«Los enigmas de la inscripción»: Jean Ray.
Los enigmas de la inscripción (Les énigmes de la maison Rules) —también traducido como Los enigmas de la casa Rules— es un relato de detectives del escritor belga Jean Ray, publicado en 1936.
Los enigmas de la inscripción, uno de los grandes cuentos de Jean Ray, pertenece al ciclo de relatos de Harry Dickson, un detective paranormal, cuyas historias casi siempre transitan un camino velado para otra clase de investigadores, tal vez más socráticos.
Los enigmas de la inscripción.
Les énigmes de la maison Rules, Jean Ray (1887-1964)
La casa del señor Edwin Rules se encuentra situada en Clarendon Street, a doscientos metros de la Belgrave Road, y, ciertamente, es una de las más antiguas de las vetustas casas de ese elegante barrio de Westminster. Se distingue de las demás no solamente por su elevada y negra fachada, con esculturas cubiertas por la pátina de los siglos, sino también por su altivo desdén a alinearse con ellas. En efecto, es preciso atravesar una especie de minúscula explanada, que en otro tiempo fue una pradera o un jardín, antes de acceder a la estropeada escalinata de piedra azul que, tras una subida de siete escalones, lleva hasta la puerta, provista de rejas, postigos, adornos y clavos de hierro, como la puerta de un convento. Pero esta puerta no se contenta únicamente con estos adornos tan poco ordinarios: se enorgullece además de una inscripción en letras góticas que un profano no consigue descifrar, y que tras bastantes intentos, y después de haberlo conseguido, le asombra o espanta, pues esta inscripción es verdaderamente muy extraña:
Cada uno tiene su secreto.
¿Lo tienes tú?
¡Yo tengo el mío!
Yo no te pregunto el tuyo.
No me preguntes el mío.
Algunos folkloristas e historiadores han copiado esta inscripción, la han discutido y examinado y, a pesar de todo eso, no han conseguido descifrarla. El señor Rules, el dueño del lugar, preguntado en numerosas ocasiones al respecto, se encogía de hombros con aire de perfecta ignorancia. Hacía cerca de quinientos años que la casa pertenecía a la familia Rules, de la que él era el último representante, pero eso no le hacía comprender mejor lo que sus lejanos antepasados habían hecho esculpir en la madera de la puerta de su casa. Por otra parte, el actual propietario de esta antigua mansión era un hombre ignorante, deseoso de poder vivir una vida tranquila en su vejez, soltero empedernido, conservador y tradicionalista. Le gustaba recibir a algunos amigos, en general pequeños burgueses del barrio, tratarles de acuerdo con las conveniencias, pues era un tanto chapado a la antigua, y leerles algunos poemas que él componía sobre temas tiernos y pasados de moda. La Casa Rules es espaciosa, y en siglos pasados debió de poseer gran número de sirvientes; pero el estado actual de la fortuna de Edwin Rules no le permite un lujo semejante y, en el momento presente, su servidumbre se reduce a tres personas: la severa miss Alice Donovan, el ama de llaves; el criado Mat Bellows, viejo sabelotodo del lugar, y Kate Grummer, la cocinera... ¡Magnífica cordon bleu! Si creemos a las criadas del vecindario, había rechazado principescas ofertas para permanecer al servicio del señor Edwin Rules.
Todas estas personas vivieron hasta ahora, y desde hace muchos años, la tranquila vida de su señor, sin prever ciertamente la intrusión de los elementos extraños que vamos a narrar. Así, el 20 de octubre amaneció, para los habitantes de la casa de Clarendon Street, bajo los auspicios de una perfecta felicidad. El señor Edwin Rules, que festejaba su cincuenta cumpleaños, iba a recibir dignamente a sus amigos. Una enorme tarta, salida de los hornos de la famosa pastelería Bresson, estaba colocada desde la víspera en el centro de la mesa, adornada con cincuenta velitas multicolores, que brillarían con una pequeña llama efímera en el momento del postre. Desde las siete de la mañana, cuando el señor Rules había llamado a la digna miss Donovan, discutían una grave cuestión:
–¿Me pondré mi traje color tabaco o mi levita verde botella, miss Alice? –preguntaba con aire preocupado.
Miss Donovan frunció las cejas, reflexionó y decidió:
–Mejor su levita verde. Hoy cumple usted cincuenta años, sir Edwin, lo que equivale a decir que se despide de la juventud.
–Tiene usted razón, miss Alice –se apresuró a responder el buen hombre–; usted siempre tiene razón. ¿Querría usted traerme la carta del menú que vamos a ofrecer?
Miss Donovan llamó inmediatamente a Kate Grummer, que rápidamente comenzó a dar explicaciones atropelladas y definitivas:
–Se sentarán a la mesa a las cinco, pero los invitados llegarán a las cuatro y media; durante los treinta minutos siguientes se les servirá oporto con pastelillos de hojaldre fríos. Después les ofreceremos: ”Sopa de tallarines. Rábanos con mantequilla; salsa de pimienta, anchoas, apio en sal gruesa. Ostras en su concha; aves al plato. Tarrinas de huevas de carpa; un lomo de vaca asado. Un paté de rodaballo; un guisado de caza; pescado a la crema. Faisán asado; lomo de liebre a la marinera. Champiñones gratinados y alcachofas rellenas como acompañamiento. Suflé de calabaza; pudings variados; y de postre, además de esa tarta que no me parece en absoluto comestible, quesos franceses y escoceses, compotas, frutas variadas y frutas en aguardiente.
El señor Edwin Rules aprobó con la cabeza.
–Es maravilloso –dijo–. Sin embargo voy a permitirme una observación, una pequeña observación..., muy pequeña..., me hubiera gustado un paté de riñones a la pimienta...
–¿Riñones a la pimienta en una cena de cumpleaños como ésta? –exclamó Kate Grummer–. ¿Y mi reputación..., cómo iba a quedar mi reputación, señor?
–Es cierto... –dijo rápidamente el pobre Edwin Rules–. ¡Nada hubiera resultado más desagradable en este banquete que riñones a la pimienta!
Kate se alejó con la cabeza alta, orgullosa de su victoria, y el dueño de la casa se volvió hacia miss Donovan.
–Ocupémonos ahora de nuestros invitados –dijo.
–Nuestros invitados y amigos de siempre –interrumpió ella–. En primer lugar, el honorable Francis Tunder, juez de paz y mayordomo de la parroquia; el señor y la señora Belair, personas de buena cuna; el matrimonio Crane...
En este punto, miss Alice arrugó ligeramente la nariz.
–... Comerciantes, tenderos, pero que nos son útiles porque nos venden los mejores alimentos a precios razonables.
–El señor Anselmus Crane ha escrito un libro de poemas –añadió displicente el señor Edwin Rules.
–En cualquier caso, esa no es una razón para invitarle –dijo acremente el ama de llaves–; las personas de bien que han escrito libros de poemas son muy pocas, señor Rules. ¡Debiera saberlo usted!
El pobre hombre inclinó la cabeza y ahogó una lágrima por su violín de Ingres, pero ya miss Donovan había continuado su enumeración.
–El señor Kay Bleacher, nuestro vecino, un hombre muy rico.
–No me gusta demasiado... –dudó el señor Rules.
–Habla de un modo autoritario, ya lo sé. Esperaba esta observación de su parte, señor; pero nosotros tenemos, o mejor aún, usted y él tienen intereses comunes; sabe usted perfectamente que posee un derecho de servidumbre sobre una parte del jardín de atrás y que jamás hace uso de él.
–Sí, sí –gimió el señor de la casa–, usted siempre tiene razón.
–También vendrá la familia Lobster. Son sus primos, no sé verdaderamente cómo, sin duda por casualidad, pero son sus primos, y no se puede eliminar decentemente por completo a la familia en una cena como ésta. De ese modo tendremos siete personas de más en nuestra mesa: su primo, el señor Arthur Lobster, y su esposa, Anna Lobster, de soltera Cheeseman, sus cuatro hijas: Ena, Greta, Wilma y Leta, así como su vieja tía Auntie Lobster.
–Se olvida usted del anciano señor Quatrefages –interrumpió el señor Rules–. Sabe usted perfectamente que él jamás se separa de los Lobster.
–Es cierto. Eso hace que los Lobster sean ocho, y además la señora Amalia Bedrop, la célebre fílántropa.
Edwin Rules le lanzó una mirada suplicante, pues a sus ojos la célebre filántropo siempre aparecía bajo la forma amenazante del dragón de la fábula.
–Como puede comprobar, lo que no falta es gente –terminó miss Alice con un tono de satisfacción.
–Muy justo... –aprobó su señor–. Pero permítame decirle que me he ocupado de invitar a la señorita Jacqueline Maugham, la deliciosa poetisa de Sonrisas de Otoño.
Miss Donovan lanzó una especie de silbido, un verdadero sonido de cobra enfadada.
–¿Le importa mucho su presencia, señor? –preguntó ella con una voz ácida–. Creo que esta dama no siempre es recibida por la gente que se respeta así misma, según tengo entendido.
Pero en esta ocasión el señor Rules parecía dispuesto a mantener su papel de señor de la casa.
–Me importa mucho –dijo con una voz clara–. Me gustan mucho los escritos de esa señora, así que la he invitado con una carta personal.
Miss Alice se inclinó.
–Usted es el amo, sir Edwin, y no debo discutir ni sus órdenes ni sus deseos. Miss Jacqueline Braugham...
–Perdón, Maugham...
–Como sea...; esa señorita estará entre nuestros invitados.
–Estrenaré mi corbata azul con lunares verdes –decidió con un tono un tanto brusco sir Edwin.
Miss Donovan hizo un gesto de ahogado que aspira violentamente aire; durante un instante se hubiera podido creer que iba a ponerse enferma, pero ella sacó prestamente su frasco de sales de lavanda del bolso y se inclinó más profundamente que nunca.
–Daré las órdenes precisas a Bellows –murmuró ella con una voz mortecina.
El señor Rules se quedó solo y, orgulloso de festejar una doble victoria se ofreció una gota de su cordial favorito: un viejo jerez perfumado con naranjas. El día pasó en idas y venidas por parte de los sirvientes y de los proveedores. Hacia las tres de la tarde, Bellows, bajo la severa mirada del ama de llaves, puso una mesa magnífica en el comedor, amueblado con pesados y ricos muebles flamencos y holandeses. A las cuatro y cuarto, el matrimonio Crane, que se esforzaba siempre extraordinariamente por llegar los primeros, llamaron a la puerta, cargados de pequeños paquetes, lo que les atrajo la simpatía y admiración momentánea de miss Donovan. Casi inmediatamente les siguieron los otros invitados, con excepción de Kay Bleacher, que llegó cuando el oporto y los pastelillos de hojaldre ya estaban servidos. La señorita Jacqueline Maugham aún no estaba allí cuando el reloj de pared del gran salón anunció, con un sonido preparatorio, que iban a dar las cinco. El ama de llaves ya estaba esperando la llegada de un recadero que trajera una nota de excusa de la poetisa, cuando la campanilla de la puerta de la calle comenzó a sonar y la retrasada hizo su aparición.
–Sir Edwin –dijo dando la mano al anfitrión–, para excusarme de este retraso alego un caso de fuerza mayor, ¡y qué fuerza!, y que proviene de un extraño individuo que quería, a toda costa, que diera un paseo en coche con él.
–¡Un rapto! –exclamaron las jóvenes Lobster–. ¡Oh! ¡Cuéntenoslo todo, señorita Maugham! ¡Es terriblemente apasionante!
Miss Donovan lanzó una terrible mirada a la poetisa.
–Vaya una intrigante-murmuró–. ¡Apenas ha llegado y ya quiere hacerse la interesante a toda costa!
La joven alzó los hombros con un poco de indiferencia.
–¡Bah! ¡Se desilusionarán rápidamente, señoritas! No era más que un loco. Estaba al volante de un viejo automóvil, parado en la esquina de Elm Park Road, a veinte pasos de mi casa.
”Señorita Maugham, exclamó en cuanto me vio, deseo hablarle con urgencia, pero este triste marco de calles y avenidas polvorientas no es nada propicio para una conversación con» una persona de su clase. Quiero llevarla al campo, a Kingston o a Epping... Mi veinticuatro caballos la conducirá hasta allí más deprisa que el carro alado de la leyenda persa. Por toda respuesta llamé a un taxi y di orden al conductor de que me trajera a Clarendon Street. En ese mismo instante el original anciano puso en marcha su coche y nos alcanzó a la altura de Burtons Court. ¡Señorita Maugham! –exclamó–. Escúcheme. Al mismo tiempo, su coche hizo un brusco movimiento y chocó con mi taxi, que se subió a la acera. El loco se paró un instante, y luego, levantando los brazos al cielo, comenzó a chillar: “¡Fatalidad! ¡Fatalidad!” Después de lo cual se marchó a toda velocidad, dejando que mi chófer se las entendiera con una agente de policía, que acudió con intención de levantar un acta.
–¡El señor Edwin Rules está servido! –anunció Mat Bellows.
