«Medianoche en el Mundo de los Espejos»: Fritz Leiber; relato y análisis


«Medianoche en el Mundo de los Espejos»: Fritz Leiber; relato y análisis.




Medianoche en el Mundo de los Espejos (Midnight in the Mirror World) es un relato de terror del escritor norteamericano Fritz Leiber (1910-1992), publicado originalmente en la edición de octubre de 1964 de la revista pulp Fantastic Stories of Imagination,y luego reeditado en la antología de 1969: El verde milenio: monstruos nocturnos (The Green Millennium: Night Monsters).

Medianoche en el Mundo de los Espejos, quizás uno de los mejores cuentos de Fritz Leiber, relata la tenebrosa historia de Giles Nefandor, un astrónomo que descubre la presencia de una misteriosa e inquietante mujer, cubierta por un velo, en el reflejo de dos espejos enfrentados, los cuales generaban un flujo interminable de imágenes que se repitían. Sin embargo, la mujer del velo solo aparece en uno de los reflejos: el octavo, justo detrás de él, estirando una mano negra como si tratara de alcanzarlo.

Cada vez que el reloj marca la medianoche la mujer aparece más y más cerca de Giles en el reflejo, e inmediatamente después desaparece. Poco a poco, con cada medianoche, la mujer se acerca cada vez más, hasta que por fin logra alcanzar el reflejo más cercano.

Medianoche en el Mundo de los Espejos utiliza muchos recursos del relato de fantasmas y los aplica de forma muy ingeniosa. Fritz Leiber establece, además, una especie de física de los espejos, cuyas leyes a menudo no se ajustan a los límites de nuestra realidad, sino que corresponden a planos de existencia mucho más sutiles y, en ciertos casos, aterradores.




Medianoche en el Mundo de los Espejos.
Midnight in the Mirror World, Fritz Leiber (1910-1992)

Cuando dieron las doce en el reloj del piso de abajo, Giles Nefandor se miró en uno de los grandes espejos entre los cuales pasaba en su recorrido nocturno. Lo que vio lo hizo detenerse, parpadear y examinarlo más de cerca.

Estaba dos peldaños por encima del descanso, donde la araña de hierro se mecía por las ráfagas heladas del viento que se colaban por los marcos sin cristales. Se balanceaba como un péndulo, más lento y más salvaje que el del gran reloj que sonaba en el piso inferior. Al reflejarse los dos espejos entre sí, Giles Nefandor veía una sucesión de imágenes de sí mismo, cada una más pequeña y más difusa que la anterior. Una hilera de reflejos alejándose hasta el infinito. Todas, excepto la octava, mostraba su rostro enjuto, aguileño. Una multitud de ojos lo miraban debajo del cabello negro, liso, brillante. Pero en el octavo reflejo el cabello estaba salvajemente alborotado y el rostro tenía un color verde ceniciento, con la mandíbula desencajada y los ojos desorbitados.

Además, en el octavo reflejo no estaba solo.

Detrás había una figura negra, con un brazo también negro extendido y posado sobre su hombro. Sólo podía ver un extremo de la figura, pero estaba seguro de que era delgada.

La expresión de horror de su rostro en aquel reflejo era tan intensa que instintivamente se cubrió la garganta con las manos. Todos los reflejos, desde los gigantes de tamaño natural hasta los ínfimos, reprodujeron ese gesto. Menos el octavo.

Sonó la undécima campanada de medianoche. Una violenta ráfaga empujó la araña, de forma que los brazos negros rozaron su hombro. Saltó horrorizado antes de reconocer el objeto familiar, que debía estar colgada más arriba. Pero sólo se acordaba de la araña cuando el viento soplaba fuerte, y, al no encontrar ningún artesano capaz de emplomar la vidriera, había dejado de lado el asunto.

Sonó la duodécima campanada.

Al instante desapareció la irregularidad. El octavo reflejo era como los demás, todos iguales, incluso los más lejanos y difusos que se fundían en el trasfondo opaco. Y en ninguno, aunque los examinó hasta que se le nubló la vista, había rastros de la figura negra.

Se sentó al piano y estuvo tocando preludios y sonatas de hasta el amanecer, luchando con la música contra el viento hasta derrotarlo; luego se sentó al tablero y estuvo analizando movimientos del último torneo ruso de ajedrez, hasta que la opresiva luz del sol lo fatigó y lo convenció de que era momento de descansar. De vez en cuando recordaba su visión en el espejo, y cada vez le parecía más posible que el extraño octavo reflejo hubiera sido producto de una ilusión óptica. Cuando sucedió, tenía la vista agotada de tanto examinar estrellas.

