«El hombre de las mil piernas»: Frank Belknap Long; relato y análisis.
El hombre de las mil piernas (The Man with a Thousand Legs) es un relato fantástico del escritor norteamericano Frank Belknap Long (1901-1994), publicado originalmente en la edición de agosto de 1927 de la revista Weird Tales.
El hombre de las mil piernas uno de los grandes cuentos de Frank Belknap Long, está plagado de incidentes extraños vistos desde diferentes ángulos y personajes: Arthur St. Armand es un científico que realiza macabros descubrimientos en torno a las «ondas etéricas» que serán censurados por sus colegas. Cuando Paul Rondoli refuta sus teorías, desaparece misteriosamente. Sin embargo, un psicólogo recibe la visita del hombre desaparecido, cuyo cuerpo ahora está delgado y demacrado.
El hombre de las mil piernas.
The Man with a Thousand Legs, Frank Belknap Long (1901-1994)
Alguien llamaba violentamente a la puerta de ml habitación. Comoquiera que eran ya pasadas las doce y aún no habla podido dormirme, el alboroto no me cayó muy bien.
-¿Quién anda ahí? -pregunté.
-Un joven insiste en ser recibido, señor -repuso en voz ronca mi casero-. Un joven, sí..., muy pálido y extremadamente delgado, señor..., con una cuestión que dice urgente y que no admite demora. «Está en cama», le he dicho, y él insiste en que usted es el único médico que puede ayudarle ahora. Dice que no ha comido ni dormido durante una semana; y no es más que un muchacho, señor.
-Dígale que pase, pues. -Y así diciendo salté de la cama, tomé mi bata y encendí un cigarrillo.
Se abrió la puerta para dar paso a un hilo de luz y a un joven tan increíblemente emaciado que no pude menos de contemplarle con horror. Mediría un metro ochenta y era muy ancho de hombros, pero no pesaría más de cincuenta kilos. Durante unos instantes permaneció silencioso con la mirada fija en mí. Le ofrecí un cigarrillo e hizo un gesto negativo con la mano.
-No fumo -me espetó-. Es lo último que haría. Nada impide tanto la claridad del pensamiento como el tabaco.
-¿Tiene usted algo que comunicarme... alguna confesión quizá de la que quiera hacerme partfcipe?
-Sí..., una confesión. ¿Sabe usted lo que siguifica que le nieguen a uno ampliar los limites del conocimiento humano cuando ha logrado introducir una nueva dimensión en el proceso mental? Hubo un tiempo en que el mundo científico en pleno me escuchaba con respeto, y apreciaba incluso el valor de mis palabras. Pero, ahora...
Se echó a temblar de tal manera que me vi obligado a sujetarlo con tanta autoridad como deseos de que se tranquilizara.
-Cuando la sociedad niega a una persona de genio creador el derecho a su propio nombre... -siguió- ...que se apreste a lo gue pueda venir. Es el miedo de a qué extremos podía llegar lo que me ha enfermado.
-Un ligero tratamiento de sostén.., -empecé a decir.
-No deseo ningún tratamiento -replicó iracundo. Luego, más mesurado, anadió-; Le asombraría, quizá, el conocer mi nombre.
-¿Cómo se llama usted?
-Arthur St. Amand -respondió al tiempo que se incorporaba.
Fue tal mi asombro, que a poco se me cae el cigarro de las manos. Y no me importa añadir que, por unos instantes, me sentí incluso asustado. ¡Arthur St. Amand!
-Arthur St. Amand -repitió-. Naturalmente, se ha quedado usted sin habla al descubrir que ese jo ven pálido, nervioso y emocionalmente desequllibrado que tiene delante no es sino el que fuera llamado una vez par de Newton y de Leonardo da Vinci. Resulta grotescamente irónico, pero no menos trágico. Como el doctor Fausto, llegué a encararme con Dios, y ya ve, ahora soy menos que un escolar.
-Es usted muy joven aún -dije entrecortadamente-. No puede tener más de veinticuatro años.
-Veintitrés, para ser exacto. Fue precisamente a los veinte cuando publiqué mi comunicación acerca de las vibraciones etéreas. Durante seis meses me vi rodeado de gloria. Era el maravilloso joven de las ciencias superiores..., luego vino aquel francés con su teoría...
-Supongo que se refiere a monsieur Paul Rondoli -le interrumpí-. Recuerdo la sensación causada en su tiempo por su sorprendente refutación. Le eclipsó a usted completamente de la atención popular; más tarde, si no yerro, el mundo científico le declaró a usted un fraude y su estrella se puso repentinamente.
-Pero ascenderá de nuevo -exclamó mi joven visitante-, El mundo volverá a discutirme y esta vez no seré olvidado. Demostraré mi teoría. Probaré que el efecto de las vibraciones etéreas en las células individualizadas es de cambio. -Vaciló unos instantes, y de pronto se echó a gritar-. Pero, no, no se lo diré. No se lo diré a nadie. He venido aquí esta noche para desahogarme. En principio pensé en acudir a un cura. Era necesario que me confesara con alguien. Cuando mis pensamientos se aglomeran, se vuelven monstruosos. Le he elegido a usted porque es un hombre de inteligencia y de discernimiento imaginativos y porque ha oído ya muchas confesiones, pero no discutiré ahora el tema de las vibraciones etéreas. Cuando lo vea, comprenderá.
Giró bruscamente sobre sus talones y abandonó la estancia y mi casa sin mirar siquiera atrás. No he vuelto a verle nunca más.
Diario de Thomas Shiel,
novelista y narrador de cuentos
21 de Julio. Es mi cuarto día en la playa. He ganado ya un kilo y medio y estoy tan moreno que hasta he asustado a una muchachita cuando fui a bañarme esta mañana. La pequeña construía un castillo de arena y al verme abandonó la pala y echó a correr en dirección a su madre. «¡Un horrible hombre negro!» ha gritado. Quizá pensara que yo era un genio extraído directamente de Las mil y una noches.
22 de Julio. La niña que asusté ayer ha desaparecido. La policía investiga el caso, que se estima de secuestro. Esta desgraciada ocurrencia ha deprimido a todos los presentes. Se han deshecho los grupos de bañistas y hasta los niños permanecen silenciosos, tristes y apáticos. No se ha descubierto huella alguna en la arena del lugar donde fue vista la niña por última vez y se supone el escenario de la desaparición...
23 de julio. Ha desaparecido otro niño, y esta vez el secuestrador ha dejado una pista. En la escena donde tuvo lugar una violenta lucha ha sido hallado el sombrero y bastón de paseo de un hombre, al parecer joven. En varios metros a la redonda la arena ha aparecido teñida de sangre. Esta mañana varias madres han abandonado el New Beach Hotel con sus hijos.