La cena fue magnífica. Verdaderamente Kate Grummer se había esmerado: a cada plato, un concierto de alabanzas se elevaba de la inmensa mesa. La cena terminó a las diez, y entonces el señor Kay Bleacher anunció una sorpresa. Mat Bellows entró en seguida con dos imponentes maletas, de las que sacó disfraces multicolores.
–Esto –declaró Kay Bleacher– se llama el juego de las intrigas. Todo el mundo se pone uno de estos trajes, que, como todos pueden ver, son dominós de diferentes colores. El juego consiste en adivinar quién se encuentra en cada uno de ellos. El invitado que sepa guardar por más tiempo su incógnito gana la partida. ¡Hay máscaras a montones! ¡Disfracémonos!
La idea se aplaudió ruidosamente, ya que la mayor parte de los invitados temían los monótonos finales que se producen en comidas: hablar una y otra vez de las mismas cosas y aburrirse. Por otro lado, el juego estuvo muy bien llevado. Todos los trajes eran amplios y velaban perfectamente las formas, mientras que las máscaras, hechas de antifaces de seda con volantes de encaje, cubrían totalmente los rostros. Las señoritas Lobster fueron las primeras en ser reconocidas. En cuanto a los tres últimos, se dudó mucho tiempo entre la señorita Amalia Bedrop, el señor Francis Tunder y el viejo señor Quatrefages. Estimaron que este último era el vencedor del juego de las intrigas. Esta partida había divertido locamente a los invitados, incluso a la severa señorita Bedrop, pues durante dos horas se habían perseguido por toda la casa, dando gritos, luchando contra manos indiscretas que intentaban arrancar las máscaras o penetrar el misterio de los dominós de colores. Sir Edwin Rules y miss Donovan, que conducían el juego, no tomaron parte activa, es decir, ellos no se pusieron ningún disfraz. Circulaban a través de la casa, siguiendo a la banda, chillona y jocosa, vigilando que las reglas del juego se respetaran. Fue más tarde cuando el señor Rules recordó un incidente al que en aquel momento no concedió importancia. Cuando se encontraba momentáneamente solo, en el saloncito del final del pasillo, un dominó se le acercó y le puso una mano temblorosa en el brazo.
–Interrumpa el juego, sir Edwin –suplicó una voz temblorosa–; nada bueno resultará de él, se lo aseguro.
El señor Rules no reconoció la voz, que la preocupación o la emoción habían vuelto irreconocible. Además había bebido más que de costumbre y la cabeza le daba vueltas. Se contentó con encogerse de hombros. Por fin, todo el mundo fue desenmascarado, y el señor Quatrefages proclamado ganador del juego de intrigas. En ese momento se elevó una voz: era la de Francis Tunder:
–Perdón... Perdón... No estamos todos. Falta uno, o mejor dicho, una invitada. ¿Dónde está la señorita Maugham?
–¡Señorita Maugham! ¡Señorita Maugham! –gritaron.
Nadie respondió a la llamada. Buscaron por toda la casa, pero no la encontraron. El señor Rules recordó entonces al dominó que le había hablado en el saloncito y, pensándolo bien, creyó que la voz de la máscara podía muy bien haber sido la de la señorita Maugham. Su primera idea fue que alguien, aprovechándose del misterio de un disfraz, había podido perfectamente faltarle al respeto a la poetisa, pero como había jovencitas delante y no deseaba hacer sospechoso a nadie, se calló.
–Se habrá marchado –dijo miss Donovan–. Además su sombrero y su impermeable no están ya en el perchero.
El señor Rules estimó, in petto, que su ama de llaves podía tener razón, aunque interiormente le sorprendiera una falta de educación semejante. El asunto enfrió muy comprensiblemente a los invitados, que se retiraron hacia la una de la madrugada, después de beber una última copa de champagne, casi en silencio.
–Mañana, iré a ver a la señorita Maugham –decidió el señor Rules–. Le pediré explicaciones y, si es necesario, le presentaré mis excusas, pues me parece que uno de los nuestros le ha faltado al respeto.
Miss Donovan protestó.
–No conozco a nadie que sea capaz de ello –exclamó–. Solamente que la señorita Maugham, como todas las mujeres de su clase, no aspira más que a que se hable de ellas, ¡ya sea bien o mal!
–Eso lo veremos mañana –dijo sir Edwin–. Ahora vámonos a dormir; todos estamos muy cansados. Le agradezco y le felicito, miss Alice, por la manera magistral en que ha organizado esta recepción. Le deseo una buena noche.
El ama de llaves se iba a retirar cuando golpearon a la puerta del salón, en el que tenía lugar la pequeña conversación.
–Hay –balbució–, hay..., la luz está encendida en la biblioteca del señor...
–¿Cómo? –exclamó miss Donovan–. Si yo mismo he cerrado con llave la puerta y después la metí en mi bolsillo para evitar que los participantes en el juego de las intrigas la desordenaran.
–La luz está encendida –se obstinaba el criado–. He visto luz por debajo de la puerta.
–Vamos a verlo, es lo más fácil– respondió el ama de llaves.
La biblioteca era una sala espaciosa, situada en el primer piso, al final de un largo pasillo. Cuando sir Edwin, el ama de llaves y el criado llegaron, miss Alice exclamó descontenta:
–¿Dónde ve usted esa luz, Bellows? ¡Verá que, por el contrario, está todo tan oscuro como un homo!
El anciano criado sacudió la cabeza.
–He visto lo que he visto –repitió obstinado–. Había luz bajo la puerta, una fuerte luz blanca.
–¡Una fuerte luz blanca! –repitió sir Edwin estupefacto–, si sólo entro raramente, y por toda iluminación no hay más que una pequeña bombilla, que da una pobre y rojiza claridad, ¡apenas suficiente para ver por la noche!
-Entremos y miremos –cortó miss Donovan–. Tengo la llave.
–Cogería con gusto un revólver –murmuró sir Edwin.
Miss Alice golpeó con el pie impacientemente.
–Es ridículo... ¡Bellows ha debido de tomar una copa de más en la cocina y eso lo explica todo!
Con un ademán decidido dio la vuelta a la llave en la cerradura y abrió la puerta. La sala estaba completamente sumida en las tinieblas y, después de haber tanteado la pared, el ama de llaves encendió la luz. Encima de la mesa, la única bombilla se encendió con un tono rojo y triste.
–Ya está..., lo ven –exclamó triunfalmente miss Donovan–. Aquí no hay más que viejos libros y polvo, ¡que quitará usted mañana como muy tarde, Bellows!
El criado, que había franqueado el umbral con paso dudoso, dio la vuelta a la mesa y lanzó un gran grito de terror.
–¡Hay alguien en el sillón!
El sillón, que era muy alto, estaba de espaldas a la puerta, de suerte que los que entraron no pudieron descubrir esa presencia al traspasar la puerta.
–¡Un dominó verde! –exclamó miss Alice cuando se acercó.
Pero inmediatamente comenzó a reír.
–Es la señorita Maugham... Vino aquí para descansar... y se durmió. Pero ¿cómo pudo entrar?
Tras una pequeña vacilación, puso su mano en la espalda de la máscara y la sacudió suavemente.
–Señorita Maugham..., ¡despiértese! El dominó verde se inclinó lentamente hacia un lado, y miss Donovan dio un paso atrás con temor.
–No me atrevo... –gimió–. ¡Debe de haberle ocurrido algo!
–Quítele el antifaz, Bellows –ordenó sir Edwin.
El criado obedeció con un poco de repugnancia. La máscara de seda negra cayó, y los tres dieron un grito de terror al mismo tiempo. El rostro que acababa de aparecer no era el de la señorita Maugham, sino el de un hombre desconocido, con las mejillas hundidas y estropeadas por la edad. Y ese hombre estaba muerto..., muerto de modo trágico, pues un pequeño hilo de sangre fluía de una herida diminuta, aunque profunda, en la garganta, por la cual se le había escapado la vida.
II. El segundo crimen.
–Una mujer de menos y un hombre de más –dijo Tom Wills como broche final a la primera encuesta que su jefe, Harry Dickson, el célebre detective, había llevado a cabo con ocasión del misterioso asunto de la Casa Rules.
El detective aprobó con un gesto.
–Efectivamente, Tom. Es así como se presenta el problema.
Acababa de pasar un día agitado interrogando a todos los que estuvieron presentes en fiesta de cumpleaños del señor Edwin Rules.
–Nuestro nombre mezclado en un asunto criminal –gimió el matrimonio Lobster–, ¡y tenemos que casar a tres hijas!
–No hemos visto nada, no notamos nada sospechoso –declararon el señor y la señora Crane, que recibieron al detective en su trastienda.
Luego, el señor Anselmus Crane pareció, súbitamente, cambiar de opinión.
–Es poca cosa –dijo de repente–, y no sé si servirá de algo para la investigación...
–En materia de investigación criminal no hay cosas sin importancia –objetó vivamente Harry Dickson.
–Principalmente soy tendero de ultramarinos, señor –relató Crane–, pero en mis horas libres soy poeta, y sin que parezca un orgullo excesivo, le diré, a menos de que ya lo sepa, que soy finalista del último concurso de poesía regional, instituido por el Ayuntamiento de Kingston. Con ese motivo compuse una oda en homenaje a los dignos magistrados que me hicieron tal honor. No se la había dejado leer a nadie, ni a mi mujer, aquí presente, y pensaba leérsela por primera vez a los invitados del señor Rules, incluso al mismo sir Edwin, pues él también es amigo de las musas. En el postre, poco antes de la sorpresa del señor Kay Bleacher, entré en el vestíbulo para coger el manuscrito del bolsillo de mi abrigo. ¡Había desaparecido! No quise decir nada para no aportar una nota discrepante a una reunión tan agradable...
–Supongo que poseerá usted una copia –preguntó Harry Dickson.
–No, pero guardé el borrador; si le interesa, puedo buscarlo y mandárselo –propuso amablemente el tendero-poeta.
–Ciertamente, me encantaría –respondió el detective con la misma educación–. Si ese poema no añade ninguna claridad a mi investigación, me procurará, sin embargo, el placer de leer una obra inédita de un autor que estimo.
El señor Anselmus Crane enrojeció de placer y prometió enviárselo en un próximo correo. Las explicaciones del señor Kay Bleacher fueron claras y precisas. Quince días antes, había asistido a un juego de intrigas idéntico en casa de unos amigos. Se habían divertido tanto que decidió hacer una reedición en provecho de los invitados de su amigo y vecino el señor Rules. Incluso había alquilado los dominós a sus amigos.
–A propósito –dijo Harry Dickson–, ¿esos trajes le han sido devueltos completos?
–¡Ciertamente!
–Sin embargo, la señorita Maugham se marchó sin que nadie se diera cuenta. ¿Se llevó su dominó o, por el contrario, lo dejó en algún sitio?
Kay Bleacher miró al detective con sorpresa.
–Su pregunta es lógica –respondió–. De todos modos, la verdad me obliga a decirle que los trajes me fueron devueltos completos y que se los he enviado esta misma mañana a sus propietarios.
–¿Puedo saber los nombres de estos últimos?
–Naturalmente, son los Feeder de Kingston, los riquísimos propietarios de tierras, a los que seguramente conocerá.
El matrimonio Belair no añadió nada nuevo al detective, ni el señor Francis Tunder, que, en su calidad de magistrado, declaró pomposamente “que era necesario que se aclarara completamente el asunto”. El interrogatorio de sir Edwin y de sus criados fue también inútil. Mat Bellows habló largamente de la luz blanca, muy blanca y muy intensa, que había visto bajo la puerta de la biblioteca, y Kate Grummer declaró su intención de marcharse de la casa, que se había vuelto, según ella, inhabitable después de tal horror. La declaración de miss Donovan fue sobria y clara; ella podía admitir perfectamente que la señorita Maugham se hubiera eclipsado sin que nadie lo notara, pero no que un cadáver misterioso fuera introducido en la casa, o bien que un desconocido muriera de una manera tan trágica. En último lugar, Harry Dickson interrogó a la señorita Amalia Bedrop, y fue por ella por quien se enteró de la aventura de la señorita Maugham, que todos parecían haber olvidado; ella se la contó al detective, con fuertes comentarios malintencionados dirigidos a la desaparecida poetisa.
–No di ningún crédito a su extraña historia de que un viejo tratara de raptarla y llevarla a Kingston. Y si aún no ha vuelto a su domicilio es porque quiere hacer continuar el pequeño juego del misterio, del que, tarde o temprano, una mujer de su clase podrá obtener beneficios ante los imbéciles y los crédulos que admiran sus rimas.
–¡Ah! –se dijo Harry Dickson cuando se separó de la vieja señorita–, por lo menos aquí hay algo: un coche muy viejo, un anciano gentleman al volante y un agente que se apresura a levantar acta. Y luego está el factor común.
–¿Factor común? –preguntó Tom Wills.
–En una misma jornada, oigo hablar tres veces de Kingston, en tres circunstancias distintas e incluso dispares en mi opinión. Por lo tanto quedémonos con “Kingston”. Ahora, llamemos por teléfono al puesto de policía de Burtons Court.