Además, la figura podía haber sido un reflejo secundario de su propia ropa oscura, o de su corbata negra agitada por el viento, o la misma araña en sus vaivenes. También las imperfecciones del espejo podían dar razón de la extraña visión. Tal vez el extraño aspecto de su rostro podía deberse a una mancha. Como toda la casona, y como él mismo, el espejo estaba en franca decadencia.

Se despertó con las primeras estrellas, temblorosas sobre el azul profundo del cielo, que señalaban su personal amanecer. Casi había olvidado del incidente cuando se dispuso a salir a la cúpula y observar el firmamento. Tenía, se dio cuenta, un aspecto medieval. Estudió un doble difícil en Can Mayor y estuvo prácticamente seguro de haber visto un frente de gas pálido avanzando a través de la nebulosa de la Cabeza de Caballo. Finalmente cubrió los instrumentos y entró en la casa. La costumbre le llevó al piso de abajo y le puso frente a los espejos del rellano en el mismo minuto y segundo que la noche anterior.

No había viento y la araña, con su asimétrica constelación de bombillas, colgaba inmóvil. No había sombras. Aparte de esto, todo estaba exactamente igual. Mientras en el reloj sonaban las doce, vio en el espejo exactamente lo mismo que había visto la noche anterior: un pequeño rostro pálido y horrorizado, y un brazo negro, tocando su hombro o su cuello. Tal vez esa noche se veía un poco más de la figura negra, como si se asomase por el marco dorado. Sólo que esta vez no era el octavo reflejo el que mostraba las irregularidades, sino el séptimo.

Cuando la anormalidad se desvaneció con la duodécima campanada, le fue más difícil evitar que la mente se enfocara obsesivamente en el acontecimiento. Se sorprendió a sí mismo buscando una explicación en términos de alucinación antes que de ilusión óptica. Porque una ilusión óptica que vuelve tan puntual dos noches seguidas es difícil de creer. Pero también es extraña una alucinación que se recluye en uno solo de los reflejos.

La esquiva maldad de la figura negra le impresionó más violentamente que la noche anterior. Una alucinación —o un fantasma o un demonio— que se enfrenta cara a cara es otra cosa. Uno puede intentar pegarle, arañarle como un histérico, intentar darle puñetazos. Pero un fantasma que se oculta en un espejo, tras muchas capas de grueso cristal, descargando su perversidad sobre la imagen impotente, eso suponía una astucia horripilante. De todo ello se deducía que había un ser que odiaba a Giles Nefandor.

Aquella noche evitó al misterioso Scriabin y tocó sólo piezas de rápido movimiento para baile de Mozart. Los movimientos de ajedrez que estudió fueron ataques de Andersen, Kieseritzky y del joven Steinitz. Había decidido esperar otras veinticuatro horas. Si la figura aparecía por tercera vez, analizaría sistemáticamente el asunto y decidiría qué medidas tomar. Mientras tanto no pudo evitar rebuscar en su memoria a gente a la que hubiese hecho daño hasta el punto que sintiese hacia él un odio amargo y eterno.

Pero aunque buceó minuciosamente, por etapas, en las cinco décadas y media a las que se extendía su memoria, no encontró candidatos idóneos para el papel de Vengador. Era una persona tranquila, nunca había tenido que cometer delitos. Se había casado, había tenido hijos, se había divorciado, su mujer se había casado muy bien, sus hijos triunfaban en países lejanos, tenía bastante dinero para mantener su gran cuerpo y su gran casa —mientras ambos siguiesen en pie— y para permitirse sus pasiones por el arte más etéreo, la ciencia más antigua y el juego más insondable.

¿Rivales profesionales? Ya no participaba en torneos de ajedrez; había limitado sus actividades en este sentido a algunas partidas por correspondencia. Ya no daba recitales de piano. Y sus colaboraciones en publicaciones de astronomía eran pocas y no suscitaban polémicas.

¿Mujeres? Cuando se divorció, esperaba quedar libre para entablar nuevas relaciones, pero sus hábitos de soledad resultaron ser demasiado cómodos y enraizados y nunca se había puesto a buscar. Tal vez su vanidad había temido el fracaso, o tal vez eran simples ganas de n En este punto intuyó un recuerdo hundido en su mente, como una seda oscura, que se negaba a identificarse.

