Oscar Wilde y un poema de amor infalible.


Oscar Wilde y un poema de amor infalible.




Supongamos que el amor responde a intereses matemáticos, es decir, que surge de una mecánica oscura pero previsible, exácta, contra la que el individuo nada puede objetar aunque desconozca por completo su naturaleza. Explicar porqué nos enamoramos de una persona determinada es tan complicado como explicar cómo digerimos una manzana sin conocer conscientemente los engranajes gástricos que se ponen en funcionamiento. El amor aparece, o no, a despecho de nuestras consideraciones. De poco podemos jactarnos en todo lo referente al amor.

La leyenda señala que Oscar Wilde, hacedor de rimas y versos esenciales, fue consultado sobre este asunto por un amigo atribulado. La mujer que amaba se mostraba rigurosamente indiferente ante sus lances, reacción que no lo desanimó en absoluto, por el contrario, de hecho lo hizo llevar a pensar las razones últimas de su desprecio.

Este caballero, sobre el que Oscar Wilde no deja pistas reconocibles, estaba seguro de no ser mejor o peor que otros caballeros a los que esta dama amaba con probervial ligereza. ¿Dónde estaba el error entonces? ¿Por qué esta mujer no se enamoraba de él? ¿Qué oscuros motivos entraban a tallar en la reacción femenina ante un hombre que le declara su amor incondicional?

El poeta recogió la turbación de su amigo, y pensó -supongamos que pensó- que el amor acaso responde a una ecuación determinada, oscura para el profano, pero decididamente clara para el sabio hacedor de conjuros métricos.

Creyó que el amor no es espontáneo, es decir, que no se construye sobre el vacío sino sobre imperceptibles triangulaciones y laberínticos pasadizos emocionales. En consecuencia, bastaba encontrar el camino preciso hasta el corazón de alguien para someterlo del modo más certero.

Como cada individuo es distinto, el acceso al corazón de alguien es diferente en cada persona. Algunos están prolijamente tapiados, otros, en cambio, se abren con la naturalidad de las flores ante el sol que se insinúa. En ese instante, que podemos imaginar de gozosa epifanía, Oscar Wilde comprendió que lo único necesario para enamorar a alguien es hallar la combinación precisa de palabras que accionen los delicados mecanismos del sentimiento. En otras palabras, pensó en la poesía como un conjuro.

Se reunió con este amigo perturbado, y acto seguido le pidió un informe meticuloso sobre la dama en cuestión, sobre sus gustos, aficiones, odios, amores, desdichas, placeres, en fin, todos aquellos detalles irrelevantes que el enamorado vigila minuciosamente. Ya en poder de este informe, Oscar Wilde se encerró en su habitación con la promesa de emerger con un poema de amor infalible, por cierto, solo eficaz sobre esta mujer en particular.

Cuenta la leyenda que Oscar Wilde pasó una semana de componiendo el poema. Para hacerlo, se valió de datos estadísticos, astrológicos y de una sintaxis que resultaría demoledora para el corazón de aquella mujer impermeable. Creyó que existía una combinación precisa de letras, palabras y versos que se traducirían en una aceptación irreversible, en un amor puro y decidido.

Exhausto por la dura labor, Oscar Wilde terminó su poema, lo entregó solemnemente a su camarada, y éste, después de firmarlo, se lo encomendó con impaciencia a un mensajero. Los días pasaron y se convirtieron en semanas, que a su vez se ensancharon en meses de profunda tribulación. Vencidos por la curiosidad, Oscar Wilde y su anónimo compañero se presentaron en la mansión de la joven, justo a tiempo para presenciar una fiesta en honor de su reciente compromiso con un noble de acaudalada vulgaridad. Como dos sombras se introdujeron en la habitación de la joven, forzaron un cofre de madera y bronce donde la muchacha conservaba su epistolario, y vieron con asombro que la carta con el poema había sido leída en tiempo y forma. Podemos pensar que reaccionaron con asombro.

Los años pasaron, y el rostro de aquella dama indiferente se fue haciendo más y más bello, mientras que las facciones del desdichado camarada de Oscar Wilde se fueron demacrando de un modo irreversible. El poeta, confiado en su arte, le había sugerido que la felicidad de la dama era solo aparente, y que luego de leer su poema ya no podría amar a ningún otro hombre. Su amigo, menos permeable a las ecuaciones poéticas de Wilde, lo mandó a la mierda con total educación.

Casi veinte años después de aquella composición prodigiosa, la mujer enviudó; e inmediatamente se puso en contacto con el abatido amigo del poeta, y le confesó un amor absoluto que venía atormentándola desde que leyó su poema. El hombre le escribió a Oscar Wilde asegurándole que, después de todo, el poema había surtido efecto, y que la muchacha se había casado por orden de su padre sin estar enamorada.

Oscar Wilde, quizás para bendecir aquella unión demorada, cenó con la reciente pareja, atestiguó el rostro reluciente de la joven, presa durante años de un amor que no sentía, y las facciones avejentadas de su amigo, que había vivido su amor a flor de piel aún en la ausencia del objeto amado. Al regresar a su mansión, Oscar Wilde escribió sobre el margen de un libro una de sus frases más certeras:


El rostro de un hombre es su autobiografía.
El rostro de una mujer es su obra de ficción.

[A man's face is his autobiography.
A woman's face is her work of fiction.
]




Oscar Wilde. I El lado oscuro del amor.


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1 comentarios:

A chuisle dijo...

Interesante relato, creo que cualquier poema de Wilde es infalible. Es fascinante.



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