Encontraron fácilmente al agente, que había levantado acta contra el chófer del taxi de la señorita Maugham. Era el número 217, encargado de la vigilancia del tráfico de ése barrio.
–Envíeme a ese agente al Instituto de Medicina Legal –ordenó Dickson.
Una hora más tarde, el detective y el agente número 217 se encontraron. Este último era un joven de rostro despierto, que contestó de modo muy satisfactorio a las preguntas del detective.
–La joven señora me contó algo parecido a lo que usted me está contando, señor Dickson. Parece ser que un viejo loco le hacía insinuaciones. Aún no he hecho mi informe, ya que no he vuelto a entrar de servicio.
–¿Apuntó usted el número de la matrícula del coche antiguo que provocó el pequeño incidente?
–Naturalmente, aquí está: es el S. 812-04.
–¿Reconocería usted al conductor de ese coche?.
–¡Bueno!..., pudiera ser; pero no puedo asegurarlo.
–Sígame a la morgue del Instituto.
Un empleado les puso ante un casillero. Hizo funcionar una palanca y ante ellos apareció una camilla metálica con un cuerpo cubierto con un sudario de tela reteñida.
–Este es el hombre que se encontró asesinado esta noche en la Casa Rules –dijo Harry Dickson–. No se ha encontrado en él ningún papel que le identifique, y nadie de la policía le ha reconocido hasta este momento.
Levantó la sábana mortuoria y apareció el rostro exánime. Inmediatamente el agente 217 lanzó una exclamación.
–¡Pero si es el viejo loco que conducía la antigualla!
–Enhorabuena... Y ese número, S. 812-04, ¿le dice algo?
El agente movió la cabeza.
–He pensado en ello esta noche, cuando pasaba mis anotaciones de la víspera. Es un número antiguo, ya que la numeración se hace ahora de otra manera; el suplemento 04 se pone actualmente delante del número de tres cifras y la letra ocupa el último lugar, es decir, que en este momento el número sería de esta manera 04-812 S.; creo que pertenece al Ayuntamiento de Kingston.
–¡Otra vez! –exclamó el detective.
Corrió rápidamente al teléfono y preguntó por el secretario comunal de Kingston.
–¿El número S. 812-04? ¡Nos estamos ocupando de él! –fue la respuesta–. Pero aún no hemos avisado a Scotland Yard, creyendo que la policía local bastaría. Ese coche antiguo, un modelo del año 1906, un “Darracq”, pertenecía a la exposición del progreso automovilístico, que actualmente se halla instalada en Kingston: lo robaron la noche de anteayer.
–Las fotografías de la policía ya deben estar en su poder –dijo Harry Dickson–. Entre ellas se encuentra la del ladrón del coche. Le asesinaron esta noche y tratamos de identificarle; tenga la bondad de ver si entre esas fotografías hay alguien a quien conozca.
A los dos minutos llegó la respuesta del secretario.
–No; ¡no hemos reconocido a nadie!
–Próximamente recibirá usted mi visita –dijo el detective cortando la comunicación.
Estaba cansado, aunque no descontento de su jornada; había encontrado lo que él llamaba líneas convergentes.
–Cenaremos un poco más temprano que de costumbre, Tom –dijo a su ayudante–, pues ^no hay nada mejor que una buena comida, formada con toda tranquilidad, para restablecer el equilibrio mental, deshecho por los problemas y las fatigas del día. Después haremos una visita vespertina al señor Edwin Rules, que probablemente haya recobrado también algo de ánimo.
A la caída de la noche, un taxi les condujo a Clarendon Street, donde fueron recibidos por miss Donovan. El ama de llaves tenía los ojos enrojecidos por haber llorado y manifestaba un claro nerviosismo.
–Sir Edwin ha debido meterse en cama presa de una alta temperatura –dijo–. El médico ni siquiera se atreve a pronunciarse; teme que se trate de una meningitis. El pobre..., para quien una vida tranquila lo representaba todo. Me temo mucho que no pueda, no solamente responder a sus preguntas, sino ni siquiera comprenderlas. Delira... Continuamente ve su biblioteca llena de cadáveres ensangrentados y llama a miss Maugham con una voz desgarradora.
Un relámpago de cólera brilló en sus sombríos ojos.
–¡Esa intrigante! –gruñó.
–Hoy he estado en el domicilio de miss Maugham –dijo el detective–. Ocupa una casa alquilada de Elm Park Road, un pequeño apartamento muy coquetón. Vive allí desde hace seis meses y nadie la conocía antes. ¿Cuándo la conoció sir Edwin?
–Hace exactamente cuatro meses. Entonces había publicado un libro de poemas. Sonrisas de Otoño, que gracias a una excelente publicidad hizo que se hablara mucho de ella. El señor Rules la felicitó y, como contestación, recibió... su visita. Le dejó la fotografía dedicada que usted puede ver sobre la chimenea.
Harry Dickson la miró con atención. Era una fotografía grande, de medio cuerpo, de una mujer agraciada, sin ser precisamente bella, y que ya no estaba en su primera juventud.
–Este rostro me resulta desconocido –declaró–, y confieso que sus poemas también me lo son. A propósito, miss Donovan, ¿ha oído usted hablar alguna vez a sir Edwin de Kingston?
El ama de llaves le lanzó una mirada de sincero asombro.
–Francamente, no.
–¿Ni a ninguno de sus amigos o familiares?
–El señor y la señora Belair poseen una casa de campo en Woodlands, cerca de Kingston Gate.
–¿El señor Rules no los visitaba nunca?
–No, sir Edwin sale de Londres muy raramente; tampoco suele salir de su casa que, para él, constituye todo su mundo, pero los Belair invitan con bastante frecuencia a los Lobster.
–¿Y al señor Quatrefages también?
–Cuando se dice Lobster se dice también Quatrefages –pontificó miss Donovan–, aunque bien es verdad que no forma parte de la familia. Vive con ellos; es el padrino de la hija mayor.
–¿Cómo entraron en relación con sir Edwin todas esas personas? –preguntó Harry Dickson.
–Aparte de los Lobster, que son vagamente de la familia, todos los demás son vecinos, con los que inició la amistad lentamente. Mi señor posee una gran debilidad por la poesía, usted no lo ignora, y le gusta rodearse de un círculo de admiradores sencillos y complacientes; en cuanto a miss Bedrop, la considero una amiga más personal, y en razón de eso la recibe sir Edwin.
–¿Solían venir todos ellos juntos?
–En general, sí; exceptuando al señor Anselmus Crane, que también es poeta. El señor Rules y él se leían mutuamente sus obras, discutiéndolas y prodigándose consejos, entregándose en ocasiones a críticas sinceras.
–Es decir, que el señor Crane veía al señor Rules con frecuencia.
–En efecto, con bastante frecuencia.
–¿Y al señor Kay Bleacher? –preguntó súbitamente el detective.
Miss Donovan enrojeció y dio muestras de confusión.
–Es un hombre bastante rudo y no agrada al señor Rules, puesto que siente un profundo desprecio por todo lo que sea arte y letras. Pero es servicial y, bajo una apariencia tosca, es un hombre bueno. Hace unos tres años compró la casa vecina y también una parte del jardín de atrás, sobre el que concedió al señor Rules un derecho de servidumbre, es decir, una franja de terreno por la que se accede a una calle que nos sirve de salida.
La noche había caído y estaba muy oscuro en la habitación donde el detective hablaba con el ama de llaves; ella quiso encender la luz, pero él se lo impidió:
–Esta ventana da al patio, según creo. Permítame lanzar una ojeada. Hay aún suficiente claridad para observarlo.
El patio era largo y estrecho; entre las losas crecía hierba y el agua de lluvia había trazado pequeños surcos.
–¿Esa puertecita da al jardín de atrás del que acabamos de hablar? –preguntó Harry Dickson.
–En efecto, pero se utiliza muy poco.
–¡Sin embargo, ahora está abierta!
Miss Alice dejó escapar un ligero grito de estupor.
–¡Pero si nunca se abre!
Como para confirmarlo la puerta se entreabrió de pronto y una forma cautelosa se encuadró en la abertura.
–Silencio –ordenó el detective en voz baja–. Hay alguien que se prepara para entrar en el patio, miss Donovan.
–En ese caso, no puede tratarse más que del señor Bleacher... –murmuró el ama de llaves–. Aunque sea la primera vez, desde que yo vivo aquí, que se comporta de un modo parecido.
–Está demasiado oscuro para reconocer a la persona que se encuentra en la puerta, aunque su estatura se corresponde con la de su vecino.
Miss Alice respiró profundamente y reprimió los latidos de su corazón.
–No es él –acabó por declarar en un murmullo–. El señor Kay Bleacher es un hombre de una estatura impresionante, y éste parece demasiado bajo.
–¿Qué va a hacer usted, señor Dickson?
–Le dejaré que se acerque... Si precipito los acontecimientos apareciendo en el patio, tendrá tiempo de sobra para batirse en retirada y desaparecer en el laberinto de callejas que se encuentra detrás de su jardín.
–A condición de pasar por la casa del señor Bleacher antes –respondió miss Alice.
–Su observación es muy exacta; por lo tanto, ese hombre viene de la casa vecina.
–Debió de abrir nuestra puerta, que siempre está cerrada.
–Paciencia, espere un momento –aconsejó el detective–. Ahora se acerca... ¡Demonios!
Como si hubiera presentido el peligro de ser descubierto, el desconocido se volvió bruscamente, atravesó el umbral y cerró la puerta tras él. Con una exclamación de despecho, el detective se lanzó fuera del saloncito y alcanzó el patio, que atravesó corriendo. La puerta había sido cerrada con llave, y debió de volver junto a miss Donovan, que, después de una nerviosa búsqueda, acabó por encontrar la llave oxidada que abría la puerta. Había perdido un tiempo precioso; el detective maldijo su prudencia. Franqueada la puerta, se encontró en un jardín descuidado, convertido en una selva, con el fondo ocupado por una fachada bastante más moderna que la de la Casa Rules; debía de ser la casa de Kay Bleacher. Solamente había una ventana iluminada en la planta baja. Harry Dickson se aproximó y cuando se encontraba a unos diez pasos, súbitamente oyó una voz.
–D... en paz –gritaba una voz furibunda, que el detective reconoció como la de Kay Bleacher–. ¡Estoy harto de su manía de espiar! ¿Me oye?
Harry Dickson en este momento se encontraba cerca de la ventana sin poder ver nada, dado que la persiana estaba bajada, pero oyó el murmullo de una voz intencionadamente apagada.
–¡Hago lo que quiero! –rugió Bleacher.
La respuesta llegó unos segundos después, pero para el detective no fue más que un murmullo decepcionante y apenas audible.
–No, otra vez no... y seguirá siendo no.
En la habitación cayó alguna cosa o fue derribada, después volvió a hacerse el silencio. ¡El detective estaba perplejo!... ¡Ah! ¡Si por lo menos hubiera podido ver lo que pasaba detrás de la frágil barrera de la persiana! A su derecha, estaba entreabierta la puerta de una galería... ¿Debía entrar? Pero, ¿con qué derecho? No podía reprochar nada a Kay Bleacher y no se sentía autorizado en absoluto a perpetrar una violación de domicilio. Pero la puerta entreabierta tentaba su curiosidad. Por fin, tras una suprema duda, se decidió a entrar. La galería estaba a oscuras, en la casa no se oía ningún ruido. Como un gato, teniendo mucho cuidado de no tropezar con ningún mueble, el intruso atravesó la galería, después un vestíbulo minúsculo, y vio, a su izquierda, filtrarse la luz por la puerta entreabierta de la habitación donde la conversación que escuchara a medias había tenido lugar. Lo primero que vio al avanzar la cabeza fue la pesada e imponente figura de Kay Bleacher, sentado en un gran sillón de mimbre. El hombre estaba ligeramente inclinado hacia delante, pero no se movía. De pronto, los ojos del detective casi se salieron de sus órbitas: sobre la mesa, a la cruda claridad de una potente lámpara, se extendía una mancha roja. Harry Dickson irrumpió en la habitación y levantó la cabeza del señor Bleacher. Se dio cuenta que llegaba demasiado tarde...
El vecino del señor Rules había muerto sin lanzar un grito ni un lamento; una puñalada le había atravesado el corazón.
III El hombre de la torre.
“No hay dos sin tres”, pretende un viejo dicho popular. Harry Dickson estuvo tentado de darle la razón al día siguiente del segundo asesinato. El asesinato de Kay Bleacher, perpetrado a pocos pasos del propio Harry Dickson, constituía un misterio. Tras las averiguaciones de rutina, que no revelaron nada, como sucede casi siempre en casos parecidos, después de una larga y molesta entrevista con los agentes de Scotland Yard, a la mañana siguiente del crimen, Harry Dickson regresaba a su casa de Baker Street, con la cabeza baja, invadido por pensamientos tumultuosos y contradictorios. La señora Crown, su ama de llaves, le anunció, nada más entrar, que una dama toda desconsolada le esperaba en el salón. Harry Dickson fue a reunirse con ella de mal humor, decidido a deshacerse rápidamente de aquella visita inoportuna, cuando se dio cuenta de que se trataba de la señora Crane. La buena mujer estaba muy pálida y sus manos temblaban febrilmente.
