Cuál es la ÚNICA PREGUNTA que se debe hacer en TERAPIA.
Camilo Unzué no es un completo inepto social, como lo califican muchos de sus detractores; es, en definitiva, un hombre, y eso significa que la confidencia, la facilidad para abrir su corazón y compartir sus miserias, no estaba entre sus mayores virtudes.
Pueden imaginarse a Camilo como uno de esos sujetos que asisten a fiestas, conciertos, ejecuciones públicas, siendo perfectamente capaz de entablar una conversación casual, o mejor dicho, de seguir el hilo de su interlocutor.
No es que le costara hablar. Por el contrario. Era sumamente elocuente cuando se lo proponía. Pero digamos que rara vez instalaba el tema de conversación. Era siempre una segunda guitarra, o una tercera, en el rincón más oscuro del escenario.
En el espeso puchero de la conversación varonil en el Teufel, Camilo no era la sal y ciertamente no era la pimienta: estaba ahí, claro que estaba, pero como una de esas especias aromáticas que no suman ni restan, ingredientes indescifrables para el paladar: cilantro, a lo mejor, o estragón. Si los quitamos el puchero sigue siendo un puchero, pero no es lo mismo. Hay algo que le falta; nadie sabe exactamente qué, pero falta.
Por su desgano supimos que algo le ocurría.
Por el rostro radiante de Gabriela Imperatrice, su novia, supimos que ella lo había dejado.
Esto dio comienzo al lento descenso de Camilo Unzué hacia los abismos del retraimiento.
Ya no frecuentaba los sitios en los que habitualmente nos reuníamos con los muchachos. Sus conversación yerma, desierta de propuestas, se redujo a lo mínimo indispensable: sí, no, amargo, hasta Lavalle y Esmeralda, y no mucho más. Su voz, de tono dulce, casi como pidiendo permiso por existir, se oyó cada vez menos en el Teufel.
El profesor Lugano, auténtico gurú de los exégetas del barrio, nos informó que, por un tiempo, Camilo ya no se reuniría con nosotros. Estaba haciendo terapia.
Todos asentimos en silencio.
Terapia.
Vaya a saber uno por qué, pero esa palabra, al menos para un grupo de energúmenos como el nuestro, testimonia nuestro fracaso como amigos.
Así pasaron los meses.
Y los años.
Cuatro años.
Fue entonces cuando el profesor Lugano nos informó que, desde el primer día de terapia, había coordinado una arriesgada misión de espionaje. No es que cuestionara el oficio de la licenciada Safo, formada en psicoanálisis en los más prestigiosos centros clandestinos de la ciudad, sino que dudaba del pobre Camilo, de que su segunda guitarra no se oyera en el concierto lacaniano del consultorio de la calle Arenales.
El rabino Sosa fue el líder de la comisión: plantó dispositivos de escucha en los rincones estratégicos del consultorio: debajo del diván, en la biblioteca, en un retrato desmejorado de Marie Bonaparte. Humberto Masticardi, ya retirado de la profesión médica, se encargó de transcribir las escuchas para que pudiésemos analizarlas en el bar.
Se registraron las 184 sesiones de terapia de Camilo Unzué. Solo en una se hizo mención a Gabriela.
La licenciada Safo, muy hábil para prolongar la terapia más allá de lo éticamente aconsejable, lo hizo recorrer casi todos los terrenos despoblados de su alma, los baldíos de su corazón, donde flores chúcaras florecían y se marchitaban en los muros agrietados, pero el nombre de Gabriela solo se mencionó una vez, al comienzo, antes de ser sepultado por el colosal edificio de complejos y trastornos de la personalidad.
Transcribo a continuación lo que se dijo en la última sesión de terapia:
—Bien —dijo la licenciada Safo—, eso es todo. Hasta la semana que viene. Ahí retomaremos el tema de aquel arácnido que tuvo ocasión de ver a los cinco años, sin dudas una representación del temor atávico por el vello púbico de su madre.
—Disculpe, licenciada, pero quisiera hacerle una pregunta.
—Aquí la que hace las preguntas soy yo, mi estimado y solvente neurótico.
—Entiendo. Bueno, hasta la semana que viene.
Por el sonido chirriante de una silla suponemos que, en este punto, la licenciada Safo se incorporó e interceptó a Camilo justo antes de atravesar el umbral del consultorio.
—Solo por curiosidad —dijo la licenciada—, creo que puedo formular esa pregunta por usted: ¿quiere hablar sobre aquella chica que mencionó en la primera sesión?.
El suspiro de alivio de Camilo Unzué quedó registrado en el dispositivo del rabino Sosa con absoluta claridad, como si de repente la orquesta cesara de tocar y pudiésemos oír con total claridad los acordes de la última guitarra.
—Ése es el único motivo por el que vengo desde hace cuatro años.
Filosofía del profesor Lugano. I Egosofía: filosofía del Yo.
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