24 de julio. Elsie ha llegado esta mañana. Se ha producido un nuevo crimen justo hacia el momento de su llegada, y apenas me he visto con valor para explicarle la situación. Mi palidez, no obstante, la ha alarmado. «¿Qué te pasa?», ha preguntado. «Pareces enfermo.» «Lo estoy -he dicho-. He visto algo horroroso en la playa esta mañana.» «¡Cielo santo! –ha exclamado ella-: ¿Han encontrado a alguno de los niños?» Ha sido un gran respiro para mí que ella supiera ya el caso por los periódicos de Nueva York. «No -ha sido mi lacónica respuesta-. No han dado con ellos, pero sí con un hombre con la cabeza destrozada y el cuerpo totalmente desprovisto de sangre. Y cerca de su cadáver, los investigadores han descubierto unos pequeños montoncitos de algo parecido a limo, de color amarillento. A la luz del sol esa sustancia parecía centellear con un brillo muy especial.» «¿La han examinado?» ha querido saber Elsie. «Lo están haciendo ahora. Sabremos los resultados esta noche.» «¡Que Dios se apiade de nosotros!»
25 de Julio. Dos cosas curiosas. El químico que ha examinado la sustancia gelatinosa hallada cerca del cuerpo, en la playa, declara que se trata de protoplasma vivo y ha procedido a enviarla al Ministerio de Sanidad para que sea clasificado por uno de sus expertos biólogos. La otra es que han descubierto una profunda charca de unos siete metros de diámetro, en una falla del terreno, a una milla aproximadamente del New Beach Hotel, y dicen que alberga a extraños pobladores. El agua es negra como la tinta, y muy salina. Se encuentra a unos tres metros de la orilla del mar y, sin embargo, se ve afectada por las corrientes y mareas de tal modo que su nivel varía un palmo y medio con las mareas.
Esta mañana uno de los huéspedes del hotel, concretamente una joven llamada Clara Phillips, se ha acercado a la charca por simple casualidad, y fascinada por su siniestra apariencia ha querido dibujarla. Se había sentado al borde de las rocas y preparado ya el fondo y los celajes de su composición, así como algunos detalles del primer plano, cuando ha creído oír un extraño ruido a sus pies. «Gulp», parecía, «gulp». No ha podido evitar un grito de susto, alejarse de allí sólo unos pasos, lo justo no obstante para eludir un largo tentáculo dorado que se acercaba a ella sobre las rocas. Aquel tentáculo surgía del mismo centro de la charca, de las negras aguas, y su aspecto era verdaderamente repulsivo. La mujer no se ha amilanado, sino que, avanzando rápidamente, lo ha pisoteado con decisión. Su ataque ha sido tan resuelto que aquella cosa ha sido incapaz de evitarlo y volver de nuevo a su elemento. La señorita Phillips, cabe añadir, es una mujer joven, de extraordinaria presencia de ánimo y no menos notable energía. Ha reducido el extremo del tentáculo a pulpa a base de taconazos. Luego se ha dado la vuelta y ha echado a correr. Jamás lo había hecho tan de prisa desde sus tiempos de escuela.
Y éste es el relato del pequeño Harry Doty. Le ofrecí por él una reluciente moneda, pero me lo ha contado gratis.
-Sí, señor; esta charca la conozco de siempre. Solía venir a ella en busca de cangrejos, caracoles y grandes anémonas de color púrpura. Pero hasta la semana pasada siempre sabía lo que iba a sacar. Alguna vez pescaba algo menos corriente, una concha o gusano descabezado, con chupadores verdes en la cola y con facha de dernonio endomingado, y alguna vez, un patinador que me miraba y me miraba como enfadado. Pero nunca algo como eso, señor. Lo he enganchado por la cabeza y tenía los ojos más humanos que he visto nunca, señor. Me ha escupido, y yo he soltado inmediatamente el sedal. Y me he ido. Sí, señor, me he ido a todo correr. Y oía, ¡oh!, ¡sí señor!, que había echado detrás de mí.
26 de Julio. Elsie y yo partimos mañana. Estoy con mis nervios a punto de estallar, y Elsie tartamudea cada vez que abre la boca. No la culpo por tartamudear, pero no alcanzo a comprender por qué desea hablar de ello, después de lo que hemos visto... Hay cosas que sólo se pueden expresar con el silencio.
El analista local ha recibido esta mañana el informe del Ministerio de Sanidad. El material hallado en la playa estaba formado por millares de células muy semejantes a las que componen el cuerpo humano. Sin embargo, no eran humanas. Los biólogos se han quedado tan desconcertados, que han enviado un cultivo de ellas a Washington, mientras que otro se halla ya en camino del Museo Americano de Historia Natural. Las autoridades locales han investigado esta mañana la curiosa charca negra descubierta entre las rocas. Elsie, yo y la mayoría de turistas observábamos las operaciones. Thomas Wilshire, miembro de la policía de New Jersey, ha echado una sonda, que con creciente pasmo hemos visto hundirse. «Treinta metros», murmuró Elsie mientras los policías se miraban perplejos el uno al otro. «Probablemente ha ido a parar al mar», exclamó alguien. «No creo que la charca sea tan profunda», añadió otro. Thomas Wilshire ha sacudido la cabeza. «Pasan cosas raras aquí -dijo-. No me gusta nada el cariz del asunto.»
El buzo era un hombre pequeño y enjuto, afectado de algún oscuro mal nervioso, o algo así, que le hacia temblar violentamente de vez en cuando. «Tendrás que bajar en seguida» dijo Wilshire. El aludido asintió con la cabeza y empezó a mover los pies.
«Ayudadle a meterse en el traje, muchachos» ordenó Wilshire en tono perentorio, con lo que el pobre desgraciado fue alzado materialmente por poderosas manos y transformado en un instante en un monstruo de formas redondeadas y ojos protuberantes.
Al poco había desaparecido en las negras aguas. Dos hombres le daban acompasada y enérgicamente a la bomba mientras Wilshire cabeceaba soñoliento y se rascaba repetidamente la barbilla, acaso para no rendirse del todo al sueño. «Me pregunto qué habrá ahí abajo -musitó-. Personalmente, no creo que tenga muchas probabilidades de salir. No estaría en sus zapatos por todo el oro de Fort Knox.» A los pocos minutos, el tubo de goma empezó a agitarse violentamente. «¡Pobre muchacho! –farfulló Wilshire-. Sabía que algo iba a pasarle. ¡Izad, rápido, izad!»
El tubo fue sacado en un santiamén. No había nada a su extremo, aunque su porción inferior aparecía cubierta por una especie de limo dorado y brillante. Wilshire tomó el cabo sajado, lo examinó con displicencia y dijo: «Limpiamente cortado... ¡Pobre diablo!»
Los demás nos miramos unos a otros horrorizados. Elsie palideció tanto que por un momento creí que iba a desmayarse. Wilshire habló de nuevo: «De momento, ya hemos descubierto algo», empezó a decir. Nos apelotonamos alrededor de él. Wilshire hizo una pequeña pausa, y una ligera sonrisa de triunfo distendió sus labios. «Efectivamente, hay algo en esa charca -concluyó-. La vida de nuestro amigo no se ha perdido en vano.»
Sentí el absurdo deseo de golpear con saña aquel rostro orondo y pagado de sí mismo, y lo habría hecho de no detener mi impulso una súbita exclamación general.
