«La dama del sueño»: Wilkie Collins; relato y análisis.


«La dama del sueño»: Wilkie Collins; relato y análisis.




La dama del sueño (Blow Up With the Brig!) es un relato gótico del escritor inglés Wilkie Collins, escrito en 1859 y publicado en la antología de 1875: Después del anochecer (After Dark). El título completo es: Blow Up With the Brig, a Sailor's Story, el cual podría traducirse como: El viento sobre el bergantín, historia de un marinero.

La dama del sueño, uno de los grandes cuentos de Wilkie Collins, tiene vínculo con otro clásico de la literatura gótica: El pozo y el péndulo (The Pit and the Pendulum) de Edgar Allan Poe. Ambos expresan deliciosamente la tendencia de sus creadores al predicamento narrativo.





La dama del sueño.
Blow Up With the Brig!, Wilkie Collins (1824-1889)

Hacía poco más de seis semanas que desempeñaba mi profesión en el campo, cuando me enviaron a un pueblo cercano, como médico, para consultar a un colega que allí residía sobre un caso muy grave de enfermedad. La noche anterior mi caballo había resbalado arrastrándome en su caída, tras una larga cabalgata, y se había lesionado, por suerte, mucho más de lo que se había lastimado su amo. Por ello, al verme privado de los servicios del animal, partí hacia mi destino en coche (en aquella época no había ferrocarriles), y esperaba volver en el mismo vehículo hacia el atardecer.

Una vez terminada la consulta, me dirigí a la posada más importante del pueblo para esperar el coche. Cuando éste llegó, iba repleto por dentro y por fuera. No me quedaba otro remedio que volver a casa de la manera más barata, alquilando un calesín. El precio que me pidieron por tal favor me pareció tan exorbitante que decidí buscar una posada de menos pretensiones e intentar hacer un trato mejor con un establecimiento menos próspero. Pronto encontré una casa prometedora, deslucida pero tranquila, con un letrero anticuado, que evidentemente no había sido pintado desde hacía años. En este caso el posadero se conformó con una pegueña ganancia, y en cuanto nos pusimos de acuerdo hizo sonar la campana del patio para pedir el calesín.

-¿No ha regresado aún Robert del recado que ha ido a hacer? -preguntó el posadero, dirigiéndose al criado que acudió al oír la campana.
-No, señor, aún no.
-Bueno, entonces debes despertar a Isaac.
-¡Despertar a Isaac! -me extrañé-. Eso suena fuera de lo común. ¿Ustedes los palafreneros duermen de día?
-Este lo hace -dijo el posadero, sonriendo para sí de un modo bastante extraño.
-Y además, sueña en voz alta -agregó el criado-. Nunca olvidaré el susto que me dio la primera vez que lo oí.
-Bueno, eso no tiene importancia -replicó el propietario-. Anda y despierta a Isaac. El caballero espera el calesín.

La conducta del posadero y del criado expresaba mucho más de lo que decían sus palabras. Empecé a sospechar que podía encontrarme sobre la pista de algo profesionalmente interesante para mí como médico, y pensé que me gustaría echarle una ojeada al mozo antes de que el criado lo despertara.

-Esperen un momento -intervine-. Desearía ver a ese hombre antes de que lo despierten. Soy médico; y si ese raro modo de dormir y de soñar que tiene el hombre procede de algo que no funciona en su cerebro, tal vez pueda indicarles qué hacer con él.
-Me temo que más bien descubrirá que su mal no tiene remedio, señor -dijo el posadero-. Pero si quiere verlo, estoy seguro de que no habrá inconveniente.

Me acompañó a través del patio y por un pasillo hasta los establos, abrió una de las puertas y, quedándose fuera, me indicó que entrara. Me encontré ante un establo de dos pesebres. En uno de ellos un caballo masticaba su heno; en el otro un anciano dormía sobre la paja. Me agaché y lo miré con atención. Era un rostro marchito, cansado. Las cejas aparecían dolorosamente contraídas; tenía la boca bien apretada y las comisuras de los labios hacia abajo. Las mejillas, huecas y arrugadas y el escaso cabello blanco, hablaban de una pena o un sufrimiento pasado. Cuando lo miré por primera vez respiraba de modo convulso e inmediatamente empezó a hablar en sueños.

-¡Levantaos! -le oí decir en un susurro rápido, a través de los dientes apretados-. ¡Eh, levantaos! ¡Asesino!

Movió lentamente el brazo hasta apoyarlo sobre su garganta, se estremeció un poco y se dio vuelta sobre la paja. Después el brazo se apartó de la garganta, la manó se tendió hacia fuera y se cerró hacia el lado sobre el que se había vuelto, como si estuviera agarrando el borde de algo. Vi que sus labios se movían y me incliné un poco más sobre él. Seguía hablando en sueños.

-Ojos grises claros -murmuraba-, y el párpado izquierdo caído; cabellos rubios, con un toque dorado... está bien, mamá: hermosos brazos blancos, con un leve vello... pequeñas manos de dama, con una sombra rojiza bajo las uñas. El cuchillo... siempre el maldito cuchillo... primero de un lado, después del otro. ¡Ajá! ¿Dónde está el cuchillo, demonia?

Con las últimas palabras su voz se alzó, y él se inquietó de pronto. Vi que se estremecía sobre la paja; su rostro marchito se convulsionó y levantó las manos con un brusco espasmo histérico. Golpearon contra la parte inferior del pesebre bajo el cual estaba acostado, y el golpe lo despertó. Apenas tuve tiempo de deslizarme a través de la puerta y cerrarla antes de que abriera los ojos del todo y recobrara el sentido.

-¿Sabe usted algo del pasado de este hombre? -le pregunté al posadero.
-Sí, señor, sé bastante al respecto -fue la respuesta-. Y es una historia extraña, nada común. La mayor parte de la gente no la cree. Sin embargo, es cierta, pese a todo.
-Caramba, no tiene más que mirarlo -siguió el posadero, abriendo de nuevo la puerta del establo-. ¡Pobre diablo! Está tan agotado por sus noches de insomnio que ya ha vuelto a dormirse.
-No lo despierte -dije-. No tengo apuro por el coche. Espere que regrese del recado el otro hombre; y, entretanto, le ruego que me sirva algo de comer y una botella de vino, y que la comparta conmigo.

Tal como lo había previsto, el corazón de mi anfitrión se ablandó una vez que bebió su propio vino. Pronto se mostró comunicativo sobre el hombre que dormía en el establo, y poco a poco pude extraerle toda la información. Por extravagantes e increíbles que los hechos puedan parecer a todos, los relato aquí tal como los oí y tal como ocurrieron.

