«Problema de alquiler»: Henry Kuttner y C.L. Moore.


«Problema de alquiler»: Henry Kuttner y C.L. Moore.




Problema de alquiler (Housing Problem) es un relato fantásticos de los escritores norteamericanos Henry Kuttner y Catherine L. Moore (1911-1987), publicado originalmente en la edición de octubre de 1944 de la revista Charm.

Problema de alquiler, uno de los cuentos de Henry Kuttner más ingeniosos, y también probablemente de C.L. Moore, relata la historia de una joven pareja casada que alquila una habitación en su casa a un hombre mayor, solitario, que posee una jaula llena de pájaros particularmente extraños y ruidosos que le prohíbe mirar a la joven pareja.

Un día, el hombre se va de viaje por una semana y la pareja decide aprovechar la oportunidad para levantar la tapa de la jaula para contemplar los pájaros en el interior. En cambio, observan una casa en miniatura llena de pájaros apenas visibles. El resto de Problema de alquiler de Henry Kuttner y C.L. Moore trata sobre los esfuerzos de la pareja por visitar a los misteriosos residentes en miniatura que comparten su apartamento y sobre la reacción del anciano cuando descubre que se han estado entrometiendo en sus asuntos.





Problema de alquiler.
Housing Problem, Henry Kuttner (1915-1958) y Catherine L. Moore (1911-1987)

Jacqueline decía que era un canario, y yo sostenía que en la jaula tapada había una pareja de periquitos. Un canario no causaría tanto alboroto. Además, me gustaba la idea de que el señor Henchard, ese viejo huraño, cuidara periquitos. Era deliciosamente ridículo... Pero guardara lo que guardase en esa jaula junto a la ventana, nuestro inquilino lo ocultaba celosamente a los ojos de los curiosos. Sólo podíamos hacer deducciones a partir de los ruidos.

Y no eran fáciles de distinguir. De abajo del paño de cretona salían rasguidos, susurros, detonaciones tenues e inexplicables de vez en cuando, y ocasionalmente un estrépito diminuto que sacudía la jaula entera en el pedestal de pino. El señor Henchard debía de saber que sentíamos curiosidad. Pero cuando Jackie le comentó que era bonito tener pájaros, todo lo que dijo fue:

—¡Pamplinas! Olvídese de esa jaula, ¿quiere?

Eso nos enfureció un poco. No somos entrometidos, y después de ese comentario nos rehusamos fríamente a mirar siquiera la silueta amortajada en cretona. Tampoco queríamos que el señor Henchard se fuera. Era sorprendentemente difícil conseguir inquilinos. Nuestra casita estaba en la carretera de la costa; el pueblo consistía en poco más que una veintena de casas, una tienda, una licorería, la oficina de correos y Terry's, el restaurante. Eso era casi todo. Cada mañana Jackie y yo tomábamos el autobús y viajábamos a la fábrica, a una hora de marcha. Al regresar a casa estábamos bastante cansados. No podíamos conseguir servicio doméstico —cualquier fábrica de armamento pagaba mejor—, así que nos arremangábamos y nos poníamos a limpiar. En cuanto a la comida, éramos los mejores clientes del Terry's.

Los salarios eran buenos, pero antes de la guerra habíamos contraído demasiadas deudas, y necesitábamos dinero extra. Por eso era que le alquilábamos la habitación al señor Henchard. Lejos de las zonas más frecuentadas, con dificultades de transporte y oscurecimientos todas las noches, no era fácil conseguir inquilinos. El señor Henchard parecía adecuado. Pensábamos que era demasiado viejo como para causar problemas. Un día llegó, pagó un depósito; poco después apareció con un enorme bolso de viaje y una valija cuadrada, de lona, con manijas de cuero. Era un viejito achacoso con un agresivo mechón de pelo rígido y una cara como la del papá de Popeye, aunque más humana. No era odioso, simplemente huraño. Tuve el presentimiento de que había pasado casi toda la vida en habitaciones alquiladas sin meterse en la vida de los demás y fumando innumerables cigarrillos con su boquilla larga y negra. Pero no era uno de esos viejos solitarios que despiertan en uno cierta compasión tranquilizadora. ¡Al contrario! No era pobre y se las arreglaba perfectamente solo. Le tomamos cariño. Una vez, en una muestra de efusividad, le llamé 'abuelo'. Prefiero no recordar los comentarios que recibí.

