«Cesión de beneficios»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis


«Cesión de beneficios»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis.




Cesión de beneficios (Endowment Policy) es un relato fantástico de los escritores norteamericanos Henry Kuttner y Catherine L. Moore, y publicado originalmente en la edición de agosto de 1943 de la revista Astounding Science-Fiction.

Cesión de beneficios, tal vez uno de los cuentos de Henry Kuttner y C.L. Moore más conocidos, relata la historia de un joven y la aparición misteriosa de un hombre, alguien que asegura ser capaz de cambiar los acontecimientos de la historia; en esencia, alguien capaz de viajar en el tiempo (ver: Grandes relatos de viajes en el tiempo)




«Cesión de beneficios.
Endowment Policy, Henry Kuttner (1915-1958), C.L. Moore (1911-1987)

Cuando Denny Holt llamó desde la cabina telefónica, había un viaje pendiente para él. A Denny no le entusiasmaba. En una noche lluviosa como ésa era fácil levantar pasajeros, y ahora tendría que cruzar la ciudad hasta Columbus Circle.

—Demonios —le dijo al auricular—. ¿Por qué yo? Envía a cualquiera de los muchachos... Para el cliente será igual. Estoy en el Village.

—Te quiere a ti, Holt. Dio tu nombre y tu teléfono. Tal vez sea un amigo tuyo. Estará frente al monumento; abrigo negro y bastón...

—¿Quién es?

—¿Qué sé yo? No me lo dijo. Andando.

Holt colgó desconsoladamente y regresó al taxi. El agua le goteaba en la visera de la gorra; la lluvia estriaba el parabrisas. En medio del oscurecimiento veía portales tenuemente iluminados y oía música de los tocadiscos automáticos. Era una buena noche para estar dentro. Holt consideró la posibilidad de meterse en el Cellar a beber un whisky. Oh, bien. Puso el coche en marcha y enfiló por la avenida Greenwich, deprimido. Era difícil esquivar a los peatones en días así; los neoyorquinos jamás prestaban atención a los semáforos, de todos modos, y el oscurecimiento transformaba las calles en cañadas oscuras y sombrías, Holt se dirigió al otro extremo de la ciudad ignorando los gritos de 'taxi'. La calle estaba húmeda y resbaladiza. Los neumáticos, para colmo, no estaban en buenas condiciones. El frío húmedo le calaba los huesos. El traqueteo del motor no era reconfortante. Alguna vez ese carricoche reventaría del todo. Después de eso...bueno, no era difícil conseguir empleo. Pero Holt sentía aversión por el trabajo duro. Las fábricas de material de guerra... Hm-m-m.

Rodeó caviloso la plaza Columbus, tratando de ver al cliente. Allí estaba, la única figura inmóvil en la lluvia. Otros peatones cruzaban la calle deprisa esquivando tranvías y automóviles. Holt se le acercó y abrió la portezuela. El hombre se adelantó. Tenía bastón pero no paraguas, y el agua relucía en el abrigo oscuro. Un maltrecho sombrero de alas anchas le cubría la cabeza, y los ojos oscuros y penetrantes estaban clavados en Holt. El hombre era viejo, casi asombrosamente viejo. Arrugas y pliegues de piel floja y grasosa le desdibujaban los rasgos.

—¿Dennis Holt? —preguntó con tono áspero.

—Ese soy yo, amigo. Métase adentro.

El viejo obedeció.

—¿Adonde?—dijo Holt.

—¿Eh? Atraviese el parque.

—¿Hasta Harlem?

—Eh...sí, sí.

Después de encogerse de hombros Holt entró en el Central Park. Un excéntrico. Y nunca le había visto antes. Echó una ojeada al pasajero por el espejo retrovisor. El hombre examinaba atentamente la foto y el número de Holt en la matrícula. Satisfecho, al parecer, se recostó y sacó del bolsillo un ejemplar del New York Times.

—¿Quiere la luz? —preguntó Holt.

—¿La luz? Sí, gracias —pero no la usó mucho tiempo; un vistazo al diario lo satisfizo.

Después se reclinó, apagó la lámpara y estudió su reloj-pulsera.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Alrededor de las siete.

—Las siete. Y hoy es 10 de enero de 1943...

Holt no contestó. El pasajero se volvió y atisbo por la ventanilla trasera. Se mantuvo en esa posición. Al rato se volvió e inclinó hacia adelante, y le habló de nuevo a Holt.

