El hombre más allá del teléfono es un relato fantástico del escritor Álvaro Valderas, quien amablemente nos ha permitido compartirlo con ustedes en nuestro espacio.
Culpables por albergarlos, a veces convertimos los malos recuerdos en pesadillas para purgarnos de ellos y negar que hayan existido, como yo hice con aquella figura de la niñez que me aterrorizó, simplemente la sepulté en el pasado, tan profunda que cuando me contaban historias similares tendía a reírme tomándolas por fantasías. Hasta que la campaña de Afganistán me la revivió, precisamente allí, la tierra de la desmemoria, la que ostenta el morboso mérito de haber sufrido la masacre más rápidamente olvidada en Occidente. Tanto periodista combativo (de los dos bandos; tres, si hemos de contar a los musulmanes) y tanta atención mediática no habrían de durar ni siquiera lo que la misma intervención militar, pues incluso antes de que los norteamericanos se retiraran ya el mundo estaba pendiente de otras noticias, y aquella guerra a la que nadie llamó por su nombre fue desechada mientras en las colinas, en las ciudades, comenzaba la verdadera lucha, de la que nadie quiso darse por enterado.
Aquella fue mi última vez de muchas cosas, de fotografía química, por ejemplo, un universo yéndose completo por la cloaca. Nunca volví al reportaje de guerra, tampoco, ni he podido regresar a Afganistán. No me pude despedir de Manuel, que encontró la paz en un aeropuerto, después de tanto viaje, ni he vuelto a hablar con Karmele, de la que me alejó un mal comentario. De Ahmed hasta el rostro se me está desdibujando, apenas le guardo sino afecto y el nombre. No he vuelto, por último, a respirar bien desde entonces, ni a contemplar completa mi mano izquierda, porque me volaron la mitad. Entre tantas muertes, qué lógico haber perdido también algo; haber regado el suelo, ya de por sí tan rojo, con mi veneno.
Nuestro campamento estaba a veinte kilómetros de Kabul, vigilado o protegido por las fuerzas de ocupación. La mayor parte de los reporteros estadounidenses e ingleses eran infiltrados de la inteligencia aliada, y estaban allí con el propósito de cortar nuestro acceso a ciertas informaciones y dirigirnos la mirada, también la pluma, si se pudiera. De paso, rellenaban una base de datos sobre nosotros, tendencias, ideas políticas, puntos débiles. Por lo general, resultaban muy evidentes, y alguno tenía antecedentes desde la Guerra del Golfo, aunque había cambiado de periódico. Quizá otros, australianos o canadienses, hasta consiguieron engañarnos y atravesar el filtro, colarse. No tiene mucha importancia, si pensamos que había micrófonos y cámaras en casi cada esquina. Destacaba uno, Andy, que especialmente no se trataba con nadie, de carácter abrupto, y con el que yo no había cruzado más de tres o cuatro frases. La noche antes de que avanzáramos hacia la capital, volviendo de orinar fuera del tiesto —costumbre muy de mi patria que tenía amargados a mis colegas alemanes— por casualidad pasé por delante del remolque de comunicaciones, y allí lo vi, de espaldas al ventanuco, hablando por teléfono y gesticulándole al aire. De repente, con una intuición incuestionable, supe sin lugar a dudas que se estaba refiriendo a mí. Hizo varias preguntas y acabó acatando la orden de actuar al día siguiente. Apenas pude dormir, dándole vueltas a esa idea ilógica, ¿por qué habría de ser a mí, si en ningún momento había pronunciado mi nombre ni había hecho ninguna referencia que me identificase? Eso apuntaba la razón, que pronto se encontró indefensa ante la fuerza arrolladora del recuerdo:
Durante toda mi infancia, cuando mi padre tenía que corregir mi comportamiento de manera seria, tomaba el teléfono, marcaba, hablaba con alguien —que yo sabía, aunque jamás escuché su voz, que era un hombre— a veces durante más de media hora, y negaba, incluso llegué a verlo implorando, pero al final cedía, aceptaba, como si las razones o la inevitabilidad lo hubiesen convencido, colgaba triste y yo le adivinaba que la penitencia sería mayor aún de lo que él hubiese diseñado por sus propios medios. Mirándome a los ojos, o dejándome que lo mirara, levantaba los hombros, me indicaba con el gesto que no había remedio, de manera que la paliza o las privaciones o el encierro comenzaban a hacerme efecto antes incluso de que me los contara, me los echara encima, dolían desde la primera excitación. ¿Quién era el hombre al otro lado del auricular y con qué derecho se metía en mi vida, dominando a mi padre, el todopoderoso? Cuando crecí, en esa edad en la que aún eres niño pero la cabeza cocina juicios muy adultos, concluí que aquello no parecía sino un teatro burdo que él montaba para descargarse de culpa y poder llevar su vesania hasta donde la naturaleza o la prudencia se lo permitieran, o mi salud. Farsa, quizá locura, o simple falta de carácter como si, al ser dictados por otra persona, los azotes no cayeran bajo su conciencia. Yo cumplo órdenes. Tienes que entenderme.