Hay gente que nace con buena estrella... Y el señor Henchard era así. Siempre encontraba dinero en la calle. Las pocas veces que jugábamos a los dados o al póquer, sacaba puntajes altos y escaleras sin siquiera intentarlo. Nunca hacía trampa. Tenía suerte, eso es todo. Recuerdo la vez que todos bajábamos por la larga escalera de madera que va de las rocas a la playa. El señor Henchard pateó una piedra bastante grande que había en. Uno de los escalones. La piedra bajó un trecho a los saltos y luego perforó un escalón. La madera estaba totalmente podrida. Estuvimos seguros de que si el señor Henchard, que iba delante, hubiera pisado ese tramo podrido, toda la estructura se habría desmoronado. En otra ocasión yo viajaba con él en el autobús. El motor se paró pocos minutos después que abordáramos el vehículo; e) conductor frenó al costado. Un coche venía hacia nosotros por la carretera, y cuando nos detuvimos se le reventó uno de los neumáticos delanteros. Patinó y cayó en ¡a fosa.

Si no hubiéramos frenado, habríamos chocado de frente. No hubo un solo herido. El señor Henchard no era un solitario; salía de día, creo, y se pasaba casi toda la noche sentado frente a la ventana. Antes de entrar a limpiar, nosotros llamábamos, por supuesto, y a veces nos decía "Un minuto". Se oía un susurro apresurado y el sonido de ese paño de cretona que cubría la jaula. Nos preguntábamos qué clase de pájaro sería, y teorizábamos sobre la posibilidad de un fénix. La criatura nunca cantaba. Emitía ruidos. Ruidos suaves, extraños, no muy típicos de un ave. Cuando llegábamos del trabajo a casa, el señor Henchard estaba siempre en su habitación. Se quedaba allí mientras limpiábamos. Nunca salía los fines de semana.

En cuanto a la caja... Una vez el señor Henchard tuvo que viajar. El día anterior, por la noche, nos buscó.

—Hm —dijo, con un cigarrillo inserto en la boquilla—. Oídme, tengo que atender ciertas propiedades en el norte y no estaré durante una semana, aproximadamente. Dejaré pagado el alquiler, de todos modos...

—Oh, bueno —dijo Jackie—. Podemos...

—Pamplinas —gruñó él—. Es mi habitación y quiero conservarla. ¿Qué le parece?

Accedimos, y él se fumó medio cigarrillo de una sola chupada.

—Hm, bien. Ahora escuchen. Antes yo tenía coche propio, así que me llevaba la jaula conmigo. Esta vez tengo que viajar en autobús y no podré llevarla. Ustedes han sido buena gente... No son fisgones ni comedidos. Se comportan discretos. Dejaré mi jaula aquí, pero no quiero que toquen ese paño.

—El canario... Se morirá de hambre —jadeó Jackie.

—¿Canario, eh? —dijo el señor Henchard, clavándole unos ojos acuosos y malignos—. No se preocupe. Le dejaré suficiente comida y agua. Ustedes no metan las manos. Limpien la habitación cuando sea necesario, si quieren, pero no se atrevan a tocar esa jaula. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondí.

—Bien, a no olvidarlo —recalcó.

La noche siguiente, cuando llegamos a casa, el señor Hericl;,,..,: había ido. Entramos en su habitación y vimos una nota clavada en el paño de cretona: "¡Cuidado!" De la jaula llegaba como un arrullo áspero, y luego oímos una especie de detonación débil.

—Al cuerno —dije—. ¿Quieres bañarte primero?

—Sí —dijo Jackie.

Dentro de la jaula siguieron los susurros. Pero no eran alas. Y los golpes. A la noche siguiente comenté:

—Quizá le ha dejado suficiente comida, pero apuesto a que el agua no alcanzará.

—¡Eddie! —exclamó Jackie.

—De acuerdo, soy curioso. Pero tampoco me gusta que un pájaro se ¡nuera de sed.

—El señor Henchard dijo que...

—Está bien, de acuerdo. Vamos a! Terry's y estudiemos la situación de las chuletas de cordero.

La noche siguiente... Oh, bien. Levantamos la cretona. Todavía creo que fue más por preocupación que por curiosidad, Jackie decía que una vez conoció a alguien que maltrataba al canario.

—Encontraremos al pobre bicho en cadenas —comentó, arrojando el paño al antepecho de la ventana, detrás de la jaula.

Apagué la aspiradora. Uuuusshh... Trot-trot-trot, se oía bajo la cretona.

—Sí —dije—. Escucha, Jackie... El señor Henchard es buen tipo, pero es medio raro. Puede que ese pájaro o pájaros tengan sed. Echaré un vistazo.

—No. Eh... Sí. Miraremos los dos, Eddie. Compartiremos la responsabilidad.

