«El ánima de mi madre»: Antonio Ros de Olano; relato y análisis.
El ánima de mi madre (El ánima de mi madre) es un relato de fantasmas del escritor español Antonio Ros de Olano (1808-1886), publicado en originalmente en el semanario El Iris, en 1841, y desde entonces recopilado en numerosas antologías.
El ánima de mi madre, probablemente el cuento de Antonio Ros de Olano más conocido, utiliza algunos recursos clásicos de la literatura gótica para dar forma a una leyenda más bien personal, incluso minimalista, pero sin dudas interesante para los amantes del género.
El ánima de mi madre.
El ánima de mi madre, Antonio Ros de Olano (1808-1886)
¡Terrible noche aquélla por cierto!
Mi calle enfila al Norte sin discrepar un ápice y está muy solitaria y ruinosa, de suerte que, mejor que calle, parece una brecha que abrió el invierno con sus baterías de viento y el empuje de sus avalanchas… ¡Oh! ¡gran sitio para celebrar un sábado! ¡Recinto pintiparado para los aquelarres! Sin embargo las brujas andan desperdigadas a tientas y a locas por el mundo, cuando no han dado con ella. ¡Ah! ¡Qué calle, qué calle la mía! Llovía a cántaros y un vendaval rabioso acababa de matar los faroles, cuando mi padre entró en casa. Estábame yo acurrucado en el barreño de la ceniza y rebujado en un ruedo leyendo a Platón al mortecino reflejo de una candileja, y como tenía mis cinco sentidos puestos en el libro, no saludé al buen señor con el tenga Ud. santas noches de costumbre. Tiróme él su capa encima muy bruscamente y sentí un frío mortal que me caló los tuétanos. Más mojado que un chopo, naturalmente sacudí los hombros y miré el rostro de mi padre. En lo que vi se hallaba enojado y eché a temblar.
—Maldecido de Dios, bien hizo tu madre en morirse al echar al mundo el fruto de su culpa. ¡Oh, cuánto horror me das!
—Padre mío, soy inocente y bueno.
—¡No! tú eres el instrumento que forjó y aguzó una mujer contra su honra y vida.
—Padre mío.
—Quita, quita, que naciste en mal hora.
—Soy inocente y bueno, laborioso y humilde. He calentado tu vianda, barrido los suelos de tu estancia y mullido tu lecho para que reposaras.
—¡Mi lecho! ¡Mi lecho!! ¡Ah! ¿Tú sabes que el vellón de mi cama está convertido en erizos de veinte años a esta parte?
—Yo he restaurado el calor de tus miembros, padre mío, con la frotación de mis palmas...
Mi padre cayó de golpe sobre los ladrillos y una palidez de muerte cubrió su rostro. Entonces me precipité a él y mis labios y mis manos llamaron a su cabeza la sangre que sin duda se había retirado a los senos del corazón para ahogarlo. Mas poco a poco la rubicundez de sus mejillas fue subiendo de punto, tanto que empezó a darme cuidado y hasta que los ojos se le pusieron como la lumbre. Mientras se mantuvo inmóvil lo sostenían mis brazos, pero luego que incorporándose me clavó una mirada, que me quemó de dos chispazos, di en huir para que más el diablo no aventara la braza. Y en siete saltos cobré la puerta, bajé seis tramos y me encontré en la calle.
La lluvia había cesado, y en su lugar un mansísimo orvallo caía como el ropaje de las sombras aplanando el espíritu. Eché a andar sin dirección, desamparado y huérfano en el mundo, sin nadie sobre la tierra para mí, oscuro el porvenir, desprovisto para la sociedad, aborrecido de un hombre y desconocido de todos, solo encogido, tímido, cobarde, el alma pura, el corazón sensible, jamás rociado en el bálsamo de las caricias, el cuerpo yerto, entumecido y flaco, sin pan y sin asilo, próximo a perecer de sentimiento. Parecíame que marchaba sobre el caos, que en verdad no sentía bajo mis pies la tierra. Las manos por delante y caminando, tropecé contra el atrio de una iglesia y me acogí a sus muros.