—¿Le gustaría ganar mil dólares?

—¿Está bromeando?

—No es broma —dijo el hombre, y de pronto Holt se dio cuenta de que el acento era extraño. Un ligero arrullo de consonantes, como en castellano—. Tengo el dinero...en la moneda de ustedes. Hay ciertos riesgos, así que no le estoy regalando nada.

Holt mantuvo la vista fija adelante.

—¿Ah, sí?

—Necesito un guardaespaldas, eso es todo. Hay unos hombres que intentan secuestrarme, o aun asesinarme.

—No cuente conmigo —dijo Holt—. Lo llevaré a la policía... Eso es lo que necesita, amigo.

Algo cayó blandamente en el asiento delantero. Holt miró y sintió que la espalda se le ponía tensa. Conduciendo con una mano, recogió el fajo de billetes y los contó. Mil dólares... Ni uno menos. Olían a moho.

—Créame, Denny —dijo el viejo—, necesito su ayuda. No puedo contarle la historia porque me tomaría por loco, pero le pagaré esa suma por los servicios de esta noche.

—¿Incluyen el asesinato? —aventuró Holt—. ¿Por qué diablos me llama Denny? No le he visto en mi vida.

—Lo he investigado... Sé mucho sobre usted. Por eso le elegí para esta tarea. Y no hay nada ilegal. Si tiene razones para pensar lo contrario será libre de retirarse en cualquier momento, conservando el dinero.

Holt reflexionó. Sonaba turbio pero incitante. En todo caso, podía echarse atrás. Y mil dólares...

—Bien, diga. ¿Qué tengo que hacer?

—Estoy tratando de sortear a ciertos enemigos míos —dijo el viejo—. Para eso necesito la ayuda de usted. Usted es joven y fuerte.

—¿Alguien trata de liquidarlo?

—¿Liqui...? Oh, no. No creo que se llegue a eso. El asesinato no es bien contemplado, salvo como último recurso. Pero me han seguido hasta aquí; los he visto. Creo que logré despistarlos. Ningún taxi nos está siguiendo...

—Se equivoca —dijo Holt.

Hubo un silencio. El viejo miró de nuevo por la ventanilla trasera. Holt sonrió taimadamente.

—Si trata de despistar a alguien Central Park no es lo más indicado. Me será más fácil perder a sus amigos en medio del tráfico. Bien, acepto el trabajo. Pero me reservo el derecho de retirarme si algo huele mal.

—Muy bien, Denny.

Holt dobló a la izquierda a la altura de la Setenta y Dos.

—Usted me conoce a mí, pero en cambio, yo a usted, no. ¿A qué viene que me haya investigado? ¿Es detective?

—No, me llamo Smith.

—Naturalmente.

—Y usted, Denny, tiene veinte años y no puede prestar servicio militar en esta guerra porque tiene problemas cardíacos.

—¿Y qué? —gruñó Holt.

—No quiero que se muera.

—No me moriré. Mi corazón está bien en general. Sólo que el examinador médico no pensó lo mismo... Smith asintió.

—Ya lo sé. Ahora, Denny...

—¿Sí?......

—Tenemos que asegurarnos de que no nos sigan.

—Suponga que paro en los cuarteles del FBI —dijo lentamente Holt—. No simpatizan con los espías.

—Como prefiera. Puedo probarle que no soy agente enemigo. No tengo nada que ver con esta guerra, Denny. Simplemente deseo evitar un crimen. A menos que pueda impedirlo, esta noche se incendiará una casa y se destruirá una fórmula valiosa.

—Eso es trabajo para los bomberos.

—Usted y yo somos los únicos que podemos hacerlo. No puedo decirle porqué. Mil dólares, téngalo presente.

Holt lo tenía presente. Mil dólares significaban mucho para él en ese momento. Nunca en la vida había visto tanto dinero. Le abría posibilidades, tendría capital para iniciarse. No había recibido buena educación. Hasta ahora había pensado que seguiría siempre sometido a un trabajo aburrido y monótono. Pero con un capital... Bien, no le faltaban ideas. Estos eran tiempos propicios. Podría meterse en algún negocio. Así se hacía plata. Mil dólares. Podía significar todo un futuro, claro que sí. Salió del parque en la calle Setenta y Dos y en Central Park West dobló al sur. Por el rabillo del ojo vio otro taxi que se le echaba encima. Estaba tratando de encerrarlo. Holt oyó que el viejo jadeaba y gritaba algo. Apretó los frenos, vio que el otro taxi seguía de largo e hizo girar bruscamente el volante mientras hundía el acelerador a fondo.

