«La estatua de piedra negra»: Mary Elizabeth Counselman; relato y análisis


«La estatua de piedra negra»: Mary Elizabeth Counselman; relato y análisis.




La estatua de piedra negra (The Black Stone Statue) es un relato de terror de la escritora norteamericana Mary Elizabeth Counselman (1911-1995), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1937 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1964: A medias en las sombras (Half in Shadow).

La estatua de piedra negra, sin dudas uno de los grandes cuentos de Mary Elizabeth Counselman, se ha convertido en un verdadero clásico del relato pulp, y por motivos que van mucho más allá de su argumento.

En el relato de terror, los escultores —y pintores y artistas plásticos en general— a menudo son descritos como individuos alienados, perversos, obsesionados, monomaníacos, cuyos egos colosales finalmente logran imprimir su propia locura en sus abominables creaciones. En este sentido, La estatua de piedra negra de M.E. Counselman, acaso por primera vez, desecha las obsesiones personales y establece la idea de que la supuesta locura del escultor —y del artista en general— en realidad está vinculada con dos aspectos atávicos del ser humano: el narcisismo y la idolatría.

La estatua de piedra negra, que bien podría inscribirse en el cuento policial o la ficción detectivesca, incorpora elementos tales como el ingenio, la creatividad artística, pero también la codicia, la conspiración, el asesinato, y una misteriosa criatura extraterrestre. Si bien esto parece conformar un cliché de la ciencia ficción, el marco que utiliza Mary Elizabeth Counselman anula por completo esa clasificación.

El relato está narrado a través de una nota de suicidio enviada por un artista a los directores del Museo de Bellas Artes de Boston, quienes le han solicitado, debido al increíble y perturbador realismo de sus figuras, que cree una estatua de sí mismo, naturalmente, con consecuencias nefastas.




La estatua de piedra negra.
The Black Stone Statue, Mary Elizabeth Counselman (1911-1995)

A los Directores del Museo de Bellas Artes. Boston, Massachusetts.


Hoy he recibido, a bordo del S.S. Madrigal, vuestro gentil mensaje, alabando mi trabajo y pidiendo humildemente —como solo podría pedírsele a un genio—, si podría crear una estatua de mí mismo para que sea colocada entre las obras maestras de vuestro ilustre museo. Ah, estimados caballeros, aquel mensaje fue para mí la última pieza del rompecabezas.

Me desprecio por lo que hice en nombre del arte, la codicia, el dinero, la fama, el hastío de la pobreza y el desprecio por mis inferiores, el odio por el mundo que se negó a ver algún mérito en mi obra: todas estas cosas me condujeron a cometer una serie de extraños y terribles crímenes. En estos días he considerado en el suicidio como una salida, por cierto, cobarde. Pero desde que recibí el mensaje resolví escribir esta carta para el mundo. Una vez escrita, estoy dispuesto a expiar mis pecados en una forma irónicamente horrible, pero quizá esa manera sea la más adecuada.

Permítanme regresar a aquella miserable tarde en la que entré en el vestíbulo de la casa de huéspedes de la señora Bates: un triste y sucio edificio para los que, como yo, fueron perseguidos por la pobreza. Cuando tropecé con aquel lugar, empapado y fatigado por el hambre, la ancha figura de la dueña bloqueaba el pasillo. Estaba discutiendo con un joven alto y mal vestido, cuyo rostro estaba seguro de haber visto.

—Sólo una semana —rogaba, con su profunda y amable voz a la vieja bruja—. Le pagaré el doble en cuanto se cumpla el plazo, tan pronto como pueda cerrar el trato que tengo entre manos.

Me detuve, observándolo mientras sacudía la nieve de mi sombrero. Sus ojos grises se cruzaron con los míos a través de la cabeza de la dueña demacrada. Sus ojos estaban aún más brillantes por la emoción contenida. Había fuerza y carácter en aquel rostro, debajo de esa barba color caoba. Había también un conjunto firme en sus hombros y una cabeza bien formada. Allí, pensé, hay alguien que ha vivido riesgos, alguien cuyos limpios rasgos, incluso debajo de esa espesa barba, le parecían vagamente familiares a mi ojo de escultor, atento siempre al más ínfimo detalle.