«¡Mirad!», gritó Elsie, al tiempo que con frenético ademán señalaba hacia la charca. ¡Estaba cambiando de color! Lentamente iba adquiriendo un tono rojizo... De pronto algo estremecedor salió a la superficie, donde se revolvió unos instantes. «¡Un brazo humano!» exclamó Elsie con voz entrecortada, llevándose las manos al rostro. Wilshire silbó para sus adentros. Dos objetos más siguieron al primero, y luego algo redondo, que hizo que Elsie no pudiera evitar el mirar con ojos desorbitados a través de la separación de sus dedos.
«¡Vámonos! -conminé-. ¡Apártate de ahí en seguida!» La tomé por el brazo e iba a arrastrarla, incluso a la fuerza, lejos del borde de aquel horrible círculo de aguas negras y calmas cuando interrumpí mi acción al grito de Wilshire.
«¡Miradlo! ¡Miradlo! -gritó desaforadamente-. Es esa cosa horrible. ¡Dios!, no es humano.»
Ambos nos dimos la vuelta y contemplamos la escena absortos. Hay monstruos de la Creación que no pueden ser descritos; y lo que habla surgido para reclamar el fugitivo fragmento de su destrozada presa era de ese orden. Recuerdo vagamente, como si se tratara de una pesadilla, que poseía largos brazos que brillaban y centelleaban a la luz del sol, y un pico monstruosamente curvado bajo unos ojos azules inquisitivos en los que reflejaba la maldad más indescriptible. La idea de permanecer allí y presenciar la consumación del horroroso festín, del que era víctima el infortunado buzo, me resultó intolerable. A pesar, pues, de las protestas de Wilshire, quien nos instaba a que hiciéramos algo, giré sobre mis talones y eché a correr arrastrando a Elsie tras de mí. Como supe más tarde, fue lo mejor que podría habérseme ocurrido, pues la cosa surgió de pronto de su elemento y ¡a poco se lleva a tres turistas por delante!
Declaración de Henry Greb,
Dependiente de Farmacia
Por lo común cierro a las diez, pero llegada la hora de cierre me hallaba tan enfrascado en un relato de horror, interesante donde los haya, que se me fue el santo al cielo. Estaba tan absorto en la lectura que no noté nada particular en el ambiente hasta que, de pronto, elevé un momento la mirada y allí estaba él observándome inquisitivamente.
-¡Dios santo! -recuerdo que exclamé al tiempo que cerraba el libro.
El joven curvó los labios en una sonrisa que, por decir poco, llamaría enfermiza.
-Siento molestarle -me dice-. Pero me encuentro muy mal. ¡Necesito urgente atención médica!
-¿Puedo hacer algo por usted? -pregunté.
Me miró con gran solemnidad, como si se estuviera preguntando si yo era digno de confianza.
-En realidad se trata de un caso para un médico -dijo al fin.
-Nosotros no podemos intervenir... es ilegal, ¿sabe? –añadí.
De pronto me mostró su mano. No pude evitar una exclamación de horror. Los dedos aparecían aplastados; aquello era sólo una masa sanguinolenta, una pulpa informe.
-¡Haga algo para detener la hemorragia! –me pidió-. Veré a un médico más tarde.
En fin, saqué algo de gasa y unas vendas e hice lo que pude.
-Vaya al médico en seguida -le aconsejé-. Si no tiene usted cuidado podría infectársele. Afortunadamente no parece haber huesos rotos.
Asintió con la cabeza, y por unos momentos pareció echar chispas por los ojos.
-¡Maldita mujer! -exclamó-. ¡Maldita sea!
-¿Cómo? -repuse yo, pero él se recompuso al instante y se limitó a sonreirme.
-Estoy muy trastornado -replicó-. No sé lo que me digo... ¡perdóneme! Por cierto, tengo un corte en la cabeza, y le agradecería que me lo mirara.
Con esto, se quitó la gorra y no pude menos de sorprenderme un poco porque sus cabellos estaban completamente mojados. Los apartó y me mostró la herida, como de dos centímetros y medio.
-Su amigo no fue muy cuidadoso al lanzar ese sedal -musité yo al fin-. Nunca me ha parecido una buena idea eso de pescar con caña lanzada cuando son dos los que ocupan el mismo bote. Un amigo mio perdió así un ojo.
-Fue un anzuelo, en efecto -confesó-. Usted tiene algo de Sherlock Holmes, ¿verdad?
Ignoré su cumplido con un ademán displicente y me volví en busca de fenol. Fue entonces cuando oí como un gruñido a mis espaldas. Giré sobre mis talones y le sorprendí en el acto de abalanzarse contra mí. Sacaba espumarajos por la boca y parecía que iban a salírsele los ojos. Me incliné hacia adelante, lo tomé por los hombros, y ambos rodamos por el suelo. Mordía, arañaba y coceaba frenéticamente, y me vi obligado a darle fuerte en el rostro para librarme de él. Entonces noté un raro olor a pescado, como si la brisa marina hubiera llenado de pronto toda la estancia. Seguimos debatiéndonos en estrecho abrazo hasta que, de repente, algo pareció ceder debajo de mí. El joven se habla desembarazado de mi presa y desaparecía por la puerta. Traté de seguirle, pero se me fue el pie sobre algo muy resbaladizo y di de bruces en tierra.
Al levantarme, el joven se habla perdido por completo de vista; en mi mano tenía algo tan extraño que apenas pude creer que fuera real. Lo eché bruscamente a un lado sin poder evitar un grito de asco. Se trataba de una sustancia de consistencia gomosa, de color rojizo, y de algo así como medio palmo de longitud, cuya cara inferior estaba ocupada por un sinnúmero de ventosas doradas que se abrían y cerraban ante mis ojos. Intentaba recuperar mi serenidad cuando Harrry Morton hizo entrada en el local. Temblaba violentamente y observé que miraba con temor a sus espaldas un par de veces, antes de llegar al mostrador.
-¿Qué es lo mejor que tienes para unos nervios desbocados? -me preguntó.
-Tengo algunos buenos sedantes que no requieren prescripción médica. ¿Pero qué ocurre con tus nervios, Harry?
-Alucinaciones -me dijo con voz entrecortada-. Esto, y otras cosas.
-¿Qué cosas? ¡Cuenta, cuenta! -repuse.
-Estaba tranquilamente apoyado contra un farol -empezó a decir- y hete aquí que veo algo amarillento y voluminoso andando por la calle como una persona. No era natural, Henry. No soy supersticioso, ya lo sabes, pero había algo sobrenatural allá. De pronto, se metió en una alcantarilla y desapareció como un relámpago. A todo eso, se acompañaba de un ruido extraño. Algo así como «gulp».
Disolví las tabletas del sedante en un vaso de agua y se lo pasé por encima del mostrador.
-Comprendo, Harry -dije-, pero no andes divulgándolo por ahí. Nadie te creería.
Declaración de Helen Bowan:
Estaba sentada en el porche haciendo calceta cuando un joven con una maleta se detuvo frente a la casa y se quedó contemplándome.
-Buenos días, señora -dijo-. ¿Tiene usted una habitación con baño?
-Lea usted mismo el letrero, joven -respondí-. Tengo una bonita habitación, llena de luz, en el segundo piso, que sin duda le irá bien.