Aquella noche, en el campamento, revivió la imagen, confirmé la peor de mis sospechas. Cuando, a la mañana siguiente, bombardearon nuestro camión, pensé que aquel era el castigo prometido, premeditado, mandado imponer por una voz lejana. Durante cuatro horas, los muertos quedaron confundidos con los vivos. Perdí varios amigos y dos dedos. Luego nos rescataron.
Mi mujer está hablando por teléfono, me dijo que con el médico, pero me mira mucho, y llora. Recibe instrucciones sobre mi dolor en el pecho, esta opresión, y los seis meses que llevamos visitando hospitales para que yo me encuentre cada vez peor. Se gira y vuelve a mirarme: no es como mi padre, al que desde una edad prudente ya no he vuelto a ver, y cuyas respuestas al correo demuestran corresponder a mi desinterés, ni como Andy, a quien apenas conocía aunque estuve bajo su control. Tras doce años de matrimonio entre dos personas que no hubieran debido casarse con nadie, porque ni estaban hechas de esa pasta ni en su sino estaba escrito (a ella, quizás el amor, si existe, la comprensión o la costumbre la hayan empujado a continuar y, la convivencia, al cariño), manteníamos una cordial complicidad sin celos, que llegaba hasta la admisión de un oficio que te lleva de un continente a otro buscando las balas o, desde mi lado, a practicar la ceguera selectiva con una relación extramarital de la que no tengo pruebas, pero que intuyo muy clara, la sé instalada en mis ausencias, y desde mi retorno estoy estorbando. Me echa otro vistazo rápido, como para mostrarle al interlocutor que están hablando de mí, de una persona y no del objeto directo de una frase, como para pedirle que mire a través de sus ojos este cuerpo y se apiade. Parece que va a llorar. En este tiempo, en verdad que nos hemos ayudado, nos hemos demostrado una gran ternura. Pero alguien le está dando la orden para esta noche. Me vuelven los terrores de la infancia, imaginando los golpes y los privilegios rotos antes de que ocurrieran, lleno de angustia, de pena, sentimiento puro que anula el raciocinio, incluso la voz de mis disculpas no habla lo que yo le pido, balbucea inconexa. Me regresa el dolor de entonces y se me instala en el pecho. Recuerdo cómo, en el camión, la masa de un periodista inglés me cubrió durante la explosión. Probablemente sus pedazos parecerían míos en el suelo, y mi brazo machacado terminó de convencer a los soldados cuando llegaron a rematarnos, tanta sangre que cualquiera se equivocaría. Esta noche, apenas la sábana podrá protegerme, dormido como estaré en pocos minutos por el efecto de las pastillas. Ahora estoy contemplando lo último que alcanzaré jamás a ver, Ana llorando, los bordes de la cama, la mesita. No lo había imaginado así.
Y pienso en quién será el hombre del teléfono y en cómo ha cobrado tanto poder sobre mi vida, con qué habrá dominado a mis verdugos, si con promesas o chantaje, por qué desde niño resulto tan importante para él, por qué únicamente me mortifica, nunca me premia.
Intento darle un rostro. Quizá me lo haya cruzado muchas veces, un familiar lejano, o un vecino, o alguien que nos odiase, quizá mi nacimiento representase para él una vergüenza. Pero no puedo representármelo, porque el rostro de la venganza es invisible.
El hombre más allá del teléfono.