—Ni un día más —la señora Bates se había cruzado de brazos obstinadamente—. Una semana de alquiler por adelantado o se retira.

Me moví hacia delante, escarbando en mis bolsillos. Le sonreí a aquel hombre y le puse en las manos de la vieja mis últimos dos dólares. Ésta se alejó satisfecha y me dejó a solas con el extraño.

—No debió hacerlo —dijo, y estrechó fuertemente mi mano—. Pero se lo agradeszo. Se lo pagaré la próxima semana: sí —susurró y sus ojos adquirieron un brillo anticipado—. Le haré un cheque por mil dólares. No: ¡dos mil dólares! —se rio con deleite de mi expresión irrisoria y, silbando, se sumergió de nuevo en la tormenta.

Descubrir su identidad me paralizó. Paul Kennicott: el joven aviador cuya foto había estado en la primera plana de todos los periódicos hace apenas unos meses. Su nave se había estrellado en algún lugar de la selva brasileña: el país entero lamentó su muerte y la de su copiloto ¿Por qué, entonces, había regresado a escondidas a Nueva York, casi como un criminal, sin un centavo, al borde de la histeria y para esconderse en una pocilga?

Subí las escaleras hasta mi habitación. Estaba colocando con poco entusiasmo la aguja sobre mi Dancing Group, cuando de repente me percaté de un zumbido, como el sonido que hace una abeja encerrada en un frasco. Me di palmadas en los oídos varias veces: enojado, creyendo que el ruido estaba en mi cabeza. Pero siguió y cada instante aumentaba. Parecía venir del pasillo. Al mismo tiempo, escuché el crujir de unos pasos en la escalera justo afuera de mi habitación.

Caminé hacia la puerta y la abrí de golpe: vi a Paul Kennicott caminando en puntas de pie pero con un apuro furtivo.

Se sorprendió de verme e intentó ocultar debajo de su abrigo una caja negra. Tenía al menos dos pies de largo y estaba hecha de madera y de la tela del ala de un aeroplano. De esto no me di cuenta, ya que parecía estar cubierta por una capa de esmalte negro. Cuando la caja golpeó el barandal, se produjo un fuerte sonido metálico: no como se esperaría que sonara la madera envuelta en tela. Aquel zumbido, estaba muy consciente, provenía de su interior.

Salí al pasillo y me paré de frente, bloqueándole el paso:

—Mira —irrumpí—. Sé quién eres, Kennicott, pero no sé por qué te escondes de esta manera. ¿De qué se trata todo esto? O me lo aclaras inmediatamente o te entrego a la policía.

El pánico se asomó en sus ojos. Me suplicaron, por un instante, que callara. Justo después oímos los pesados pasos de la señora Bates subiendo las escaleras.

—¿De quién es esa radio? —su quejumbrosa voz la precedió—. ¡La escucho zumbar! Sáquenla si no quieren pagarme extra por la electricidad.

—Demonios —dijo Kennicott—. Deténgala, no deje que esa anciana descubra esto. ¡Se arruinaría todo! Ayúdeme y le contaré toda la historia.

Pasó delante de mí sin esperar respuesta y cerró la puerta. El zumbido se atenuó y luego se apagó rápidamente. La señora Bates subió las escaleras y me miró acusadoramente:

—Así que es usted el de la radio, ¿verdad? Se lo advertí el día que llegó que…

—Muy bien —dije, aparentando estar irritado—. La apagaré, de cualquier modo, mañana se va. Se la estaba guardando a un amigo.

—Ah, está bien —me miró amargamente y bajó las escaleras murmurando en voz baja.

Me acerqué hacia la puerta de Kennicott y llamé suavemente. Una llave chirrió en la cerradura. En la cama, amortiguada por las almohadas, yacía la caja negra, zumbando.