—Tómelo con calma —le dijo a Smith, dio inedia vuelta y se dirigió al norte.

En el otro taxi había visto cuatro hombres; apenas les había echado una ojeada. Iban pulcramente afeitados y vestían ropas oscuras. Tal vez portaban armas, pero no podía asegurarlo. Ahora también habían virado. El tráfico les creaba dificultades, pero seguían persiguiéndoles. En la primera calle conveniente Holt dobló a la izquierda, cruzó Broadway, tomó el cruce de autopistas del Henry Hudson Parkway y después, en vez de seguir hacía el sur, viró en redondo y siguió derecho hasta la avenida West End. Continuó hacia el sur por West End, y enseguida tomó hacia la Octava Avenida. Ahora había más tráfico. El taxi que los seguía no estaba a la vista.

—¿Y ahora? —le preguntó a Smith.

—No... No sé. Debemos asegurarnos de que no nos siguen. Bien —dijo Holt—. Estarán dando vueltas para encontrarnos. Mejor dejemos la calle. Le mostraré —entró en un garaje, sacó un ticket y urgió a Smith a apearse del taxi—. Ahora mataremos el tiempo, hasta que convenga empezar de nuevo.

—¿Dónde?

—¿Qué le parece un bar tranquilo? Un trago no me vendría mal. Es una noche de perros.

Smith parecía haberse puesto totalmente en manos de Holt. Doblaron por la calle Cuarenta y Dos, con sus clubes baratos y penumbrosos, sus vodeviles, sus marquesinas sombrías y sus casas de entretenimientos. Holt se abrió paso a empellones entre la muchedumbre, llevando a Smith a la rastra. Atravesaron las puertas vaivén de un bar, pero el lugar no era especialmente tranquilo. Un tocadiscos automático sonaba estrepitoso en un rincón. Un lugar desocupado cerca del fondo atrajo a Holt. Cuando se sentaron, llamó y pidió un whisky. Smith pidió lo mismo después de titubear.

—Conozco este lugar —dijo Holt—. Hay una puerta trasera. Si nos pescan, nos escabulliremos enseguida. Smith tiritó.

—Tranquilo le animó Holt. Le mostró una manivela de bronce—. Traigo esto conmigo, por si acaso. Así que relájese. Ahí vienen los tragos —bajó el whisky de un sorbo y pidió otro. Viendo que Smith no se llevaba la mano al bolsillo para pagar, lo hizo él. Podía darse ese lujo, ahora. Con mil dólares encima.

Entonces, tapando los billetes con el cuerpo, los sacó para examinarlos más de cerca. Todo estaba en orden. No eran falsos; los números de serie estaban bien, y tenían el mismo olor mohoso que Holt había notado antes.

—Parece que estuvieron...bien guardados —aventuró.

—Estuvieron en exhibición durante sesenta años —dijo distraídamente Smith. De golpe se contuvo y bebió whisky.

Holt arrugó el entrecejo. Estos no eran de esos billetes viejos y enormes. ¡Sesenta años, caray! Claro que Smith representaba esa edad y más. Esa cara rugosa y asexuada podría ser la de un nonagenario. Holt se preguntó cómo sería el hombre en su juventud. ¿Cuándo habrá sido eso? Durante la Guerra Civil, probablemente. Guardó el dinero, consciente de un. aura de placer que no se debía solamente al licor. Este era el comienzo para Denny Holt. Con mil dólares compraría alguna propiedad y se mudaría al centro. Basta de taxi, eso era seguro. En el suelo pegajoso se hamacaban y zarandeaban unos bailarines. El bullicio era constante, y el ruido de las voces se confundía con el de la música. Holt limpió ociosamente una mancha de cerveza de la mesa con una servilleta de papel.

—No me contará de qué se trata, ¿verdad? —dijo. La cara increíblemente vieja de Smith tal vez gesticuló. Pero era difícil asegurarlo.

—No puedo, Denny. No me creería. ¿Qué hora es?

—Casi las ocho.

—Hora standard del este, según la medición antigua... Y diez de enero. Tenemos que llegar a destino antes de las once.