–Anselmus, mi marido, no ha vuelto a casa la noche pasada –gimió en cuanto vio al detective–. Es algo que no había sucedido nunca, señor Dickson, y le juro que para que esto haya sucedido tiene que haberle ocurrido alguna desgracia.
–Veamos, cálmese, señora –dijo el detective–, y cuénteme todo lo que sepa al respecto.
–¿Y qué puedo decirle, señor Dickson? –se lamentó la pobre mujer, retorciéndose las manos con desesperación–. Ayer por la tarde, después de su marcha, Anselmus buscó durante mucho tiempo el borrador del poema que le había prometido, sin conseguir encontrarlo. Se puso nervioso y se asombró, pues es un hombre muy ordenado que jamás ha extraviado un papel. ¡Qué decir entonces de un poema que cuidaba como a la niña de sus ojos y cuyo original le habían arrebatado de un modo tan extraño!
”¡Un ejemplar único!, le he oído repetir muchísimas veces y que nunca conseguiré reconstruir.
”Por fin, al anochecer, cogió su abrigo y su sombrero.
”Jamás sale de noche, y, sobre todo, nunca sin mí. Le pregunté la razón de algo tan poco habitual.
”Voy a buscarlo, respondió. Y sin decir nada más, salió precipitadamente. ¡No le he vuelto a ver!
–Antes de venir aquí, ¿se ha informado usted si estaba en casa de alguno de sus amigos? –preguntó Dickson.
–He telefoneado a los Belair y a los Lobster, pero nadie le ha visto. Durante un momento estuve a punto de ir a visitar al señor Rules, pero dudaba mucho que tras el terrible suceso de la víspera mi marido hubiera querido molestar a su amigo para una cosa semejante.
Una extraña emoción se apoderó súbitamente del detective. Volvió a ver la forma indecisa dudar en el umbral de la puerta del patio de la Casa Rules. Era una silueta menuda casi enana y el señor Anselmus Crane estaba cerca de ser un enano. Sin embargo, no permitió que se transparentara la inquietud que le invadía y continuó interrogando a la visitante.
–El señor Crane ha sido proclamado vencedor del último concurso poético de la ciudad de Kingston. ¿Le ha ayudado o elogiado alguien para que lo consiguiera?
–Ciertamente, y mi marido le estaba muy agradecido. Se trataba del vecino y amigo del señor Rules, el señor Kay Bleacher.
–Sin embargo, el señor Bleacher parece que sería el último en querer ocuparse de arte, de letras y, sobre todo, de poemas –dijo Harry Dickson.
–Parece que en efecto es así y que si en esta ocasión se ha comportado como lo ha hecho, fue para complacer a sir Edwin; de todos modos, debo señalarle, señor Dickson, que el señor Kay Bleacher se interesó mucho por la obra de mi marido que hablaba de las antiguas riquezas de la ciudad.
Con unas hábiles palabras, el detective reconfortó a duras penas a la desconsolada mujer, prometiéndole ocuparse sin demora de la búsqueda de su marido. En cuanto se quedó en su gabinete de trabajo cayó en una profunda meditación.
–Dos crímenes... Dos desapariciones... Kingston... Así es como se plantea esta ecuación incompleta –murmuró.
–Veamos lo que el matrimonio Belair puede decirme ahora –añadió hojeando el listín telefónico.
La criada de los Belair le hizo saber que sus señores acababan de salir de Londres para pasar algunos días en su casa de campo de Woodlands. ”Será preciso que me decida a hacer lo mismo que ellos, se dijo llamando a su ayudante Tom Wills.
–Vamos a disfrutar de una temporada en el campo, hijo mío –le anunció–. Será un tanto breve, pero la naturaleza aún conserva en otoño bastantes cosas agradables. Saque el coche del garaje.
El día era espléndido y auténticamente veraniego. Salieron de Londres por Ravenscourt Park, siguieron por Barnes dormido entre las aguas de los estanques de Castelnau, con sus canales y su estrecha ribera, prosiguiendo por el verde esplendor de Richmond Park, para detenerse a las puertas de la ciudad de Kingston. La quinta del matrimonio Belair estaba situada en medio de una hermosa y solitaria floresta, a una milla de la carretera y casi a la orilla de una magnífica arboleda, en el lindero del bosque. Era un edificio extendido a lo largo, de un solo piso, con las paredes de piedra cubierta de yedra tupida y cuyo exterior justificaba bastante su austero y antiguo nombre de Priorato. El pequeño coche de los Belair, un “Willis Knight”, estaba aparcado delante de la puerta, y un jardinero, de aspecto estúpido, recogía el equipaje, cuyo tamaño indicaba la intención de los propietarios de permanecer bastante tiempo en aquel lugar.
–Buenos días, Parker –dijo amablemente el detective.
–Usted seguramente se equivoca, señor –respondió el criado–. Mi nombre es Bowlinson, Thomas Bowlinson, para servirle. Pero, a tres millas de aquí, en la finca del coronel Mac Gregor, hay un criado que se llama Parker. Sin embargo, no se parece nada a mí. Con todo si usted quiere ir a verle, le indicaré el camino.
Bowlinson parecía tener una inclinación innata hacia la conversación, y Dickson no dudó en aprovecharse de ella.
–No, no... debo presentarle mis excusas, me parecía que su señor me había dicho que su jefe de jardineros se llamaba Parker...
Ante el título de jefe de jardineros, el hombre se creció.
–No, me llamo Bowlinson, igual que mi padre y mi abuelo y otros antepasados míos –dijo riendo estúpidamente–. ¿Quiere usted ver al señor o a la señora Belair? Si es así, ha llegado usted en mal momento, puesto que no se encuentran aquí. Están dando un breve paseo por el campo con el fin de abrir el apetito. ¿Es usted uno de sus invitados?
–¡En efecto! –declaró el detective con aplomo.
–En ese caso, sean bienvenidos. Entren en el salón, precisamente acabo de quitar las fundas de los sillones. Estaba a punto de prepararlo todo para el invierno, pues normalmente mis señores no vienen nunca a partir de septiembre. Pero toda excepción confirma la regla, ¿no es cierto?
Los dos detectives se instalaron en un enorme y triste salón de muebles deslucidos, donde el más mínimo ruido repercutía siniestramente, como en la sala de paso de un palacio. Bowlinson, que se sentía autorizado a acoger a los huéspedes en lugar de sus dueños, sacó una pequeña garrafa de uno de los armarios y les sirvió dos vasos de un oporto estropeado.
–La señora Belair ha ordenado preparar la comida para dentro de una hora –dijo–. Voy a decir a mi sobrina, que es la cocinera durante la estancia de los señores, que cuide especialmente el menú. Tenemos un pato con guisantes y una excelente tortilla de jamón. No la podrán encontrar mejor en diez leguas a la redonda.
Un delicioso olor a mantequilla fundida anunciaba que la magnífica cocinera había empezado ya a guisar. Al mirar su reloj, Harry Dickson vio que no faltaban más que treinta minutos para la hora en que estaba anunciada la comida. Bowlinson les dejó para volver a sus ocupaciones, y el detective se aprovechó de esta circunstancia para examinar el lugar.
–Una vieja casa... –comenzó.
Pero Tom Wills, que se había adelantado y había lanzado una mirada indiscreta a una estantería transformada en biblioteca, gritó de –pronto:
–Sonrisas de Otoño, por Jacqueline Maugham.
Inmediatamente, el jefe se apoderó de un pequeño volumen encuadernado en piel rojiza que le tendía su ayudante. Apenas lo había abierto, cuando lanzó un silbido de sorpresa; acababa de leer una dedicatoria trazada por una mano firme en la página de guarda:
“Al señor Kay Bleacher – Con agradecimiento.”
–Poesías dedicadas a Kay Bleacher –murmuró–, verdaderamente nos hundimos más y más en lo increíble. Este es un testimonio absolutamente inesperado, ¡le proclama protector de las artes o simplemente de las poetisas!
–¿Cómo estará en posesión de los Belair este libro? –preguntó Tom Wills.
–Puede que se lo hayan prestado; eso pasa con bastante frecuencia –respondió el jefe encogiéndose de hombros.
Pasaba las páginas del libro distraídamente, cuando su atención se concentró de nuevo y del modo más inesperado. Las dos últimas páginas, que estaban en blanco, parecían haber estado pegadas una contra otra. Despegadas después, aún se podían observar las huellas de un poema manuscrito, cuidadosamente borrado con una goma de tinta, que debía de componerse de seis versos bastante cortos.
–Pronto..., ¡un lápiz, Tom! –ordenó el detective.
Dio vuelta a la página y se puso a cubrir la hoja interior de la cubierta con una nube de grafito. Después sopló suavemente el polvo que, al volar, dejó unas señales.
–¡Letras!..., ¡palabras! –gritó Tom con entusiasmo, viendo que el grafito formaba curvas gruesas y delgadas.
Con la ayuda de una lupa pudieron leer:
Cada uno tiene su secreto ¿Lo tienes tú?...
Yo tengo...
Era todo, el ardid de la mina de plomo empleado tan ventajosamente en otras circunstancias no revelaba nada más.
–Es fácil de completar –murmuró Harry Dickson.
Yo tengo el mío...
Yo no te pregunto el tuyo.
No me preguntes el mío.
En otras palabras, se trata de la misteriosa inscripción que se encuentra sobre la puerta de entrada de la Casa Rules. ¿Qué significa exactamente? No lo sé, pero habrá que averiguarlo. Aunque la inscripción no tiene más que cinco versos y en esta página se han escrito seis. Verdaderamente es una pena, puesto que supongo que el último debería ser el más interesante.
–¡Y los Belair no vuelven! –se impacientó Tom Wills.
Harry Dickson miró el reloj de pared, cuyas agujas ya marcaban las dos y media. En ese momento entró Bowlinson con el rostro compungido.
–Mi sobrina Betty está desolada –gimió–, el almuerzo se ha estropeado, el pato se ha puesto duro como una piedra, y la tortilla seca como una hoja en otoño. No sé qué pensar... ¡Los señores son muy puntuales en las comidas!
–¡Bah! –le tranquilizó el detective–, volveremos otro día. Supongo que el señor y la se-roña Belair han debido de aceptar una invitación imprevista en algún lugar del pueblo.
Bowlinson se encogió de hombros descontento.
–No lo creo; no son demasiado sociables por naturaleza. Harry Dickson le amenazó maliciosamente con el dedo.
–Su memoria le falla, mi buen Bowlinson, usted olvida a... ¡Demonios!, le hago un reproche cuando yo mismo me he olvidado del nombre de una persona. El viejo..., ¿cómo se llama?... Espere, esta fotografía me servirá para recordar su nombre.
Bruscamente puso ante las narices del jardinero la fotografía del extraño que había muerto en la Casa Rules. Afortunadamente lo fotografía era borrosa y, a primera vista, no revelaba la trágica muerte del personaje.
–¡Vaya! –exclamó Bowlinson en cuanto la vio–. En efecto, pero en la foto tiene muy mala cara. Ha venido algunas veces, pero no creo que viva por estos parajes. Llegaba siempre por la noche. Se llamaba Trill y el señor Belair le daba el tratamiento de profesor. Es todo lo que sé de él... Pero, esperen, mi sobrina Betty acaso sepa más cosas. Esa picara charlatana es un auténtico sabelotodo. ¡Oye, Betty!, ven aquí.
A esta llamada, una fregona de rostro ladino llegó corriendo, secándose las manos en un delantal bastante sucio.
–Betty –dijo su tío–, estos señores piensan que nuestros señores han ido al encuentro del profesor Trill, ¡pero el diablo me lleve si sé dónde vive ese señor! ¿Y tú?
Betty se puso a reír con aire taimado.
–En cierta ocasión he recibido una corona para que me mantuviera en silencio al respecto –dijo.
Harry Dickson se echó a reír de buen humor.
–Yo le daré dos para que no se calle –exclamó–. ¡Vaya con el misterioso Trill!, iré a sorprenderle en su casa y también a nuestros amigos los Belair. ¡Este es el pago a su indiscreción, Betty!
La criada se apoderó ávidamente de dos hermosas monedas.
–Serán para mi vestido de novia –dijo–, me caso en Navidades. Bien, señor, hace algunas semanas, el señor me dio una carta para que se la llevase al profesor Trill, recomendándome que no hablara nunca de ello, pues, añadió, el profesor trabaja secretamente en un lugar que no quiere que nadie conozca. Me dio una corona y me indicó el camino. Era bastante divertido.
Debía atravesar el bosque de Richmond en casi toda su extensión hasta la altura del estanque Ponds; bordeando un sendero que no era más ancho de dos pies, llegaría cerca de una vieja torre en ruinas, donde no tenía más que dejar la carta entre dos piedras y gritar algunas veces: “¡Trill! ¡Trill!”. Después podía marcharme. Creo que ese señor estaba loco, pues siempre que venía aquí se divertía estropeando todos los relojes de pared de la casa.
Los detectives se despidieron de los dos charlatanes y se metieron en su coche, que arrancó.