IN...NN...N...NG...NG...


Sonaba exactamente como una radio sintonizando una estación vacía.

Impaciente, observaba a Kennicott atravesando la pequeña habitación del ático de un lado a otro, frotándose las manos.

—¿Entonces? —pregunté.

Con obstinación, con una voz torpe y emocionada, comenzó a contarme la historia de la cosa en la caja negra. Me senté en la cama. Mis ojos rebotaron en la cara de Kennicott, bajo el hechizo de lo que estaba narrando.

—Nuestro avión fue derribado. Hicimos un aterrizaje forzoso en medio de la jungla. Si conoce Brasil sabrá cómo habrá sido. ¡Árboles, árboles, árboles! Insectos trepadores grandes como un puño. Un hedor de vegetación pudriéndose y, de vez en cuando, el chillido de algún pájaro, lo suficientemente extraño como para ponerte los pelos de punta. Estábamos en medio de la nada. Me arrastré fuera del lugar del accidente con una muñeca torcida y pocas heridas, pero McCrea, mi copiloto, se rompió una pierna y se fracturó varias costillas. Estaba en mal estado, pobre diablo. Un hombre pequeño, gordo, calvo, tímido con las mujeres y siempre bromeando.

La cara del piloto, convulsa, por un momento, se quedó mirando la caja con una singular expresión de aborrecimiento.

—McCrea está muerto, ¿verdad?

Kennicott negó con la cabeza y se encogió de hombros:

—Sólo Dios lo sabe. Creo que eso podría llamarse muerte. Pero déjeme continuar: sudamos y nos abrimos paso a través de una pared impenetrable de maleza durante dos días, cargados con la comida y los cigarros que teníamos en esa improvisada caja.

Al tocarla sentí que esa cosa cuadrada detrás de mí continuaba zumbando sin descanso.

—McCrea tenía fiebre, entonces hicimos un campamento y me apresuré a buscarle agua. Cuando regresé...

Kennicott se quedó sin voz.

—Cuando regresé —continuó— McCrea se había ido. Lo llamé pero nadie contestó. Después, pensando que tal vez se habría alejado, en medio de su delirio, seguí su rastro en la jungla. No fue difícil porque tenía que abrirse paso a través de la maleza, y de vez en cuando encontraba sangre en una zarza o tal vez un pedazo de tela de su camisa.

»A unos cien metros al sur del campamento escuché un zumbido. Convencido de que esto había atraído a McCrea, lo seguí. Se hizo más fuerte, como el zumbido de un dínamo. Parecía llenar el aire e incluso hacer vibrar a los árboles. Apreté los dientes a causa de la monotonía del ruido, pero seguí adelante e inesperadamente me encontré caminando en una parte de la selva casi completamente negra. No había rastros de fuego, como supuse en un principio, sino que estaba muerta. No había ningún color; y en esa selva, con su exuberante follaje, el efecto era realmente devastador. Era como si alguien hubiera apagado las luces y de todos modos pudieras distinguir la forma de cada objeto alrededor tuyo. Era siniestro.

»Había arena negra en el suelo hasta donde podía ver. No era la suave tierra de la jungla, húmeda y fértil. Esta cosa era dura y seca y brillaba como el carbón. Todos los árboles eran negros y ninguna hoja se movía, no había ningún insecto. Casi me desmayo cuando me di cuenta por qué: era un bosque petrificado.

»Esos árboles, hojas y todo lo que había allí, se habían convertido en una piedra brillosa y negra que se parecía al carbón pero que era mucho más dura. No se astilló cuando la golpee. Tampoco se doblaba. Simplemente me escabullí a través de los huecos en esa maleza rígida como el hierro. Y todo era negro, una selva de roca, como salida del Infierno de Dante.

