La tanga.


La tanga.




Por lo general, cuando Virginia despertaba de una pesadilla, la pasaba mal. Le costaba sacarse de encima las sensaciones del sueño, y esto le ocurría seguido, cada vez más, en los últimos años; de modo tal que cuando recibió el llamado telefónico de su hermano, informándole que su padre había muerto y que era su responsabilidad pasar a retirar las cenizas, se alegró profundamente.

Porque el viejo, bien rompebolas, quería que se arrojaran sus cenizas al mar.

Un día después, vestida de impecable luto, Virginia se subió a su vehículo y manejó toda la noche a través de esa niebla lechosa que repta por las rutas del sur de la provincia de Buenos Aires. Llegó a Los Paraísos al amanecer, puntualmente, para cumplir con su deber. Una excusa certera le había evitado el fastidio de asistir al velatorio. Nadie la puso en duda, desde luego. ¿Quién, en plena madrugada, con el sobresalto que supone recibir la noticia de una desgracia como aquella, puede tener los reflejos necesarios para concebir un pretexto convincente?

Virginia podía.

Y podía porque, a esa hora en la que todos duermen, ella estaba despierta, sobrecogida por sus pesadillas, pero lúcida.

Hay quien dice que, para evitar el mal momento de que se le apedreara el ataúd, don Jacinto Ochoa urgió a su prole, abundante y no siempre en buenos términos entre sí, para que se lo cremara. Después de todo, el viejo era un auténtico cretino. Chupado era peor. Ante la menor contradicción, pelaba, orgulloso, y lanzaba un chorro prodigioso de orina.

—¡Arrímese, doña, así mean los hombres! —decía Ochoa.

Por lo general esto dejaba perplejos a sus adversarios. Casi todos lo evitaban, salvo cuando cobraba el jornal, que derrochaba en tinto con sus alcahuetes del boliche. Durante una noche al mes, Ochoa era un tipo generoso. El resto del tiempo se lo tenía por puerco, y se lo respetaba por hijo de puta.

Pero la muerte, en ocasiones, sirve para recuperar algo de prestigio, de modo tal que, además de recordarse virtudes exageradas para los naipes, una memoria prodigiosa para las formaciones históricas de River, también se lo lloró.

Después de la ceremonia sus hijos regresaron inmediatamente a Buenos Aires. Virginia percibió los residuos de la reunión en la casa del viejo: olor a caña, a querosén, al mutismo que ronda por los velorios rurales y, por debajo, un hedor más turbio, rancio, como a resignación.

Así olían sus pesadillas.

Virginia aprovechó para llevarse algunas pocas pertenencias, pero lo cierto es que el viejo había vendido casi todo, según creyó, para saldar deudas. Del exiguo botín que logró recuperar había una bombachita rosa, perdida en el fondo de un cajón. Todavía le calzaba bien. Siempre fue menudita.

A la tarde, Virginia fue hasta el crematorio de Mercedes Paz. Recibió las cenizas de su padre en una pequeña urna. Ella compró una mejor, de cerámica. La colocó en el asiento trasero del auto y manejó de vuelta al pueblo. No hay mar cerca de Los Paraísos, pero hay una charca, profunda e inmóvil, donde en verano boquean colonias de renacuajos. Esa madrugada Virginia caminó por las orillas y cavó un pocito en el barro. Esperó pacientemente hasta que el viento le permitiera encender un fuego. Se quitó el vestido negro, lo dobló cuidadosamente, y lo puso a un costado. Luego se quitó la bombacha y la arrojó a las llamas. Recogió los restos con mucho cuidado y los depositó en el interior de la urna, sobre las cenizas de su padre. Entonces se metió en el charco hasta la cintura, desnuda, esperando que el viento cambiara. Al amanecer abrió la urna, y el viento se llevó las cenizas sobre las bocas de los renacuajos.

Pero las pesadillas continuaron.




Diario éxtimo. I Egosofía.


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