Alvaro Valderas, (1965- )
Culpables por albergarlos, a veces convertimos los malos recuerdos en pesadillas para purgarnos de ellos y negar que hayan existido, como yo hice con aquella figura de la niñez que me aterrorizó, simplemente la sepulté en el pasado, tan profunda que cuando me contaban historias similares tendía a reírme tomándolas por fantasías. Hasta que la campaña de Afganistán me la revivió, precisamente allí, la tierra de la desmemoria, la que ostenta el morboso mérito de haber sufrido la masacre más rápidamente olvidada en Occidente. Tanto periodista combativo (de los dos bandos; tres, si hemos de contar a los musulmanes) y tanta atención mediática no habrían de durar ni siquiera lo que la misma intervención militar, pues incluso antes de que los norteamericanos se retiraran ya el mundo estaba pendiente de otras noticias, y aquella guerra a la que nadie llamó por su nombre fue desechada mientras en las colinas, en las ciudades, comenzaba la verdadera lucha, de la que nadie quiso darse por enterado.
Aquella fue mi última vez de muchas cosas, de fotografía química, por ejemplo, un universo yéndose completo por la cloaca. Nunca volví al reportaje de guerra, tampoco, ni he podido regresar a Afganistán. No me pude despedir de Manuel, que encontró la paz en un aeropuerto, después de tanto viaje, ni he vuelto a hablar con Karmele, de la que me alejó un mal comentario. De Ahmed hasta el rostro se me está desdibujando, apenas le guardo sino afecto y el nombre. No he vuelto, por último, a respirar bien desde entonces, ni a contemplar completa mi mano izquierda, porque me volaron la mitad. Entre tantas muertes, qué lógico haber perdido también algo; haber regado el suelo, ya de por sí tan rojo, con mi veneno.
Nuestro campamento estaba a veinte kilómetros de Kabul, vigilado o protegido por las fuerzas de ocupación. La mayor parte de los reporteros estadounidenses e ingleses eran infiltrados de la inteligencia aliada, y estaban allí con el propósito de cortar nuestro acceso a ciertas informaciones y dirigirnos la mirada, también la pluma, si se pudiera. De paso, rellenaban una base de datos sobre nosotros, tendencias, ideas políticas, puntos débiles. Por lo general, resultaban muy evidentes, y alguno tenía antecedentes desde la Guerra del Golfo, aunque había cambiado de periódico. Quizá otros, australianos o canadienses, hasta consiguieron engañarnos y atravesar el filtro, colarse. No tiene mucha importancia, si pensamos que había micrófonos y cámaras en casi cada esquina. Destacaba uno, Andy, que especialmente no se trataba con nadie, de carácter abrupto, y con el que yo no había cruzado más de tres o cuatro frases. La noche antes de que avanzáramos hacia la capital, volviendo de orinar fuera del tiesto —costumbre muy de mi patria que tenía amargados a mis colegas alemanes— por casualidad pasé por delante del remolque de comunicaciones, y allí lo vi, de espaldas al ventanuco, hablando por teléfono y gesticulándole al aire. De repente, con una intuición incuestionable, supe sin lugar a dudas que se estaba refiriendo a mí. Hizo varias preguntas y acabó acatando la orden de actuar al día siguiente. Apenas pude dormir, dándole vueltas a esa idea ilógica, ¿por qué habría de ser a mí, si en ningún momento había pronunciado mi nombre ni había hecho ninguna referencia que me identificase? Eso apuntaba la razón, que pronto se encontró indefensa ante la fuerza arrolladora del recuerdo:
Durante toda mi infancia, cuando mi padre tenía que corregir mi comportamiento de manera seria, tomaba el teléfono, marcaba, hablaba con alguien —que yo sabía, aunque jamás escuché su voz, que era un hombre— a veces durante más de media hora, y negaba, incluso llegué a verlo implorando, pero al final cedía, aceptaba, como si las razones o la inevitabilidad lo hubiesen convencido, colgaba triste y yo le adivinaba que la penitencia sería mayor aún de lo que él hubiese diseñado por sus propios medios. Mirándome a los ojos, o dejándome que lo mirara, levantaba los hombros, me indicaba con el gesto que no había remedio, de manera que la paliza o las privaciones o el encierro comenzaban a hacerme efecto antes incluso de que me los contara, me los echara encima, dolían desde la primera excitación. ¿Quién era el hombre al otro lado del auricular y con qué derecho se metía en mi vida, dominando a mi padre, el todopoderoso? Cuando crecí, en esa edad en la que aún eres niño pero la cabeza cocina juicios muy adultos, concluí que aquello no parecía sino un teatro burdo que él montaba para descargarse de culpa y poder llevar su vesania hasta donde la naturaleza o la prudencia se lo permitieran, o mi salud. Farsa, quizá locura, o simple falta de carácter como si, al ser dictados por otra persona, los azotes no cayeran bajo su conciencia. Yo cumplo órdenes. Tienes que entenderme.