II.
Hace algunos años vivía en los suburbios de un gran puerto marítimo de la costa oeste de Inglaterra, un hombre de humilde condición, llamado Isaac Scatchard. Sus escasos medios de vida provenían de los empleos que podía conseguir como palafrenero, y de cuando en cuando, si las cosas le iban bien, de contratos transitorios para prestar servicios como mozo de cuadra en fincas privadas. Aunque era un hombre cumplidor, formal y honesto, no tenía suerte en su oficio. Su mala estrella era proverbial entre sus vecinos. Constantemente estaba perdiendo buenas oportunidades sin que se le pudiera culpar a él, y siempre servía los períodos más largos con gente amiga que no era puntual en el pago de los salarios. «Pobre Isaac» era el apodo que tenía en el barrio y nadie podía decir que no se lo merecía de sobra.

Con una porción de adversidad macho mayor de lo que por común puede soportar un hombre, a Isaac sólo le quedaba un consuelo, y era del tipo más triste y negativo. No tenía esposa ni hijos que aumentaran sus angustias o se unieran a la amargura de sus diversos fracasos en la vida, lo que podía deberse a simple insensibilidad, o podía tratarse de un generoso rechazo a implicar a otros en su desafortunado destino. Había llegado a la madurez sin casarse y, lo que es mucho más destacable, sin exponerse ni una vez, de los dieciocho a los treinta y ocho años, a la cordial acusación de haber tenido una amante. Cuando no trabajaba, vivía con su madre viuda. La señora Scatchard era una mujer superior al promedio de su baja condición, en cuanto a inteligencia y modales. Había conocido días mejores, como suele decirse, pero nunca se refería a ellos en presencia de extraños; y aunque era cortés con todos cuantos se acercaban a ella, nunca cultivó amistades íntimas entre sus vecinos. Se las ingeniaba, con bastante esfuerzo, para cubrir sus necesidades haciendo trabajos pesados para sastres, y siempre lograba mantener una casa decente a la que su hijo podía acudir cada vez que su mala suerte lo dejaba indefenso en el mundo.

Un frío otoño, cuando Isaac se acercaba ya a la cuarentena, y en el que estaba, como de costumbre, desocupado sin que fuera culpa suya, emprendió una larga caminata tierra adentro desde la cabaña de la madre hasta la finca de un caballero, donde, según había oído, necesitaban un mozo de cuadra. Sólo faltaban dos días para su aniversario y la señora Scatchard, con su cariño de siempre, le hizo prometer, antes de partir, que regresaría a tiempo de pasar el cumpleaños con ella, en el modo más festivo que sus pobres medios pudieran permitirles. A él no le costaba satisfacer a su madre, aun suponiendo que durmiera en el camino una noche a la ida y otra a la vuelta. Emprendería la marcha el lunes por la mañana y, lograra o no el puesto, regresaría para el almuerzo de cumpleaños el miércoles a primera hora de la tarde. Como sea que llegó a su destino el lunes por la noche, demasiado tarde para ir a solicitar el puesto de mozo de cuadra, durmió en la posada de la aldea, y el martes bien temprano se presentó en la casa del caballero, solicitando poder cubrir la vacante.

Su mala suerte lo seguía persiguiendo, inexorable como siempre. Las excelentes recomendaciones que pudo mostrar no le sirvieron de nada; su larga marcha había sido en vano: el día anterior le habían dado el puesto de mozo de cuadra a otro hombre. Isaac aceptó este nuevo revés resignado y como algo previsto. Lento de reflejos por naturaleza, tenía la sensibilidad opaca y el paciente carácter flemático que con frecuencia distingue a los hombres con poderes mentales de pesado funcionamiento. Agradeció al mayordomo del caballero con su serena urbanidad de siempre por haberle concedido la entrevista, y partió sin que se advirtiera una desacostumbrada depresión en su rostro y en su conducta. Antes de emprender el camino de regreso, hizo algunas indagaciones en la posada y se aseguró que podía ahorrarse unos kilómetros siguiendo un camino nuevo. Provisto de instrucciones complementarias, que se hizo repetir varias veces, en cuanto a las diversas vueltas que debía dar, emprendió el camino de vuelta y anduvo durante todo el día deteniéndose sólo una vez para comer pan y queso. Al empezar a oscurecer comenzó a llover y el viento arreció; para colmo estaba en una región que no conocía bien, aunque sabía que estaba a unos quince kilómetros de su hogar. La primera casa que encontró para informarse fue una solitaria posada junto al camino, al borde de un denso bosque. Aunque el lugar parecía desolado, era una visión gratificante para un hombre perdido que además estaba hambriento, sediento, con los pies doloridos y empapado.

El posadero era amable y de aspecto respetable, y el precio que le pidió por una cama era sumamente razonable. Por consiguiente, Isaac decidió quedarse a dormir cómodamente en la posada. Era hombre de carácter parco. Su comida consistió en dos lonchas de tocino, una rebanada de pan casero y una pinta de cerveza. No fue a acostarse inmediatamente después de tan moderada comida, sino que se quedó sentado junto al posadero, hablando acerca de sus malas perspectitivas y su larga racha de mala suerte, y pasando de estos tópicos al tema de los caballos y las carreras. Ni él ni el posadero, ni los pocos peones que pasaban el tiempo en la taberna dijeron nada que pudiese haber excitado en lo más mínimo la muy escasa y opaca imaginación de Isaac. Poco después de las once cerraron la casa. Isaac acompañó al posadero y sostuvo la vela mientras eran atrancadas las puertas y las ventanas de la planta baja. Notó con sorpresa la solidez de los cerrojos y las trancas, y los postigos recubiertos de hierro.

-Aquí estamos bastante aislados -explicó el posadero-. Nunca han intentado entrar por la fuerza, pero siempre es mejor asegurarse. Si no tenemos a nadie durmiendo, soy el único hombre de la casa. Mi esposa y mi hija son tímidas, y la joven criada se parece a sus amas. ¿Otro vaso de cerveza antes de acostarse? ¡No! Créame, no puedo entender cómo un hombre tan sobrio como usted pueda estar sin empleo. Aquí es donde va a dormir. Esta noche es usted nuestro único huésped, y creo que se dará cuenta de que mi patrona ha hecho todo lo posible para que esté cómodo. ¿De verdad no quiere otro vaso de cerveza? Muy bien, pues. Buenas noches.

El reloj del pasillo marcaba las once y media cuando subieron al dormitorio, cuya ventana daba sobre el bosque del fondo de la casa. Isaac cerró la puerta con llave, dejó la vela sobre la cómoda y se dispuso a acostarse. El helado viento otoñal seguía soplando y su gemido solemne, monótono, creciente, recorriendo el bosque, era triste y lúgubre de oír en el silencio de la noche: Isaac se sentía extrañamente desvelado. Cuando se tendió en la cama decidió dejar la vela encendida hasta que empezase a adormilarse, porque había algo deprimente hasta hacerse insoportable en la idea de permanecer despierto a oscuras, oyendo el gemido fúnebre, incesante, del viento en el bosque. El sueño lo invadió sin que se diera cuenta. Se le cerraron los ojos y cayó dormido sin tiempo a apagar la vela. La primera sensación de la que tuvo conciencia tras hundirse en el sueño fue un extraño escalofrío que lo recorrió bruscamente de pies a cabeza, y un terrible dolor en el corazón, como nunca lo había sentido. El escalofrío sólo perturbó su sueño; el dolor lo despertó súbitamente. En un instante pasó del estado de sueño al estado de vigilia: los ojos bien abiertos, las percepciones mentales despejadas de pronto, como por milagro.