¿Algo sobre ajedrez? No. En realidad, no había hecho gran cosa a nadie, ni bueno ni malo, concluyó. ¿Podía alguien odiarle por no hacer nada? ¿Podía odiarle lo suficiente para perseguir su imagen a través de espejos? Las preguntas martilleaban inútilmente su cerebro, mientras miraba la reina negra de Kieseritzk persiguiendo implacable al rey blanco de Andersen.

La noche siguiente cronometró bien su descenso por las escaleras, utilizando el reloj de precisión de la cúpula. El resultado fue que el reloj de abajo había dado ya cinco campanadas cuando se situó sin aliento entre los espejos del descanso. Pero su horrorizado rostro verdoso estaba allí —en el sexto reflejo, como fatalmente había supuesto—, y la delgada figura negra también estaba allí, con el brazo extendido; ahora le pareció detectar que llevaba un velo o una gasa: no podía distinguir ninguno de sus rasgos, pero había un débil destello en el área de la cara, bastante parecido al frente de gas que había detectado una vez cruzando la nebulosa de la Cabeza de Caballo.

Aquella noche alteró completamente su rutina. No abrió el piano ni estudió a ningún ajedrecista. En lugar de ello, estuvo una hora acostado con los ojos cerrados, para descansarlos, y luego pasó el resto de la noche y de la mañana investigando la reflexión en los espejos de las escaleras, y en dos algo más pequeños que montó en el salón y que inclinó algunos centímetros para obtener mejores resultados.

Por entonces había hecho ya un buen número de descubrimientos interesantes. Ya antes le habían sorprendido los reflejos de reflejos, sobre todo en las escaleras, y se había divertido contemplándolos, pero nunca había pensado sistemáticamente en el asunto, y desde luego nunca lo había experimentado. Resultaron ser un pequeño campo de estudio fascinante —óptica de bolsillo—, una ciencia en miniatura. De bolsillo no era un nombre tan inadecuado, puesto que para observar los fenómenos tenía que colocarse entre los dos espejos. Aunque llegue usted a imaginárselo, debería ser capaz de hacer lo mismo. Merecería la pena probarlo.

Cuando uno se sitúa entre dos espejos casi paralelos, mirando a uno de ellos, ve primero el reflejo directo de su cara, a continuación el reflejo de la nuca en el espejo que tiene a la espalda; luego, ligeramente visible alrededor de estos dos, aparece el segundo reflejo de la cara —en realidad se ven sólo los bordes del pelo, las mejillas y las orejas—; luego el segundo reflejo de la nuca, y así sucesivamente. Como las cabezas van haciéndose más y más pequeñas, el rostro vuelve a hacerse visible en su totalidad, bastante pequeño y difuso. Esto quería decir que el octavo reflejo que había visto la primera noche era en realidad el decimoquinto, puesto que había contado los reflejos de la cara, por lo que podía recordar, y entre cada dos de éstos se intercalaba un reflejo de la nuca.

—Este mundo de los espejos es fascinante —pensó.

O los mundos, mejor dicho.

Una serie de cortezas que le rodean a uno, como los globos de cristal de la astronomía ptolemaica, que representaban las estrellas y planetas multiplicándose hasta el infinito, y los de una esfera reflejándose en la siguiente. Le intrigó la forma en que las cabezas se iban empequeñeciendo. Midió la distancia entre los dos espejos de la escalera: dos metros cuarenta, y calculó que el octavo reflejo de su rostro estaba por lo tanto a casi treinta y cinco metros de distancia, es decir, como si le escrutara desde una pequeña buhardilla del final de la calle. Estuvo casi tentado de subir al tejado y buscar con los prismáticos. Pero puesto que se veía a sí mismo, el octavo reflejo estaba a una distancia de setenta metros.

Era delicioso pensar la enorme variedad de cosas que sus reflejos podrían hacer si cada uno tuviese poder para moverse independientemente en el diminuto mundo de esta corteza de cristal. Con todos estos dobles-corteza ocupados afanosamente, Giles Nefandor podría convertirse en el pianista más genial del mundo, el astrónomo con más conocimientos, el ajedrecista de más altura entre los grandes maestros. La idea casi reavivó sus muertas ambiciones mientras el encanto de las especulaciones casi le hizo olvidar la amenaza de la figura negra que ya había visto tres veces.