Extendí el brazo. Jackie pasó por debajo y apoyó la mano en la mía. Luego levantamos un extremo del paño. Adentro se oía un susurro, pero en cuanto tocamos la cretona el sonido se interrumpió. Mi propósito era echar apenas una ojeada. Pero seguí alzando la cubierta. Veía el movimiento de mi brazo y no podía detenerlo. Estaba muy ocupado en mirar. Dentro de la jaula había.,.bueno, una casita. Parecía completa en todos los detalles. Una casa diminuía pintada de blanco, con postigos verdes —ornamentales, pues no cerraban—, ya que el chalet era muy moderno. Era de ese tipo de casas confortables y sólidas que se ve en los barrios residenciales. Las ventanas diminutas tenían cortinas de zaraza. Todas estaban iluminadas, en la planta baja. En cuanto levantamos el paño, cada ventana se oscureció de repente. Las luces no se apagaron, pero las cortinas bajaron con un furioso chasquido. Fue rápido. Ninguno de los dos alcanzó a ver quién o qué había bajado las cortinas. Solté el paño y retrocedí arrastrando a Jackie conmigo.

—¡Una casa de muñecas, Eddie!

—¿Con muñecas dentro? Miré fijo la jaula tapada.

—¿Te parece...tal vez...crees...quizá...que se podría entrenar a un canario...para que baje cortinas?

—¡Santo cielo! Eddie, escucha.

Sonidos tenues salían de la jaula. Susurros, y un pop casi inaudible. Luego un rasguido. Me acerqué y arranqué la cretona de golpe. Esta vez estaba preparado y observé las ventanas. Pero las cortinas bajaron haciéndome parpadear. Jackie me tocó el brazo y señaló. En el techo inclinado había una chimenea de ladrillo en miniatura; de allí salían volutas de humo pálido. El humo se elevaba, era tan tenue que yo no podía olerlo.

—Los c-canarios están c-cocinando —balbuceó Jackie.

Nos quedamos un rato esperando casi cualquier cosa. Si un hombrecito verde hubiera asomado por la puerta del frente para ofrecernos que le dijéramos tres deseos, no nos habría sorprendido mucho. Pero no pasó nada. Ni un sonido brotó de la pequeña casa de la jaula. Y las cortinas estaban bajas. Observé que toda la construcción era una obra maestra de la miniatura y el detalle. El pequeño porche tenía un felpudo diminuto. También había un timbre. La mayoría de las jaulas tiene el fondo móvil. Esta no. Había manchas de resina y metal plomizo, rastros de soldaduras. La puerta también estaba soldada. Yo podía poner el índice entre los barrotes, pero no el pulgar: demasiado grueso.

—Es un bonito chalet..., ¿no crees? —dijo Jackie con voz temblorosa—. Debe de ser gente tan pequeñita..., ¿no?

—¿Gente?

—Pájaros... Eddie, ¿quién vivirá en esa casa?

—Bien —dije, disponiéndome a una inspección. Inserté suavemente mi lápiz automático entre los barrotes de la jaula y presioné una ventana abierta. Subí la cortina.

Desde dentro de la casa algo parecido al haz de una linterna diminuta me dio en el ojo, el resplandor me encandiló. Retrocedí con un gruñido y oí que cerraban una ventana y bajaban la cortina.

—¿Has visto?

—No, tenías la cabeza delante. Pero...

Mientras mirábamos, las luces se apagaron. Sólo la voluta de humo que salía de la chimenea indicaba que había algo dentro.

—El señor Henchard es un científico loco —musitó Jackie—. Reduce a la gente.

—No sin un acelerador de partículas —dije—. Todo científico loco tiene que tener un acelerador para formar rayos artificiales.

De nuevo puse el lápiz entre los barrotes. Apunté con mucho cuidado. Apreté la punta contra el timbre y llamé. Se oyó un campanillazo agudo. La cortina de una de las ventanas al lado de la puerta se descorrió veloz, y probablemente algo me miró. No lo sé. La rapidez no me alcanzó para verlo. La cortina volvió a su lugar y no hubo más movimientos. Toqué el timbre hasta cansarme. Luego desistí.

—Podría destrozar la jaula —dije.

—¡Oh, no! El señor Henchard...

—Bien —dije—. Cuando regrese le preguntaré qué diablos se cree. No puede tener dientes. No figura en el contrato.

—No hay contrato —replicó Jackie.

Examiné la casita de la jaula. Ni un sonido, ni un movimiento. Humo en la chimenea. Al fin y al cabo no teníamos derecho a meternos en la jaula. ¿Violación de propiedad? Imaginé a un hombrecito verde con alas blandiendo una porra, arrestándome por intento de hurto. ¿Los duendes tendrían polizontes? ¿Qué clase de delitos...? Tapé nuevamente la jaula. Al rato volvieron los ruidos vagos; rasguidos, golpes, susurros. Y un gorjeo que no era de pájaro, que se interrumpió enseguida.

