sí! Pereció, ¿no es verdad?, en alguna parte de la jungla, más allá de las fuentes del río Amer.

—¡Exacto! —gritó el hombre bajito que a sí mismo se llamaba Goodbody—. Yo vi cómo moría.

—¡Fruta!

—¡Fruta!

—¡Fruta!

—¡FRUTA!

Gritaban las voces de los hombres de la bodega. Había rivalidad entre su jefe y el enorme estibador negro del muelle. Las luces chisporroteaban. Los racimos de plátanos bajaban a la bodega. Y una especie de malsano perfume surgía de la jungla, más allá del putrefacto río; ni aire ni brisa, algo así como el aliento pestífero de fiebre altísima.

Temblando de ansia y, al mismo tiempo, estremeciéndose de escalofríos producidos por la fiebre, de tal forma que tenía necesidad de utilizar ambas manos para llevarse el vaso a los labios, y aun así, derramó la mayor parte del ron. El doctor Goodbody dijo:

—Por lo que más quiera, sáqueme de este país; lléveme a Mobile. ¡Escóndame en su camarote!

—No tengo autoridad para eso —respondí—; pero usted es ciudadano norteamericano; puede acreditar su personalidad. El cónsul le mandará a su casa.

—Indudablemente. Pero eso llevaría tiempo. El cónsul cree también que estoy loco. Y si no me marcho, temo que pierda la razón de verdad. ¿No puede usted ayudarme? Tengo miedo.

—Venga, pues —dije—. Nadie le hará daño mientras yo esté a su lado. ¿De qué tiene miedo?

—De los hombres sin huesos —respondió, y su voz me erizó el cabello—. ¡Los gordos hombrecitos sin huesos!

Le arropé con una manta, le di un poco de quinina, y le dejé que sudara y temblara durante un buen rato; pero antes le pregunté, tomándolo un poco a broma:

—¿Quiénes son esos hombres sin huesos?

Habló en medio de la fiebre; su razón vacilaba hasta llegar al delirio.

—¿Que quiénes son los hombres sin huesos? Ahora no hay que tenerles miedo. Son ellos los que le temen a usted. Usted puede matarlos con su bota o con un palo. Son algo así como jalea. No en realidad no es miedo lo que inspiran, sino asco, náuseas. ¡Abruman! ¡Paralizan! Yo he visto a un jaguar, se lo voy a contar, un jaguar muy grande, quedarse congelado, mientras ellos se lo comían vivo. ¡Créame, lo he visto yo! Tal vez sea que segreguen algún jugo, que despidan algún olor. No sé.

Luego llorando, el doctor Goodbody continuó:

—¡Pensar en qué abismos de degradación puede caer una criatura por causa del hambre! ¡Horrible, horrible!

—¿Se trata de alguna forma adulterada de vida que descubriera usted en la jungla, por encima de las fuentes del río Amer? —sugerí—. ¿Alguna especie degenerada de antropoides?

—No, no, no. ¡Hombres! Seguramente recordará usted la expedición etnográfica del profesor Yeoward, ¿verdad?

—Murieron todos —dije.

—Todos menos yo —contestó—. Tuvimos mala suerte. En las corrientes impetuosas del Anaña perdimos dos canoas, la mitad de nuestras provisiones y la mayoría de nuestros instrumentos, así como al doctor Terry, a Jack Lambert y a ocho de nuestros porteadores. Luego penetramos en territorio Ahu, donde los indios usan dardos envenenados; pero conseguimos hacer amistad con ellos y convencerlos para que transportaran nuestro equipaje en dirección este, a través de la jungla, porque ha de saber usted que cualquier ciencia empieza con una conjetura, un rumor, un cuento de viejas, y el objeto de la expedición del profesor Yeoward era investigar una serie de leyendas de los pueblos indios que concordasen.

»Leyendas de una raza de dioses que bajaron del cielo en una gran llama cuando la Tierra era muy joven. Siguiendo líneas quebradas y contorneando círculos concéntricos, Yeoward localizó el lugar en que tales leyendas tenían sus raíces: un lugar inexplorado que carece de nombre porque los indios se niegan a dárselo, ya que, según ellos, es un lugar funesto.

Como los escalofríos disminuían y la fiebre bajaba, el doctor Goodbody hablaba ahora más tranquilo y razonablemente.

—No sé por qué, pero en cuanto me sube un poco la fiebre, el recuerdo de esos hombres sin huesos vuelve a mí como una pesadilla para causarme horrores. Así, pues, decidimos ir a ver el lugar donde los dioses descendieron en una llama de fuego durante la noche. Los pequeños y tatuados indios nos condujeron hasta la linde del territorio Ahu, y allí descargaron los bultos y nos reclamaron el salario, y ninguna consideración fue capaz de hacerlos avanzar más lejos. Según decían, nos íbamos a internar en un territorio muy funesto. El jefe de los porteadores, un indio que en su época había sido un hombre muy importante, nos dijo, escribiendo en el suelo unos signos con una ramita, que había errado alguna vez por allí, e hizo un dibujo de algo semejante a un cuerpo ovoidal con cuatro miembros, al que escupió antes de borrarlo con el pie.