Volviendo a la realidad se puso a determinar cuántos de sus reflejos podía ver en la práctica y no en la teoría. Descubrió que incluso con la mejor iluminación, cambiando todas las bombillas de la araña, podría reconocer como mucho el noveno o tal vez el décimo reflejo de su rostro. Tras eso, su cara se convertía en una diminuta mancha de color gris ceniza irreconocible.

Encontró también que era muy difícil contar los reflejos con precisión. Uno o dos tenderían a perderse, o él perdería la cuenta en algún punto de la línea. Era más fácil contar los marcos dorados del espejo, puesto que se mantenían en una línea continua, como números dorados. Es más: el décimo reflejo de su cara, pongamos por caso, suponía contar diecinueve marcos, diez pertenecientes al espejo que tenía enfrente y nueve del espejo de detrás. Se preguntó cómo podía haber estado seguro la primera noche de que era el octavo reflejo que había mostrado las desagradables irregularidades, y los reflejos séptimo y sexto las noches siguientes.

Decidió que su mente alterada debía haber hecho una suposición aventurada y que seguramente, a pesar de la instantánea seguridad que había sentido, estaba equivocado. Esta vez pondría más atención y, de todas maneras, el quinto reflejo sería más fácil de determinar. Descubrió también que, aunque sólo podía contar diez reflejos de su rostro, podía distinguir trece o tal vez catorce reflejos de un punto de luz —una linterna o la llama de una vela colocada junto a su mejilla—. Era extraño, estas diminutas llamas de vela se parecían a las estrellas vistas a través de un telescopio barato. Curioso.

Estaba ansioso por contar más reflejos y hasta tomó los prismáticos y se puso a mirar el espejo con ellos, utilizando como punto de luz una vela encendida aplicada sobre el ocular derecho. Pero, como había temido, esto no solucionó nada: el aumento eliminaba los puntos más distantes, de manera similar a lo que ocurría al utilizar un ocular demasiado potente en un telescopio pequeño. Pensó en poner y probar una vela sobre un periscopio, pero parecía un procedimiento demasiado elaborado y en todo caso ya era hora de irse a la cama: casi mediodía.

Se sentía de un humor desbordante: por primera vez desde hacía años había encontrado algo en lo que interesarse. La reflectología podía no estar a la altura de la astronomía, la música o el ajedrez, pero era sin embargo una elegante ciencia menor. ¡Y el mundo de los espejos era fascinante!

Fue tal vez esta ansiedad la que le llevó a los espejos de la escalera la noche siguiente, varios segundos antes de que el reloj empezase a dar las doce. Su pronta llegada, sin embargo, no impidió los fenómenos, como por un momento había temido. Empezaron con la primera campanada y fuera lo que fuese lo sucedido las noches anteriores, sin lugar a dudas el reflejo alterado aquella noche era el quinto. Las figuras estaban ahora a unos veintiún metros de distancia, como había calculado anteriormente. El quinto reflejo de su rostro estaba pálido como siempre, aunque le pareció que su expresión estaba cambiando.

Sin embargo, como se había eclipsado más de la mitad tras la masa de cabezas, no podía asegurarlo. Definitivamente, la figura de negro llevaba un velo, aunque todavía no podía distinguir los rasgos que se ocultaban tras él. Sí, un velo... Y guantes negros largos, uno de los cuales envolvía el brazo delgado que se extendía hacia su hombro. De repente se dio cuenta de que, a pesar de su altura, similar a la suya, era una figura de mujer.

Al hacer este descubrimiento, una ráfaga de miedo difícil de entender le sacudió. Como en la segunda noche, quiso golpear a aquella figura para demostrar su insustancialidad. ¡Golpear el cristal! ¿Pero tendría efecto en una figura que se encontraba a veintiún metros de distancia? ¿Al romper el cristal rompería las nueve capas que según sus cálculos todavía le separaban de las figuras del mundo de los espejos? Tal vez sí. Y entonces la negra figura del mundo de los espejos vendría directamente a él... ahora.

En cualquier caso si la figura del velo continuaba acercándose, estaría con él dentro de cinco noches. Tal vez, si rompía el cristal ahora lo único que lograría sería acabar con los fenómenos horripilantes y fascinantes, detener a la figura para siempre. Pero, ¿lo deseaba realmente? Mientras se lo preguntaba llegó la duodécima campanada y la Dama Negra del quinto reflejo se desvaneció.