—Oh, cielos —dijo Jackie—. Vayámonos de aquí.

Fuimos derecho a la cama. Yo soñé con una horda de hombrecitos verdes con uniformes de policía estilo Mack Sennett, bailando en un arcoiris bilioso y cantando alegremente. La alarma del reloj me despertó. Me duché, afeité y vestí, pensando lo mismo que pensaba Jackie. Mientras nos poníamos los abrigos, la miré a los ojos y le dije:

—¿Lo hacemos?

—Sí. ¡Oh, Eddie, por Dios! ¿Crees que también ellos saldrán a trabajar?

—¿A trabajar...en qué? —pregunté ofuscado—. ¿Pintar flores?

No se oía nada bajo la cretona cuando entramos de puntillas en la habitación del señor Henchard. La luz del sol penetraba por la ventana. Quité la cubierta. Allí estaba la casa. Una de las persianas estaba levantada; las demás estaban cerradas con firmeza. Acerqué la cabeza a la jaula y miré a través de los barrotes la ventana abierta, donde cortinados de seda ondeaban en la brisa. Vi un ojo enorme que me miraba. Esta vez Jackie estuvo segura de que yo me moría de susto. Jadeó sin aliento mientras yo trastabillaba hacia atrás aullando algo sobre un ojo inyectado en sangre que no era humano. Nos abrazamos fuertemente y luego miramos de nuevo.

—Oh —dije en voz muy queda—. Es un espejo.

—¿Un espejo?

—Sí, un espejo grande, en la pared de enfrente. Es todo lo que puedo ver. No puedo acercarme más.

—Mira el porche —dijo Jackie.

Miré. Había una botella de leche al lado de la puerta. Os imaginaréis el tamaño. Era púrpura. Al lado había un sello plegado.

—¿Leche púrpura? —dije.

—De una vaca púrpura. A menos que sea una botella de color. Eddie, ¿eso es un diario?

En efecto. Agucé la vista para leer los titulares. A toda página se leía en enormes caracteres rojos de casi medio milímetro de alto: EXTRA ¡FOTZPA AVANZA SOBRE TUR!

Fue todo lo que pudimos descifrar. Tapé suavemente la jaula. Fuimos a desayunar al restaurante mientras llegaba el autobús. Cuando esa noche volvimos a casa sabíamos cuál sería nuestra primera tarea. Entramos, nos cercioramos de que el señor Henchard no hubiera regresado aún, encendimos la luz de su habitación y escuchamos los ruidos de la jaula.

—Música —dijo Jackie.

Era tan suave que apenas podía oírla, y de cualquier modo no era música verdadera. Sería incapaz de describirla. Y no tardó en apagarse. Golpes, rasguidos, detonaciones, zumbidos. Luego silencio. Y quité la cubierta. La casa estaba a oscuras, las ventanas estaban cerradas, las persianas estaban bajas. El diario y la botella de leche no estaban en el porche. En la puerta del frente había un letrero que sólo pude leer con una lupa. Decía: ¡CUARENTENA! ¡FIEBRE BARDICA!

—Caramba los muy mentirosos —dije—. Apuesto a que no tienen fiebre bárdica. Jackie echó a reír.

—¿Sólo en abril te atrapa la fiebre bárdica, verdad?

—Abril y Navidad. Es cuando la propagan las meriendiposas. ¿Dónde está mi lápiz?

Toqué el timbre. Una cortina se descorrió y se volvió a cerrar; ninguno de los dos alcanzó a ver la...mano? qus la movió. Silencio. De la chimenea salía humo.

—¿Asustada? —pregunté.

—No. Es curioso, pero no. Son unas criaturitas tan hurañas... Como esas familias que sólo hablan...

—Los duendes sólo hablan con trasgos, quieres decir... No pueden despreciarnos de ese modo. Al fin y al cabo, la casa de ellos está en nuestra casa.

—¿Qué podemos hacer?

Empuñé el lápiz y con bastante dificultad escribí: DEJADNOS ENTRAR en el panel blanco de la puerta. No había más lugar que para eso. Jackie meneó la cabeza.

—Quizá no debiste escribir eso. No queremos entrar. Sólo queremos verles.

—Demasiado tarde. Además, ellos entenderán qué es lo que queremos.

Nos quedamos mirando la casa de la jaula, y la casa nos miraba a nosotros con hosquedad y fastidio. ¡FIEBRE BARDICA, realmente!

Eso fue todo lo que ocurrió esa noche. A la mañana siguiente descubrimos que habían borrado los trazos de lápiz de la puerta, que el letrero de cuarentena seguía allí, y que había una botella verde de leche y otro diario en el porche. Esta vez los titulares decían: EXTRA ¡FOTZPA VENCE A TUR!