-¿Cuánto pide usted por el cuarto? -preguntó.
-Doce dólares -le dije. Quería librarme de él y pensé que el elevado precio le haría desistir; pero sin pensárselo dos veces metió la mano en el bolsillo y extrajo un buen montón de billetes, que empezó a contar. Me levanté rápidamente e hice un gesto con la cabeza; tomé su equipaje y le precedí al interior. La verdad es que no quería perderme un cliente que ofrecía semejantes perspectivas. Primo Hiram sabe un juego con conchas, y me di cuenta de que el joven iba a ser fácilmente su ostra principal.
Le conduje escaleras arriba y le mostré la habitación, con la cual parecía sentirse plenamente satisfecho. Pero, hay que ver qué cosas tienen algunos. Tan pronto como vio la bañera se excitó como un escolar que descubre un manzano lleno de fruta a su alcance, y empezó a conducirse de tal manera que me vino a la mente la sospecba de que no andaba muy bien de la azotea.
-¡Justo el tamaño adecuado! -exclamó lleno de contento-. Espero que no le importe que la mantenga llena durante todo el día. Me baño con mucha frecuencia. Pero es necesario que me proporcione algo de sal. ¡No puedo con el agua dulce!
No cabe duda de que es un tipo raro, pensé, pero no me quejo. Pocas veces se nos da, a Hiram y a mí, eso de tener a alguien así de rico en casa. Por fin se calmó y me empujó fuera de la habitación; no con malos modos, pero sí con verdadera resolución.
-Todo está bien -dijo-. Pero no quiero que se me moleste. Cuando tenga la sal, póngala en el pasillo, junto a la puerta y dé un par de golpes en ella. Nadie debe entrar en esta habitación bajo ninguna circunstancia.
Dicho y hecho. Me dio con la puerta en las narices, y al poco oí el ruido de la cerradura por las dos vueltas de llave que le dio. No me gustó la cosa, la verdad; y menos los extraños sonidos que empecé a oír. Primero fue un profundo suspiro, como de alguien que se ha desembarazado de un gran peso, luego siguió una especie de borboteo o chasquido, que no me gustaron nada. Además, no perdió tiempo alguno en darle al grifo. Hasta mí llegó claramente el chapoteo, aunque al cabo de quince minutos se hizo un silencio como de muerte. No volví a oír nada hasta la noche, cuando mandé a Lizzie arriba con la sal. Probó en la puerta, pero como estaba cerrada, optó por dejar el saco en el pasillo. Lizzie la muy lista, no se fue. Se pegó bien a la pared y aguardó. A los diez minutos, la luz fue haciéndose poquito a poco por el vano gradualmente ampliado y un brazo largo y delgado surgió de repente y se hizo con la sal. Lizzie dice que el brazo era amarillo, que estaba completamente mojado y que era el más escuálido que haya visto nunca.
-Pero ¡si es un hombre muy delgado!, Lizzie –le dije yo.
-Puede ser -replicó ella-. Pero ¡jamás he visto a un ser humano con brazos así!
Más tarde, serían las diez, yo estaba sentada en la salita, cosiendo, cuando algo húmedo ha ido a dar con mi mano. He levantado la vista, y del techo goteaba algo rojo. Sí, exactamente lo que digo, el techo estaba completamente húmedo y de él caían gotas rojas. Huelga decir que me he levantado de un salto y que me he precipitado hacia la escalera. Así pues, heme aquí escaleras arriba y golpeando en la puerta de la habitación alquilada. «¡Qué significa esto! En mi casa no tolero desórdenes -grité-. Abra esa puerta.» Oí un ruido apagado como disperso por la habitación, y luego la voz del joven hablándose a sí mismo en voz baja. «¡Es insaciable! Esta bestia vil y hambrienta... ¿Por qué piensa sólo en su estómago? No quería que viniera entonces. Pero no necesita el rayo ahora. Cuando su apetito se desata cambia sin necesidad de ello. Dios, ¡cómo me ha costado volver! ¡Los intervalos son cada vez mayores! »
De pronto pareció oír mis golpes. Cesó su extraña murmuración y le oí darle a la llave. Apenas si ha abierto en la puerta un resquicio para asomar el rostro. Es verdaderamente horrible. Sus mejillas están hundidas y sus ojeras son francamente escalofriantes. Llevaba un vendaje en la cabeza.
-Quiero que se vaya en seguida -le he dicho-. Aquí pasan cosas raras, y no puedo permitirio. Ha de marcharse inmediatamente.
Ha suspirado y me ha parecido que asentía con la cabeza.
-No importa mucho, al fin y al cabo -ha respondido-. De todas formas pensaba irme pronto. Aquí hay ratas.
-¿Ratas? -he dicho indignada. Aunque, la verdad no me ha sorprendido. No me venía de nuevo. Las hay, y es inútil negarlo.
-No puedo soportar a las ratas -ha seguido diciendo-. Voy a recoger mis cosas... me marcho ahora mismo. -Ha cerrado, pues, la puerta, y le he oído que recogía sus bártulos. Ha reaparecido en seguida, terriblemente pálido, y se ha apoyado en la pared para sostenerse; tras una breve pausa ha empezado a descender la escalera.
Le he vigilado todo el tiempo, claro está. En el primer rellano se ha detenido de nuevo, ha vacilado -yo diría que le temblaban las piernas- y se ha vuelto a apoyar en la pared. Luego ha bajado los escalones de tres en tres, y por último se ha abalanzado hacia la puerta a toda prisa. Jamás vi a nadie cruzar una puerta a tal velocidad, de manera que he pensado que habría hecho algo arriba de lo que ahora se avergonzaba. Hete aquí, pues, que desando mi camino y penetro en la habitación. Casi me he desmayado del susto. Todo mojado, resbaladizo, y con siete ratas muertas en mitad de la estancia. Y ¡lo juro! las ratas más pálidas que jamás haya visto. Hocicos y rabos completamente blancos, y diríase que no tenían una gota de sangre en el cuerpo ¿Y. en el baño? Me cuesta decir lo que he visto. ¿Recuerdan lo que he dicho del techo de abajo? Que goteaba rojo; pues la alcoba y todo lo demás no eran diferentes. He salido de la habitación como alma que lleva el diablo y no he parado hasta el teléfono.
-Ven inmediatamente a casa Hiram -le he dicho a mi primo-. ¡Algo terrible ha estado aquí!
Declaración de Walter Noys, Farero:
Estaba agotado. Había estado puliendo los reflectores toda la tarde y tenía en mis manos callos como huevos de gallina. Me encerré en la torre y tomé un libro que había estado leyendo a ratos durante una semana. Era una traducción de Las mil y una noches por un sujeto llamado Lang. Algo así de imaginativo es, ciertamente, lo que más le conviene a uno cuando se halla recluido casi en el fin del mundo, como yo; de manera que siempre he tenido debilidad por estas lecturas sobre Schemselnihar y Deryabar y acerca del joven rey de las Islas Negras. Estaba leyendo precisamente la primera parte del Rey de las Islas Negras y había llegado a la frase: «Entonces el joven se apartó la túnica y el sultán percibió con horror que era persona sólo de cintura para arriba; abajo se había convertido en mármol», cuando casualmente elevé mi vista al ventanal.