El resto de la noche, mientras tocaba Tchaicovski, mientras estudiaba las partidas de ajedrez de Vera Menchik, Lisa Lane y la señora Piatigorsky, buscando ocultas profundidades en ellas revivió la vida y amores de Giles Nefandor. Descubrió que había pocas mujeres en su vida, y que aquellas a las que se había atado en serio, o a las que había hecho un posible daño, eran menos todavía. La media docena de candidatas estaban todas, hasta donde él sabía, bien casadas y eran felices o habían triunfado en una u otra manera. Incluida, por supuesto, su esposa divorciada, aunque ella se había quejado a menudo de él y de sus aficiones.

En conjunto, aunque daba un carácter romántico a las mujeres, había tendido a alejarse de ellas, concluyó a disgusto. Tal vez la Dama Negra era una generalización, un símbolo, que llegaba a él para castigar su corazón de piedra. La mueca de disgusto se hizo más pronunciada. Tal vez la mortaja que traía era para él.

—Oh, la culpa y el castigo de las pasiones humanas —pensó—. El miedo, o tal vez el deseo, de castigo. ¡Qué dispuestos estamos a pensar que otros nos odian!

Durante la indagación en su memoria, la seda oscura se agitó varias veces. Le parecía que olvidaba a alguna mujer. Pero la seda se negó a salir de su tumba hasta que, a la noche siguiente, el reloj lanzó la duodécima campanada y la figura femenina del cuarto reflejo se desvaneció. Pronunció un nombre:

—Nina Fasinera.

Aquello resucitó un incidente enterrado, que le embistió con la fuerza con que vuelven los pequeños incidentes y encuentros perdidos en la memoria. Un instante no existen, al siguiente han vuelto con una fugacidad vertiginosa. Había sucedido hacía diez años, por lo menos seis antes de su divorcio, y sólo había visto a la señorita Fasinera una vez. Era una mujer alta y delgada de pelo negro, rasgos intrépidos y aguileños, ojos ligeramente saltones y labios largos y delgados que la fina punta de su lengua estaba siempre humedeciendo. Su voz era ronca, aunque rápida. Se movía con una gracia nerviosa de pantera, de forma que su vestido de seda pesada siseaba al contacto con su cuerpo escuálido.

Nina Fasinera había acudido a él, ahí, en su casa, con el pretexto de pedirle consejo acerca de la conveniencia de matricularse en una escuela de piano situada al otro lado de la ciudad. Era también actriz, le había dicho, pero él dedujo que no había trabajado mucho en los últimos años. Pensó que no debía tener muchos menos años que él: el azabache de su cabello, teñido; la suave tersura de su rostro, astringentes; sus jóvenes energías, producto de una tremenda voluntad. En suma, una especie de impostora —sus conocimientos de piano, rudimentarios; sus actuaciones, unas cuantas funciones de verano y papeles secundarios en Broadway—, pero una impostora valerosa y elegante.

Pronto dejó en claro que tenía más interés en él que en sus consejos y que estaba dispuesta —alerta, en guardia, peligrosa aunque responsable— a tener una aventura con él citándose para comer una semana después o allí y entonces, en aquel instante. Había sido, recordó, como si un duelista hubiese cruzado, ligera pero rápidamente, sus mejillas y sus labios con un cuero fino e insensible. ¡Ah, sí! Ella llevaba guantes, recordó de golpe. Guantes de color verde oscuro ribeteados de amarillo, del mismo tono que el vestido de seda.

Se había sentido muy atraído hacia ella, pero acababa de reconciliarse con su mujer quizá por duodécima vez y sentía hacia Nina Fasinera una avidez, una locura, y sobre todo una desesperación casi psicótica que le había asustado o, por lo menos, le había puesto muy en guardia. Se recordó a sí mismo preguntándose si estaría drogada. Así que había rechazado todos sus retos, cortésmente pero con frialdad, con una obstinación infinita que al final se había convertido en burlas. Le había acompañado a la puerta y se la había cerrado en las narices.

Al día siguiente leía en el periódico la noticia de su suicidio.