La vela había ardido casi hasta el último fragmento de sebo y la luz era por el momento plena y clara en la reducida habitación. Entre el pie de la cama y la puerta cerrada se erguía, mirándolo, una mujer con un cuchillo en la mano. El impacto del horror le dejó boquiabierto, sin palabras, pero no perdió la nitidez sobrenatural de sus facultades y no apartó en ningún momento los ojos de la mujer. Ella no dijo una palabra mientras se miraban a la cara, pero empezó a moverse lentamente hacia el lado izquierdo de la cama. La siguió con la mirada. Era una mujer rubia, bella, con cabellos color lino y ojos gris claro, con el párpado izquierdo un poco caído. El notó esos detalles y los fijó en su mente antes de que la mujer llegara al extremo de la cama. Sin decir palabra, sin expresión alguna en el rostro, sin un ruido que siguiera a cada paso, ella se fue acercando paso a paso... se detuvo... y alzó lentamente el cuchillo. El se llevó el brazo derecho a la garganta para protegerla; pero cuando vio que el cuchillo bajaba, movió la mano a través de la cama hacia el lado derecho, y sacudió el cuerpo de tal modo que el cuchillo se hundió en el colchón, a una pulgada de su hombro. Isaac fijó la mirada en el brazo y la mano de la mujer cuando retiró lentamente el cuchillo de la cama: un brazo blanco, bien formado, con un hermoso vello cubriendo levemente la piel clara: una delicada mano de dama, coronada por la belleza de un rubor rosado debajo y alrededor de las uñas.

La mujer retiró el cuchillo y se dirigió otra vez lentamente al pie de la cama; se detuvo un momento allí, mirando al hombre; después siguió -sin hablar, sin expresión en el bello rostro impávido, sin un sonido que siguiera a sus pasos furtivos- hacia el lado derecho de la cama, donde él estaba tendido ahora. Cuando se acercó, levantó el cuchillo de nuevo y él se apartó hacia la izquierda. Ella golpeó el colchón, como antes, con un movimiento deliberadamente perpendicular y hacia abajo. Esta vez los ojos de Isaac fueron de la mujer al cuchillo. Era como una de esas grandes navajas que había visto usar a los peones para cortar el pan y el tocino. Los dedos pequeños y delicados no ocultaban más que dos tercios de la empuñadura: Isaac advirtió que estaba hecha de cuerno de gamo, limpia y brillante como la hoja, de aspecto llameante. Ella retiró el cuchillo por segunda vez, lo ocultó en la ancha manga de su vestido y después se detuvo junto a la cama, observándolo. Por un instante, él la vio de pie en esa posición, y después el pabilo de la vela cayó en el candelero; la llama empequeñeció hasta ser un tenue puntito azul, y el cuarto quedó a oscuras.

Un instante, o menos, si es posible, pasó así y después el pabilo llameó humeante por última vez. Isaac aún miraba con ansiedad hacia el lado derecho de la cama cuando brilló el último resplandor de la vela, pero no vio nada. La rubia mujer del cuchillo había desaparecido. El convencimiento de que se encontraba de nuevo a solas debilitó el dominio del miedo que lo había dejado mudo hasta aquel momento. La agudeza sobrenatural que la intensidad del pánico había comunicado a sus facultades desapareció de repente. Se le confundierun las ideas, el corazón empezó a latirle como un caballo desbocado, sus oídos se abrieron por primera vez desde la aparición de la mujer a la sensación del funesto gemido del viento entre los árboles y con la terrible convicción de la realidad de lo que había visto aún intensa en su interior, saltó de la cama, gritando:

-¡Asesinato! ¡Eh, despertad! ¡Despertad! -y se abalanzó hacia la puerta de cabeza en la oscuridad.

Estaba bien cerrada con llave, exactamente como la había dejado al acostarse. Sus gritos alarmaron a toda la casa. Oyó las exclamaciones aterrorizadas, confusas de las mujeres; vio que el dueño de la casa se acercaba por el pasillo con una vela ardiendo en una mano y un arma en la otra.

-¿Qué ocurre? -preguntó el posadero, sin aliento.
Isaac sólo pudo contestar con un susurro.
-Una mujer, con un cuchillo en la mano -dijo con voz entrecortada-. En la habitación; una mujer rubia, de pelo amarillo; intentó clavarme un cuchillo por dos veces.

Las pálidas mejillas del posadero palidecicron aún más. Miró a Isaac con angustia al resplandor vacilante de la vela, y su rostro comenzó a enrojecer de nuevo; su voz se alteró tanto como su piel.

-Parece haberle errado dos veces -dijo.
-Esquivé el cuchillo cuando bajaba -siguió Isaac, con el mismo susurro asustado-. Las dos veces se clavó en el colchón.

El posadero llevó la vela de inmediato al interior del dormitorio. En menos de un minuto volvió a salir al pasillo, con un violento ataque de furor.

-¡Que el diablo se los lleve, a usted y a la mujer del cuchillo! La ropa de la cama no tiene una sola señal de haber sido agujereada. ¿Qué pretende, metiéndose en una casa decente, y sacando a la familia de sus casillas, por un sueño?
-Me iré de su casa -dijo Isaac con voz débil-. Prefiero estar en el camino, bajo la lluvia y en la oscuridad, en camino hacia mi casa, que otra vez en ese cuarto, después de lo visto en él. Déjeme una luz para vestirme y dígame cuánto tengo que pagar.
-¡Pagar! -exclamó el posadero, entrando en el dormitorio, de muy mal humor, con la luz-. ¡Nunca le habría recibido a usted ni por todo el dinero del mundo de haber sabido por anticipado que soñaba y chillaba de ese modo! Fíjese en la cama. ¿Dónde hay un tajo de cuchillo? Fíjese en la ventana: ¿está forzada la cerradura? Fíjese en la puerta, que yo mismo le oí cerrar con llave: ¿está rota? ¡Una mujer asesina con un cuchillo en mi casa! ¡Vergüenza tendría que darle!
Isaac no replicó ni una palabra. Se vistió rápidamente, y después bajaron juntos.
-¡Son casi las dos y veinte! -dijo el posadero, cuando pasaron junto al reloj-. ¡Bonita hora de la madrugada para aterrorizar a la gente honesta!