¡Ay!, dije, arrojando muy de cerca el hálito en mis crispados dedos. Las comunidades religiosas eran unas nuevas familias que adoptaban por hijos y por hermanos suyos a los como yo desgraciados, sin otro vínculo que la virtud; pero desde aquí fueron arrojadas al martirio las comunidades religiosas y el templo está desierto y la caridad sin sus mandatarios. ¡Estoy solo!, y mañana el sol que me caliente descubrirá mi miseria a los que pasen por junto a mí sin condolerse. Y ahora me esconde la misma noche que me hiela….tan malos son para mí la noche como el día. Mañana como hoy, ¡todo es lo mismo! Y el siempre se forma de una hora y otra y otra y la de más allá, ¡todas como ésta! ¡Ay madre mía! ¡cuál fue mi culpa al nacer!
La pena del inocente no es amarga y por eso se alivia con el llanto. Yo lloraba y llorando estaba cuando vi una lucecilla muy triste que rompía la neblina, al parecer a muy larga distancia, pero en realidad no tan lejos. Fuese acercando tanto la lucecilla que vi quién la traía y cómo. Y quien la traía érase una mujer, desnuda como un ángel, y la lucecilla no era vela, lámpara, ni farol, sino una llamita que a la mujer le brotaba desde la altura y al lado del corazón pegada al pecho. Paróse aquella ilusión, aquella realidad, aquel espíritu, aquel ente bello, misterioso, dolorido. Paróse a medio paso de mí y lentamente dejándose caer de rodillas fue luego para más de cerca contemplarme, con una amante ternura y un celestial placer que por los ojos y la boca derramaba. Embebecida, estática, sublime, llena de abnegación como una madre por su nacido, lacrimosos los párpados y cansados, los labios rebosando en pueril o fanática sonrisa…..sin aliento.
—Me muero de frío. No hay más si no que me muero. La noche se hace ya más larga que mi resistencia… y soy un pobrecito que a nadie hago mal, un pobrecito que acaba de perder a su padre, y que perdió a su madre, hace ya mucho, un pobrecito huérfano, lleno del santo temor de Dios…. ¡Oh! Sí que me muero de fríííí….o…
—Amor mío, corazón mío, alma de mi alma, del alma de tu madre que te adora. ¡Qué hermoso estás!! ¡Y cuánto has crecido! ¿y has llorado mucho? ¿y te consolaban con mimos cariñosos? Dime, ¿cuál mujer te prestó el pecho para envidiarla yo? ¡¡Querubín del cielo!! ¿Quién te comió a besos las primeras sonrisas de la infancia? ¿quién se dormía a tu lado o te arrullaba en su regazo? ¿a que dichosa despertó tu lloro? ¿quién santiguó tu frente? ¿quién ensayó tus labios a balbucear la palabra primera? ¡Ah! ¡Ah! Ven a mí que deliro de alegría. ¡Ah! Ven y ampárate del calor de la madre que es el calor más dulce y sabroso. ¡Oh! ¡Qué gozo, qué gozo! ¡Tenerlo ya tras tanto purgatorio!
—Per signum crucis. Abrenuncio Satanás. Diablo, mujer, visión o lo que tú seas, vengas de dónde vinieres, yo te conjuro y en nombre de Dios te pido, que si buscas mi perdición, huyas, como hiciste del Santo Abad Antonio, y si es que por lo contrario te ofreces en mi provecho, también de parte de Dios te pido que me digas quién eres.
—Cuál fue tu culpa al nacer, exclamabas llorando hace un instante, y se lo preguntabas a tu madre infeliz, que allá desde el seno de la eternidad como te oía, rompió la cárcel de la muerte, cerrada con las sombrías sordas puertas del misterio, que se levantaron para no caer, entre esta y la otra vida…
—¿Con que tú eres….?
—Tu madre, Leoncio mío, y tú un pedazo de este mismo corazón cuya llama es amor, que me alumbra en las tinieblas, para que mis anhelantes ojos busquen su otra mitad por el mundo y te encuentren, te reconozcan y se harten de la mirada que perdieron.
—¡Oh madre mía, madre mía, cuál fue mi culpa al nacer!