–Según esto, los Belair han mentido al afirmar que no conocían al hombre muerto. Su ausencia se explica fácilmente. Debieron de ver desde lejos nuestro coche parado delante de su puerta y tuvieron miedo. ¿Dónde habrán ido?
–Pudiera ser que a la vieja torre de la que nos habló Betty –opinó Tom Wills.
–La suposición está muy lejos de ser errónea, Tom –respondió gravemente el detective–. Si admitimos que los Belair quieren ocultarse, esas ruinas les ofrecen un escondite bastante seguro.
El coche seguía una carretera del bosque, que les condujo, en menos de media hora, al centro del enorme parque de Richmond. Llegados al borde de Ponds, los dos detectives abandonaron su coche y, tras algunas pesquisas, terminaron por descubrir el estrecho sendero del que les había hablado la indiscreta sirvienta.
El bosque formaba allí una frondosa espesura, cuya vegetación, largo tiempo descuidada, se encontraba en estado salvaje. De repente, Tom Wills agarró a su jefe por el brazo. Un ruido, que en principio era muy vago, se iba haciendo más preciso ante ellos, aumentando de intensidad de segundo en segundo: era una moto rodando a muy poca velocidad.
–Viene hacia nosotros –murmuró Harry Dickson–. Apostaría a que se dirige al mismo sitio que usted y yo.
Avanzaron con gran cuidado, procurando no romper ninguna rama seca, sobre todo, cuando el ruido de la moto se apagó bruscamente. Casi tres horas después vieron, entre las amarillentas frondosidades del otoño, aparecer los contornos sombríos de la torre en ruinas. Harry Dickson, haciendo un signo a Tom de que le siguiera con prudencia, avanzó manteniéndose a cubierto. La torre era un cilindro de piedras ruinosas, con las almenas derruidas, que se alzaba en medio de ortigas y hierbajos. El minúsculo claro estaba sembrado de piedras y no se descubría por ninguna parte señal de vida alguna. De pronto, el detective se paró a la vista de un reflejo metálico que brillaba en medio de unas zarzas: era una motocicleta, ¡pero qué aparato! Debía de datar de la época de las primeras motocicletas: pequeña, rechoncha y con un pequeño y ridículo motor. Harry Dickson se acercó y, con el dedo, señaló una etiqueta pegada en el depósito de gasolina que llevaba esta inscripción:
“Exposición retrospectiva del motor – Ciudad de Kingston.”
–Igual que el coche robado por..., por Trill, qué diablos –murmuró Tom Wills.
–Muy interesante –respondió el jefe en voz baja–, pero lo sería aún más el saber quién pilotaba esta antigualla.
Observó atentamente los alrededores. No descubrió nada especial; todo seguía sumido en un silencio completo. Algunos pájaros se agitaban en las ramas; un faisán dorado se elevó desde un arbusto; algunas perdices se llamaban entre sí en el lindero del cercano bosque. Estas eran todas las manifestaciones de vida que Dickson y su ayudante pudieron percibir. El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y las sombras se alargaban; ya se podía oír el sonido propio del crepúsculo de una cigarra anunciando la llegada de la noche.
–No vamos a esperar que llegue la oscuridad –decidió el detective–. Aceleraremos las cosas.
Salió de su escondite seguido de su ayudante, y avanzó rápidamente, al descubierto, hacia las ruinas. Al dar vuelta a la torre, se encontraron con una puerta con las bisagras oxidadas, que estaba entreabierta. Harry Dickson la empujó, encontrándose con una pequeña sala circular, a la que llegaba la luz del sol a través de estrechas troneras, completamente vacía, con una escalera que subía hacia el techo y desembocaba en una trampilla abierta. Subió rápidamente los escalones y alcanzó la habitación superior. Esta, en mejor estado que la de la planta baja, contenía algunos muebles sórdidos: un catre, una mesa, un escabel, algunos utensilios de cocina y un quinqué. Daba la impresión de que se trataba de un lugar que se hallaba habitado. Fue Tom Wills quien realizó el nuevo y trágico descubrimiento. Tras haber lanzado una ojeada a la habitación, miró detrás de una oblicua pared de ladrillos.
–¡Hay un hombre detrás! –exclamó.
Harry Dickson se abalanzó y, en la penumbra, vio un cuerpo suspendido a dos pies del suelo. Lanzando una exclamación, sacó su navaja y cortó la cuerda... Un cuerpo cayó pesadamente.
–¡Muerto! –exclamó Dickson.
Por el único ventanuco entraba un rayo de luz amarillenta que iluminó un rostro contraído y violáceo.
–¡Será posible! –exclamaron los dos.
Se encontraban ante el cadáver del señor Francis Tunder.
IV Una extraña jornada en Kingston.
Miss Donovan abandonó la habitación de su señor. El médico del barrio acababa de retirarse tras haber recetado un calmante al enfermo. Ahora, el señor Bules, tras un acceso de fiebre, dormía con una calma relativa. El ama de llaves se retiró al saloncito que daba a su habitación y cogió su labor: fue entonces cuando pensó que estaba sola en la casa con sir Edwin. Por la tarde, Mat Bellows y Kate Grummer le habían anunciado bruscamente su decisión de marcharse inmediatamente.
–Estamos cansados de estas historias de asesinatos, en las que no tenemos nada que ver –le había dicho insolentemente la cocinera–. Si quiere recibir un consejo, miss, haga lo mismo.
–Puede marcharse –respondió el ama de llaves orgullosamente–, yo no la retendré, pero ¿qué debo pensar de usted, Bellows, un servidor fiel a su señor?
Bellows abrió la boca para responder, pero Kate se lo impidió.
–Mat me obedece –dijo sonriendo triunfalmente–. Además estamos prometidos y nos vamos a casar para establecernos en una pensión de Battersea. Ha llegado el momento de dejar esta casa llena de misterios, ¿no le parece?
–¡Misterios! ¿Qué quiere usted decir? –balbució miss Alice.
–Vamos, miss, no se haga la inocente –se burló la criada–. Usted sabe tanto, sino más, del asunto como nosotros. Mat y yo no hemos dicho nada a la policía por respeto hacia el señor, que es un buen hombre, y porque los agentes de la autoridad acaso hubieran demolido la mitad de esta casa para hacerse una idea con respecto a ciertas cosas. Veamos, miss Alice, ¿quién sino los demonios se iban a divertir haciendo ruido a una hora en la que todo el mundo duerme? ¡y vaya ruidos! ¡Coches que ruedan, trenes que pitan a lo lejos, ruedas que dan vueltas! A veces toda la casa tiembla sobre sus cimientos, y no hay más aparatos mecánicos en la casa que viejos relojes. Si el señor Rules fuera inteligente, se marcharía también, aunque le cueste dejar su querido hogar.
Ahora que se encontraba sola, miss Donovan pensaba en aquellas palabras. Ella no ignoraba esos extraños rumores que a menudo la mantenían despierta durante mucho tiempo escuchando. Hacía tiempo que había hablado de ellos al señor Rules, pero él le había suplicado que no dijera nada a los demás y que no volviera a comentar el asunto, ni siquiera con él.
–Hay un secreto en la casa, miss Alice –le había respondido–, pero no sé en qué consiste; sin duda, es el mismo que el de mis antepasados. No he conseguido descubrirlo y sus sombras se han constituido en mis guardianes. No, no, no me reproche nada. He buscado por todas partes, he investigado los muros, el suelo de las bodegas, y nunca he encontrado nada, pero los ruidos continúan.
Miss Alice se había plegado a sus deseos. Y además, es preciso decirlo en su honor, aunque la casa estuviera llena de demonios, se hubiera quedado igual... por amor hacia su señor. Era tan gentil, tan amable con ella, escribía versos tan bonitos, que a veces le leía a la luz de la lámpara. ¡E incluso había escrito algunos para ella, sólo para ella! En el fondo de su corazón enamorado de solterona había esperado y continuaba haciéndolo, que un día los sentimientos del señor Rules se concretaran y que su bello sueño se tornara realidad. ¡Señora Rules, de soltera Donovan! A menudo había hecho tarjetas de visita con ese nombre que después confiaba al fuego con un suspiro. Ahora, una terrible fatalidad se había abatido sobre aquella casa tan querida, y miss Alice casi se sentía culpable. ¿Por qué no se había mostrado más enérgica con su adorado señor? ¿Por qué, cuando el hombre muerto había sido encontrado en la biblioteca, no se había arrojado a los pies del gran Harry Dickson? ¿Por qué no le había hablado de los ruidos diabólicos que la mantenían en un estado de angustia continuo? ¿Por qué no había pedido al detective que realizara una exploración sacrílega, aunque quizá salvadora?
Lanzando de nuevo otro suspiro, se levantó, volvió a la habitación del enfermo y vio que éste estaba profundamente dormido. En su alma se libraba un violento combate: ¿Debía romper el pacto de silencio prometido a su señor?
–Sí –murmuró–, iré a buscar a Harry Dickson esta misma tarde, es el único que puede salvarnos..., ¡salvarle!
Volvió a su habitación, se puso el abrigo, se encasquetó una boina en la cabeza, y se preparaba para bajar al vestíbulo, cuando se detuvo súbitamente. Un ruido lejano y obstinado que provenía de las desconocidas profundidades de la casa, un ruido de ruedas y bielas en acción, un rumor alucinante de aparatos mecánicos ocultos. Dudó. Era imposible que dejara al señor solo en esta casa sumida en el misterio, aunque estuviera dormido. El teléfono, que utilizaba con tan poca frecuencia, estaba en la biblioteca. Después del siniestro hallazgo del otro día, le repugnaba entrar allí, pero ahora su resolución prevaleció. Con paso firme subió por la pequeña escalera de servicio, atravesó el pasillo y entró en la enorme y oscura habitación. El vacío, las largas estantería de libros, el tranquilo resplandor de la única lámpara encendida le parecieron cosas tranquilizadoras.
Sabía de memoria el número de teléfono del detective. ¡Lo había buscado tantas veces en aquellos últimos días sin atreverse a utilizarlo! Ahora, con una mano inquieta, lo marcó. El teléfono ya daba la señal de llamada... De pronto, el auricular se le cayó de las manos. Adquirió la súbita consciencia de una presencia hostil, atroz, cerca de ella. Lanzando un grito de espanto, retrocedió hacia la mesa. Algo palpitó a la tenue luz de la lámpara, algo parecido a una sombra desmesurada. Lanzó un tremendo grito de pavor.
–¡Socorro!
El secretario municipal de Kingston estaba fuera de sí, y Harry Dickson tuvo que hacer muchos esfuerzos para poder calmarlo.
–Esta maldita exposición retrospectiva del motor –exclamó el funcionario–, ¿quién hubiera podido pensar que esa feria de chatarras iba a darnos tantos quebraderos de cabeza?
–¿De quién fue la idea de organizaría? –preguntó el detective.
–Del señor Kay Bleacher. Nació en Kingston y tenía bastantes intereses, que ocultaba con mucha habilidad, pues engañaba al fisco con un... Pero eso no es asunto mío. Siguiendo sus indicaciones, recorrimos la ciudad y, en las casas de algunas personas, conseguimos algunos viejos automóviles que sirvieron de decorado. Y de pronto, nos roban un antiquísimo Darracq y después una motocicleta belga tan vieja como ese coche.
–¿Conoce usted al señor Anselmus Crane?
–¿Ese chiflado que fue proclamado vencedor de nuestro último concurso de poesía? –exclamó el secretario encolerizado–. ¡Claro que lo conozco! Es un intrigante que consiguió el premio gracias a la recomendación de... ¡fíjese! a la del propio Kay Bleacher. Un poema simbólico del que nadie entendió nada.
–¿Podría dejármelo leer?
–¡Claro que sí! Y también le permito quedarse con él, si es que le apetece.
El funcionario se levantó y comenzó a buscar en una carpeta de cartón verde de la que sacaba papeles, moviendo la cabeza.
–Lo había puesto aquí y soy el único que posee la llave de este armario... ¡Y el poema no está!
–¿Venía el señor Kay Bleacher a este despacho y permanecía solo en él? –preguntó Harry Dickson.
–Venía con bastante frecuencia... ¿Pretende usted que es él quien se ha llevado el poema?
––Si lo ha hecho, nunca podrá decírnoslo –murmuró el detective–. ¿De qué se trataba la obra?
–De las bellezas artísticas antiguas de la ciudad de Kingston, pero como ya le he dicho, resultaba incomprensible. Mezclaba en él nombres de cosas imposibles, como una escuadra...
–¿Una escuadra? –dijo Harry Dickson con tono distraído.
–Es estúpido, ¿no es cierto? Pero Kay Bleacher insistió tanto, que Anselmus Crane se llevó el premio de doscientas cincuenta libras frente a otro concursante, o mejor, otra concursante, que lo merecía más que él.
–¿La señorita Jacqueline Maugham? –preguntó Harry Dickson.
–¿Cómo lo sabe usted? –exclamó el secretario.
–No, lo suponía, lo que a menudo significa lo mismo –respondió el detective.
–¿Está en su poder la obra de la señorita Maugham?