Isaac pagó la cuenta y el posadero lo acompañó hasta la puerta delantera. Se separaron sin musitar una palabra. Había dejado de llover, pero la noche era oscura y el viento más frío que antes. A Isaac le importaba poco la oscuridad, el frío, o la incertidumbre sobre el camino de regreso. Si lo hubiesen echado a un páramo en una borrasca, le habría resultado un alivio después de lo que había ocurrido en el dormitorio de la posada. ¿Quién sería la mujer rubia del cuchillo? ¿La criatura de un sueño, o uno de esos seres del mundo desconocido que los hombres llaman fantasmas? No podía sacar nada en limpio del misterio: seguía sin sacar nada en limpio incluso en el mediodía del miércoles, cuando se halló, después de perderse varias veces, en el umbral de su casa.

III.
Su madre salió a recibirlo con ansiedad, que se acrecentó, pues su cara le comunicó en un instante que algo andaba mal.

-He perdido el puesto; pero así es mi suerte. Anoche tuve una pesadilla, madre.., o tal vez vi un fantasma. Sea como fuere, me asustó mucho y aún no me siento bien.
-Isaac, tu cara me da miedo. Entra y acércate al fuego. Ven y cuéntale todo a tu madre.

El estaba tan ansioso por contar como ella por oír; porque en todo el camino hacia la casa había tenido la esperanza de que su madre, con su inteligencia más rápida y sus conocimientos superiores, pudiera ser capaz de aclarar el misterio que él mismo era incapaz de resolver. Su recuerdo del sueño era aún mecánicamente vívido, aunque sus ideas eran confusas por entero. El rostro de la madre iba palideciendo a medida que él hablaba. No lo interrumpió ni una sola vez; pero cuando acabó, acercó su silla a la de él, le rodeó el cuello con un brazo y le dijo:

-Isaac, tuviste tu pesadilla el miércoles de madrugada. ¿Qué hora era cuando viste a la mujer rubia con el cuchillo en la mano?
Isaac recordó lo que le había dicho el posadero cuando pasaron junto al reloj al irse él de la posada; calculó lo mejor que pudo el tiempo transcurrido entre el momento en que abrió la puerta de la habitación y aquel en que se fue.
-Cerca de las dos de la mañana -contestó.
La madre le soltó de pronto el cuello, y se estrujó las manos con un gesto de desesperación.
-El próximo miércoles es tu cumpleaños, Isaac, y tú naciste a las dos de la mañana.

La inteligencia de Isaac no era lo bastante aguda como para que se le contagiara el temor supersticioso de su madre. Se asombró, y también se alarmó un poco cuando ella se levantó de repente de la silla, abrió su antiguo pupitre, tomó pluma, papel y tinta y después le dijo:

-Tu memoria es pobre, Isaac, y ahora que ya soy vieja la mía no es mucho mejor. Quiero que los dos lo sepamos todo acerca de este sueño, dentro de unos años, tan bien como lo sabemos ahora. Cuéntame otra vez lo que me has contado hace un minuto, cuando hablabas del aspecto de esa mujer.

Isaac obedeció, y quedó maravillado cuando observó que su madre anotaba cuidadosamente en el papel cada palabra que él pronunciaba. Ojos gris claro, escribió ella, cuando llegaron a la parte descriptiva, con el párpado izquierdo un poco caído; cabello color lino, con un toque dorado; brazos blancos, con un leve vello; pequeñas manos aristocráticas, con una sombra rojiza alrededor de las uñas; gran navaja con empuñadura de cuerno de gamo, que parecía llameante. A estos detalles la señora Scatchard agregó el año, el mes, el día de la semana y la hora de la madrugada en que la dama del sueño se le había aparecido al hijo. Después encerró cuidadosamente con llave el papel en el pupitre. Ni aquel día ni en ninguno posterior pudo el hijo inducirla a volver a hablar del sueño. Ella se guardaba celosamente para sí lo que pensaba, y hasta se negó a mencionar otra vez el papel que guardaba en el pupitre. No pasó mucho tiempo antes de que Isaac se cansara de tratar de romper el resuelto silencio de su madre; y el tiempo, que tarde o temprano desgasta todas las cosas, desgastó poco a poco la impresión que el sueño le había producido. Empezó a pensar en él con indiferencia, y acabó por no pensar en él en absoluto.
El resultado se produjo con mayor facilidad debido a la sucesión de algunos cambios importantes que mejoraron sus perspectivas y que empezaron no mucho después de la noche de su terrible experiencia en la posada. Por fin cosechó la recompensa de su largo y paciente sufrimiento en la adversidad al conseguir una excelente colocación que le ocupó durante siete años, dejándole, a la muerte de su amo, no sólo unas referencias excelentes, sino también una buena pensión anual que se le otorgó como recompensa por haber salvado la vida de su ama en un accidente. Fue así como Isaac Scatchard volvió a casa de su anciana madre, siete años después del accidente del sueño en la posada, con una suma anual a su disposición bastante para mantenerlos a ambos en la comodidad y la independencia por el resto de sus vidas.

La madre, cuya salud había empeorado mucho en aquellos siete años, sacó provecho del cuidado que tenían para con ella y del hecho de verse libre de problemas económicos, de modo que cuando llegó el cumpleaños de Isaac pudo sentarse a la mesa sin inconvenientes y cenar con él.
Aquel día, al caer la noche, la señora Scatchard descubrió que una botella de tónico que acostumbraba tomar, y en la que creía que quedaban aún una o dos dosis, estaba vacía. Isaac se ofreció para ir a la farmacia a comprarle más. Era una noche de otoño tan fría y lluviosa como aquélla de la memorable ocasión en que se había perdido y dormido en aquella fatídica posada junto al camino. Cuando iba a entrar en la farmacia se cruzó con una mujer vestida pobremente que salía y que pasó con rapidez junto a él. Lo poco que pudo ver de su cara le impresionó, y la siguió con los ojos mientras ella bajaba los escalones de la entrada.

-¿Se ha fijado en esa mujer? -comentó el auxiliar del farmacéutico, detrás del mostrador-. En mi opinión, algo no marcha bien en ella. Me ha pedido láudano para ponerse en un diente picado. El patrón hace rato que ha salido y yo le he dicho que no podía venderle veneno a extraños en su ausencia. Ella se ha reído de un modo raro y me ha dicho que volverá dentro de media hora. Si espera que el patrón se lo dé, creo que quedará chasqueada. Es un caso de suicidio, señor, si alguna vez hubo uno.

Estas palabras aumentaron hasta lo indecible el brusco interés que Isaac había sentido por la mujer al verle la cara. Una vez que le hubieron servido el medicamento, la buscó con ojos ansiosos por doquier en la calle. Pudo verla andando lentamente, de un lado a otro, por el lado opuesto del camino. Con el corazón latiéndole con fuerza, para su asombro, Isaac cruzó la calle y le habló. Le preguntó si tenía algún problema. Ella le mostró su desgarrado chal, el vestido barato, el sombrero sucio y chafado; después se movió hasta quedar bajo un farol, para que la luz le diera sobre el rostro torvo, pálido, pero todavía hermoso.