Un helado viento del sur lanzaba furiosamente la lluvia contra los cristales, y al principio no vi otra cosa que los reflejos translúcidos del vidrio mojado, que apenas me dejaban ver más allá la violencia de las enormes y negras olas. De pronto, una forma indescriptible y asombrosa se aplastó contra la ventana privándome de la vista del mar y del cielo. Ahogué un grito y me incorporé. ¡Un calamar gigante! -dije, ahogadamente-. La tormenta debe haberlo empujado contra la costa. Este tentáculo destrozará el vidrio si no hago algo. Tomé mi pulidor de hierro y mi sombrero y al instante descendía ya la escalera de caracol saltando sus peldaños de tres en tres. Antes de salir al esterior me armé asimismo de un revólver y del contenido de una jarrita de ron de Jamaica. Me detuve un momento en el umbral y miré en derredor. Desde aquel lugar no podía ver otra cosa que las grandes rocas que rodean la punta sur de la isla y una porción de mar enfurecida. La lluvia dio contra mi rostro y me cegó casi por completo, hecho que sumado al ominoso fragor de las aguas no contribuyó en modo alguno a mi tranqnilidad. Delante de mí, una inmensidad furiosa y torturada; a mis espaldas, el calor de la seguridad de mi castillo en miniatura, una pipa suave y un libro de historia... Pero no debía ignorar la amenaza que aquella horrible forma suponía para mi faro.
Descendí rápidamente tres escalones tallados en la roca y me encaminé hacia la parte posterior. Rachas de lluvia resbalaban por mis mejillas hasta mi boca y goteaban continuamente de las puntas de mis mostachos. Aquella estremecedora oscuridad se adhería a mis ropas como una sanguijuela. No habría caminado más de veinte pasos cuando di con una figura inmóvil. Al principio no vi más que la cabeza y los hombros de un hombre bien conformado; sin embargo, al aproximarme tropecé casi con algo que arrancó de mi garganta un grito de terror. Un horrible tentáculo surgió de pronto y se enrolló en mi pierna. Grité de nuevo y traté de huir. Pero, de la oscuridad salió otro de aquellos pegajosos miembros, y otro, y otro. Mis dedos se cerraron sobre el revólver que llevaba en el bolsillo. Lo extraje y abrí fuego, presa de pánico. La detonación trajo ecos de todas las rocas vecinas. Un súbito y estridente alarido agónico rompió luego el silencio que siguió al disparo. Las palabras, como los ruegos, llegaron a mis oídos en tono apasionado.
-¡No tire otra vez! ¡Por favor, no lo haga! Estoy listo. Ya estaba acabado cuando vine aquí ¡en busca de ayuda! No tenía intención de dañarle. Ante Dios, que no deseaba que ellos le atacaran. Pero ya no los puedo controlar. Es demasiado para mí. Es demasiado para mí. ¡Compadézcame!
Durante unos momentos, el desconcierto no me dejó pensar. Fijé mi mirada estúpidamente en el humeante revólver que tenía en la mano y busqué luego con la vista el océano, cuyas enormes olas me devolvieron la serenidad. Sólo entonces volví mis ojos lentamente hacia aquello que se hallaba a mis pies. Pero incluso entonces, mi cerebro se negaba a integrar aquella imagen, aquella horrorosa visión, y me invadieron las náuseas.
«Y cuando el joven apartó su túnica el sultán percibió que era persona sólo de cintura para arriba...»
A un paso apenas de donde me encontraba, una monstruosa masa gelatinosa se extendía espantosamente sobre las goteantes rocas y de su núcleo central lleno de engrosadas venas surgían un millar de tentáculos agitados y ondulantes como las serpientes de la cabeza de Medusa. Y en el centro mismo de esta obscenidad aparecía el torso y la cabeza de un joven desnudo. Sus cabellos aparecían pegados y cubiertos de algas; habla manchas de sangre en su elevada y blanca frente. Su nariz era tan afilada que me recordó la imagen de una cimitarra que de un momento a otro fuera a describir un arco fulgurante en aquella luz misteriosa y crepuscular. Sus dientes castañeteaban con tal fuerza que podía oírlos desde donde me encontraba. Mientras lo contemplaba atónito y sin palabras, tosió violentamente sacando espumarajos por la boca.
-¡Whisky! -exclamó-. ¡Estoy listo! ¡He chocado contra un barco!
Aun esforzándome, no pude emitir palabra alguna, aunque creo que sí algunos extraños sonidos guturales. El joven agitó la cabeza histéricamente.
-Sabía que comprendería -musitó-. Me enfrento con ello, pero desde el primer momento supe que me ayudaría a vencer. Un vaso de whisky...
-¿Cómo ha a podido apresarlo esa cosa? -pregunté frenético. Había dado con mi voz y estaba decidido a recuperar también mi sano juicio-. ¿Cómo le ha envuelto esa cosa en sus horribles tentáculos?
-No me ha envuelto -dijo el joven con voz ronca-. ¡Yo soy esa cosa!
-¿Que usted es... qué?
-Una parte de ello -replicó el joven.
-¿No le está tragando eso? -grité de nuevo-. ¿No está siendo usted devorado en este momento?
El joven sacudió tristemente la cabeza.
-Es parte de mí -repitió, para añadir luego en tono salvaje-: debo tomar algo que me devuelva la fuerza. Estoy acabado. Nadaba en la superticie cuando surgió de pronto un barco y cortó seis de mis piernas; me ha debilitado mucho la pérdida de sangre y no puedo soportarlo más.
Una escuálida mano surgió de las tinieblas para apartar el agua que cegaba aquellos cansados ojos.
-Unas cuantas siguen aún vivas -dijo- y no puedo controlarlas. Casi le han agarrado a usted... pero las otras han entrado ya. No puedo desplazarme sobre ellas.
Con toda la energía que fui capaz de reunir levanté mi revólver y avancé hacia aquella cosa.
-No sé de qué está usted hablando -exclamé-. Pero voy a volar este monstruo en pedazos.
-¡Por Dios santo, no lo haga! -gritó el joven-. Sería un asesinato. Somos un ser humano.
Un relámpago de fuego escarlata fue la respuesta. Casi sin darme cuenta había apretado el gatillo, y era mi arma la que hablaba ahora de nuevo.
-¡Lo haré trizas! -mascullaba yo entre dientes- ¡ese demonio culebreante y horrible!
-¡No, no! -Hasta mí llegaban los alaridos del joven, y de pronto un espantoso clamor pareció surgir de la oscuridad. Vi cómo se estremecía aquella cosa delante de mí y cómo palpitaban frenéticamente todos sus pliegues antes de elevarse súbitamente a gran altura. Brotó la sangre violentamente de aquel enorme e hinchado cuerpo; una ducha carmesí creó una verdadera cortina ante mis ojos. En las alturas, a casi treinta metros, acerté a vislumbrar vagamente el rostro pálido y desencajado por la agonía de aquel joven, que ahora se me dirigía a voz en grito y desafiante. Parecía andar sobre zancos.