—¿Dónde queda?

Smith sacó un mapa, lo desplegó y le dio una dirección de Brooklyn. Holt la localizó.

—Cerca de la playa... Es un lugar bastante solitario, ¿verdad?

—No sé. No he estado nunca.

—¿Qué pasará a las once?

Smith meneó la cabeza pero no respondió directamente. Desplegó una servilleta de papel.

—¿Tiene una estilográfica?

Holt titubeó, luego le alcanzó un paquete de cigarrillos.

—No, un...lápiz. Gracias. Quiero que estudie este plano, Denny. Es la planta baja de la casa de Brooklyn a la que iremos. El laboratorio de Keaton está en el sótano.

—¿Keaton?

—Sí —dijo Smith tras una pausa—. Es un físico. Está trabajando en un invento bastante importante. Se supone que es secreto.

—Bien. ¿Y después?

Smith garabateó rápidamente.

—Debería haber un terreno amplio alrededor de la casa, que tiene tres pisos. Aquí está la biblioteca. Se puede entrar por estas ventanas, y la caja fuerte tendría que estar bajo una cortina...aquí —señaló con la punta del lápiz.

Holt arrugó el entrecejo.

—Empiezo a oler raro.

—¿Eh? —Smith cerró crispadamente la mano—. Espere a que haya terminado. Esa caja fuerte estará abierta. Adentro encontrará una libreta parda. Quiero que saque esa libreta y...

—...y se la mande a Hitler, vía aérea —terminó Holt, torciendo burlonamente la boca.

—Y la entregue al Departamento de Guerra —dijo imperturbable Smith—. ¿Satisfecho?

—Bien... Así me gusta más. ¿Pero por qué no lo hace usted mismo?

—No puedo —dijo Smith—. No me pregunte por qué. Simplemente no puedo. Tengo las manos atadas —los ojos penetrantes relucían—. Esa libreta, Denny, contiene un secreto tremendamente importante.

—¿Militar?

—No está escrito en código, es fácil de leer. Y aplicar. Ese es el problema. Cualquiera podría...

—Usted ha dicho que un fulano llamado Keaton era el propietario de la casa. ¿Qué ha pasado con él?

—Nada —dijo Smith—, todavía —se apresuró a cambiar de tema—. La fórmula no debe perderse, por eso tenemos que llegar allí antes de las once.

—Si es tan importante, ¿por qué no vamos ahora y retiramos la libreta?

—La fórmula no será completada hasta pocos minutos antes de las once. Ahora Keaton está terminando las etapas finales.

—Es una locura —se quejó Holt, y pidió otro whisky—. Ese Keaton..., ¿es nazi?

—No.

—Bien, ¿no será él quien necesita el guardaespaldas, en vez de usted?

Smith meneó la cabeza.

—Las cosas no son así, Denny. Créame, sé lo que estoy haciendo. Es vital, absolutamente importante que usted consiga esa fórmula.

—Hm-m-m.

—Hay peligro. Mis...enemigos...podrían estar esperándonos allí. Pero los distraeré para darle a usted la oportunidad de entrar en la casa.

—Usted ha dicho que podrían matarle...

—Sí, pero lo dudo. El asesinato es el último recurso, aunque podría apelarse a la eutanasia. Pero no soy candidato para eso.

Holt no trató de entender el comentario de Smith sobre la eutanasia. Dedujo que sería el nombre de un lugar y que implicaba tomar un polvo.

—Por mil dólares —dijo—, arriesgo el pellejo.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a Brooklyn?

—Digamos una hora, con el oscurecimiento —Holt se levantó de golpe—. Venga. Sus amigos están aquí.

El pánico destelló en los ojos oscuros de Smith. Pareció encogerse dentro del enorme abrigo.

—¿Qué hacemos?

—La salida trasera. No nos han visto, todavía. Si llegamos a separarnos, vaya al garaje donde dejé el coche.

—S-sí. De acuerdo.

Se abrieron paso entre los bailarines, entraron en la cocina y luego en un corredor desnudo. Al abrir la puerta, Smith salió a un callejón. Una figura alta se le interpuso, brumosa en la oscuridad. Smith soltó un chillido estridente y temeroso.

—No se detenga —ordenó Holt, empujó al viejo a un lado; la figura oscura se movió y Holt trató de golpearle la mandíbula borrosa. No le acertó. El oponente se había escurrido con rapidez. Smith ya corría entre las sombras.
El sonido de sus pasos acelerados se apagó. Holt avanzó un paso. El corazón le palpitaba desbocado.