Mi madre me arrebató en sus brazos, me arrulló sobre sus muslos, con la mano izquierda sostenía mi cabeza y con la derecha muy delicadamente puso entre mis labios uno de sus pechos. Yo me dejaba querer a todo exceso. Mi madre me contemplaba y alternativamente se reía y lloraba, pero represando siempre el aliento para que la respiración no interrumpiera mi reposo. Poco a poco aquella alteración de sus afectos fue calmando y sin dejar de mecerme y con un tono melancólico jamás oído en las partituras italiana, tono semejante a los plumajes de niebla, que sobre las crestas del Sangotardo, ondulan y se pierden en la silenciosa inmensidad aquella, mitad espíritu y lágrimas lo demás. Con un tono tristísimo arrojado de los senos del corazón, cantó las estrofas siguientes para derramar unción sobre mi sueño:
Con quince mayos cumplidos
Y en su rostro la hermosura
Envuelta en pobres vestidos;
Y los ricos atrevidos
Que llaman a su clausura.
Tendrás oro, pedrería
Plumas, seda argentería;
Ricas galas que gastar;
Será tu suerte la mía
Será tu destino amar.
Arroja hermosa doncella,
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
Amor que es el estallido
Del beso ardiente, perdido
Entre el ramaje sin fin
Del ancho verde y florido
Laberinto de un jardín;
Amor que es el abandono,
El columpio entre ilusiones;
Que el arpa y las canciones
Tristes que en lánguido tono
Llamarán a tus balcones;
Amor que es fuego en el pecho,
Que es el delirio en el lecho
Y el cielo de la mujer
Amor que es volar de un trecho
Los límites del placer
Serás reina en los estrados,
Sultana de cien galanes,
Y tus trajes recamados
Se quejarán despreciados
Al rodar por los divanes.
Altas horas de la noche
Serán música el ruido
Del aliento y el quejido,
Que prenda como de un broche
Amante un labio en tu oído.
Y tu gala y gentileza
Y el drama de tu belleza,
Abriendo el mundo por foro…
Pisarás por más alteza
Carrozas de sedas y oro.
No declinarán tus días;
Tus pupilas radiarán;
Tus continuas alegrías,
Por ser tuyas serán las mías.
Tus rivales llorarán.
Arroja hermosa doncella,
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella,
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
Y pasaron y volvieron,
Suspiraron, padecieron,
Y tornaron a cantar.
La miraron, la dijeron
Sin descanso, sin cesar.
En su corazón nacía
Un sentimiento de cielo,
Amaba cuanto veía,
La flor y el ave que huía
Extraviada en su vuelo.
Amaba el sol y en el viento
Amaba la veleidad;
Y su pobre apartamento
Amaba hasta el sentimiento
De su virgen pubertad.
¡Ay! Amaba y padecía
deseaba y no tenía!….
¡Hija! Trabaja, por Dios,
Que ya pronto vendrá el día
Y haya pan para las dos.
Y en su rostro la hermosura
Envuelta en pobres vestidos;
Y los ricos atrevidos
Que llaman a su clausura.
Tendrás oro, pedrería
Plumas, seda argentería;
Ricas galas que gastar;
Será tu suerte la mía
Será tu destino amar.
Arroja hermosa doncella,
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
Amor que es el estallido
Del beso ardiente, perdido
Entre el ramaje sin fin
Del ancho verde y florido
Laberinto de un jardín;
Amor que es el abandono,
El columpio entre ilusiones;
Que el arpa y las canciones
Tristes que en lánguido tono
Llamarán a tus balcones;
Amor que es fuego en el pecho,
Que es el delirio en el lecho
Y el cielo de la mujer
Amor que es volar de un trecho
Los límites del placer
Serás reina en los estrados,
Sultana de cien galanes,
Y tus trajes recamados
Se quejarán despreciados
Al rodar por los divanes.
Altas horas de la noche
Serán música el ruido
Del aliento y el quejido,
Que prenda como de un broche
Amante un labio en tu oído.
Y tu gala y gentileza
Y el drama de tu belleza,
Abriendo el mundo por foro…
Pisarás por más alteza
Carrozas de sedas y oro.
No declinarán tus días;
Tus pupilas radiarán;
Tus continuas alegrías,
Por ser tuyas serán las mías.
Tus rivales llorarán.
Arroja hermosa doncella,
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella,
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
Y pasaron y volvieron,
Suspiraron, padecieron,
Y tornaron a cantar.
La miraron, la dijeron
Sin descanso, sin cesar.
En su corazón nacía
Un sentimiento de cielo,
Amaba cuanto veía,
La flor y el ave que huía
Extraviada en su vuelo.
Amaba el sol y en el viento
Amaba la veleidad;
Y su pobre apartamento
Amaba hasta el sentimiento
De su virgen pubertad.