-No puedes matarme -gritaba-. Soy más fuerte de lo que pensaba. Todavía venceré.
Alcé nuevamente mi revólver, pero antes de que pudiera tomar mira, el monstruo se precipitó en las oscuras aguas. Fui quizá muy afortunado por no osar seguirle. Mis rodillas flaquearon y di de bruces contra las rocas. Cuando me recuperé y quise hablar, me encontré entre dos sábanas blancas ante la desconcertada mirada de un asombrado inspector del gobierno.
-Has pasado muy malos momentos, muchacho -dijo-, hemos tenido que darte varios estimulantes. ¿Has sufrido alguna crisis nerviosa?
-En cierto modo, sí -repuse-, pero fue algo de Las mil y una noches.
El muchacho maravilloso:
(Curioso manuscrito hallado en una botella)
Yo era el muchacho maravilloso. Mi genio asombraba al mundo. ¡Una mente magnífica, un destino sublime! Mis enemigos... se confabularon para destruirme. Como un globo perforado... Una pequeña caja y un perro, que coloco debajo de ella. Cambio... ¡gelatina! La vibración etérea origina curiosos cambios en las células vivas... El proceso se inicia y nada puede detenerlo. Crecimiento! ¡Enorme crecimiento! ¡No para de producir brotes... piernas, brazos! ¡Maravilloso crecimiento! El paso siguiente... humano. Puse una niña debajo. Cambio. ¡Hermosa medusa! No paraba de crecer. Le suministré ratones. La destruí. ¡Qué interesante! Debo probar conmigo mismo. Sé cómo regresar. Fuerza de voluntad. La del niño es demasiado débil, pero el hombre puede volver. No se produce cambio alguno en el contenido celular. ¡Una experiencia tremenda! Busqué una charca profunda para ocultarme. Hambre. Un hombre en la playa. La policía sospecha. Debo ser más cuidadoso. ¿Por qué no me llevaría el cuerpo mar adentro? Un horrible incidente. Joven artista. Casi logré apresarla, pero me pisoteó una pierna. Me la aplastó. Dolor horrible. He de ser más cuidadoso.
Gran humillación. ¡Mira que ser enganchado por el anzuelo de un niño! Pero le di un buen susto. ¡El muy maldito! Le miré como si fuera a quemarlo. Intenté agarrarlo, pero emprendió carrera, ¡y qué carrera! Quería comérmelo. Tenía mejillas muy sonrosadas. Los adultos son más difíciles de tragar y digerir. Está claro que sospechan. Los chicos son incapaces de tener la lengua quieta. Quería comérmelo. Les di un buen susto a todos y me hice con un hombre. Vino por mí en traje de buzo, pero lo capturé. Lo hice pedazos. Sí, literalmente, pedazos. Luego dejé que los fragmentos fueran ascendiendo poco a poco a la superficie. Quería asustarlos. Creo que lo conseguí. Corrieron despavoridos. Las autoridades son imbéciles. Regresé. Pero no fue fácil. La cosa se resistió tenazmente.
-¡Soy el amo! -dije, acallando sus sonidos guturales. Insistí en ellos, pero regresé, aunque ¡con la mano aplastada y sangrando!
¡El muy estúpido! ¿Por qué le llevó tanto tiempo? No sabía el hambre que despertaba en mí su enrojecido rostro. La cosa vino a mí sin el rayo. Estaba delante del mostrador y vino a mí. Me abalancé contra el hombre. Tuve suerte de poder huir. Terrible problema. No puedo evitar que vuelva. Me despierto por la noche y lo hallo extendido sobre la cama y por toda la estancia moviendo incansablemente sus brazos. Y sus demandas son insaciables. En estado vígil no deja de exigirme alimento. Ha llegado al extremo de absorberme por completo alguna vez. Pero ahora, mientras escribo esto, la porción superior de mi cuerpo es humana. Esta tarde me he trasladado a una habitación amueblada cerca de la playa. El agua de mar, la sal, se ha convertido en una necesidad insoslayable. Los cambios se producen ahora con más rapidez. No puedo impedirio. Mi voluntad es impotente. Llené la bañera de agua y le añadí algo de sal. Luego me he introducido en ella. ¡Qué delicia! ¡Qué consuelo!... Hambre. Horrible e insaciable hambre.
Soy todo bestia, todo animal. Ratas. He capturado seis ratas. Deliciosas. ¡Qué alivio! Pero he dejado la habitación hecha un desastre. ¿Qué ocurriría si la vieja idiota de abajo sospechase? Sospecha. Quiere que me vaya. Me iré. Sólo me queda un refugio ahora. ¡El mar! Iré al mar. Es inútil que pretenda ser humano. Soy todo animal, todo bestia. ¡Qué susto debo haberle dado a la vieja arpía! Pude oír el castañeteo de sus dientes cuando descendí las escaleras. ¡Lo que me costó el no saltar sobre ella! El mar, al fin. ¡Qué alivio! ¡Qué alegría! ¡Por fin libre!
Un barco. He chocado de frente con él. Seis brazos perdidos. Terrible agonía. Sin rumbo durante horas. Tierra. He alcanzado las rocas antes de perder el sentido. Más tarde he logrado regresar, es decir, parte de mí. He pedido ayuda. Un loco estúpido ha salido del faro y se ha quedado mirándome con los ojos como platos. Cinco de mis tentáculos han ido hacia él. No he podido controlarlos. Han hecho presa en una de sus piernas. El hombre ha perdido la cabeza. Ha sacado un revólver y se ha liado a tiros con ellos. Consigo someterlos. Un esfuerzo tremendo. He rogado, he tratado de explicarle. No ha querido escucharme. Más disparos..., muchos disparos. Fuego horrible en mi cuerpo..., en mis brazos y piernas. La fuerza ha vuelto a mí. Me he incorporado y he retornado a las aguas. Odio a los seres humanos. Me estoy haciendo cada vez más grande, y me haré sentir en el mundo.
Arthur St. Amand
El pescador de salmones
(Declaración de William Gamwell)
Eramos cinco en el bote: Jimmy Simms, Tom Snodgrass, Harry O'Brian, Bill Samson y yo.
-Jimmy -he dicho-, será mejor que le demos al almuerzo. No es que me sienta muy hambriento, pero está claro que el salmón ha enterrado su nariz en el fango.
-No pican, es verdad -ha comentado Jimmy- Jamás he visto pesca más aburrida.
-No te quejes -ha terciado Harry-, sólo llevamos aquí cinco horas.
Ibamos derivando hacia la costa este y le he gritado a Bill que no se hiciera el remolón y le diera a los remos. Nada, caso omiso.
-Iremos a parar a la ruta de los barcos -he advertido-. Por cierto, ¿qué es ese extraño remolcador con la chimenea rota?
-Arribó esta mañana -dijo Jim-, yo diría que contrabandearon.
-Se arriesgan mucho -añadió Harry-. La lancha de Hacienda está al caer.
-¡Hela allá! -terció Bill en este instante señalando con el dedo hacia unos bajíos.