»Tropecé con un objeto y me detuve a recogerlo. Era la cantimplora de McCrea, la única cosa a la vista, a parte de mí, que no estaba hecha de piedra negra. Entonces había venido por aquí. Aliviado, empecé a gritar su nombre pero el sonido de mi voz me asustó. El pánico se apoderó de mí: un miedo irracional, mientras el sonido de mi voz golpeaba contra los árboles y se replicaba en mil ecos. Por debajo sostenido ese zumbido que nunca cambiaba de tono. No sé por qué; tal vez por su monotonía o el continuo negro de ese bosque de piedra, pero mis nervios se quebraron y me retiré por donde había venido, llorando como un niño.

»Debí haber andado en círculos, tropezándome y cortándome con la baja maleza hecha de roca. En mi espanto olvidé el camino hacia el campamento. Estaba perdido, lo supe abruptamente, en ese infierno de roca color carbón, sin comida y sin oportunidad de conseguirla, con la cantimplora vacía de McCrea en la mano y sin saber hacia dónde había ido en su delirio febril. Durante horas lo maldije. El zumbido me había desquiciado, vibrando en esa estridente nota. Pensé que me volvería loco.

»Exhausto, me senté sobre la arena negra, junto al tronco de un árbol. McCrea me había abandonado, pensé locamente. Alguien lo había rescatado y me había dejado aquí a morir, lo cual puede darle un testimonio aproximado del estado mental en el que me encontraba. Todos estos pensamientos de deshicieron al ver algo que estaba a unos pocos metros a mi derecha. Parecía ser un poste del mismo oscuro mineral, pero no lo era. Me arrastré hacia él y me senté ahí, boquiabierto, mis sentidos tambaleándose mientras el zumbido sonaba más y más fuerte en mis oídos.

»Era una estatua de piedra negra de McCrea, fiel hasta el más mínimo detalle.

»Su representación permanecía inclinada, sosteniendo con una mano su pistola. Su ancha figura, el casco de aviador, la muleta improvisada, e incluso las férulas de su pierna rota eran de reluciente piedra negra. Su cara, y hasta la última de sus pestañas; era una perfecta máscara de piedra negra, que expresaba un horroroso desconcierto.

»Me levanté y caminé alrededor de la figura, luego la empujé. Se derrumbó, como cualquier estatua lo haría: el sonido fue ensordecedor. Al levantarla, me sorprendí de encontrarla con unos veinte kilos menos, como mínimo. Intenté engancharla con un pedazo de fuselaje que había traído del aeroplano, para usarlo como machete, pero sólo conseguí partirlo por la mitad. No se desprendió ni una astilla de la estatua. No apareció ni una abolladura en esa superficie pulida.

»Aquello era tan extraño que no intenté comprenderlo, pero comencé a llamar de nuevo a McCrea. Si era una broma, inimaginable, por cierto, él podría explicarla. Pero no hubo respuesta aparte del monótono zumbido de aquel dínamo invisible. En vez de aterrarme ese descubrimiento me despabiló. Haciendo uso de todo lo que había a mi alrededor, comencé a arrastrarme hacia el campamento, pensando que McCrea podría haber regresado tras mi ausencia. El maldito zumbido era tan alto que lastimaba mis tímpanos aunque me cubriera las orejas con las manos. De repente me detuve. Delante de mí, bajo el arbusto de piedra negra, había algo que me estremeció.

»No puedo describirlo. Nadie puede. No se parecía a nada conocido: era, acaso, como una baba en forma de estrella, gelatinosa y transparente, que brillaba y cambiaba de color como un ópalo. Parecía ser una especie de animal primigenio, unicelular, no muy grande, quizá de un metro de diámetro cuando estiraba los miembros. Se extendía por la arena como un caracol, descubriendo su camino con esas puntas como de estrella. Y entonces zumbó.

»El zumbido de esa cosa no dejaba de resonar en mis oídos. Producía nauseas el sólo mirarla y, a la vez, también una sensación hermosa... todos esos colores incandescentes reluciendo contra el escenario de piedra negra y muerta. Me acerqué atraído por su ritmo. Pensé en empujarlo con el pie, pero no pude atreverme a tocar esa cosa blanda y gelatinosa. Me quité el casco y lancé mis gafas hacia ella. No se detuvo ni giró, simplemente extendió uno de sus sensores y las gafas se volvieron de piedra.