De la chimenea salía humo. Toqué el timbre otra vez. Nada. Reparé en un diminuto buzón junto a la puerta, sobre todo porque a través de la ranura me di cuenta de que adentro había cartas. Pero estaba cerrado con llave.

—Si pudiéramos ver a quién están dirigidas... —sugirió Jackie.

—O quién las remite. Eso es lo que me interesa.

Finalmente nos fuimos a trabajar. Estuve preocupado todo el día, y casi me rebano el pulgar con una máquina. Y cuando esa noche me encontré con Jackie, también la noté desmejorada.

—Ignorémoslos —dijo mientras traqueteábamos rumbo a casa en el autobús—.Sabemos cuando somos mal recibidos, ¿verdad?

—No me voy a dejar vencer por una... Por una criatura. Además, los dos nos volveremos locos si no descubrimos qué hay dentro de esa casa. ¿Crees que el señor Henchard es un hechicero?

—Es un canalla —dijo amargamente Jackie—. ¡Irse y dejar esos duendes ambiguos en nuestras manos!

Cuando llegamos a casa, la casita de la jaula se puso alerta como de costumbre, y cuando arrancamos la cubierta los ruidos tenues y distantes se disiparon. Brillaban luces a través de las persianas bajas. En el porche sólo se veía el felpudo. En el buzón pudimos ver el sobre amarillo de un telegrama. Jackie palideció.

—¡Es el colmo! —insistió—. ¡Un telegrama!

—Tal vez no.

—Lo es, lo es, sé que lo es. Murió la tía Campanilla, o lolanthe viene de visita.

—Han quitado el letrero de cuarentena —dije—. Pero hay uno nuevo: 'pintura fresca'.

—Bien... Entonces, les llenarás esa bonita puerta de garabatos.

Tapé de nuevo la jaula, apagué la luz y tomé la mano de Jackie. Nos quedamos esperando. Al rato se oyó bump-bump-bump y luego hubo un silbido como de tetera. Oí unos chasquidos diminutos. A la mañana siguiente había en el porche veintiséis botellas amarillas —un amarillo brillante— de leche, y el titular liliputiense anunciaba: EXTRA ¡TUR AVANZA SOBRE FOTZPA!

También había correo en el buzón, pero el telegrama había desaparecido. Esa noche las cosas siguieron como siempre. Cuando quité el paño hubo un silencio repentino y furibundo. Sentimos que éramos observados desde los costados de las diminuías cortinas. Al fin nos acostamos, pero en medio de la noche me levanté y eché otra ojeada a nuestros misteriosos inquilinos. Claro que en realidad no los veía, pero debían estar de fiesta pues apenas me asomé, una música extraña y suave y unos feroces golpeteos se acallaron. A la mañana había una botella roja y un diario en el porche. El titular decía: EXTRA ¡VICTORIA DE FOTZPA!

—Mi trabajo se va al demonio —dije—. No puedo concentrarme.,. Estoy intrigado, me paso todo el santo día pensando en este asunto.

—Yo también. Tenemos que averiguar algo de algún modo.

Atisbé dentro de la jaula. Una cortina bajó tan bruscamente que casi se desprendió del rollo.

—¿Crees que están enojados? —pregunté.

—Sí —dijo Jackie—. Creo que sí. Debemos estar fastidiándoles muchísimo. Mira..., apuesto a que están sentados dentro, junto a las ventanas, hirviendo de furia y esperando a que nos larguemos..Mejor nos vamos, quizá. De todos modos es la hora del autobús.

Miré la casa y sentí que la casa también me miraba con un aire de irritación y rencor. En fin, fuimos a trabajar. Esa noche volvimos cansados y hambrientos, pero aun antes de quitarnos los abrigos entramos en el cuarto del señor Henchard. Silencio. Encendí la luz mientras Jackie quitaba la cretona de cubierta de la jaula. La oí jadear. De inmediato me acerqué de un brinco, esperando ver un hombrecito verde en ese porche absurdo, o cualquier otra cosa insólita.,, No vi nada fuera de lo común. De la chimenea no salía humo. Pero Jackie señalaba la puerta del frente. Había un prolijo letrero pintado pegado al panel. Decía, de modo muy calmo y sencillo, pero definitivo: SE ALQUILA.

—¡Oh, oh, oh! —dijo Jackie.

Tragué saliva. Todas las persianas estaban levantadas y las cortinas de zaraza habían desaparecido. Por primera vez pudimos ver dentro de la casa. Estaba total y espantosamente vacía. No había muebles. Nada, salvo unos pocos rasguños y arañazos en el suelo de madera pulida. El empapelado estaba escrupulosamente limpio; los diseños, en los diversos ambientes, eran sobrios y de buen gusto. Los inquilinos habían dejado la casa en orden.