Por eso había olvidado el incidente, decidió. Se había sentido terriblemente culpable. No es que pensase que tenía un encanto fatal, y que una mujer pudiese morir porque él la rechazara, sino que seguramente él había significado la última carta de Nina Fasinera con el destino e, inconsciente de lo que estaba en juego, le había dicho fríamente:

—Ha perdido usted.

Pero había algo más que olvidaba. Algo relacionado con su muerte y que su mente había suprimido más fieramente. Mirando inquieto a su alrededor, se abalanzó sobre el rellano y bajó rápidamente el resto de los peldaños. Acababa de recordar que había recortado la noticia de su muerte de un periódico sensacionalista, y pasó el resto de la noche rebuscando entre sus papeles archivados. Cerca del amanecer lo encontró. Un papel amarillento de bordes desgarrados hundido en una de las copias de los nocturnos de Chopin:


UNA EX ACTRIZ DE BROADWAY SE VISTE PARA SU PROPIO FUNERAL


»Anoche, la encantadora Nina Fasinera, que actuó en Broadway hace tres años, se suicidó ahorcándose en la habitación que tenía alquilada en el número 1738 de Waverly Place, distrito de Edgemont, informó el sargento de policía Ben Davidow. Sobre su armario se encontró un monedero con 87 centavos. No dejó ninguna nota ni diario. La causa más probable fue la desesperación, según su patrona, Elvira Winters, que descubrió el cuerpo a las tres de la madrugada.

»Era una inquilina encantadora, siempre muy señora, y muy hermosa —manifestó la señora Winters—, pero últimamente parecía inquieta y triste. Le dejé que retrasase el pago de las últimas cinco semanas. ¿Quién me pagará ahora?

»Antes de poner fin a su vida, la señorita Fasinera, de 39 años, se había vestido con un traje de cóctel de seda negra, con complementos negros, entre ellos un velo y unos guantes largos, Había abierto las persianas y encendido todas las luces de la habitación. Fue el brillo de estas luces a través de la puerta de cristal lo que hizo que la señora Winters entrase en la pequeña habitación con una llave duplicada, al no obtener respuesta en sus llamadas. Vio el cuerpo de la señorita Fasinera colgado del gancho de la lámpara con un trozo de cuerda. Cerca de él había una silla tumbada. En el asiento de plástico, el sargento Davidow encontró señales que coinciden con los tacones de la actriz. El doctor Leonard Belstrom, que examinó el cuerpo, calculó que había muerto unas cuatro horas antes, es decir, a las doce.

»Estaba colgada entre el gran espejo del armario y el de la cómoda —declaró la señora Winters—. Casi podría llegar a ellos y haberles dado una patada, si hubiese podido dar patadas. La pude ver reflejada en los dos, una y otra vez, cuando intenté descolgarla y antes de sentir lo fría que estaba. Y además todas esas luces brillantes. Era horrible, pero como en el teatro.


Cuando Giles Nefandor terminó de leer el recorte, asintió dos veces y frunció el entrecejo. Sacó unos mapas de la ciudad y sus alrededores. Midió la distancia en línea recta desde la casa de alquiler de Edgemont hasta la suya. Luego utilizó las escalas de los mapas para convertir las medidas. El resultado, con la aproximación que los límites de la perfección permitían, fue de dieciocho kilómetros y medio. Luego calculó el tiempo que había transcurrido desde la muerte de Nina Fasinera: diez años y ciento un días. según la declaración de la señora Winters, la distancia entre los espejos entre los que se había ahorcado era de dos metros cuarenta, la misma que entre los espejos de su escalera.

Si Nina había entrado en el mundo de los espejos cuando murió y había estado avanzando hacia su casa a la misma velocidad de las últimas noches —dos reflejos, o cuatro metros ochenta, cada vez—, en diez años y ciento y un días había viajado dieciocho kilómetros y cuatro metros. Dieciocho kilómetros, punto más punto menos. Se preguntó, casi perezosamente, cómo podía recorrer una persona una distancia tan corta en veinticuatro horas. Debía depender de la distancia entre los dos espejos de partida, y también de los de llegada.

Tal vez se viajaba un reflejo de día y otro de noche. Tal vez era cierta su teoría de las cortezas ptolemaicas, y en cada corteza había sólo una puerta de salida que había que buscar, como si se atravesara un laberinto.