Aquella noche, en el campamento, revivió la imagen, confirmé la peor de mis sospechas. Cuando, a la mañana siguiente, bombardearon nuestro camión, pensé que aquel era el castigo prometido, premeditado, mandado imponer por una voz lejana. Durante cuatro horas, los muertos quedaron confundidos con los vivos. Perdí varios amigos y dos dedos. Luego nos rescataron.
Mi mujer está hablando por teléfono, me dijo que con el médico, pero me mira mucho, y llora. Recibe instrucciones sobre mi dolor en el pecho, esta opresión, y los seis meses que llevamos visitando hospitales para que yo me encuentre cada vez peor. Se gira y vuelve a mirarme: no es como mi padre, al que desde una edad prudente ya no he vuelto a ver, y cuyas respuestas al correo demuestran corresponder a mi desinterés, ni como Andy, a quien apenas conocía aunque estuve bajo su control. Tras doce años de matrimonio entre dos personas que no hubieran debido casarse con nadie, porque ni estaban hechas de esa pasta ni en su sino estaba escrito (a ella, quizás el amor, si existe, la comprensión o la costumbre la hayan empujado a continuar y, la convivencia, al cariño), manteníamos una cordial complicidad sin celos, que llegaba hasta la admisión de un oficio que te lleva de un continente a otro buscando las balas o, desde mi lado, a practicar la ceguera selectiva con una relación extramarital de la que no tengo pruebas, pero que intuyo muy clara, la sé instalada en mis ausencias, y desde mi retorno estoy estorbando. Me echa otro vistazo rápido, como para mostrarle al interlocutor que están hablando de mí, de una persona y no del objeto directo de una frase, como para pedirle que mire a través de sus ojos este cuerpo y se apiade. Parece que va a llorar. En este tiempo, en verdad que nos hemos ayudado, nos hemos demostrado una gran ternura. Pero alguien le está dando la orden para esta noche. Me vuelven los terrores de la infancia, imaginando los golpes y los privilegios rotos antes de que ocurrieran, lleno de angustia, de pena, sentimiento puro que anula el raciocinio, incluso la voz de mis disculpas no habla lo que yo le pido, balbucea inconexa. Me regresa el dolor de entonces y se me instala en el pecho. Recuerdo cómo, en el camión, la masa de un periodista inglés me cubrió durante la explosión. Probablemente sus pedazos parecerían míos en el suelo, y mi brazo machacado terminó de convencer a los soldados cuando llegaron a rematarnos, tanta sangre que cualquiera se equivocaría. Esta noche, apenas la sábana podrá protegerme, dormido como estaré en pocos minutos por el efecto de las pastillas. Ahora estoy contemplando lo último que alcanzaré jamás a ver, Ana llorando, los bordes de la cama, la mesita. No lo había imaginado así.
Y pienso en quién será el hombre del teléfono y en cómo ha cobrado tanto poder sobre mi vida, con qué habrá dominado a mis verdugos, si con promesas o chantaje, por qué desde niño resulto tan importante para él, por qué únicamente me mortifica, nunca me premia.
Intento darle un rostro. Quizá me lo haya cruzado muchas veces, un familiar lejano, o un vecino, o alguien que nos odiase, quizá mi nacimiento representase para él una vergüenza. Pero no puedo representármelo, porque el rostro de la venganza es invisible.
Álvaro Valderas.
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El relato: El hombre más allá del teléfono fue escrito por Álvaro Valderas. Todos los derechos de reproducción se encuentran sujetos a la voluntad de su autor.
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