-Parezco una mujer acomodada y feliz, ¿verdad? -dijo, con una risa amarga.
Hablaba con una pureza de entonación que Isaac nunca antes había oído sino en boca de una dama. Las más triviales acciones de la mujer parecían poseer la elegancia fluida y negligente de una mujer bien educada. Su piel, a pesar de toda la palidez de la pobreza, era delicada, como si hubiera disfrutado de cada una de las comodidades sociales que el dinero puede comprar. Incluso, sus manos, finamente moldeadas, sin guantes, no habían perdido su blancura. Poco a poco, respondiendo a las preguntas de Isaac, se desgranó la triste historia de la mujer. No es necesario relatarla aquí; puede hacerse una y otra vez en los informes policiales y en las noticias breves acerca de intentos de suicidio.

-Me llamo Rebecca Murdoch -dijo la mujer, cuando acabó-. Me quedan nueve peniques, y pensé en gastarlos en una farmacia para asegurarme el pasaje al otro mundo. Por difícil que sea, para mí no puede ser peor que esto, así que, ¿por qué detenerme?

Además de la compasión y la tristeza naturales que se agitaron en su corazón ante lo que oía, Isaac sintió que en él obraba una misteriosa influencia durante todo el rato que la mujer estuvo hablando, un influjo que confundía sus pensamientos por completo y casi le privaba del poder del habla. Todo lo que pudo decir ante las últimas temerarias palabras de la dama fue que le impediría atentar contra su vida, aunque tuviese que seguirla toda la noche para lograrlo. Su seriedad áspera y temblorosa pareció impresionar a la mujer.

-No le ocasionaré ese problema -respondió cuando él repitió sus protestas-. Al hablarme con bondad usted ha hecho que le vuelva a tener afecto a la vida. No son necesarias amenazas ni promesas. Puede usted creerme, venga mañana a las doce al Prado de Fuller y me encontrará viva para dar cuenta de mí misma. ¡No! Nada de dinero. Con los nueve peniques lograré algún sitio donde poder pasar la noche.

Se despidió con un movimiento de cabeza. El no intentó seguirla: no pensó que lo engañara. «Es extraño, pero no puedo dejar de creerle», se dijo para sus adentros, y regresó, aturdido, hacia su casa. Al entrar, su mente seguía absorta de un modo tan completo por su nuevo centro de interés que no advirtió lo que su madre hacía cuando él entró con el medicamento. Había abierto el viejo pupitre y leía con atención el papel que guardara años antes. En todos los cumpleaños de Isaac, desde que había anotado los detalles del sueño contados de sus propios labios, acostumbraba a leer el relato y a meditar sobre él en secreto. Al día siguiente, Isaac acudió al Prado de Fuller. Había hecho bien creyéndole sin reservas. Allí estaba, de lo más puntual, para dar cuenta de sí misma. Las últimas débiles defensas que quedaban en el corazón de Isaac contra la fascinación que una palabra o una mirada de la mujer empezaban a ejercer de modo inescrutable sobre él se hundieron y desaparecieron ante ella para siempre en aquella memorable mañana. Cuando un hombre, insensible en su juventud a la influencia de las mujeres, entabla una relación en su edad madura, son raros los casos, cualesquiera que sean las circunstancias de advertencia, en que se encuentra capaz de librarse de la tiranía de la nueva pasión que le domina. El encanto de que le hablara familiar, amable y agradecidamente una mujer cuyo lenguaje y modales seguían conservando el suficiente refinamiento como para insinuar la alta clase social a la que antaño había pertenecido, hubiera sido un lujo peligroso para un hombre de la posición de Isaac a los veinte años. Pero era mucho más que eso -era la ruina segura para él- ahora que su corazón se abría sin límites a una influencia nueva en aquella época intermedia de la vida en que los sentimientos fuertes de cualquier tipo, una vez implantados, echan raíces con mayor fuerza en la naturaleza moral de un hombre. Unas pocas entrevistas furtivas posteriores a esa primera en el Prado de Fuller completaron su envanecimiento. En menos de un mes a partir del momento en que la conoció, Isaac Scatchard había consentido en darle a Rebecca Murdoch un nuevo interés por la vida y una oportunidad de recobrar el carácter que había perdido al prometerle que la haría su esposa.

Ella había tomado posesión no sólo de sus pasiones, sino también de sus facultades; Isaac concentraba toda su atención en cuidarla. Ella lo dirigía en todos los aspectos: incluso lo instruyó acerca de cómo darle a su madre la nueva sobre el cercano casamiento del modo más seguro posible.

-Si le cuentas primero cómo me conociste y quien soy -le dijo la astuta mujer-, ella removerá cielo y tierra para impedir nuestra boda. Dile que soy hermana de un compañero de trabajo... pídele que me vea antes de entrar más en detalle, y deja a mi cargo el resto. Pienso hacer que me ame casi tanto como a su Isaac, antes de que se entere de quién soy en realidad.

El motivo del engaño bastaba para santificarlo a los ojos de Isaac. La estratagema propuesta lo aliviaba de una gran angustia, y tranquilizaba su conciencia, incómoda en relación a la madre. Sin embargo, había algo que faltaba para que su felicidad fuese completa, algo que no podía precisar, algo misteriosamente imposible de rastrear y, no obstante, algo que se hacía sentir de modo permanente; no cuando Rebecca estaba ausente, sino, por extraño que parezca, ¡cuando se encontraba en su presencia! Ella era la amabilidad personificada para con él. Nunca le hacía sentir su inferior inteligencia y sus modales más toscos. Mostraba la más tierna ansiedad por complacerle en las más pequeñas trivialidades, pero, a pesar de todos estos atractivos, él nunca lograba sentirse del todo en paz a su lado. Ya en el primer encuentro, mezclada a su admiración, hubo, cuando la miró a la cara, una leve sensación, involuntaria, de duda sobre si aquella cara le era del todo desconocida. Ninguna intimidad posterior había tenido el menor efecto sobre esa incertidumbre inexplicable, fastidiosa.

Ocultando la verdad como le había sido indicado, anunció a su madre su compromiso matrimonial con precipitación y cierta perturbación, el mismo día en que lo contrajo. La pobre señora Scatchard mostró la absoluta confianza que tenía en su hijo al echarle los brazos al cuello y felicitarle por haber hallado al fin, en la hermana de un compañero de trabajo, una mujer que lo pudiera consolar y cuidar cuando ella faltara. No veía la hora de conocer a la mujer que había elegido su hijo, y fijaron el día siguiente para la presentación. Era una brillante mañana soleada, y la salita de la pequeña casita estaba inundada de luz cuando la señora Scatchard, feliz y expectante, vestida con galas domingueras para la ocasión, se sentó a esperar al hijo y a su futura nuera. Fiel a la hora fijada, Isaac hizo entrar con cierto apuro y nerviosismo a su prometida en el cuarto. Su madre se levantó para recibirla, avanzó unos pasos, sonriendo, miró a Rebecca directamente a los ojos y se detuvo de pronto. Su rostro, que un momento antes estaba radiante, se tornó pálido en un instante; sus ojos perdieron la expresión de ternura y amabilidad y fueron invadidos por un sordo terror; sus brazos cayeron a sus costados y retrocedió unos pasos con una exclamación en voz baja dirigida a su hijo.