»Dios es testigo de que esas gafas de cuero y cristal fueron petrificadas ante mis ojos. En menos de un segundo se volvieron una piedra dura, como todo lo que me rodeaba. Me di cuenta, en un terrible momento, del significado de esa extraña y vívida estatua de McCrea. Supe lo que él había hecho. Había empujado a esa bestia gelatinosa con su arma.

»Me dieron nauseas. Quise correr y escapar de aquel horror, pero la razón vino a mi rescate. Recordé que era Paul Kennicott, el intrépido, el explorador. Gracias a una experiencia horrible, McCrea y yo nos topamos con algo que podría revolucionar el mundo. McCrea estaba muerto, o suspendido en una fantasmal forma de vida; pero le debía a él, y a mis instintos, el no haber perdido mi cabeza en ese instante.

»Los usos prácticos de esa cosa me vinieron a la cabeza de repente. Aquella piedra negra que la criatura creaba al contacto con cualquier sustancia —por la secreción de sus glándulas, quizás— era indestructible. Puentes, casas, edificios, carreteras podrían ser construidas de cualquier material ordinario y luego podían ser petrificados por el contacto con esta criatura que, seguramente, cayó de algún planeta con un tipo de vida distinta a la nuestra. Millones mal gastados cada año podrían invertirse en otras preocupaciones: ningún ciclón, terremoto o inundación podría dañar a una ciudad construida con esta dura piedra negra.

»Dije una oración por mi copiloto, ahora mártir, y luego me decidí a atrapar esa cosa y llevarla conmigo a la civilización. Sin embargo, no me aventuré a intentarlo hasta que estudiar el problema desde todos los ángulos posibles. Descubrí que cualquier sustancia, una vez petrificada, se volvía inmune al poder de la cosa. Arrojé mi cinturón sobre la criatura: vi cómo se solidificaba, y luego puse mi reloj en contacto con el cinturón de piedra. Mi reloj se mantuvo tal cual estaba. Otro fenómeno que descubrí fue que la petrificación también le ocurre a las cosas que están en contacto directo con algo que la criatura tocó previamente, sólo si eso aún no termina de petrificarse.

»Até mi guante a mi anillo y dejé que la cosa tocara solamente el guante. Ambos objetos fueron petrificados. Lo intenté otra vez pero ahora con tres objetos encadenados uno a otro: descubrí que el primer objeto en contacto y el que inmediatamente está vinculado a éste se convirtieron en piedra negra, mientras que el tercero se mantuvo sin alteraciones.

»Me tomó tres días atrapar esa cosa, a pesar de que no opuso mayor resistencia. McCrea, pobre diablo, había cometido un error. Yo, por el contrario, lo abordé de manera científica, conociendo el peligro contra el que me enfrentaba. Tomé el camino de regreso al campamento para ir por provisiones; sí, la que está en la cama junto a usted. Cuando la cosa la tocó se transformó en una perfecta caja de piedra negra. Con un horror vago, recogí a la criatura por medio de unas ramas petrificadas y la puse dentro. ¡Por dios! Qué placer se despertó en mí tras aquella sensación de casi tocar a ese horrible organismo.

»El viaje de regreso fue una pesadilla. Gasté casi todo lo que tenía contratando asustadizos nativos para que me guiaran unos pocos kilómetros antes de que se volvieran locos debido al zumbido de la caja. Casi la pierdo a bordo de un buque con destino a los Estados Unidos. Mi compañero de cuarto pensó que era una máquina infernal y trató de arrojarla por la borda. Me gasté mis últimos dólares haciendo que se callara la boca; y así anduve hasta que llegué a esta pocilga.