—Se han mudado —dije.

—Sí —murmuró Jackie—. Se fueron.

De pronto me sentí muy mal. La casa —no la de la jaula sino la nuestra— estaba espantosamente vacía. ¿Sabéis lo que se siente cuando se ha estado de visita y se vuelve a una casa donde no hay nada ni nadie? Abracé a Jackie y la estreché con fuerza. Ella también estaba muy deprimida. Quién habría dicho que un diminuto letrero de “Se alquila” podía abatirnos tanto.

—¿Qué dirá el señor Henchard? —preguntó Jackie, observándome con los ojos desencajados.

El señor Henchard regresó dos noches después. Estábamos sentados junto al fuego cuando entró, meciendo el bolso de viaje, la boquilla negra colgada de los labios.

—Mmh —saludó.

—Hola —dije tímidamente—. Celebro que haya vuelto.

—¡Pamplinas! —dijo con firmeza el señor Henchard, dirigiéndose a su habitación.

Jackie y yo nos miramos. El señor Henchard soltó un berrido de furia. Su cara crispada asomó por la puerta.

—¡Entrometidos! —refunfuñó—. Les advertí que...

—Espere un minuto —dije.

—¡Me mudo! ¡Ya mismo! —ladró el señor Henchard; metió la cabeza adentro, cerró la puerta y le echó llave.

Jackie y yo nos quedamos tiesos como niños que esperan una tunda. El señor Henchard salió de la habitación, el bolso colgando de una mano. Siguió de largo rumbo a la puerta. Traté de detenerle.

—Señor Henchard...

—¡Pamplinas!

Jackie le tomó de un brazo, yo del otro. Entre los dos conseguimos detenerle.

—Espere —dije—. Olvida usted su,..eh, su jaula.

—Eso es lo que usted cree —rugió—. Puede quedarse con ella. ¡Comedidos! Meses me tomó construir esa casita, y más meses persuadirles de que vivieran allí. Ahora ustedes arruinaron todo. No regresarán.

—¿Quiénes? —balbuceó Jackie.

Nos clavó malignamente los ojos acuosos.

—Mis inquilinos. Ahora tendré que construir una casa nueva... ¡Ja! Pero esta vez no la dejaré al alcance de ningún comedido.

—Espere —dije—. ¿Es usted...m-mago?

El señor Henchard bufó.

—Soy un buen artesano. Es todo lo que hace falta, usted les trata bien, y ellos le tratan bien a usted. No obstante... —y los ojos le brillaron de orgullo—. No todos saben construir una casa adecuada para ellos.

Parecía estar aplacándose, pero mi siguiente pregunta sobre la identidad de ellos lo exasperó de nuevo.

—¿Quiénes son ellos? —vociferó—. La Gente Pequeña, naturalmente. Llámela como usted quiera: duendes, trasgos, gnomos, geniecillos, tienen muchísimos nombres. Pero lo que quieren es un barrio tranquilo y respetable donde vivir, no fisgones y mirones; le da mala fama a la propiedad. ¡Con razón se mudaron! Y además, pagaban el alquiler puntualmente. Aunque la Gente Pequeña siempre es así —añadió.

—¿Alquiler? —dijo tímidamente Jackie.

—Suerte —dijo el señor Henchard—. Buena suerte. ¿Con qué cree que iban a pagar? ¿Con dinero? Ahora tendré que construir otra casa para recuperar mi buena suerte.

Nos clavó una fulminante mirada de despedida, abrió la puerta con brusquedad y se marchó. Nos quedamos mirándole. El autobús se acercaba a la gasolinera al pie de la loma y el señor Henchard echó a correr. Alcanzó el autobús, sí. Pero sólo después de haber caído de bruces. Rodeé con el brazo a Jackie.

—Cielos —dijo ella—. Ya le volvió la mala suerte...

—No mala —señalé—. Sólo normal. Cuando alquilas una casita a los duendes consigues mucha buena suerte extra.

Nos quedamos en silencio mirándonos el uno al otro. Finalmente, sin decir una palabra, entramos en la habitación vacía del señor Henchard. La jaula seguía allí. La casa también. El letrero de alquiler también.

—Vayamos al Terry's —dije.