-Isaac -susurró, asiéndolo con fuerza de un brazo cuando él le preguntó alarmado si se sentía indispuesta-. La cara de esa mujer, ¿no te recuerda nada?

Antes de que pudiera contestar, antes de que pudiese darse la vuelta hacia donde estaba Rebecca, atónita y enfurecida por aquel recibimiento, en el otro extremo de la habitación, la madre de Isaac le señaló con impaciencia el pupitre y le dio la llave.

-Abrelo -le pidió, con un susurro rápido, entrecortado.
-¿Qué significa esto? ¿Por qué se me trata como si nada tuviera que hacer aquí? ¿Es que tu madre quiere insultarme? -preguntó Rebecca, iracunda.
-Abrelo, y dame el papel que está en el cajón de la izquierda. ¡Apresúrate! ¡Apresúrate, por Dios! -apremió la señora Scatchard, encogiéndose aún más de terror.

Isaac le dio el papel. Ella lo miró con ansiedad durante un instante, y después siguió a Rebecca, que ahora empezaba a alejarse de modo altivo para abandonar la habitación, y la asió por un hombro... le alzó de modo brusco la manga larga y suelta del vestido y le miró la mano y el brazo. Algo parecido al miedo empezó a invadir la furiosa expresión del rostro de Rebecca cuando pudo librarse de la anciana.

-¡Loca! -dijo como para sí-. Y pensar que Isaac nunca me lo previno.

Con estas palabras, abandonó la casita. Isaac se apresuraba a seguirla cuando su madre se giró y lo detuvo. A él se le estrujó el corazón al ver la desdicha y el terror reflejados en el rostro de la anciana mientras le miraba.

-Ojos gris claro -dijo la madre, en tono grave, casi lúgubre, asustado, señalando hacia la puerta abierta-, el párpado izquierdo un poco caído; cabello color lino, con un leve toque dorado; brazos blancos, con un poco de vello; manos de damisela, con un matiz rojizo bajo las uñas... ¡La dama del sueño, Isaac, la dama del sueño!

La leve duda que se había infiltrado en su alma y de la que nunca había podido librarse en presencia de Rebecca Murdoch, quedó resuelta para siempre. Así, pues, él había visto aquel rostro antes... exactamente siete años atrás, el día de su cumpleaños, en el dormitorio de la solitaria posada.

-¡Ten cuidado! ¡Hijo mío, ten cuidado! ¡Isaac, deja que se vaya, y quédate conmigo!
Algo oscureció la ventana de la salita cuando esas palabras fueron dichas. Un brusco escalofrío recorrió el cuerpo de Isaac, y miró de soslayo aquella sombra. Rebecca Murdoch había regresado. Estaba atisbando con curiosidad por encima del antepecho de la ventana.

-He prometido casarme, madre -dijo él-. Y debo cumplirlo.
Brotaron lágrimas de sus ojos mientras hablaba, que le nublaron la visión, pero pudo alcanzar a distinguir el rostro fatal afuera, alejándose de nuevo de la ventana. La madre abatió aún más la cabeza.
-¿Te sientes mal? -susurró él.
-Me siento deshecha, Isaac.
Este se inclinó sobre ella y la besó. La sombra, en el momento en que lo hacía, regresó a la ventana y el rostro fatal atisbó con curiosidad una vez más.

IV.
Tres semanas más tarde de aquel día Isaac y Rebecca fueron marido y mujer. Todo lo que había de tenacidad y obstinación sin esperanzas en la naturaleza moral del hombre parecía haberse constreñido alrededor de su fatal pasión, y haberla fijado de modo inalterable en su corazón. Después de la primera entrevista en la salita de la casita, ninguna consideración lograría convencer a la señora Scatchard de volver a ver a la esposa de su hijo, o incluso de hablar con ella cuando Isaac se esforzara por defender la causa de su mujer después de la boda. Esta conducta no estaba provocada de ningún modo por el descubrimiento de la degradación en que había vivido hasta entonces Rebecca. No era ésa la cuestión entre madre e hijo. La única cuestión estribaba en el terriblemente exacto parecido entre la mujer viva, de carne y hueso, y la mujer espectral del sueño de Isaac. Rebecca, por su parte, no sentía ni expresaba la menor pena ante el distanciamiento que existía entre ella y su suegra. Isaac, para preservar la paz, nunca había negado su primera idea acerca de que la vejez y la larga enfermedad habían afectado la mente de su madre. Incluso permitió a su esposa regañarlo por no habérselo confesado en la época del compromiso, en vez de arriesgarse a contarle la verdad. El sacrificio de su integridad ante su única e imperiosa ilusión le parecía algo sin importancia, y después de los sacrificios que ya había hecho le costó poco a su conciencia.

El momento de despertar de su ilusión -el instante cruel y lamentable- no estaba lejos. Tras unos meses de tranquila vida matrimonial, cuando finalizaba el verano y el año avanzaba hacia el mes de su cumpleaños, Isaac descubrió que su esposa cambiaba en el modo de tratarlo. Se tornó malhumorada y desdeñosa; entabló amistad con individuos del tipo más peligroso y a pesar de sus objeciones, amenazas, órdenes y ruegos, no pasó mucho tiempo sin que, después de cada nuevo altercado, ella aprendiera a buscar el olvido en la bebida. Poco a poco, después del primer deplorable descubrimiento de que su esposa mantenía tratos con borrachos, se impuso a Isaac la cruel certidumbre de que ella misma había llegado a ser una borracha. Isaac ya se encontraba en un triste estado de depresión desde un tiempo antes de que se presentaran estas calamidades conyugales. La salud de su madre, como podía advertir con meridiana claridad cada vez que iba a visitarla, empeoraba con rapidez, y él se recriminaba secretamente ser la causa del sufrimiento físico y mental que ella soportaba. Cuando a sus remordimientos en relación a su madre se añadió la vergüenza y la desdicha ocasionadas por el descubrimiento de la degradación de su mujer, se derrumbó bajo aquellas duras pruebas: su rostro empezó a cambiar con rapidez y pronto pareció un hombre con el alma rota.

Su madre, que luchaba con entereza contra la enfermedad que la iba acercando a la tumba, fue la primera en notar el triste cambio en su hijo, y la primera en conocer el último y peor problema con su nuera. El día en que Isaac le hizo la humillante confesión sólo pudo llorar con amargura, pero en la siguiente oportunidad en que la visitó, la anciana ya había tomado una resolución con respecto a las aflicciones que lo acosaban, una decisión que lo asombró e incluso lo alarmó. La encontró vestida para salir y cuando le preguntó el motivo, su madre le respondió de esta guisa:

-No me queda mucho tiempo de vida, Isaac, y no estaré tranquila en mi última hora a menos que haga todo lo posible para que mi hijo sea finalmente feliz. Voy a rechazar mis miedos y sentimientos, y acompañarte a ver a tu esposa y hacer lo que esté a mi alcance para que ella reaccione. Cógete de mi brazo, Isaac, y déjame hacer por ti lo último que me es dable antes de que sea demasiado tarde.