–No, le ha sido devuelta.
–¿Supongo que no trataría de escuadras en su poema?
–No, en efecto.
–¿Ni tampoco de reglamentos?
–¿Reglamentos?... ¡Pues sí! ¡Usted lo sabe todo! –chilló el magistrado.
–No, pero lo que yo sé es que en nuestra lengua las palabras escuadra y reglamento son homónimas y se traducen por la misma palabra: “rule”, y en plural ¡rules!
El secretario le miró aterrado.
–Rules... la Casa Rules –balbució–. ¡Dios mío, señor Dickson! ¿Todo esto guarda alguna relación con esa misteriosa casa?
Harry Dickson respondió encogiéndose de hombros.
–Aún me quedan otras preguntas que hacerle y los minutos son preciosos, señor secretario –dijo–. ¿Ha conocido usted personalmente al señor Crane o a la señorita Maugham?
–No. Con la señorita Maugham sólo mantuve correspondencia, y en cuanto al señor Crane, las opiniones sobre su triunfo estaban tan divididas que, a instancias del señor Kay Bleacher, no se le recibió oficialmente. Nos contentamos con enviarle un cheque por el importe del premio.
Harry Dickson tomaba unas notas apresuradas.
–¿Quién se ocupa de la exposición retrospectiva? –preguntó súbitamente.
–Un inocente viejo llamado Borlock, Jeremías Borlock. Un pequeño rentista bastante extraño que se interesa mucho por la mecánica, a quien además debemos la mayor parte de las piezas expuestas.
–Bien, continúo: ¿Conoce usted al matrimonio Belair? Aunque su finca de veraneo no se encuentre en la misma ciudad de Kingston, se halla en el territorio de su municipio.
–Muy poco, ya que aquí no hacen más que breves apariciones, tan irregulares como les es posible, creo. Son gente muy solitaria a quien les gusta aislarse en la parte de bosque de la comarca. Son unos salvajes, ésa es mi opinión y no gastan ni un céntimo en Kingston; por eso todo el mundo los ignora en la ciudad y en sus alrededores.
–Muchas gracias. Ahora quisiera visitar su notable exposición retrospectiva del motor.
–¿Es una ironía? –preguntó el funcionario con un tono agridulce–. A decir verdad, la exposición no tiene nada verdaderamente notable y no atrae a demasiados visitantes. Ahora, que el señor Bleacher que la patrocina ya no está, no creo que permanezca mucho tiempo abierta.
–Razón de más para visitarla –observó el detective riendo.
–Le acompañaré un rato. La sala donde tiene lugar esa exposición de mecánica antigua está al lado del Ayuntamiento.
El secretario les llevó a una sala oblonga, iluminada por un par de lámparas redondas colgadas del techo, donde se encontraban unas dos docenas de antiguos modelos de locomotoras a vapor, cabriolés de baterías eléctricas y motores primitivos de gasolina y alcohol. No había visitantes y, ante una mesa, se encontraba un viejo bonzo con gafas, examinando unos prospectos inútiles.
–Le presento al señor Jeremías Borlock –dijo el secretario–, director y guardián de este santuario temporal. ¿No creo que haya habido mucha afluencia de público hoy, no es así?
El señor Borlock respondió con una voz chillona:
–Hoy igual que todos los días, la exposición no ha atraído más que a muy pocos visitantes, todos ellos con entradas gratuitas. Lo criticaron todo y se mofaron de todo como suelen hacer las personas que no pagan. Protesto contra la falta de vigilancia nocturna de estos tesoros, puesto que también ha sido robada una magnífica motocicleta: el primer modelo salido de las fábricas belgas de Herstal.
–Lo siento aún más, puesto que era suya, como el Darracq, igualmente robado –declaró cortésmente el secretario del Ayuntamiento–. Por fortuna, las dos piezas estaban aseguradas.
–¡Qué me importa el dinero! –exclamó vehemente el señor Borlock–. ¿La prima que me entregará la compañía de seguros me va a devolver esas piezas únicas?
Harry Dickson le miró con curiosidad.
–¿Es la mecánica su pasión, señor Borlock? –preguntó.
–¿La mecánica? –respondió agriamente el anciano–. No señor, me importa un pito, pero estoy muy interesado en los documentos de la mecánica. ¿Le basta con esta respuesta?
“No es nada amable este viejo loco”, pensó el detective; después volvió a dirigirse a él más amable que nunca:
–Esté tranquilo, señor Borlock, su adorada moto se le devolverá en seguida, se lo puedo asegurar.
Un relámpago brilló tras los cristales ahumados de las gafas.
–¿De verdad? Eso me haría feliz, señor; pero como supongo que usted pertenece a la policía, me permito dudarlo. Pues, ¿desde cuándo las autoridades, que tienen la obligación de protegernos tanto a nosotros como a nuestros bienes, mantienen sus promesas?
–Eso sucede a veces, señor Borlock –respondió tranquilamente el detective.
El viejo Borlock se echó a reír insolentemente.
–Supongo que usted utiliza mucho los automóviles, o por lo menos la moto, señor Borlock –insinuó Harry Dickson.
–¿Yo? ¡Jamás! ¡Eso no me interesa en absoluto! Adiós, señores, creo que es la hora de cerrar.
Los detectives se retiraron y se despidieron del amable secretario. En cuanto este último se alejó, Dickson se dirigió a la cabina del conserje. Este tomaba el fresco en los escalones de la puerta, y el detective le abordó sin rodeos.
–Mi nombre es Harry Dickson –dijo–, y le ruego que me conteste sin reticencias ni mentiras, si no quiere que todo lo que diga se vuelva en contra suya.
El empleado se turbó.
–Yo... no he hecho nada que se me pueda reprochar –balbució.
–Eso depende de lo que opine un tribunal –replicó severamente el detective–; supongo que sabe que la complicidad se juzga al igual que el mismo crimen. ¿Desde cuándo interpreta usted el papel de señor Borlock, cuando éste se ausenta de la exposición, amigo mío?
El hombre titubeó y se puso a temblar como una hoja.
–¿Cómo lo sabe usted? –murmuró con voz apagada.
–Por un montón de cosas, amigo mío, que ahora que ha confesado voy a revelarle. Por sus zapatos con hebilla, que raramente usan los porteros de Ayuntamiento; por su pantalón con trabillas, de un modelo que parece confeccionado especialmente para locos como el viejo Borlock por los restos de maquillaje grasiento que tan mal ha quitado de su rostro, y por el hecho de que el cenicero del señor Borlock esté lleno de sus pitillos negros, ¡cuando el buen hombre no fuma!
–¡Ay de mí! –gimió el conserje–, no trataba de hacer mal. El señor Borlock me dijo que sólo confiaba en sí mismo para vigilar la exposición y que sólo su presencia personal y constante podría alejar a los ladrones. Me pagaba muy bien y lo único que tuve que hacer fue prometerle la más absoluta discreción con respecto a nuestro trato.
–Y respecto a la motocicleta que utiliza, ¿no es cierto? ¿Dónde se encuentra esa máquina?
–Aquí, detrás de mi cabina, escondida debajo de una vieja lona.
–¡Muy bien! Escúcheme, amigo, le prometo sacarle del apuro en que se encuentra, aunque admito que se haya metido en este lío sin querer. Pero para eso tiene que hacer lo que yo le diga. No solamente me comprometo a librarle de cualquier persecución judicial, sino a compensarle más ampliamente de lo que podría hacer el señor Borlock.
–¿Qué tengo que hacer? –preguntó el portero completamente ganado para la nueva causa.
–Continuar reemplazando a Borlock, pero telefoneándome en cuanto monte en su motocicleta. Una potente máquina, ¿no es así?
–Un bólido –exclamó el guardián–, una Harley Davidson monstruosa. ¡Ah!, si la hubieran visto ustedes volver de Londres hace un momento, ¡sólo un avión la habría podido seguir! Hacía un cuarto de hora que había regresado y ocupado su lugar, cuando llegaron ustedes en compañía del secretario municipal.
Harry Dickson le entregó un billete de una libra, y el buen hombre bizqueó de placer.
–Comprendo –dijo guiñando un ojo–, ustedes representan los intereses de la compañía de seguros y el viejo pillo intenta que le paguen una fortuna por esa chatarra, que incluso ha debido robar. Siempre pensé que había algo así en todas sus extrañas rarezas.
Harry Dickson no dijo que no, y dejó al conserje; ambos, muy satisfechos.
–La jornada nos ha sido más provechosa de lo que había pensado esta mañana al partir de Kingston –declaró Harry Dickson cuando hubo tomado asiento ante el volante de su coche al lado de Tom Wills.
–¿Volvemos a Londres? –preguntó el joven.
–Sí, pero haciendo un pequeño rodeo para pasar por el Priorato; es posible que el buen Bowlinson esté en la cama, pero se dignará dejarla durante unos minutos por unos buenos amigos como nosotros.
Cuando se iban acercando a Woodlands, vieron alo lejos que una de las ventanas de la quinta de los Belair todavía estaba encendida.
–Quizá los Belair hayan regresado –sugirió Tom Wills.
–No creo –respondió el jefe–. Pienso más bien que nuestro camarada Bowlinson esté aún levantado, muy inquieto por sus señores.
Así era, al primer timbrazo el viejo jardinero acudió a abrir seguido de su sobrina.
–¡Ah, son ustedes! –dijo–. Creía que mis señores estaban de vuelta. No niego que estoy muy inquieto con respecto a ellos. ¿Les han visto?
–No, se lo aseguro, Bowlinson. No he vuelto para ocuparme de ellos, regreso a Londres, y me propuse llamar a su puerta. A propósito, ¿puede usted hacerme un pequeño favor?
Bowlinson no esperaba nada mejor. Harry Dickson metió la mano en su portafolio y sacó una fotografía que puso ante los ojos del jardinero.
–¿Conoce a este señor y a esta dama?
Bowlinson y Betty, que también se había inclinado ávidamente sobre la foto, sacudieron la cabeza negándolo.
–No, no conocemos a estas personas.
–¡Oh!, eso no tiene ninguna importancia. Buenas noches, Bowlinson..., buenas noches, Betty. Espero verla artes de su matrimonio para hacerla llegar mi pequeño regalo de bodas.
–¡Es usted verdaderamente amable! –exclamó Betty encantada.
Cuando el coche arrancó, Tom Wills cogió la fotografía que Dickson había deslizado sobre el asiento.
Lanzó una exclamación de estupor.
–¿Cómo, ni Bowlinson ni su sobrina les conocen?
–Ciertamente que no –respondió Harry Dickson.
–Eso me supera –confesó Tom con voz aturdida.
La fotografía representaba al señor y a la señora Belair.
V La última noche de la casa Rules.
En la central telefónica metropolitana había gran revuelo a causa de las numerosas averías que se produjeron aquella noche. El mecánico-jefe, encargado del servicio del barrio de Westminster, vigilaba las líneas de Belgrave Road y de Clarendon Street.
–Si los abonados me dejaran en paz durante algunos minutos más, todo se arreglaría –gruñía–, pero parece que se han puesto todos de acuerdo para telefonear a esta hora. ¡Vaya!, otro cilindro que se pone en movimiento, será preciso observarlo de cerca, si no se producirá un corto circuito. –Se ajustó con un golpe seco los auriculares en la cabeza y, de repente, se sobresaltó: una voz de mujer pedía socorro, después la comunicación se interrumpió bruscamente.
Haciendo un gesto, llamó al jefe que pasaba y le puso al corriente.
–¿Cuál es el número del que llama y del que recibe la llamada? –preguntó.
El mecánico se lo dijo y el jefe se puso a hojear febrilmente un listín.
–Rules... Clarendon Street... ¡Diablos!, me parece haber leído que algo extraño había sucedido en esa casa, y el llamado es... ¡Dios del cielo! ¡Es Harry Dickson! Déme el teléfono de servicio y llame al señor Dickson.
Fue la señora Crown quien respondió que su señor estaba ausente.
–¡Vaya contrariedad! ¿Podría usted decir al señor Dickson que llame a la central en cuanto regrese? ¡Se trata de algo urgente!
El detective se enteró de esto nada más llegar a su casa y llamó inmediatamente.
–El día aún no ha terminado –murmuró, colgando el auricular–. Tenemos que ir rápidamente a la Casa Rules.
–¿Y si telefoneáramos antes? –propuso Tom Wills, a quien le vencía el cansancio.
–De acuerdo, pero creo que será inútil.
En efecto, nadie respondió a la llamada.
–Razón de más para no perder tiempo –dijo resueltamente el detective subiéndose de nuevo al automóvil con Tom Wills.
Clarendon Street estaba oscura y desierta. Nadie abrió la puerta de la Casa Rule, a pesar de las repetidas llamadas del detective.
–Déme las ganzúas, Tom.
La cerradura, aunque antigua y enmohecida, no opuso gran resistencia y los detective en seguida se encontraron en el vestíbulo que estaba en penumbras iluminado apenas por una pequeña bombilla. Las habitaciones de la planta baja estaban vacías y en orden; Dickson no perdió el tiempo. Sabía que el señor Rules estaba enfermo y se dirigió inmediatamente a su dormitorio.