En efecto, por allá venía, pegada a la costa y con tal resolución, que diríase una avispa lanzada al ataque.
-Le va a cortar el paso, tan seguro como que he nacido -añadió aquél-. ¡Vamos a ver algo bueno!
-¡Atrás, atrás! -grité yo-. ¿Queréis que nos encontremos en medio?
Tom y Bill saltaron inmediatamente a los banquillos y tiraron con fuerza de los remos para llevar nuestro bote en dirección a la costa oeste; sin embargo, la corriente hizo presa de nosotros y nos dificultó la maniobra. Una bandera de señales flameó un instante sobre la cubierta de la lancha fiscal. Jimmy nos tradujo su significado. «Deteneos o abriremos fuego.» Con una exclamación añadió: ¡Veamos qué dice el otro! Al parecer el conminado habla decidido ignorar la orden. Se agitó un instante sobre la cresta de una ola y echó luego adelante resueltamente. Una gran columna de humo negro ascendió de su malparada chimenea.
-¡Están dando máquina! -gritó Bilí-. Pero es inútil, no conseguirán nada.
-Nada -confirmó Tom-. Una andanada y saltarán en pedazos. -Bill se incorporó y se llevó las manos a los oídos. El resto fuimos casi ensordecidos por la estruendosa detonación-. ¿Qué os dije? -preguntó voz en grito, Tom.
Unánimemente pusimos nuestra mirada en el remolcador. La chimenea había desaparecido y el barco daba tumbos en una mar agitada.
-Y eso no ha sido más que una descarga por su proa -apuntó Bill-. Ya veis lo que ha hecho. ¡Esperad a que disparen los gordos!
Y esperamos, contando con ver algo interesante. Lo que vimos, sin embargo, a poco nos hace dar un salto. Entre perseguido y perseguidor se había interpuesto una masa amarillenta que subía más de diez metros por encima de la superficie. Numerosos tentáculos azotaban desenfrenadamente el aire y se oía un escalofriante sonido como de algo que no para de engullir. Hasta nosotros llegaron los despavoridos gritos de los hombres del remolcador, mientras que en la cubierta de la lancha alguien exclamaba con voz desgarrada:
-¡Miradlo! ¡Miradlo! ¡Oh, Dios mio!
-¡Santo Cielo! -farfulló Bill.
-¡Estamos perdidos! -dijo Tom, con voz ahogada.
Durante algunos instantes aquella cosa se limitó a cernerse ominosamente en las alturas, haciendo vibrar su enormidad entre ambas embarcaciones, hasta que se decidió por la del gobierno. Tenía por lo menos mil patas, que se agitaban horriblemente a la luz del sol. El pico era curvo y muy agudo, y la enorme boca, mucho mayor que la de una ballena, se abría y cerraba con amenazadores chasquidos y extraños ruidos de constante engullir. Era escalofriante. Parecía que aquella masa iba a aplastar la lancha fiscal, aunque con sus tentáculos suponía un peligro cierto para todas las naves, grandes y pequeñas, de la zona.
-¿Estamos vivos? -exclamó Bill-. ¿En verdad es ésta la costa de Long Island? No lo creo. Estamos en el océano Indico o en el golfo Pérsico o en mitad del océano Artico... ¡Eso es un Jormungandar!
-¿Qué es un Jormungandar? -inquirió Tom, desaforadamente. Se hallaba al final de sus fuerzas y sólo un milagro le conservaba aún el juicio.
-Esas cosas que viven en los fondos de los mares glaciales -respondió Bill roncamente-. Salen a la superficie una vez cada cien años en busca de aire. Juraría que ese monstnio es precisamente uno de ellos. ¡Un Jormungandar!
Fuéralo o no, lo que estaba claro es que aquel horror tenía propósitos bien definidos. En esos momentos descendía violentamente contra su presa. Las aguas se arremolinaron espumantes a su paso. En los demás barcos, los hombres se hablan apelotonado junto a la borda para contemplar la escena con semblante despavorido. Los oficiales de la lancha se habían recuperado de su momentáneo asombro y gesticulaban furiosamente al tiempo que corrían de un lado para otro por cubierta impartiendo órdenes. Tres cañones fueron colocados en posición, prestos a abrir fuego a bocajarro contra aquella monstruosidad. Un hombrecillo con oro en sus mangas se puso de puntillas, para dar las últimas directrices a voz en grito.
-¡No disparéis hasta que podáis veros en sus ojos! -gritó-. No podemos permitirnos el lujo de fallar. Le enviaremos una andanada que no olvidará.
-¡No es natural, señor! -dijo alguien entrecortadamente-. Nunca se ha visto nada así en el mundo.
Era evidente que los tripulantes del remolcador no lo pasaban mal. Gorras y cabos fueron lanzados al aire y la cubierta resonaba a sus estentóreos gritos. Los pudimos oír casi tan claramente como si hubiéramos estado presentes en el mismo castillo de proa participando de la celebración.
-¡Fuego! -ordenó el hombrecillo de chaqueta azul de la lancha.
-¡No les servirá de nada! -sentenció Bill cuando el estruendo de los cañones hacía vibrar ya nuestros tímpanos-. No servirá de nada.
El caso es que Bill tuvo razón. Aquella tremenda descarga no había logrado detener la marcha del monstruo. Se elevó sobre las aguas como una nube y cargó contra el barco como un gigantesco pez volador. Extendió sus enormes brazos y arrancó furiosamente la nave de la cresta de las olas.
Sus enormes costados dorados brillaban como la estrella de la mañana, pero un manantial de sangre roja brotó de un boquete en su garganta. Haciendo caso omiso de sus heridas, estrujó aquel navío de acero entre sus poderosos brazos, en mitad del aire. Nunca olvidaré la escena. Me basta con cerrar los ojos para que se me presente una y otra vez con igual intensidad. No puedo apartar de mi recuerdo aquel gigantesco horror de los abismos insondables. Aquella fantástica y estremecedora monstruosidad de fondos de la más negra noche. Y entre sus colosales brazos y patas veo aún una navecilla de cuya cubierta se precipitan decenas de diminutos seres, entre alaridos y convulsiones, para caer entre un sinfín de culebreantes tentáculos.
Aquella mole ocultó casi el Sol. Ascendió hasta el cenit y con un incesante movimiento de sus miembros transformó la lancha en una masa informe de centelleante acero.
-¡Ahora nos toca a nosotros! -musitó Bill con voz ahogada.
-Nada puede ya salvarnos. El hombre que tropieza con un Jormungandar puede darse por muerto.
Mis otros compañeros cayeron sobre sus rodillas y el pequeño Harry O'Brian se puso totalmente amarillo. Pero aquella cosa no nos atacó. Con un desgarrador alarido que parecía insultantemente humano se hundió en las olas arrastrando tras de sí los aplastados despojos de la lancha y los destrozados y sangrantes cuerpos de un centenar de hombres. Mientras se perdía de vista en lo hondo, el mar se levantó en momentánea meseta, que poco a poco fue tiñéndose de color rojo. Bill había saltado a los remos, gritando y maldiciendo para darnos ánimo.