El no pudo negarse y caminaron juntos lentamente hacia su desdichado hogar. Era apenas la una de la tarde cuando llegaron a la casa donde él vivía. Era la hora del almuerzo y Rebecca estaba en la cocina, de modo que Isaac pudo llevar a su madre a la salita, y preparar luego a su esposa para la entrevista. Por fortuna, a esa hora del mediodía ella aún no había bebido mucho y estaba menos malhumorada y caprichosa que de costumbre. Así, Isaac pudo regresar junto a su madre con la mente razonablemente tranquila. Pronto entró su esposa en la salita y el encuentro entre ella y la señora Scatchard se desarrolló mejor de lo que él se había atrevido a pensar, aunque se dio cuenta, con secreta preocupación, que su madre, por más decidida que estuviera en controlarse en otros aspectos, no podía mirar a su nuera a la cara cuando le hablaba. Por lo tanto, fue un alivio para él cuando Rebecca empezó a tender el mantel sobre la mesa. Después trajo la tabla del pan y cortó una rebanada para su esposo, regresando a continuación a la cocina. En ese momento, Isaac, que aún vigilaba con ansiedad a su madre, se sobresaltó al ver en el rostro de la anciana el mismo cambio terrorífico que lo había alterado tanto en la mañana en que conoció a Rebecca. Antes de que pudiera pronunciar una palabra, ella le susurró, aterrada:

-Llévame... llévame a casa, Isaac. Ven conmigo, y no regreses jamás.
Le daba miedo pedir una explicación; sólo pudo hacerle un gesto para que se callara, y ayudarla a alcanzar la puerta con rapidez. Cuando pasaron junto a la tabla del pan ella se detuvo y se la mostró.

-¿Viste con lo que cortó el pan tu esposa? -susurró en voz baja.
-No, mamá... No prestaba atención. ¿Con qué?
-¡Mira!
Lo hizo. Era una gran navaja nueva, con empuñadura de cuerno de gamo, que descansaba con la hogaza de pan sobre la tabla. El adelantó una mano temblorosa para cogerlo, pero en aquel instante se oyó ruido en la cocina y la madre le aferró el brazo.

-¡El cuchillo del sueño! Isaac, creo que voy a desmayarme. Vámonos antes de que ella vuelva.

Le costaba sostenerla. La realidad visible, tangible, del cuchillo lo llenaba de pánico y destruía por completo cualquier leve duda que hubiese podido tener hasta aquel momento en relación a la misteriosa advertencia onírica de casi ocho años atrás. Mediante un último esfuerzo sobrehumano, pudo controlarse lo suficiente para ayudar a salir a su madre de la casa con tanto sigilo que la «Dama del sueño» (ahora pensaba en su esposa dándole ese nombre) no los oyó irse desde la cocina.

-¡No vuelvas, Isaac... no lo hagas! -imploró la señora Scatchard, cuando él se dio vuelta para regresar, después de dejarla de nuevo sana y salva en su casita.
-Debo apoderarme del cuchillo -contestó el, en voz baja.

Su madre intentó detenerlo, pero él se apresuró a salir sin pronunciar otra palabra. Al llegar a su casa encontró que su esposa había notado la secreta partida de ambos. Había estado bebiendo y tenía un furioso ataque de ira. Había arrojado la comida bajo la rejilla del hogar; el mantel no estaba sobre la mesa de la salita. Pero, ¿dónde estaba el cuchillo? El lo pidió, tontamente. Ella se alegró ante la oportunidad que su petición le ofrecía para irritarlo.

-¿Así que él quiere el cuchillo? ¿Puede darle a ella un motivo? ¿No? Así, pues, no lo tendrá... ni aunque lo pida de rodillas.

Las recriminaciones posteriores pusieron a luz el hecho de que ella lo había comprado en una liquidación, y que lo consideraba de propiedad personal. Isaac comprendió la inutilidad de tratar de obtener la navaja por las buenas, y decidió que más tarde la buscaría, en secreto. Pero la búsqueda fue infructuosa. Llegó la noche y salió de la casa para caminar por las calles. A la sazón le daba miedo dormir en el mismo cuarto con ella. Transcurrieron tres semanas. Todavía furiosa con él, la mujer no quería darle el cuchillo; y él seguía dominado por el temor de dormir con ella en el mismo cuarto. Se paseaba de noche por las calles, o dormitaba en la salita o permanecía sentado junto al lecho de su madre. Antes de que finalizara la primera semana del nuevo mes su madre falleció. Faltaban apenas diez días para el cumpleaños de Isaac. Ella había anhelado vivir para el aniversario. Isaac estuvo presente en el instante de la muerte, y las últimas palabras de la anciana antes de expirar fueron para él:

-¡No vuelvas, hijo mío, no vuelvas!
Se vio obligado a volver, aunque sólo fuese para vigilar a su esposa. Exasperada ésta en extremo por la desconfianza que él le demostraba, había buscado vengativamente agregar un aguijón a su pena, en los últimos días de la enfermedad de su suegra, declarando que haría valer su derecho de asistir al entierro. A pesar de cuanto él pudo decir o hacer, ella se atuvo con malvada persistencia a lo prometido, y en el día señalado para el entierro impuso su presencia -avivada y descarada debido a la bebida- al esposo, y declaró que participaría del cortejo fúnebre hasta la tumba de la madre. Aquel ultraje final, seguido por todo lo que había de más insultante en su aspecto y conducta, lo enloqueció momentáneamente y la golpeó.

En cuanto hubo propinado el golpe se arrepintió. Ella se acurrucó, en silencio, en un rincón del cuarto, y lo miró fijamente; era una mirada que enfrió la sangre caliente de Isaac y le hizo temblar. Pero en aquel momento no tenía tiempo de pensar en un medio de hacer las paces. Sólo le quedaba arriesgarse a lo peor hasta que terminase la ceremonia religiosa. Sólo había un modo de sentirse seguro. La encerró con llave en su dormitorio. Cuando horas después regresó, la halló sentada, muy cambiada en su aspecto y actitud, junto a la cama, con un bulto sobre el regazo. Se puso de pie y lo encaró con serenidad, hablándole con una extraña calma en la voz, una extraña tranquilidad en los ojos, una extraña compostura en los modales.

-Ningún hombre me ha pegado dos veces -declaró-. Y mi esposo no tendrá una segunda oportunidad. Abre la puerta y déjame salir. A partir de ahora no volveremos a vernos.