Nos quedamos hasta más tarde que de costumbre. Cualquiera habría dicho que no queríamos regresar porque vivíamos en una casa encantada. Y en nuestro caso era exactamente lo contrario. Nuestra casa ya no estaba encantada. Estaba horrible, desolada, fríamente vacía. Regresamos pensativos y en silencio. Cruzamos la carretera, subimos la loma y abrimos la puerta del frente. No sé por qué, pero fuimos a echarle un último vistazo a la casa vacía. La cubierta estaba de vuelta sobre la jaula, donde yo la había dejado. Pero... ¡Tum, rrr, pop! ¡La casa estaba nuevamente habitada! Retrocedimos y cerramos la puerta en un santiamén.

—No —dijo Jackie—. No debemos mirar. Nunca, jamás debemos mirar bajo la cubierta.

—Nunca —dije—. ¿Quién crees...?

Oímos el muy tenue murmullo de lo que parecían canciones jocundas. Estaba bien. Cuanto más felices fueran, más tiempo se quedarían. Cuando nos acostamos, soñé que bebía cerveza con Rip Van Winkle y los enanos. Siempre bebía bajo la mesa. A la mañana siguiente llovía, pero no le dimos importancia. Estábamos convencidos de que un sol amarillo y brillante penetraba las ventanas. Canté bajo la ducha, Jackie tarareaba feliz. No abrimos la puerta del señor Henchard.

—Quizá quieran dormir hasta tarde —dije.

En el taller siempre hay ruido, pero el estrépito no aumenta demasiado aunque pase un transporte con una carga de cilindros. A las tres de la tarde uno de los muchachos llevaba cilindros al depósito. Yo no vi ni oí nada hasta bajarme de mi acepilladora. Estaba viéndola de reojo cómo funcionaba. Esas acepilladoras son formidables. Se asientan sobre cemento, en recipientes altos y pesados donde un portentoso monstruo metálico —la acepilladora en sí— se desliza hacia adelante y hacia atrás.

Me eché hacia atrás, vi que se acercaba el transporte y me aparté del camino con un elegante paso de vals. El conductor viró, los cilindros cayeron, y yo di esta vez un paso no tan elegante que terminó cuando me choqué los muslos contra el borde del recipiente y di un salto mortal pulcro y casi suicida. Cuando aterricé, estaba atascado en el recipiente metálico, mirando el cepillo mecánico que se me venía encima. Nunca en la vida había visto nada que se moviera tan rápido. Todo terminó antes que me diera cuenta. Yo forcejeaba para salir de allí, los hombres aullaban, el cepillo bramaba sediento de sangre, y las cabezas de los cilindros rodaban por todo el lugar. Luego se oyó el penoso chirrido de engranajes y levas destrozados. El cepillo se detuvo. El corazón me dio un brinco.

Después de cambiarme fui a buscar a Jackie para salir. Mientras viajábamos en el autobús le conté lo ocurrido.

—Una suerte increíble. O un milagro. Uno de esos cilindros chocó la acepilladora justo en el lugar apropiado. La acepilladora quedó destrozada, pero yo no. Creo que tendríamos que escribir una nota de agradecimiento a nuestros inquilinos...

Jackie asintió, profundamente convencida.

—Es la suerte con que nos pagan, Eddie. ¡Además, celebro que nos pagaran por adelantado!

—Salvo que en la fábrica no estaré en la lista de pagos hasta que se arregle el cilindro —dije.

Llegamos a casa con tormenta. Oíamos un estrépito en el cuarto del señor Henchard, más potente que cualquier ruido que jamás haya salido de la jaula. Corrimos arriba y descubrimos que la ventana estaba abierta. La cerré. El paño de cretona casi había volado de la jaula, y yo empecé a colocarlo en su sitio. Jackie estaba a mi lado. Observamos la casa diminuta; mi mano no terminó el gesto. El letrero había desaparecido de la puerta. La chimenea humeaba. Las persianas estaban cerradas como de costumbre, pero además había otros cambios. Había un tenue olor a comida, parece que era carne rancia con hierbajos... Venía inequívocamente de la casita. En el porche antes inmaculado había un bote de basura abollado, y un minúsculo canasto naranja con minúsculas latas sucias y lo que indudablemente eran botellas de licor vacías. Había una botella de leche al lado de la puerta, llena de un líquido lavanda y bilioso. Aún no la habían entrado, y tampoco el diario de la mañana. Por cierto que no era el mismo periódico. El carácter alarmista de los titulares indicaba que era un diarucho sensacionalista.

Una cuerda para tender ropa había sido instalada entre una columna del porche y una esquina de la casa. Todavía no había ropa colgada. Tapé bruscamente la jaula y seguí a Jackie hasta la cocina.

—¡Dios mío! —exclamé.

—Tendríamos que haber pedido referencias —jadeó ella—. ¡Esos no son nuestros inquilinos!

—No son los que teníamos antes —convine—. Es decir, los que tenía el señor Henchard. ¿Has visto ese bote de basura en el porche?