Encontrar en veinticuatro horas dos puertas en un laberinto de cristal podía ser una labor de lo más ardua en el mundo de los espejos. Y debía haber todo tipo de dimensiones entrelazadas: sendas lentas o rápidas; para viajar entre espejos de estrellas diferentes, habría que ir a más velocidad que la luz. Se preguntó, de nuevo casi perezosamente, por qué había sido elegido para esta visita y por qué, entre todas las mujeres, había sido Nina Fasinera la que había tenido la fuerza y la voluntad de tejer el laberinto de cristal durante diez años.

Estaba más impresionado que asustado. Impresionado de que un encuentro de una hora acarrease todas estas consecuencias. ¿Puede nacer un amor inmortal en una hora? ¿O había sido un odio inmortal lo que había florecido? ¿Había sabido Nina Fasinera algo del mundo de los espejos cuando se ahorcó? Recordó ahora que una de las cosas que ella había recalcado cuando trató de despertar su interés era su condición de bruja. Debía saber cómo estaban los espejos de su escalera cuando enfrentó los de su habitación. Ella los había visto.

La noche siguiente, cuando vio la figura negra en el tercer reflejo, reconoció instantáneamente el rostro tras el velo: el rostro pálido y enjuto, pero encantador, de Nina. Y se preguntó cómo no la había reconocido al menos cuatro noches antes. Miró ansiosamente a los tobillos, cubiertos por medias negras. Eran delgados y no habían engordado. Volvió rápidamente el rostro. Le miraba seriamente, quizá con un asomo de sonrisa.

Ahora su propio reflejo estaba casi por completo eclipsado tras los que se encontraban frente a sí. No pudo siquiera imaginarse su expresión. Tampoco lo deseaba. Sólo tenía ojos para Nina Fasinera. Le pesaban los años de soledad no percibido. Se dio cuenta de la desesperación con que había deseado que alguien le buscase. El reloj siguió tocando, marcando sin piedad el tiempo perdido para siempre. Ahora supo que amaba a Nina Fasinera, que la había amado desde la única hora en que se vieron. Por eso nunca se había ido de esta casa podrida. Había preparado su mente para el mundo de los espejos con partidas de ajedrez, con telegramas musicales y con las estrellas.

Excepto el color y el velo, llevaba el mismo vestido que en aquellos fatídicos sesenta minutos.

—Sólo con que se hubiera movido —pensó—, habría oído el siseo de la seda pesada a través de las cinco capas de cristal que quedaban. Sólo con que aquella sonrisa se hiciera más concreta...

Sonó la duodécima campanada.

En esta ocasión sintió una terrible angustia de pérdida cuando la figura se desvaneció, pero fue inmediatamente sustituida por un sentimiento de seguridad y de fe. Durante los tres días que siguieron, Giles Nefandor estuvo feliz y descansado. Tocó la música para piano que más le gustaba: Beethoven, Mozart, Chopin, Scriabin, Domenico Scarlatti. Repitió las partidas más famosas de Nimzowitch, Alekhine, Capablanca, Emanuel Lasker y Steinitz. Observó con amor sus objetos celestiales favoritos: el Panal en Cáncer, las Pléyades y las Híades, la Gran Nebulosa en la Espada de Orión; vio nuevas constelaciones telescópicas y pensó haber visto las sendas de cristal más imperceptibles.

A veces sus pensamientos se dirigieron ansiosos, pero culpables, a los intrincados pasillos de cristal del mundo de los espejos, secreto universo de diamantes, y a sus sueños sobre él: habitaciones sin fin y salones de techos y suelos forrados de transparencia. Pensó en los curiosos individuos perdidos entre los espejos, en los que vivían a la deriva en su interior, pensó en músicas cristalinas, juegos de vidrio, orgías y derrotas a todos los niveles, en millones de arañas refulgentes y en caminos de diamantes hasta las estrellas más lejanas.

Y a menudo pensó en Nina y la extrañeza de su relación: dos átomos marcados por un encuentro y ahora reunidos en medio de trillones de trillones de átomos iguales del universo. ¿Tardó el amor diez años en crecer, o diez segundos? También dio vueltas a estos pensamientos, mientras tecleaba el piano, movía los peones y enfocaba los objetivos.

Hubo momentos de duda y miedo. Nina podía ser la encarnación del odio, una araña de color negro azabache tejiendo la tela de cristal. Desde luego, era lo desconocido, aunque sentía que la conocía bien. Había habido aquellas primeras muestras de psicosis, y una inquietud felina, y aquella primera expresión de su rostro, enfermo de horror. Pero eran sólo detalles insignificantes. Cada una de las restantes noches se vistió con una atención inusitada: el traje negro recién cepillado, la camisa blanca, la corbata negra cuidadosamente anudada. Le agradó no tener que cambiar el color de su traje para que hiciese juego con el vestido.