—Quítese de en medio —dijo con una voz tan ahogada que las palabras sonaron como un ronroneo.

—Lo siento. No debe ir a Brooklyn esta noche —dijo su antagonista.

—¿Por qué no? —Holt prestaba atención por si oía llegar más enemigos. Pero todavía no oía nada, sólo bocinazos lejanos de los coches y el tumulto sordo y confuso de Times Square, a cincuenta metros.

—Supongo que no me creerá si se lo digo.

Tenía el mismo acento, el mismo arrullo de consonantes que Holt le había notado a Smith. Trató de distinguir la cara del otro, pero estaba demasiado oscuro. Subrepticiamente, Holt se deslizó la mano en el bolsillo y palpó la reconfortante frialdad de la manivela de bronce.

—Si me amenaza con un arma... —dijo.

—No usamos armas. Escuche, Dennis Holt. La fórmula de Keaton debe ser destruida con él.

—Toma esto...

Holt atacó sin previo aviso. Esta vez no erró. Sintió que la manivela de bronce chocaba con algo sólido y luego resbalaba en la carne desgarrada y sanguinolenta. La figura borrosa cayó al suelo con un grito sofocado. Holt miró a ambos lados, no vio a nadie y echó a correr por el callejón. Todo perfecto, hasta entonces. Cinco minutos después estaba en el garaje. Smith le esperaba, un cuervo mustio en un abrigo enorme. Los dedos del viejo tamborileaban nerviosamente en el bastón.

—Vamos —dijo Holt—. Mejor nos damos prisa.

—¿Le...?

—Le di un buen golpe. No tenía armas... O bien no quiso usarlas. Mejor para mí.

Smith torció la boca. Holt recuperó el taxi y bajó por la rampa. Conducía con cautela, manteniéndose alerta. Un taxi era muy fácil de distinguir. El oscurecimiento ayudaba. Siguió hacia el sur y el este, pero en la calle Essex, junto a la estación del metro, los perseguidores les dieron alcance. Holt se desvió por una calle lateral. El codo izquierdo, que descansaba en el marco de la ventanilla, se le entumeció y congeló. Condujo con la mano derecha hasta que se le pasó esa sensación. El puente de Williamsburg lo llevó a Kings, y allí dio vueltas y aceleró y retrocedió hasta perderse de nuevo en las sombras. Eso llevaba tiempo. Y todavía les quedaba un buen trecho, por esta ruta sinuosa. Holt viró a la derecha y siguió hacia el sur hasta Prospect Park. Allí dobló al este, hacia las playas solitarias entre Brighton Beach y Canarsie. Smith, acurrucado atrás, guardaba un silencio absoluto.

—Hasta ahora, muy bien —dijo Holt por encima del hombro—. Al menos vuelvo a tener el brazo en forma.

—¿Qué le pasó?

—Tal vez un golpe en el hueso.

—No, un paralizador dijo Smith, y agregó mostrándole el bastón—. Como éste.

Holt no le entendió. Siguió conduciendo hasta que estuvieron muy cerca de su destino. Frenó en una esquina, frente a una licorería.

—Compraré una botella —dijo—. No soporto la lluvia y el frío sin un trago para reanimarme.

—No tenemos tiempo.

—Claro que sí.

Smith se mordió el labio pero no puso más objeciones. Holt compró un whisky y cuando entró en el coche bebió un sorbo y convidó a su pasajero, que se negó con un movimiento de cabeza. El whisky ayudaba, sin duda. La noche era muy fría y lúgubre, Los ramalazos de la lluvia barrían la calle y azotaban el parabrisas. Los limpiaparabrisas gastados no servían de mucho. ES viento chillaba como un alma en pena.

—Ya estamos cerca. Mejor pare aquí —sugirió Smith—. Busque un lugar donde ocultar el taxi.

—¿Dónde? Todo esto es propiedad privada.

—Una calzada... tal vez.

—De acuerdo —dijo Holt, y encontró un refugio junto a unos árboles tupidos y unos arbustos raquíticos. Apagó las luces y el motor, y se apeó. Se subió el cuello del impermeable y hundió la barbilla. La lluvia lo empapó inmediatamente. El agua caía a torrentes, repiqueteaba ruidosa en los charcos. Un barro arenoso resbalaba bajo los pies.