¿Arañas? ¿Cangrejos?, preguntamos. Por tanto, nos vimos obligados a dejar al anciano jefe, hasta nuestro regreso, los bultos que no podíamos llevar, y continuamos solos, Yeoward y yo, a través de sesenta kilómetros de jungla, la jungla más putrefacta del mundo. Hacíamos quinientos metros diarios aproximadamente. ¡Un lugar pestilente! Cuando ese viento hediondo sopla de la jungla, no huelo más que a muerto y pánico.

Al fin conseguimos alcanzar la meseta y escalar el escarpado, y allí vimos algo maravilloso. Se trataba de algo que había sido una máquina gigantesca. Originalmente, debió de ser una cosa en forma de pera, de trescientos metros de largo por lo menos, siendo su parte más ancha un círculo de doscientos metros de diámetro. No sé de qué metal estaría construido, porque sólo existía el contorno polvoriento de un casco y algunos fantasmagóricos residuos de unos mecanismos increíblemente complicados, que servían para demostrar lo que alguna vez había sido. No pudimos averiguar de dónde procedía; pero el impacto de su aterrizaje había producido un hondo valle en el centro de la meseta.

¡Era el descubrimiento del siglo! ¡Demostraba que, hacía incontables años, nuestro planeta fue visitado por gentes de otras estrellas! Excitados hasta el máximo, Yeoward y yo nos acercamos a aquella fabulosa ruina; pero todo lo que tocábamos se deshacía en polvo finísimo. Por fin, al tercer día, Yeoward encontró un plato semicircular de algún metal extraordinariamente duro, que estaba cubierto con los diagramas más enloquecedoramente familiares. Lo limpiamos y, durante veinticuatro horas, Yeoward, apenas haciendo pausa para comer y beber, lo estudió detenidamente. Al quinto día, antes de amanecer, me despertó con un fuerte grito y me dijo:

—¡Es un mapa, un mapa del cielo y un plano de una travesía de Marte a la Tierra!.

Y me mostró cómo aquellos antiguos exploradores del espacio habían venido de Marte a la Tierra, vía Luna.

—¿Para caer en esta desnuda meseta de esta jungla infernal? —pregunté.

—¿Acaso, entonces, era esto una jungla? —respondió Yeoward—. Esto pudo haber sucedido hace cinco millones de años.

Yo dije:

—¡Oh! Como usted sabe, se tardó pocos siglos en sepultar a Roma. ¿Cómo pudo esta cosa permanecer en el campo durante cinco mil años, y menos cinco millones?

Yeoward contestó:

—No lo sé. La Tierra suele tragarse cosas y vomitarlas después. Ésta es una región volcánica. Un pequeño corrimiento de tierra puede bastar para engullirse una ciudad, y un movimiento peristáltico de las entrañas de la Tierra puede sacarla de nuevo a la luz un millón de años más tarde. Así debió de ocurrir con la máquina de Marte.

—Me gustaría saber quiénes venían dentro de ella —dije—. Verosímilmente, seres totalmente extranjeros que no pudieron soportar la Tierra y murieron, o acaso se mataron al estrellarse el aparato. Ningún esqueleto sobrevive a tan largo espacio de tiempo.

Encendimos fuego y Yeoward se echó a dormir. Como yo ya había dormido, me quedé de guardia. ¿De guardia para qué? No lo sabía. ¿Por si nos atacaban los jaguares, las serpientes? Ninguno de esos animales escalaba hasta la meseta. Allí no había nada para ellos. De todas formas, sin saber por qué, tenía miedo. En aquel lugar se notaba el peso de los siglos. Suele decirse: Respétense los tiempos antiguos. Lo más grande, la edad; lo más profundo, el respeto. Eso dicen; pero no es respeto; es temor, es miedo al tiempo y a la muerte, señor.

Debí de adormilarme, porque el fuego estaba casi extinguido. Yo había tenido mucho cuidado en mantenerlo vivo y brillante, cuando vi por primera vez a los hombres sin huesos.

Al alzar la vista vi, en el borde de la meseta, un par de ojos que recogían luminosidad de la desvaída luz de la hoguera. Un jaguar, pensé, y tomé el rifle. Pero no podía ser un jaguar; porque cuando miré a derecha e izquierda vi que la meseta estaba cuajada de muchos pares de ojos brillantes, formando un círculo semejante a un collar de ópalos, y entonces llegó a mi nariz un olor a Dios sabe qué. El miedo tiene su olor, como le diría a usted un tratante de animales. La enfermedad posee su olor. Pregúnteselo a cualquier enfermera. Esos olores dan fuerza a los animales sanos para pelear o para huir. Ésta era una combinación de ambos olores, más el de una hedionda vegetación en estado de putrefacción.