-¡Dadle, chicos! -ordenó-. Hagamos por alcanzar la costa sur antes de que eso salga de nuevo a respirar. No queremos pasar el resto de nuestros días en la profundidad del mar. Ni queremos vérnoslas con un Jormungandar.
No lo pensamos dos veces; al instante bogábamos con todas nuestras fuerzas. Los hombres de los otros barcos nos gritaban y llamaban, pero no nos detuvimos ni siquiera para declarar. No pensábamos más que en aquella colosal monstruosidad, que veríamos ya siempre elevándose por los aires hasta ocultar al Sol mientras nos quedara un hálito de vida y nuestra memoria retuviera algo de su contenido.
Suelto aparecido en la Long Island Gazette.
«Esta mañana ha sido hallado el cuerpo de un joven de unos veinticinco años de edad en una playa desierta próxima a Northport. El cadáver aparecía horriblemente emaciado y el forense, señor E. Thomas Bogart, ha señalado la presencia de tres pequeñas heridas en el muslo. Los bordes de aquéllas aparecían manchados como por efecto de la pólvora. El cuerpo apenas pesaba cincuenta kilos. Se cree que haya podido ser víctima de un crimen y han sido iniciadas ya diversas investigaciones en la vecindad.»
La caja de horror
(Declaración de Harry Olson)
No habíla probado bocado en tres días y ello me decidió a mirar en los cubos de basura. A veces se encuentra uno con algo aprovechable; otras, no. El caso es que iba examinándolas sistemáticamente, una por una. Habíla ido calle arriba y calle abajo y el trabajo no me había reportado más que un viejo par de tirantes y una lata de salmón. Sin embargo, a la altura de la última casa me paré de pronto. Extendí mi brazo más bien escuálido y tomé la caja. Era de aspecto muy curioso, con extraños lados de vidrio y pequeños orificios en su parte delantera. Por detrás parecía ocultar un compartimiento metálico, de unos seis o siete centímetros cuadrados. En una de sus caras había una tapa corrediza que permitía introducir la mano en su interior. Miré hacia las ventanas de la casa; nadie me estaba observando, de modo que me metí la caja debajo de la chaqueta y puse tierra por medio. Debe ser algo caro, apostaría cualquier cosa, pensé. Probablemente la ha palmado algún médico y su viuda se ha desembarazado de la cosa sin consultar con nadie. Seguro que es algo científico, y bien me reportará una semana de condumio, por lo menos.
Quería examinar aquel curioso objeto antes de proceder con el negocio, y me dirigí a un solar vacío donde estaba seguro de no ser molestado. Fui a sentarme detrás de un letrero, extraje la caja y la contemplé perplejo. Me interesó, sí señor. Tenía esa ingeniosa palanquita arriba, que al presionarla hacía que corriera la tapa de abajo, se oyera una especie de click y apareciera un extraño fulgor. Me di cuenta en seguida de que lo de la tapa era para que se pudiera meter algo. No sabía exactamente qué, pero mi curiosidad no conocía límites. Esta luz no está aquí por nada, me dije. Aquí hay negocio, seguro.
Empecé a preguntarme qué ocurriría si pusiera algo vivo en aquel agujero. Habla unos matojos cerca de donde estaba y me dirigí hacia ellos. Me llevó algún tiempo hacerme con lo que buscaba; pero cuando di con ello, lo agarré firmemente entre el pulgar y el índice para que no escapara, y le dije:
-Saltamontes, ¿sabes?, no tengo nada personalmente contra ti, pero una mente científica no se anda con remilgos ni falsos respetos.
Aquel bichejo infernal no dejaba de revolverse y llenó mis dedos de una especie de melaza; pero fue en vano. Fuertemente atenazado entre mis dedos, lo empujé adentro de la tapa. Luego le di a la palanquita y miré por los orificios. Aquella miserable criatura se estremeció y revoloteó algunos minutos... antes de empezar a disolverse. Fue haciéndose cada vez más blando y vaporoso, hasta el extremo de que llegué a ver a su través. Cuando ya no era más que una especie de limo, le dio como un tembleque. Lo eché al suelo, y, ¡salió corriendo más rápido que un ciempiés!
«Soy presa de una ilusión -me dije-; estoy viendo cosas que jamás han sido ¡y que jamás han de poder ser!»
Entonces hice una cosa muy tonta: Metí la mano y le di a la palanqnita. Al principio no ocurrió nada; durante unos segundos diría yo; luego, mi mano empezó a ponerse fría, muy fría. Miré por los agujeros, y lo que vi me hizo soltar un grito, retirar mi mano a toda prisa y salir corriendo como alma que lleva el diablo. ¿Mano?... ¡Una masa informe, convertida en vivero de culebras frenéticamente inquietas! Bueno, eso es lo que creí a primera vista; entonces reparé en que, más que de serpientes, se trataba de algo blando, amarillento, de consistencia semejante a goma... ¡de una especie de tentáculos!
Sin embargo, no perdí la cabeza, ni siquiera ante aquello. «No es más que una alucinación -me dije-. ¡Seamos sensatos...!» Así que empecé a hablarme a mí mismo razonablemente, todo para convencerme de la imposibilidad de lo que estaba sucediendo. Me senté en una roca, alcé mi mano a la luz y la examiné fríamente. Había un millar de dedos... finos, blandos y... ¡goteaban! Pero, me obligué a seguir mirando. Y rompí a hablar, decidido. «Vamos, basta ya -dije-. Estoy imaginando cosas raras.» Creí ver que los dedos encogían un poco, que se hacían más duros. «Todo esto es fantasía, pura imaginación desbocada -insistí-. ¡Vaya ridiculez! Esa caja es como cualquier otra. ¡No tiene nada de particular!»
En fin, no es fácil de creer; pero, con mis palabras recobré el aplomo ¡y el juicio! ¡Hice, en suma, que mi mano volviera a ser normal! Aquellas cosas culebreantes y gordezuelas fueron haciéndose más cortas; menos blandas, al principio, más duras luego y, por último, volví a tener una mano absolutamente normal y, claro, con todos sus dedos: ¡ni más, ni menos! Me incorporé y rompí a gritar. Afortunadamente, no había nadie por allá que pudiera oírme ¡ni ver la de saltos que di de puro contento! Sereno otra vez, tomé aquella caja infernal y me dirigí directamente al río. «¡Ya está bien! -le espeté-. ¡No volverás a jugar malas pasadas a nadie!»
Antes de echarla a las aguas la convertí en verdadera jalea contra las planchas del embarcadero. ¡Hala!, ¡golpes y más golpes!
«¡Se acabó! -exclamé-. ¡AH queda eso!», grité mientras se hundía. Debieran darme una medalla por lo que hice, Pero no me quejo. No todo el mundo puede considerarse un bienhechor desinteresado de la Humanidad.
Frank Belknap Long (1901-1994)
Relatos de Frank Belknap Long. I Relatos góticos.
El análisis y resumen del cuento de Frank Belknap Long: El hombre de las mil piernas (The Man with a Thousand Legs) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Me gustó mucho la atmósfera de este relato aunque un poco difícil de leer; No lo conocía solo habia leído los perros de tindalos y la segunda noche en el mar.
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