—¿Y la cuerda para tender ropa... Qué... Qué vulgar.

—Jukes, Kallikaks y Jeeter Lesters. Este no es El Camino del Tabaco.

Jackie tragó saliva.

—El señor Henchard dijo que no regresarían, ¿recuerdas?

—Sí, pero, bien...

Ella asintió lentamente, como si empezara a comprender.

—Dime —le dije.

—No sé. Sólo que el señor Henchard dijo que la Gente Pequeña quería un barrio tranquilo y respetable. Y la ahuyentamos. Apuesto a que le han dado a la jaula —a la zona— una mala reputación. Los duendes más refinados no vivirán allí. Es... Caramba, quizá sea un barrio bajo.

—Estás loca de remate.

—No. Tiene que ser así. Es lo que decía el señor Henchard. Dijo que tendría que construir una casa nueva. La gente respetable no se muda a un barrio malo. Tenemos duendes vulgares, es todo.

La miré boquiabierto.

—Aja. Como los que viven en inquilinatos. Apuesto a que tienen una cabra chiflada en la cocina —balbuceó Jackie.

—Bien —dije—, no estoy dispuesto a tolerarlo. Los desalojaré. Les... Les echaré agua por la chimenea. ¿Dónde está la tetera?

Jackie me contuvo.

—¡No, no lo hagas! No podemos desalojarlos, Eddie. No debemos. Pagan el alquiler —dijo. Y entonces recordé.

—El cepillo mecánico...

—Exacto —enfatizó Jackie, hundiéndome los dedos en los bíceps—. Hoy habrías muerto si no hubieras tenido un poco de suerte extra. Tal vez sean ordinarios, pero pagan el alquiler.

Comprendí.

—Pero sin embargo la suerte del señor Henchard era diferente... ¿Recuerdas cuando pateó esa roca en la escalera, y los escalones cedieron? Para mí es más duro. Me caigo en la acepilladora y un cilindro rebota y detiene la máquina, pero estaré sin trabajar hasta que la reparen. Al señor Henchard nunca le ocurrió nada semejante.

—Tenía mejores inquilinos —explicó Jackie con un destello en los ojos—. Si el señor Henchard se hubiera caído en la acepilladora, estoy segura de que habría saltado un fusible. Nuestros inquilinos son duendes chapuceros, así que nos toca una buena suerte chapucera.

—Se quedan —dije—. Somos dueños de una zona mal reputada. Larguémonos de aquí y vamos al Terry's a tomar un trago.

Nos abotonamos los abrigos y partimos, respirando el aire fresco y húmedo. La tormenta arreciaba aún más, yo había olvidado la linterna, pero no quería regresar a buscarla. Bajamos la loma hacia las luces apenas visibles del restaurante. Estaba oscuro. No podíamos ver mucho en la tormenta. Probablemente por eso no reparamos en el autobús hasta que se nos vino encima, los faros casi invisibles en medio del oscurecimiento.

Empujé a Jackie a un lado, pero patiné en el cemento húmedo y los dos caímos de bruces. Sentí el choque del cuerpo de Jackie, y poco después braceábamos en la fosa barrosa al lado de la carretera mientras el autobús seguía de largo, rugiendo. Nos arrastramos fuera y caminamos hasta el restaurante. El mozo nos miró sorprendido, soltó una exclamación y nos preparó un trago sin que lo pidiéramos.

—Incuestionablemente nos salvaron la vida —dije.

—Sí —convino Jackie, sacándose lodo de las orejas—. Pero al señor Henchard no le habría ocurrido así. El mozo meneó la cabeza.

—¿Te caíste en la fosa, Eddie? ¿Y tú, también? ¡Mala suerte!

—Mala no —murmuró Jackie—. Buena. Pero chapucera —alzó la copa y me observó con la cara tristona y enlodada. Hice tintinear mi copa contra la suya.

—Bien —dije—. Por nuestra suerte...

Henry Kuttner (1915-1958) y C.L. Moore (1911-1987)




Relatos de Henry Kuttner. I Relatos de C.L. Moore.


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El análisis y resumen del cuento de Henry Kuttner y C.L. Moore: Problema de alquiler (Housing Problem) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Isabel Oliva dijo...

La traducción deja mucho que desear. Supongo que estará hecha en español latino, por las palabras usadas que no tienen traducción en español clásico. Por ejemplo, "rasguido", que aquí se aplica a una nota musical de la guitarra y "acepilladora" que vaya usted a saber lo que significa o los cilindros.

De todas formas, el relato, como todos los de Henry Kuttner y su esposa, es muy interesante y hasta verosímil.

Gracias por compartirlo.



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