Disparé contra el par de ojos que vi primero. Entonces, todos lo ojos desaparecieron, mientras de la jungla llegaban un gorjear de pájaros y un griterío de monos, como si el disparo hubiese alcanzado a todos. Afortunadamente empezó a amanecer. No me hubiera gustado ver aquella cosa, a la que había disparado entre lo ojos, a la luz artificial. Era de color gris, y su tejido, correoso y gelatinoso. Su forma externa no era la de un ser humano. Tenía ojos, y existían en él otros vestigios, o rudimentos, de cabeza, cuello y una especie de extremidades.

Yeoward me dijo que debería recogerlo, sobreponiéndome a lo que él llamó mi repugnancia infantil, y averiguar la naturaleza de la bestia. Debo decir que él se mantuvo bastante alejado cuando yo lo abrí. Era mi trabajo como zoólogo de la expedición, y así lo hice. Tanto los microscopios como los demás utensilios delicados se habían perdido con las dos canoas. Trabajé con un cuchillo y unas pinzas. ¿Y qué encontré? Nada: una especie de sistema digestivo envuelto en una membrana correosa, un sistema nervioso rudimentario y un cerebro del tamaño aproximado de una nuez. Todo aquel ser, estirado, mediría un metro con veinte centímetros.

En un laboratorio, con unos ayudantes que me hicieran compañía, acaso hubiera podido decirle a usted algo más. En la situación en que estaba, hice lo que pude con un cuchillo de caza y unas pinzas, sin tinturas ni microscopio, tragándome mi náusea. ¡Era una cosa nauseabunda, que aún me invade al recordar lo que encontré! Pero, a medida que el sol se alzaba en el horizonte, la cosa se licuó, se derritió, y cuando dieron las nueve, no quedaba de ella más que un lodazal gris y gelatinoso, con dos ojos verdes nadando en él. Y esos ojos, aún puedo verlos, se reventaron haciendo una especie de grueso pop y formando una mancha desagradablemente viscosa en aquel lodo de corrupción.

Después de eso, me alejé durante un rato. Cuando regresé, el sol había evaporado todo, y allí no quedaba sino algo así como lo que se ve de una medusa muerta que no se ha evaporado en una playa caliente. Una viscosidad. Yeoward estaba pálido cuando me preguntó:

—¿Qué demonios es eso?

Le respondí que lo ignoraba, que era algo que escapaba a mi experiencia y que, aunque yo pretendía ser un hombre de ciencia con un cerebro privilegiado, nada me induciría otra vez a tocar una cosa como aquélla. Yeoward dijo:

—Se está volviendo histérico, Goodbody. Entre en razón. Dios sabe que no estamos aquí para gozar de buena salud. ¡La ciencia, hombre, la ciencia! ¡No pasa un día sin que algún doctor hunda sus dedos en cosas más asquerosas y hediondas que ésa!

Le contesté:

—No lo creo. Profesor Yeoward, he operado y diseccionado muchas cosas extrañas en mi vida; pero esto es algo repulsivo. Me atrevo a decir que tengo los nervios deshechos. Acaso deberíamos haber traído un psiquiatra. Advierto que usted no siente tantos deseos de acercarse a mí desde que he manipulado con esa cosa. Volveré a disparar contra otra muy a gusto: pero si usted quiere que se investigue, hágalo usted mismo, y ya verá.

Yeoward me contestó que estaba ocupadísimo con el plato de metal. Me dijo que era indudable que aquella máquina procedía de Marte. Pero, evidentemente, prefirió conservar la hoguera entre él y yo después de que hube tocado aquella abominación gelatinosa. Yeoward continuó la investigación de la destrozada máquina. Yo seguí con mi trabajo, consistente en investigar las formas de vida animal. No sé qué podría haber encontrado si hubiese tenido... no digo valor, porque no me faltaba, si yo hubiese tenido alguna compañía. Solo, mis nervios se desataron.

Ocurrió una mañana. Penetré en la jungla que nos rodeaba, tratando de espantar el miedo que me atenazaba y de apartar de mí la sensación de repulsión que no solamente me hacía desear volverme y echar a correr, sino que me producía terror de girar sobre mí mismo y huir.