Paul Kennicott rio y extendió sus manos:

—Y aquí estoy. Aún no me atrevo a ver a alguien conocido. Los reporteros me correrán como a un vagabundo o a un loco. Necesito hacer los contactos adecuados. ¿Ahora se da cuenta de que hay en está caja? —sonrió como niño— ¡Fama y riqueza! Eso es lo que hay. La ciencia nos recordará, a mí y a McCrea, como a los de Edison, los Bell y muchos otros. Hemos descubierto una nueva fuerza que enloquecerá al mundo por sus múltiples posibilidades. Por eso —afirmó— es que me escabullí al interior del país como un extranjero. Si la gente incorrecta escucha mi historia mi vida no valdrá ni un centavo, ¿entiende? Hay millones involucrados en esta cosa. ¡Billones! ¿No lo ve?

Se detuvo, mirándome ansiosamente. Lo miré fijamente y me levanté despacio de la cama. Los pensamientos bullían en mi cerebro —pensamientos horribles y oscuros, bajando y fluyendo al ritmo de esa cosa:


IN...NN...N...NG...NG...


Yo también vi las posibilidades de esa criatura gelatinosa. Pero estaba pensando como escultor. ¿Qué me importan a mí las carreteras y los edificios? ¡La escultura lo es todo en mi vida! A mi ojo superior se elevó nuevamente la imagen de McCrea, tal como la describió Kennicott: una figura, perfecta hasta el detalle, hecha de piedra negra.

Kennicott seguía mirándome ansiosamente, quizá leyendo los pensamientos oscuros que se movían lentamente como una sombra detrás de mis ojos.

—¿Lo mantendrá en secreto? —preguntó—. Haga eso por mí y le pondré el estudio más sorprendente que sus sueños más salvajes han soñado jamás. Haré que se vuelva famoso. ¿Qué dice?

Sus ojos grises se clavaron en mi abrigo sucio.

—Es usted una especie de artista, ¿no? Le mostraré lo mucho que aprecio su ayuda. ¿Está conmigo?

Quizá si no hubiera dicho eso, aplastando mi arrogante orgullo y ambición a la vez, nunca lo hubiese hecho. Desgraciadamente, una oscura envidia creció dentro de mí; envidia de ese hombre que podría ahora salir caminando con su logro y hacer que el mundo se inclinara ante él, mientras que yo, en mi propio campo, no era para los demás sino lo que él me dijo: una especie de artista.

Ese momento supe lo que tenía que hacer. No miré esos sinceros ojos grises. Al contrario, clavé mi mirada en la ruidosa caja negra y mi áspera y ronca voz dijo:

—No. ¿De verdad pensó que creería esa tonta historia suya? ¡Está enfermo! Voy a llamar a la policía, ellos descubrirán qué sucedió realmente con McCrea. No hay nada en esa caja. Es sólo un sucio y estúpido truco.

La boca de Kennicott se abrió y luego se cerró con algo de ira. Inmediatamente se encogió de hombros y esbozó una estúpida sonrisa.

—Por supuesto que no me cree —dijo— ¿Quién lo haría? A menos que hayan visto lo que yo ví. Aquí —dijo irónicamente—, tomaré ese libro y lo lanzaré dentro de la caja para usted. Verá a la cosa y, también, como este libro se transforma en piedra negra.

Di un paso atrás, mi corazón latía, mis ojos se cerraban.

Kennicott se apoyó sobre la cama, desató la caja cautelosamente con una expresión de total concentración y me invitó a acercarme. Miré brevemente sobre sus hombros mientras él arrojaba el libro a la caja. Vi el terror: una cosa opalescente, como una deforme estrella de mar. Vibró y parpadeó por un momento. La habitación se sacudió a causa del ensordecedor zumbido. También vi el pequeño libro encuadernado en tela que Kennicott había arrojado dentro: era un libro perfectamente labrado, detalle a detalle, en piedra negra.

—Ahí está, ¿lo ve? —dijo Kennicott señaló.

Y esas fueron sus últimas palabras.