La primera noche estuvo casi seguro de su sonrisa. La siguiente noche estuvo completamente seguro. Ahora estaban las dos figuras en el primer reflejo y pudo ver su propio rostro de nuevo, casi a un metro de distancia. Él también sonreía. La expresión de horror había desaparecido.

La mano de Nina, envuelta en el guante negro, estaba posada sobre su hombro, con las puntas de los dedos tocando el cuello blanco. Ahora parecía el gesto de una amante. La noche siguiente volvió por fin el viento, soplando con mayor y mayor violencia. No había nubes y las estrellas saltaron y juguetearon incontroladas por las lentes. El vendaval removía y agitaba sus destellos, que parecían ramas de cristal. El cielo era una gran ráfaga de aire salpicado de luces. No podía recordar un temporal como aquél. A las once casi le había echado del tejado.

Pero él siguió allí.

En lugar de acobardarse, le llenó de un terrorífico nerviosismo. Sintió que podría subir al aire y ser transportado ligera y suavemente a cualquier punto que desease del cosmos incrustado de diamantes. Sólo que tenía otra cita.

Cuando por fin entró, temblando de frío, y se quitó el abrigo de lana, oyó unos crujidos y choques, fuertes y espaciados. Cuando bajaba la escalera, todo estaba oscuro y los crujidos eran más fuertes. Comprendió que la gran araña del rellano se balanceaba con tanto recorrido que estaba rompiendo las vidrieras, astillando los cristales que quedaban. Todas las bombillas se habían fundido. Tanteó el camino hacia abajo pegado a la pared, para evitar las mortales cuchilladas de la araña. Sus dedos tocaron una suavidad absoluta. Era cristal.

El cristal se onduló un instante, hormigueando en sus dedos; oyó una respiración ronca e irregular, y el siseo de una seda; le rodearon unos brazos delgados y un cuerpo de mujer se oprimió contra el suyo; unos labios hambrientos buscaron los suyos, primero a través de un velo seco, seco, atormentador, luego carne. Pudo sentir entre los dedos la suavidad de una seda pesada, y bajo ella unas costillas ligeramente carnosas. Todo ello hundido en una oscuridad eterna y en un desorden salvaje. Desde el fondo de este último, sonaron las campanadas de medianoche.

Una mano subió por su espalda y unos dedos enguantados rodearon su cuello. Cuando sonaron las últimas campanadas, uno de los dedos se puso cruelmente rígido y tenso y se hundió bajo el cuello de la camisa, atrapando la corbata como con un gancho. Le levantó. Un dolor terrible estalló en la base de su cuello. Luego los estallidos le desbordaron.

Cuatro días más tarde, el policía que patrullaba tras la verja encontraba el cuerpo de Giles Nefandor, a quien conocía de vista, pero nunca en una vista como aquélla, colgado de la araña de hierro forjado, sobre un rellano nevado de fragmentos de cristal. Hubiesen sido más de cuatro si un ajedrecista de la ciudad, que jugaba una partida por correspondencia con el famoso anacoreta, no hubiese alertado a la policía al no obtener respuesta a su última postal, enviada hacía diez días.

El policía informó sobre el desagradable estado del cuerpo, sobre el brazo de la araña de hierro forjado introducido a través del nudo de la corbata, sobre los fragmentos de cristal y sobre otros detalles. Pero nunca informó sobre lo que vio en uno de los dos espejos de la escalera cuando lo miró detenidamente en el momento en que su reloj de pulsera señalaba las doce de la noche. Había una serie de reflejos de su propio rostro asombrado. Pero en el cuarto reflejo había dos figuras, dándose la mano, que le miraban por encima del hombro y le sonreían con malicia. Una de las figuras era la de Giles Nefandor, aunque más joven de como le recordaba en sus últimos años. La otra era una mujer vestida de negro, con la parte superior de su rostro cubierta por un velo.


Fritz Leiber (1910-1992)




Relatos góticos. I Relatos de Fritz Leiber.


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El análisis y resumen del cuento de Fritz Leiber: Medianoche en el Mundo de los Espejos (Midnight in the Mirror World), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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