—Un segundo —dijo Holt, y regresó al coche en busca de la linterna—. Muy bien, ahora ¿qué?

—A casa de Keaton. Habrá que espejar, aún no son las once —dijo Smith, que tiritaba convulsivamente, nervioso y entumecido.

Esperaron, escondidos en los arbustos de la propiedad de Keaton. La casa era una sombra acechante contra el telón cimbreante de la oscuridad lluviosa. Una ventana iluminada de la planta baja mostraba parte de!o que parecía una biblioteca. A la izquierda se oía el palpitar jadeante del oleaje. El agua goteaba por el cuello del impermeable de Holt, que maldecía en silencio. Se estaba ganando los mil dólares, sin duda. Pero Smith sufría las mismas incomodidades sin una sola queja.

—¿No es...

—¡Shh! —advirtió Smith—. Los otros...pueden estar aquí.

Holt bajó la voz, obediente.

—Entonces, también estarán empapados. ¿Les interesa la libreta? ¿Por qué no entran y se apoderan de ella? Smith se mordió las uñas.

—Quieren destruirla.

—Eso es lo que dijo el hombre del callejón, ahora que recuerdo —Holt se interrumpió, sobresaltado—. Pero..., ¿quiénes son ellos?

—No importa. No son de aquí. ¿Recuerda lo que le dije, Denny?

—¿Sobre la libreta? ¿Qué hago si la caja fuerte no está abierta?

—Estará abierta —aseguró Smith—, Pronto, ahora. Keaton está en su laboratorio del sótano, terminando su experimento.

A través de la ventana iluminada parpadeó una sombra. Holt se inclinó hacia adelante. Sintió que Smith se ponía tenso como un cable. Un jadeo ahogado brotaba de la garganta del viejo. Un hombre entró en la biblioteca. Fue hasta la pared, corrió una cortina y se quedó allí, la espalda hacia Holt. Enseguida retrocedió y abrió la puerta de una caja fuerte.

—¡Prepárese! —dijo Smith—. ¡Allí está! Está escribiendo el último paso de la fórmula.

La explosión será de un momento a otro. Cuando la oiga, Denny, deme un minuto para alejarme y provocar algún disturbio si los oíros están aquí.

—No creo que estén. Smith meneó la cabeza.

—Haga como le digo. Corra hasta la casa y consiga la libreta.

—¿Luego, qué...

—Luego salga de aquí lo más rápido que pueda. No se deje alcanzar, cueste lo que cueste.

—¿Y usted?

Los ojos de Smith, intensos y violentos, relampaguearon autoritarios, brillantes en la oscuridad ventosa.

—¡Olvídese de mí, Denny! Yo estaré a salvo.

—Me contrató como guardaespaldas...

—Su contrato ha terminado. Esto es de vital importancia, más que mi vida. Esa libreta debe estar en sus manos...

—¿Para el Departamento de Guerra?

—Para.. Oh, sí. ¿Lo hará, Denny? Holt titubeó.

—Si es tan importante.

—Lo es. ¡Lo es!

—De acuerdo, entonces.

El hombre de la casa estaba ante un escritorio, escribiendo. De pronto la ventana voló. El ruido de la explosión era sofocado, como si el estallido fuera bajo tierra, pero Holt sintió que el suelo le temblaba bajo los pies. Vio que Keaton se incorporaba, se alejaba un paso y regresaba para recoger la libreta. El físico corrió a la caja fuerte, arrojó la libreta adentro, cerró la portezuela y se demoró un instante, de espaldas a Holt. Luego se escabulló apresuradamente y desapareció.

—No tuvo tiempo de cerrarla —dijo Smith, con voz entrecortada y espasmódica—.Espere a oír mi voz, Denny, y luego consiga esa libreta.

—De acuerdo —dijo Holt, pero Smith ya se había ido y correteaba entre los arbustos.

Un alarido en la casa preanunció unas llamas rojas que barrieron una ventana distante de la planta baja. Algo cayó pesadamente. Revoque, pensó Holt. Oyó la voz de Smith. No podía ver al hombre en la lluvia, pero había ruidos de pelea. Holt titubeó un instante. Haces de luz azul hendieron la lluvia, pálidos y borrosos en la distancia. Tendría que ayudar a Smith... Pero había hecho una promesa, y tenía que conseguir ía libreta. Los perseguidores querían destruirla. Y ahora, obviamente, la casa sería devorada por las llamas. De Keaton no había rastros. Corrió hacia la ventana iluminada. Había tiempo de sobra para sacar la libreta antes que el fuego le pusiera en apuros. Por el rabillo del ojo vio una figura oscura que corría hacia él. Holt se calzó la manivela de bronce. Si el hombre estaba armado él se las vería mal; de lo contrario, se las arreglaría.