Recordando lo que había dicho sobre las propiedades de la criatura, y su incapacidad para petrificar un tercer objeto en cadena, agarré el brazo de Kennicott por la manga y le di un fuerte tirón: vi su mano sacudirse, por un instante, en el fondo de la caja. La manga se endureció debajo de mis dedos. Di un salto atrás, asustado por lo que había hecho. Paul Kennicott, con sus brazos echados hacia atrás y su fino rostro con la expresión más grande de horror que pude haber visto, había sido convertido en una brillante estatua de piedra negra.

De repente unos pasos se aproximaron. La señora Bates, seguramente, pudo haber escuchado el violento zumbido de la caja. La cerré rápido, pero con diligencia, intentando, sobre todo, amortiguar el sonido, y la empujé debajo de la cama. Estaba parado en la puerta cuando la señora llegó, caminando e hinchándose a través de las escaleras. Mi cara estaba en calma, mi voz contenida y nadie, salvo yo, podía escuchar el agitado sonido de mi corazón.

—¡Oiga! Le dije que apagara la radio. ¡Sáquela de la habitación en este mismo instante!

Me disculpé amablemente y con gran habilidad saqué la caja de herramientas diciendo que era la radio portátil que había estado probando para un amigo.

—¿Qué es eso? —preguntó— Se parece a ese señor que... ah, con que ese era su amigo, ¿verdad?

—Es uno de mis modelos. Estuve trabajando en esta estatua toda la noche. Pensé que tendría que rentar una habitación para él, pero tan pronto como terminé la estatua se marchó No fue necesaria una habitación después de todo. Pero se puede quedar con el dinero de la renta si así lo desea. Ah, y hágame favor de conseguirme un taxi para llevar mi obra a la estación. Está lista para ser enviada al Museo de Bellas Artes.

Y esa, caballeros, es mi historia. La estatua de piedra negra que, irónicamente, decidí titular Miedo a lo desconocido, no es producto de mi destreza. No es de extrañar que varias personas hayan notado su semejanza con el explorador perdido. Tampoco esculpí el grupo de soldados comisionados por la Asociación Antiguerra. Nada de lo que han dado en llamar Sinfonías de la oscuridad brotó de mi mano, pero sí podría contarles qué pasó con los modelos que tuvieron la mala suerte de posar para mí.

Mi verdadero arte no es, quizá, superior al de un novato, aunque después de esta fatídica tarde me he creído capaz de hacer un excelente trabajo como escultor. Pero soy un impostor. Ustedes, caballeros, quieren una estatua de mí, según dicen en el mensaje. ¿Una estatua esculpida en esa misteriosa piedra negra que me ha hecho tan famoso?

Estoy escribiendo esta confesión a bordo del S.S. Madrigal; debo dejarla lista con algún administrador para que les sea enviada en el siguiente puerto. Esta noche sacaré de mi habitación, en su caja, a está horrible cosa que nunca se ha alejado de mí. Tal criatura, contraria a toda naturaleza en este planeta, debe ser exterminada. Tan pronto como llegue la oscuridad iré al muelle y dejaré la caja sobre el barandal, balanceada de tal manera que cuando mi mano toque lo que está adentro, ésta caerá al fondo del océano.

Me pregunto si el proceso de ser convertido en una piedra es doloroso o si solamente va acompañado de un sentimiento de letargo. ¿Y McCrea, Paul Kennicott y todos esos desafortunados modelos a quienes hice pasar como mi obra están muertos, como sabemos que es la muerte, o estarán conscientes y sensibles? ¿Cómo se sentirá el contacto de esa criatura gelatinosa? ¿Acaso transmitirá una especie de corriente eléctrica violenta o provocará una sutil emanación de alguna fuerza más allá de nuestro conocimiento, cambiando la estructura atómica de nuestra carne al momento de convertirnos en piedra?

Muchas de esas preguntas me han surgido mientras esperaba despierto, torturado por el remordimiento de todo lo que había hecho. Pero esta noche, caballeros, esta noche, conoceré todas las respuestas.


Mary Elizabeth Counselman (1911-1995)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Elizabeth Counselman.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Mary Elizabeth Counselman: La estatua de piedra negra (The Black Stone Statue), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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