Acaso sepa usted que, de todos los animales de aquella selva, el más inconquistable es el perezoso. Encuentra un árbol a propósito, lo escala y se cuelga de una de sus ramas con sus doce garras afiladas: un tardígrado que vive de hojas. El tardígrado es tan tenaz que, aun muerto, con el corazón atravesado de un tiro, colgará de su rama. Tiene una piel correosa cubierta por una impenetrable malla de pelos gruesos y entretejidos. Una pantera o un jaguar no pueden contra la resistencia pasiva de semejante engendro. Siempre encuentra un árbol que no abandona hasta que lo deja sin hojas, eligiendo para dormir una rama bastante gruesa y fuerte, capaz de soportar su peso.

En aquella detestable jungla, durante una de mis breves expediciones, breves porque estaba solo y tenía miedo, me tropecé con un gigantesco perezoso que estaba colgado, inmóvil, de la rama más ancha de un árbol medio desnudo de hojas, dormido, impenetrable, indiferente. Cuando llegó el hediondo crepúsculo verde, surgió una horda de esas cosas gelatinosas. Se precipitaron al árbol y se deslizaron a lo largo de su rama. Hasta el perezoso, que por lo general no conoce el miedo, se asustó. Intentó huir colgándose de la parte más delgada de la rama, que se quebró. Cayó al suelo, e inmediatamente quedó cubierto por una temblorosa masa gelatinosa. Aquellos hombres sin huesos no muerden, succionan.

Y mientras lo hacen, su color cambia de gris a rosa y luego a castaño. Pero nos temen a nosotros. Hay entablada una lucha de raza. A nosotros nos repelen ellos, y a ellos los repelemos nosotros. Cuando se dieron cuenta de mi presencia allí, ellos, iba a decir que huyeron, se deslizaron, se disolvieron en las sombras que danzaban, danzaban, danzaban, debajo de los árboles.

Y el horror volvió a apoderarse de mí, así que eché a correr y llegué a nuestro campamento, enrojecido y completamente exhausto. Yeoward estaba punzándose el talón. Tenía un torniquete atado por debajo de la rodilla. Cerca, yacía una serpiente muerta. Le había roto el lomo con el plato de metal, pero antes el reptil le había mordido. Me preguntó:

—¿Qué clase de serpiente cree usted que es ésta? Me temo que sea venenosa. Noto entorpecimiento en las mandíbulas y en la cabeza, y no siento mi mano.

—¡Dios mío, le ha mordido una jarajacá!

—Y hemos perdido nuestro botiquín de urgencia —replicó con disgusto—. ¡Y hay tanto que hacer! ¡Oh Dios mío, Dios mío! Pase lo que pase, amigo mío, tome esto y regrese.

Y me dio aquel semicírculo de metal desconocido como un tesoro sagrado. Dos horas después moría.

Aquella noche, el círculo de ojos brillantes se estrechó aún más. Vacié mi rifle sobre ellos una y otra vez. Al amanecer, desaparecieron los hombres sin huesos. El cadáver de Yeoward lo cubrí con piedras. Hice una pila para que los hombres sin huesos no pudieran atraparlo. Luego, ¡oh, qué soledad, qué miedo tan espantoso!; me puse el morral, tomé el rifle y el machete y huí recorriendo en sentido inverso el camino que habíamos traído.

Pero me perdí. Bote a bote de conserva, aligeré mi peso. Luego, me desprendí del rifle y de las municiones. Más tarde, me zafé del machete. Mucho tiempo después, aquel plato semicircular se hizo demasiado pesado para mí; así que lo até con lianas a un árbol y continué. Al fin alcancé el territorio Ahu, donde los hombres tatuados me curaron y se mostraron amables conmigo. Las mujeres masticaban mi comida antes de dármela, hasta que tuve fuerzas suficientes para hacerlo por mí mismo. De los objetos que habíamos dejado allí, tomé únicamente lo que podía necesitar, dejando el resto para pagar a los guías y a los hombres que condujeron la canoa río abajo. Y así me alejé de la jungla...


Hizo una pausa en su narración.

—Por favor, deme un poco más de ron.

Su mano estaba ahora más firme mientras bebía y sus ojos más claros. Yo le dije:

—Suponiendo que lo que dice es verdad, presumo que esos hombres sin huesos eran marcianos, ¿no? Esto parece algo inverosímil, ¿no es cierto? Invertebrados que funden metales duros y...

—¿Quién habló de marcianos? —gritó el doctor Goodbody—. ¡No, no, no! Los marcianos vinieron aquí y se adaptaron a las nuevas condiciones de vida. ¡Pobre gente! Cambiaron, declinaron, experimentaron un proceso totalmente nuevo, un doloroso proceso evolutivo. Lo que trato de decirle a usted, infeliz, es que Yeoward y yo no descubrimos marcianos. Idiota, ¿no lo comprende? Esas cosas sin huesos eran hombres. ¡Los marcianos éramos nosotros!


Gerald Kersh (1911-1968)




Relatos góticos. I Relatos fantásticos.


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El análisis y resumen del cuento de Gerald Kersh: Hombres sin huesos (Men Without Bones), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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