El hombre —el mismo que Holt había encontrado en el callejón de la Cuarenta y Dos —alzó un bastón y apuntó. El pálido haz de luz azul brotó. Holt sintió que las piernas se le aflojaban, y cayó pesadamente. El otro siguió corriendo. Holt, forcejeando para levantarse, se arrojó hacia adelante con desesperación. Fue inútil. Las llamas ahora iluminaban la noche. La figura alta y oscura se perfiló un instante contra la ventana de la biblioteca; después el hombre se encaramó al antepecho. Holt, las piernas tiesas, consiguió mantener el equilibrio y avanzar. Era espantoso, como un hormigueo intensificado mil veces. Logró alcanzar la ventana, y aferrándose al antepecho miró dentro de la sala. Su oponente estaba de pie ante la caja fuerte. Holt se introdujo por la ventana y se lanzó hacia el hombre. Tenía la manivela de bronce preparada. El desconocido se apartó de un brinco, agitando el bastón. Un coágulo de sangre le ennegrecía la barbilla.

—He cerrado la caja —dijo—. Mejor lárguese de aquí antes que lo alcance el fuego, Denny.

Holt soltó una maldición. Quiso alcanzar al hombre, pero no pudo. Antes que él hubiera dado dos pasos vacilantes la figura alta se había marchado, saltando ágilmente por la ventana y alejándose en la lluvia. Holt se volvió hacia la caja fuerte. Oía el crepitar de las llamas. El humo se filtraba por un pasadizo a la izquierda. Tironeó de la portezuela. Estaba cerrada. No conocía la combinación..., así que no podría abriría. Pero Holt no se rindió. Revisó el escritorio con la esperanza de que Keaton hubiera garabateado la clave en algún papel. Bajó penosamente los escalones del laboratorio y se quedó observando el infierno del sótano, donde yacía el cuerpo abrasado e inerte de Keaton. Holt no se rindió, pero fracasó. Finalmente el calor le obligó a huir. En las cercanías se oía el ulular de las autobombas. No había rastros de Smith ni de nadie. Holt se puso a buscar entre la muchedumbre, pero Smith y sus perseguidores habían desaparecido corno por arte de magia.

—Lo hemos capturado, administrador —dijo el hombre alto con la barbilla ensangrentada—. Inmediatamente después de regresar vine para informarle a usted.

El administrador soltó un suspiro de alivio.

—¿Algún contratiempo, Jorus?

—Nada digno de mención.

—Bien, tráigalo —dijo el administrador—. Supongo que lo mejor es terminar con esto.

Smith entró en la oficina. Su pesado abrigo lucía incongruente con las indumentarias de celoflex de los otros. Mantenía la cabeza gacha. El administrador recogió un memorándum y leyó:

—Proceso 21, en el año del Señor de 2016. Tema: interferencia con factores de probabilidad. El acusado ha sido sorprendido en el intento de distorsión del actual presente-probable mediante la alteración del pasado, con lo cual crearía un presente alternativo variable. La utilización de máquinas del tiempo está prohibida, salvo a funcionarios autorizados. El acusado responderá.

—Yo no trataba de cambiar nada, administrador —musitó Smith.

Jorus levantó los ojos y dijo:

—Me opongo. Ciertos períodos clave espacio temporales están prohibidos. Brooklyn, especialmente la zona de la casa de Keaton, alrededor de las once de la noche del 10 de enero de 1943, está absolutamente vedado a los viajeros del tiempo. El prisionero sabe porqué.

—No sabía nada al respecto, ser Jorus. Debe creerme.