Bajo el efecto del soporífero, el dueño de la casa dormía profundamente y no se despertó cuando llegaron los intrusos.
–Dejémosle que prosiga durmiendo –decidió Harry Dickson–, y busquemos a miss Donovan, pues supongo que fue ella la que hizo la llamada. Me parece que los otros criados están ausentes y no me extrañaría nada que se hubieran marchado definitivamente.
Recorrieron en vano toda la casa; en la habitación de miss Alice se detuvieron más tiempo.
–Recuerdo que su abrigo y su sombrero estaban colgados el otro día de esta percha –murmuró Dickson–. Miss Donovan es una mujer muy ordenada y no debe cambiar de lugar sus ropas a menudo. Se podría deducir que ha salido o que se preparaba para hacerlo en el momento en el que realizó la llamada de socorro.
Se habían movido por la casa haciendo el menor ruido posible, como si temieran una presencia hostil y temible. En último lugar alcanzaron el pasillo que conducía a la biblioteca.
–Debiéramos de haber empezado por aquí –murmuró Harry Dickson–, puesto que es donde se encuentra el teléfono...
Pero Tom se puso delante de él.
–¡Cuidado, jefe!... ¡Se ve luz por debajo de la puerta!
Harry Dickson avanzó y puso la mano sobre el picaporte.
En ese momento, una voz amable dijo desde el interior:
–Entre.
El detective obedeció maquinalmente. Sentado en un sillón de cuero, a la escasa claridad de la lámpara, fumando tranquilamente su pipa, estaba el señor Quatrefages. Permaneció indeciso durante unos segundos, después avanzó hacia el viejo gentleman y estrechó la mano que éste le tendía.
–Su presencia en esta casa me parece bastante extraña –dijo–, pero le aseguro que no me sorprende demasiado.
–No, ¿verdad? –respondió el señor Quatrefages–. No hay ningún motivo para asombrarse de ello. Mi presencia aquí es lógica, señor Dickson.
–Sí... bastante... Me complazco en afirmarlo a mi vez.
–Creo que los dos buscamos la misma cosa –dijo el anciano.
–Por el momento, no puedo asegurarlo, pero ya veremos. ¿Sabe usted dónde está miss Donovan?
–Al entrar aquí, de un modo bastante clandestino como suelo hacer, encontré su sombrero en el suelo y esta butaca caída. Además, la puerta de esta habitación estaba cerrada con llave desde dentro, y he llegado a la misma conclusión a la que usted llegará sin duda.
–Y... –preguntó Dickson con una voz contenida–, ¿piensa que puede usted encontrarla?
El señor Quatrefages inclinó pensativamente la cabeza.
–Desgraciadamente, estoy muy lejos de ser Harry Dickson, pero ahora que usted ha llegado, la cosa podría marchar sobre ruedas si la suerte nos ayuda. ¿Qué piensa usted de la luz blanca?
–¿La que se vio bajo la puerta la noche del siniestro descubrimiento? –exclamó Tom Wills.
El señor Quatrefages asintió sonriendo:
––¡La misma, mi joven amigo!
–Me parece que se trata de algo inútil –dijo Harry Dickson.
El señor Quatrefages le miró con admiración.
–Inútil, señor Dickson..., ésa es la palabra necesaria y ahora creo que veo más claro con respecto a esa luz..., inútil. Supongo que no iluminaba esta biblioteca.
–¿Qué iluminaba entonces? –preguntó Tom Wills confuso.
–Solamente la parte de abajo de la puerta.
Harry Dickson miró largamente al extraño y flemático buen hombre.
–¡Sorprendente! –murmuró.
El anciano volvió a tomar la palabra.
–¡Oh!, no diga eso. Si usted no hubiera dicho la palabra “inútil” no lo hubiera descubierto.
Cogió unos papeles que estaban sobre la mesa, cuyo color azulado indicaba que se trataba de planos.
–La Casa Rules fue construida de un modo extraño, señor Dickson, incluso más que todos esos viejos edificios. Realmente hay algo que me sorprende en este plano. Fíjese en esto. Sí, ese rectángulo trazado con tinta blanca. Representa la biblioteca donde nos encontramos en este momento. Bajo ella está el saloncito de miss Donovan. ¿Se ha dado usted cuenta de sus pequeñas dimensiones, cuando lógicamente debería de tener las mismas que esta habitación? ¡Ah!, los constructores de antaño se las ingeniaban para crear muchos misterios.
Harry Dickson lanzó una exclamación, y poniéndose de espaldas a la puerta, se agachó, después se puso boca abajo.
–Tom –ordenó–, camine derecho hacia adelante, y retire todos los libros que se encuentren en el mismo estante a la altura de mi cabeza.
El joven obedeció rápidamente, y en seguida el suelo se cubrió de gruesos tomos, y en el muro quedó un espacio vacío.
–¿Ve usted una grieta en el muro? ¿Una grieta horizontal para ser más preciso?
–Sí, en efecto..., ¡está aquí! –exclamó su ayudante.
–La luz blanca, por consiguiente, brilló detrás de esa grieta –declaró el señor Quatrefages–. Es realmente fácil, pero yo no la había encontrado. Si se tienen en cuenta las costumbres de los tiempos pasados que vieron nacer a esta casa, las puertas secretas estaban casi siempre a ras del suelo y se abrían de abajo arriba o a la inversa, ahora todas las dificultades han desaparecido.
Harry Dickson estalló en una alegre carcajada apartó a Tom Wills y se puso a explorar la pared. Se oyó un ruido sordo, y una especie de panel se separó del muro y ascendió, descubriendo un espacio sombrío.
–Aquí hay una escalera –dijo de pronto el detective–. Tom, déme su linterna.
La potente luz de la linterna inundó un lugar extraño donde aparecieron también formas extrañas.
–Señor Quatrefages –exclamó Harry Dickson–, le dejo de guardia aquí. Sabe perfectamente que podrían venir a molestarnos.
–Por supuesto –respondió el anciano–, esté tranquilo... No soy tan curioso como pudiera parecer.
Harry Dickson descendió por una escala, y llegó al suelo. Tom hizo lo mismo.
–Encienda esa lámpara de alcohol –dijo el jefe señalando una especie de quinqué que colgaba del techo. Se encontraban en una enorme habitación invadida por una multitud de aparatos científicos muy antiguos, uno de cuyos rincones estaba ocupado por una extraña máquina de muchas ruedas.
En una esquina, en una improvisada cama, miss Donovan, cuyo roto vestido dejaba al descubierto unos sólidos brazos desnudos, estaba extendida inmóvil.
–¡Muerta! –exclamó Tom Wills.
–No, solamente dormida –replicó Dickson–. Fíjese en las señales de pinchazos que tiene en los brazos. Pero yo creo que aquí encontraremos todo lo necesario para despertarla.
El detective se puso una blusa blanca que estaba colgada del muro, cogió algunos frascos y una palangana y se acercó a la dormida.
El potente antídoto hizo efecto en seguida: miss Donovan lanzó un profundo suspiro y abrió los ojos.
–¿Dónde estoy? –exclamó.
–Entre amigos, miss Alice –respondió el detective con una voz tranquilizadora.
El ama de llaves reconoció al detective y la expresión de miedo desapareció de su alterado rostro.
–¡De modo que recibió mi llamada! –murmuró.
–Sí, todo marcha perfectamente...; ahora, vuelva a acostarse y siga durmiendo o hágase la dormida. Todavía tenemos un poco de trabajo aquí. Veamos, ¿esta habitación será la única que hay?
Lo era, o casi, pues no había más que otro pequeño reducto que contenía un gran montón de chatarra.
–¡Qué laboratorio tan extraño! –señaló Tom Wills.
–Hum –respondió el jefe–, extraño en el sentido de que hubiera hecho feliz a un investigador de hace más de un siglo. Ahora veamos qué contiene esa pequeña alacena.
Había advertido una especie de armario empotrado parcialmente en el muro. Lo abrió, y lo encontró vacío. Pero su rostro se iluminó en seguida.
–Esto simplifica bastante las cosas –dijo. En ese momento se oyó la voz del señor Quatrefages ahogada en las alturas:
–Señor Dickson, una llamada telefónica para usted.
–Debe de ser la señora Crown –dijo el detective–. Le había dicho que vendría aquí. ¡Eh, señor Quatrefages! ¿De quién se trata? –Un señor le telefonea desde Kingston. Se excusa por haber conseguido comunicación con una hora de retraso, Dice que el viejo se ha marchado con la motocicleta.
–Una hora de retraso y con una Harley Davidson..., Tom, apague la luz, y usted, miss Donovan, hágase la dormida, como ya le he dicho.
Los detectives se instalaron en la sombra, tras haberle gritado al señor Quatrefages que apagara la luz también y que, de momento, se mantuviera en silencio. Transcurrió una hora de espera silenciosa e inmóvil; por fin llegó hasta ellos un ruido de puertas lejanas.
–Atención –murmuró el detective–, sigamos en este rincón detrás de la máquina... ¡Ahí está la persona a quien esperábamos!
Oyeron un rumor sordo que parecía provenir del interior de la alacena, después las puertas se golpearon y se encendió una cerilla. Un resplandor rojizo se aproximó a la lámpara. Se oyó una pequeña detonación y una viva luz blanca inundó la habitación.
–Bien, todavía duerme, ¡esta estúpida entrometida! –refunfuñó una voz amenazadora.
Tom Wills abrió desmesuradamente los ojos. Vio que una espalda encorvada se inclinaba sobre miss Donovan y, de repente, vio que las dos manos de su jefe se abatían sobre los hombros del intruso. Este lanzó un aullido de terror. Era Jeremías Borlock. El extraño anciano permaneció un instante inmóvil como una estatua, sus ojos brillaban encolerizados detrás de los cristales de sus gafas.
–¡Asquerosos polizontes! –gritó– ¡Esta se la guardaré!
–Son unas palabras demasiado desagradables para salir de una boca tan educada –bromeó Harry Dickson.
Después hizo volar por el aire las gafas de cristales ahumados y la peluca gris, y descubrió el rostro desencajado por la rabia y la desesperación de la señorita Amalia Bedrop. Rápidamente, el detective le colocó unas esposas.
–¡Acabo de detener al demonio de la Casa Rules! –gritó con una voz de trueno.
VI Movimiento continuo.
Transcurrieron algunos días antes que Harry Dickson pudiera explicarse por completo los enigmas de la Casa Rules, pues la señorita Amalia Bedrop se encerró en un silencio despectivo, mientras que sir Edwin seguía en un estado cercano a la estupidez. Una tarde en que Dickson acababa de clasificar las notas que debían de servirle para establecer su informe definitivo sobre todo este extraño asunto, llamaron a la puerta, y la señora Crown introdujo, con algunos instantes de separación, al señor Quatrefages y a miss Donovan.
–Y bien, señor Quatrefages –preguntó el detective–, ¿cómo están los Belair?
El anciano puso una cara apesadumbrada.
–¡Huy!, están naturalmente tras las rejas, pero no es su captura la que sirve. Saldrán con la mínima pena de prisión; los otros...
–Se han largado, me lo temía –terminó el detective–. Confieso que son unos bribones endiabladamente astutos.
Se volvió hacia miss Alice y su ayudante.
–Para empezar, les presento a mi colega Quatrefages, inspector de la policía metropolitana de Londres, y especialista en la investigación de ladrones internacionales y bandidos de las altas finanzas. Mi amigo Quatrefages es de origen francés, como su nombre indica, y la fineza de su raza le es muy útil en su difícil profesión.
El anciano ladeó tristemente la cabeza.
–Sin embargo, acabo de sufrir otro rudo golpe...
–Era una tarea muy dura –afirmó Harry Dickson–. Y ahora hagamos como un director y demos el último aviso para que se levante el telón sobre el último acto, el del desenlace del drama que hemos vivido estos últimos días.
Vayamos con el pensamiento a Clarendon Street, a la Casa Rules, e incluso antes de entrar, ya estamos ante el planteamiento del problema.
Cada uno tiene su secreto.
¿Lo tienes tú?
¡Yo tengo el mío!
Yo no te pregunto el tuyo,
No me preguntes el mío.
¿Es una simple fanfarronería, o bien la expresión de la fantasía de un constructor de antaño? No, la Casa Rules tenía su secreto, y a decir verdad, es un secreto que desde siempre, la humanidad ha intentado descubrir con un fervor sin igual. Ahora volvamos atrás algunos años, recorramos una vieja calle de Covent-Garden conocida por el sinnúmero de clubs, a cuál más original, pegados unos a otros. Uno de ellos lleva el nombre poco corriente de Club de los Investigadores de lo Desconocido. En la lista de sus miembros están inscritos muchos nombres de personas a las que conocemos: Francis Tunder, Kay Bleacher, Nelson Belair, Arthur Lobster y la señorita Amalia Bedrop. Estos aficionados a lo desconocido han dirigido sus investigadores hacia los siglos pasados, y en su programa figura el descubrimiento de la piedra filosofal, de la panacea, del elixir de la vida, y del movimiento continuo.