Antes de que él pudiese contestar ella pasó por su lado y abandonó el cuarto. Isaac la contempló alejarse por la calle. ¿Volvería? Vigiló y aguardó durante toda la noche, pero no hubo sonido de pasos cerca de la casa. A la noche siguiente, agobiado por la fatiga, se acostó en la cama vestido, con la puerta cerrada con llave, ésta sobre la mesa, y con una vela prendida. Su sueño no se vio perturbado. Así transcurrieron la tercera, cuarta, quinta y sexta noche sin que nada ocurriera. En la séptima estaba acostado, igualmente vestido, todavía con la puerta cerrada con llave, la llave sobre la mesa y la vela encendida, aunque más tranquilo. Más tranquilo, pues, y en perfectas condiciones físicas, pronto se quedó dormido. Pero su descanso se vio turbado. Se despertó en dos ocasiones sin sensación de inquietud. Pero en la tercera tuvo la sensación del inolvidable escalofrío que había sentido en la noche de la posada solitaria, aquel terrible dolor punzante en el corazón, que una vez más lo despertó de repente.

Abrió los ojos hacia el lado izquierdo de la cama, y allí estaba... ¿Otra vez la Dama del sueño? ¡No! Su esposa; la realidad viviente, con el rostro espectral del sueño, con la actitud fantasmal del sueño; con el blanco brazo alzado, el cuchillo empuñado en la delicada mano blanca. Saltó casi en el mismo instante en que la vio, y sin embargo no fue lo suficientemente rápido para impedir que ella ocultara el cuchillo. Sin una palabra por parte de él, sin una exclamación por parte de ella, la inmovilizó en una silla. Le tanteó la manga con una mano y allí donde la Dama del sueño había ocultado el cuchillo, allí lo había escondido su esposa: el cuchillo con el mango de cuerno de gamo, de aspecto resplandeciente. En medio de la desesperación de aquel espantoso momento, su cerebro se mantenía sereno, y calmado su corazón. La miró fijamente con el cuchillo en la mano y dijo estas palabras finales:

-Dijiste que no volveríamos a vernos y has regresado. Ahora me toca a mí irme y lo haré para siempre. Digo que no volveremos a vernos, y no quebrantaré mi palabra.

La dejó y empezó a caminar en la noche. Afuera el viento era frío y el olor de la lluvia reciente saturaba el aire. La distante campana de una iglesia dio el cuarto de hora mientras él andaba con rapidez más allá de las últimas casas del suburbio. Preguntó al primer policía que encontró a qué hora correspondía el cuarto que acababa de sonar. El hombre consultó su propio reloj.

-A las dos.

Las dos de la mañana. ¿Qué día era el que acababa de empezar? Lo calculó a partir de la fecha del funeral de su madre. La correspondencia fatal era completa: ¡era su cumpleaños! ¿Había escapado del peligro mortal que el sueño le vaticinara, o sólo había recibido un segundo aviso? En cuanto esa ominosa duda se fijó en su mente, se detuvo, reflexionó y se dirigió de nuevo a la ciudad. Aunque estaba decidido a cumplir la palabra empeñada de que ella no le viera nunca más, se le había ocurrido la idea de hacerla vigilar y seguir. Tenía el cuchillo; el mundo se abría ante él, pero una nueva desconfianza hacia ella... un impreciso temor, indecible, supersticioso, lo había invadido. «Debo saber a dónde va, ahora que cree que la he dejado», se dijo, mientras se acercaba con paso cansino a su casa.

Todavía estaba a oscuras. El había dejado la vela encendida en el dormitorio, pero cuando atisbó por la ventana no vio luz. Se acercó sigilosamente a la puerta. Recordaba que al irse la había cerrado; al tantearla ahora, la encontró abierta. Esperó afuera, sin perder de vista la casa, hasta que amaneció. Entonces se atrevió a entrar; prestó atención y no oyó nada; inspeccionó la cocina, el lavadero y la salita, pero no encontró nada; finalmente, subió al dormitorio: estaba vacío. En el suelo había una ganzúa, que revelaba cómo había entrado la mujer por la noche, y ésa era la única huella que había dejado. ¿Adónde se había dirigido? No hubo nadie que pudiera decírselo. La oscuridad había ocultado su huida; y cuando amaneció nadie podía saber dónde estaba ella en aquel momento.

Antes de abandonar la casa y la ciudad para siempre, Isaac impartió instrucciones a un amigo y vecino para que vendiera los muebles por lo que pudiera conseguir y empleara la suma de la venta en contratar a un policía para que siguiera el rastro de su mujer. Las órdenes fueron cumplidas con toda honestidad y se gastó todo el dinero, pero las pesquisas no dieron resultado. La ganzúa del piso del dormitorio seguía siendo la única y última pista inútil de la Dama del sueño. A esta altura del relato el posadero hizo una pausa, y volviéndose hacia la ventana del cuarto en el que estábamos sentados, miró en dirección a los establos.

-Eso es cuanto me contaron -dijo-. Lo poco que falta lo sé por propia experiencia. Dos o tres meses después de los hechos que acabo de contarle, Isaac Scatchard me vino a ver, ajado y envejecido como usted lo ha visto hoy. Vino con sus referencias personales y me pidió un empleo. Sabiendo que tenía un lejano parentesco con mi esposa, lo tomé a prueba en consideración a esto, y me cayó bien a pesar de sus raras costumbres. Es tan sobrio, honesto y voluntarioso como pueda serlo cualquier hombre en Inglaterra. En cuanto a que se mantenga despierto durante la noche y duerma en los momentos de ocio del día, ¿quién puede asombrarse después de oír su historia? Además, nunca se opone a que se le despierte cuando se le necesita, así que no hay mucho de qué quejarse, al fin y al cabo.
-Supongo que teme que vuelva ese sueño espantoso, y despertar en la oscuridad, ¿no? -dije.
-No -rebatió el posadero-. El sueño se le ha repetido con tanta frecuencia que ahora lo soporta con resignación. Lo que lo mantiene despierto toda la noche es su esposa.
-¿Cómo? ¿Nunca se ha sabido de ella?
-Nunca. Isaac tiene un solo pensamiento constante con respecto a ella: que está viva y que lo busca. Creo que no se quedaría dormido a las dos de la mañana ni por todo el oro del mundo. Dice que esa es la hora en que ella lo encontrará cualquier día. Durante todo el año las dos de la mañana es la hora en que le gusta estar más seguro de que tiene la gran navaja en su poder. No le importa permanecer a solas siempre que esté despierto, salvo en la noche previa a su aniversario, cuando cree firmemente que su vida está en peligro. Desde que está aquí sólo ha pasado un cumpleaños y ese día se quedó sentado al fresco toda la noche. «Ella me está buscando», es todo cuanto dice cuando alguien le comenta de la única angustia de su vida: «Ella me está buscando». Tal vez tenga razón. Ella puede estar buscándolo. ¿Quién puede saberlo?
-¿Quién puede saberlo? -repetí.

Wilkie Collins (1824-1889)




Relatos de Wilkie Collins. I Relatos fantásticos.


El análisis y resumen del cuento de Wilkie Collins: La dama del sueño (Blow Up with the Brig!) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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