—Administrador —prosiguió implacablemente Jorus—, aquí están los hechos. El acusado, tras robar una máquina del tiempo, la dirigió manualmente hacia un sector prohibido del espacio-tiempo. Esos sectores son restringidos, como sabe usted, porque son claves del futuro; cualquier interferencia en esos sitios-clave alteraría el futuro al producirse una línea probabilística diferente. Keaton, en 1943, logró deducir en su laboratorio la fórmula de lo que hoy conocemos como Fuerza M. Corrió a la planta baja, abrió la caja fuerte y apuntó la fórmula en su libreta, de tal modo que habría podido ser fácilmente descifrada y aún aplicada incluso por un lego. En ese momento hubo una explosión en el laboratorio de Keaton y él regresó la libreta a la caja fuerte para bajar al laboratorio, olvidándose de cerrar la caja. Keaton murió; ignoraba la necesidad de aislar la Fuerza M del radio, y la síntesis atómica provocó la explosión. El incendio subsiguiente destruyó la libreta de Keaton, que estaba dentro de la caja fuerte. Se chamuscó hasta volverse ilegible, y ni siquiera se sospechó de su valor. La Fuerza M sólo fue redescubierta el año primero del siglo veintiuno.

—Yo no sabía todo eso, ser Jorus.

—Miente. Nuestra organización no comete errores. Usted descubrió un lugar clave del pasado y decidió alterarlo para cambiar el presente. Si hubiese tenido éxito, Dennis Holt de 1943 habría sacado la libreta de Keaton de la casa en llamas y la habría leído. Su curiosidad le habría hecho leer la libreta. Habría descubierto la clave de la Fuerza M. Y dada la naturaleza de la Fuerza M, Dennis Holt se habría transformado en el hombre más poderoso de su tiempo-mundo. De acuerdo con la variante probabilística que usted se proponía lograr, Dennis Holt, si hubiera conseguido la libreta, sería ahora dictador del mundo. Este mundo tal como lo conocemos no existiría, aunque sí su equivalente: una civilización brutal e implacable gobernada por el autócrata Dennis Holt, único poseedor de la Fuerza M. Al procurar ese fin el acusado ha incurrido en un delito gravísimo.

Smith irguió la cabeza.

—Solicito la eutanasia —dijo—. Si queréis culparme por querer romper con esta maldita rutina, muy bien. Nunca tuve una oportunidad, eso es todo.

El administrador arqueó las cejas.

—El historial suyo muestra que ha tenido muchas oportunidades. Usted es incapaz de explotar sus propias capacidades; está ejerciendo la única tarea que puede hacer bien. Pero su delito es, como dice Jorus, gravísimo. Ha intentado crear un nuevo presente destruyendo el actual mediante la alteración de un lugar clave del pasado. Y si hubiese tenido éxito, Dennis Holt sería hoy el dictador de una raza de esclavos. Ya no cuenta con el privilegio de la eutanasia; su delito es demasiado serio. Tendrá que seguir viviendo y ejerciendo la tarea asignada hasta el día de su muerte natural.

—Fue culpa de él —gimió Smith—. Si hubiese conseguido esa libreta a tiempo... Jorus pareció confundido.

—¿De él? Dennis Holt, a los veinte años, en 1943... ¿Culpa de él? No, es de usted, creo... Por intentar cambiar el pasado y el presente.

—La sentencia ha sido pronunciada —dijo el administrador—. No hay más que decir.

Y Dennis Holt, a la edad de noventa y tres años, en el año del Señor de 2016, se volvió dócilmente y regresó con lentitud a su tarea, la misma que seguiría ejerciendo hasta morir. Y Dennis Holt, a la edad de veinte años, en el año del Señor de 1943, regresó a Brooklyn en el taxi. Se preguntaba qué había ocurrido. Los velos de la lluvia barrían oblicuamente el parabrisas. Dennis bebió otro sorbo de la botella y sintió que el alcohol se le filtraba con tibieza en el cuerpo.

¿Qué habría ocurrido?

Los billetes le acariciaban el bolsillo con un susurro. Denny sonrió. ¡Mil dólares! Un principio. Un capital. Con eso haría muchas cosas, claro que sí. Todo lo que uno necesitaba era un poco de dinero. Ya nada le detendría.

—¡Por supuesto que sí! —dijo Dennis Holt enfáticamente—. No voy a seguir condenado al mismo trabajo rutinario toda la vida. No, con mil dólares... ¡Yo no!

Henry Kuttner (1915-1958)
Catherine L. Moore (1911-1987)>




Relatos góticos. I Relatos de Henry Kuttner. I Relatos de C.L. Moore.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Henry Kuttner y C.L. Moore: Cesión de beneficios (Endowment Policy), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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