Un día, uno de sus miembros correspondientes, llamado Harfang Trill, una especie de vagabundo iluminado, provisto de una memoria sensacional, consiguió encontrar un aparato descubierto en el siglo XVIII, y realizó con él el movimiento continuo. En lugar de entusiasmo, su revelación despertó fantásticas ambiciones y todas esas personas, o casi todas, lo único que querían era arrebatar el secreto a Trill. Este último había tenido buen cuidado en no revelarlo del todo. Sólo hizo mención del pequeño poema escrito sobre la puerta de la Casa Rules, afirmando que el punto de partida residía en él. Por otra parte, continuó sus trabajos en alguna parte solitaria del bosque de los alrededores de Kingston. Inmediatamente, los demás constituyeron una alianza contra él y comenzaron la lucha. La primera parte de esta batalla fue una especie de sitio de la Casa Rules; con consentimiento o por la fuerza era preciso introducirse en ella: la segunda parte tuvo lugar alrededor del mismo Trill, es decir, en Kingston.
Por lo que se refiere a la Casa Rules, la cosa no resultaba difícil: el propietario era un poeta a quien le gustaba recibir a amigos literarios. Gracias a esa debilidad, consiguieron fácilmente forzar la entrada de la casa; tras unas hábiles maniobras de aproximación, todas esas personas fueron recibidas amistosamente. En el grupo hay un hombre de acción que espera conseguir inmensos beneficios materiales gracias al prodigioso descubrimiento, se trata de Kay Bleacher. Es el tipo de hombre de negocios sin escrúpulos, pero siempre dispuesto a arriesgar su capital si el asunto merece la pena. Adquiere la casa contigua a la de Rules y ésta última llega a estar casi a su merced gracias a los criados. En seguida crea grandes intereses en el mismo Kingston, lo que hace que Harfang Trill esté a punto de caer en sus manos. Pero Kay Bleacher carece de habilidad. Necesita un aliado y lo encuentra en la persona de Amalia Bedrop. Esta es rica, pero también intenta aumentar su fortuna. Ambos han sido creados para entenderse. Pero Trill, aun siendo un buen hombre hasta la médula, no es un imbécil; se olió la conspiración, cuya finalidad era despojarle de su descubrimiento, y se defendió. Entonces, de entre los aliados surgen dos seres verdaderamente extraordinarios: Anselmus Crane y la señorita Jacqueline Maugham.
¿Quiénes son en realidad? ¿Un honrado comerciante, poeta de domingo, y una literata de talento? Sin duda, pero eso lo son únicamente en razón de su causa, ¡y qué causa! Crane y la señorita Maugham son dos estafadores geniales, grandes organizadores de negocios sucios que produzcan un gran rendimiento. Viven una curiosa doble vida, gracias a dos ridículos cómplices: el matrimonio Belair. Estos últimos en cierto sentido sirven de levantadores de la caza a la pareja Crane. Maugham. Por supuesto, Nelson Belair se lo contó todo a Crane, que fundamentalmente intentaba obtener todos los beneficios que pudiera de este asunto, y especialmente, los beneficios inmediatos. Alquila en los alrededores de Kingston una quinta campestre, el Priorato, contigua al escondite de Harfang Trill, y lo hace a nombre de los Belair. De hecho, los Belair jamás van allí, pero la pareja Crane-Maugham sí lo hacen bajo el nombre del señor y señora Belair. Este es el mecanismo de su acción, que es el de todo el asunto. En el fondo se burlan del “movimiento continuo”. Sólo piensan en ganar dinero y, por tanto, lo que les interesa es conseguir el invento si se prueba que éste se lo va a proporcionar. De momento, consiguen algunos ingresos haciendo “explicarse” a algunas víctimas de su alrededor.
La víctima principal es Kay Bleacher, que es el más rico...; le coaccionan de dos maneras diferentes. En un concurso regional de poesía, famoso porque es el que concede el premio más importante de Inglaterra, se le llama para juzgar un poema del señor Crane, poema del que sólo él comprende el sentido oculto, gracias a la palabra “rules” que se utiliza en él. Kay Bleacher se da cuenta del peligro y... se encarga de que den el premio al señor Anselmus Crane. Pero hay otro competidor, o mejor aún, una competidora, la señorita Maugham, que también utiliza esta fatídica palabra. Kay Bleacher, para consolarla de su fracaso, le hace abundantes regalos. ¿Es esto todo? No... Bleacher, en el transcurso de sus visitas a la Casa Rules, se enamora de una de las Lobster, pero le aterrorizan los celos de su aliada Amalia Bedrop: nueva razón para comprar el silencio de la pareja Crane-Maugham.
Otra víctima: Francis Tunder. Los bribones han tratado con él a escondidas, prometiéndole que poseerá el descubrimiento de Harfang Trill; mediaron importantes adelantos de dinero, huelga decirlo. Pero, en este conjunto de insensatos hay un hombre honrado: Arthur Lobster. En todo este asunto no ve más que peligros. Sólo puede constatar una cosa con auténtico terror: la relación que va a establecerse entre Kay Bleacher y una de sus hijas. Se confía a su único amigo, su inquilino el señor Quatrefages. Este se entrega a una discreta investigación y no tarda en descubrir los manejos de la pareja Crane-Maugham. Además, se hará invitar junto con los Lobster, a todas las recepciones de sir Edwin. Todo esto no impide que los otros prosigan apasionadamente la caza de la quimera, y el miembro más tenaz del club es Amalia Bedrop, que además posee conocimientos científicos muy extensos. Consigue enterarse de que Trill ha dividido su descubrimiento: una parte continúa oculta en la Casa Rules, mientras que la otra está en su posesión. Obrará con astucia.
La exposición retrospectiva del motor se inaugura en Kingston bajo los auspicios de un tal Borlock, patrocinado por Kay Bleacher, que no es más que ella misma. Tiende una trampa a Trill, y éste cae en ella; picado por el gusanillo de la mecánica, quiere exponer las piezas más curiosas de esta exposición: un viejo coche y una moto, también vieja. En estas dos máquinas sé encuentran disimuladas las piezas que deberán servir para completar el descubrimiento. Esto también lo llega a saber ella. ¿Y cómo? Gracias a Crane y compañía, que han conseguido granjearse la confianza de Trill, y que han vendido muy cara esta parte de su secreto a Kay Bleacher y a la señorita Bedrop. ¿Y qué hace esta última una vez al frente de su exposición? Gracias a la complicidad administrativa de un amigo de Bleacher, hace que le entreguen los títulos de propiedad de las dos máquinas... Trill está frustrado. Pero este viejo loco sabe defenderse. Roba los dos vehículos, esconde la moto en la torre del bosque y, vuelve a Londres con su trasto, siguiendo el rastro de Belair, cuya identidad ha averiguado comprendiendo la felonía. Ya sabemos cómo encuentra a Jacqueline Maugham. También sabemos que ella contó con toda veracidad esta historia, y esto lo hizo por dos razones: primero, para hacer comprender a su cómplice Crane que su juego comenzaba a salir a la luz; después, para comprobar si su relato no había perturbado a alguno de los invitados.
Así fue; Tunder dio muestras de espanto, de las que la señorita Maugham tomó buena nota. Creyó comprender que él se había aliado con Trill y había conspirado con él. Esa misma noche desapareció, notando que el suelo de Londres quemaba bajo sus pies, y como el señor Quatrefages sustrajera del bolsillo del señor Anselmus Crane un nuevo poema destinado al chantaje, este último comprendió también que había llegado el momento de volverse prudente. Expongamos ahora los hechos por orden cronológico.
Una mujer disfrazada con un dominó intenta conseguir que el señor Rules se haga cargo del peligro: es la joven Lobster, amiga de Kay Bleacher, que nota el peligro que se cierne sobre ella, pero no consigue atraer la atención de sir Edwin. Trill, que había descubierto, hacía algún tiempo, la habitación secreta de la Casa Rules, se oculta en un disfraz de dominó prestado, el que Jacqueline Maugham abandonó en su precipitada huida, pero la señorita Bedrop lo ve. Lo sigue hasta la biblioteca, descubre la trampilla abierta que da al laboratorio, comprende que acaba de penetrar el verdadero secreto de la Casa Rules y mata a Trill, que estaba sentado en el sillón de cuero. Al día siguiente tiene lugar el segundo drama: el asesinato de Kay Bleacher. La noche cae, la joven Ena Lobster ha acudido a su cita en casa de Kay Bleacher. Ignoran que la señorita Bedrop puede introducirse ahora tanto en la casa de este último como en la de sir Edwin, gracias al secreto que ha descubierto la víspera. De pronto, Amalia aparece delante de ellos... Ena huye, y yo la descubro a lo lejos, en la sombra, inquieta y vacilante. Entretanto, Kay y Amalia tienen una breve explicación... Esta dominada por los celos y sabiendo ahora que un asesinato se puede cometer con mucha facilidad, mata a Bleacher del mismo modo que asesinó a Trill.
Entretanto, Anselmus Crane, a quien mi visita llevó al colmo de la inquietud, se marcha, vuelve a encontrarse con su cómplice y entonces ambos deciden volver por última vez al Priorato para pensar en un escondite más seguro. Cuando vieron mi coche delante de la puerta de su casa, se encontraron perdidos y huyeron a través del bosque. Cuando pasaban por delante de la vieja torre, se encontraron con Francis Tunder, a quien quisieron estafar por última vez, amenazándole con revelar su papel en el asunto de la Casa Rules. El desgraciado debió de prometerles todo lo que ellos quisieron... En cuanto se encontró solo, Tunder puso en marcha por última vez la moto que contenía una parte del secreto y, de pronto, decepcionado y lleno de terror, se colgó.
Desde lejos, y sin saberlo, hemos asistido a este drama. Es inútil volver sobre lo que queda, puesto que lo conocemos. Mi amigo Quatrefages vigilaba atentamente la Casa Rules y por eso le encontramos en la biblioteca, sumido en una profunda meditación esperándonos.
–¿Cómo supo usted jefe que Borlock, o más bien, la señorita Amalia utilizaba la motocicleta? –preguntó Tom Wills.
–Un motorista llevando pantalones de paño negro... –ironizó el detective–, y que utiliza una moto enorme. Pero que soltaba verdaderos chorros de aceite..., eso saltaba a la vista.
–¿Y... y... el secreto, el movimiento continuo? –preguntó lentamente miss Alice, que lo había escuchado todo sin decir ni una sola palabra.
-Desgraciadamente no existe..., según afirma la ciencia de ciertos investigadores del siglo pasado. La máquina, que de acuerdo con su inventor debía de realizar ese prodigioso movimiento, no era más que un extraño motor de alcohol cuyas explosiones se realizaban con ayuda de un ingenioso dispositivo. En nuestros días, ese aparato que hubiera sido considerado como algo formidable hace doscientos años, no es más que un juguete que funciona bastante mal.
–¡Y debido a él murieron algunos hombres! –sollozó miss Alice.
Harry Dickson hizo un gesto vago.
–Las quimeras son las grandes culpables –dijo–, y no parece que vayan a abandonar pronto nuestro pobre mundo sublunar.
El aparato que hubiera podido ser considerado como “el primer motor de explosión” si se hubiera podido conservar, fue reconstruido gracias a algunas piezas sueltas encontradas en las viejas máquinas de Trill. Desgraciadamente, cuando se puso en marcha, explotó por completo, hiriendo a uno de los mecánicos que habían asistido a su resurrección. Nuestros museos técnicos han perdido una de sus mejores piezas. Sir Edwin Rules todavía vive en la casa de Clarendon Street, pero hizo derribar la biblioteca y la habitación secreta, y la misteriosa inscripción ha desaparecido de su puerta. Se ha casado con miss Alice Donovan y ahora el secreto de la Casa Rules es la felicidad. Anselmus Crane y Jacqueline Maugham han debido de huir al continente: la policía inglesa no consiguió arrestarlos. El señor Quatrefages se muestra muy disgustado, porque este fracaso se produjo la víspera de su jubilación y se lamenta de que su último servicio no haya sido un completo éxito. Se pretende que la señorita Ena Lobster, al volver al buen camino, hizo todo lo posible por hacerle olvidar ese pequeño fracaso convirtiéndose en la señora Quatrefages. A pesar de la diferencia de edad, se les predice una unión muy dichosa.
En cuanto a Harry Dickson... Dios mío, muy pronto se volvió a encontrar mezclado en otros asuntos igualmente sensacionales y, los enigmas de la Casa Rules fueron reemplazados rápidamente por otros, lo que para él constituía otra especie de “movimiento continuo”.
Jean Ray (1887-1964)
Relatos de Jean Ray. I Relatos góticos.
El resumen del cuento de Jean Ray: Los enigmas de la inscripción (Les énigmes de la maison Rules) fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
auxilio!!!quiero ser gotica stoy muy sola y las gentes que me hacen kso solo son mis padres x que s su obligacion cuidarme yo digo que no solo lo hacen x amor si no por obligacion yo soy bastante igorada y rechazada eso creo y eso quiero creer x que pues a mi la gente que cree en dios la detesto no tengo a nadie que piense como yo nadie!!!
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