¡Ay! Amaba y padecía
deseaba y no tenía!….
¡Hija! Trabaja, por Dios,
Que ya pronto vendrá el día
Y haya pan para las dos.
Llegando aquí exhaló mi madre un quejido dolorosísimo. Era todo el recuerdo de una vida entera ya pasada, la expresión enérgica, concreta, depurada y sublime de una tragedia completa. Su quejido se clavó en mis entrañas y vibró como la espada de buen temple dentro del seno de la víctima. Conocí entonces que era yo parte del corazón de mi afligida madre, y sentí con ella y ella conmigo, la mitad cada uno de un dolor único pero inmenso.
—Leoncio, mío, enjuga tus ojos, levanta la cabeza y mírame para que mi memoria se retrate en el espejo de mi vida real. Voy a contártela tan sin rebozo y con una extensión tal, que sólo tu la sabrás en la tierra. Tú me perdonarás tanto porque tu desgracia te ha hecho más justo que el mundo, como porque mi alma lo necesita; y yo te referiré cosas que no salen del labio de las mujeres sino después de muertas ante el tribunal de Dios.
—Habla, madre mía, y llévame contigo donde no nos separe el tiempo.
En aquellos tiempos daban las doce de la noche, daba la una, y se contaban hasta las tres de la madrugada, pronunciadas a la vez con claro y distinto son por cinco relojes de cinco torres distantes. Y al expirar la postrera campanada de la última hora, se apagaba constantemente la luz en una buhardilla altísima, que en la calle del Dardo corona como por escarnio una casa de vecindad con cuatro pisos y cuarenta viviendas, semejante en la general pobreza y el mutuo encono de los asociados a esas repúblicas que llaman federales. En mil ochocientos y dos, la que estaba destinada por la Providencia a ser mi familia materna, habitaba un cuarto principal de los de la misma casa y vivía con menos holgura que estrechez. Casóse en dicho año mi madre y convino con su marido en que habitarían el piso segundo, y en este nací yo. Pronuncióse la guerra a poco y mi padre marchó a campaña.
Murieron mis abuelos. Dejamos mi madre y yo aquella vivienda y subimos veinte escalones más para bajar un real. Era ya el piso tercero nuestro acomodado retiro, cuando una bala dio mucho honor a mi padre, pero le quitó la vida y a nosotras el sustento que de él recibíamos. Entonces subimos otros veinte escalones regados con el llanto de mi madre que la pobre recuerdo que me llevaba en hombros, y no apartaba de mí los ojos, más que para encomendarme a la Virgen de los Desamparados. Sin duda que creía la mataría en breve el sentimiento. Mientras mi madre andaba las diligencias para establecer su derecho a una viudedad, que no le habían de pagar, se consumieron nuestros ahorros. Cierta mañana, que no me había dado de almorzar, llegó el casero y la regañó.
Calmóse aquello a poco, hablaron luego despacio, él contando por días y ella por quebrantos, hasta que por último cambiáronse unas llaves, dióle mi madre las gracias muy humilde, y con grande resignación cogiéndome de la mano subimos al piso quinto, que es la buhardilla altísima que desde la calle del Dardo domina toda la población y en la que en aquellos tiempos se apagaba la luz a las dos de la madrugada.
Desde los seis años de mi edad hasta unos meses antes de mi muerte, habité bajo aquel techo avariento que me reducía el espacio a medida que la edad íbame dando estatura. No he tenido amigas, no conocí el bullicio del concurso, no he pisado la arena postiza de los paseos artificiales, ni mis pies giraron nunca al compás voluptuoso de una orquesta. Solíame mandar mi madre por no dejar su faena, a que comprara en las vecinas tiendas algún frugal alimento; y muchas veces iba también a la fuente por agua, porque la que había en casa, como estaba bajo la teja vana se nos entibiaba muy pronto. Bajaba yo la escalera a tramos y cantando. Hablaba a las vecinas y corría; y en llegando a la calle solíanme besar las mujeres diciéndome:
—Dios te bendiga, ¡qué hermosa eres! —y los hombres groseros, ponían su mano sobre mi cabeza y soltaban el vapor de su aliento sobre el espejo de mi inocencia, diciéndome con tono intencionado de amenaza, placer y confianza—: crece, crece, que no te aguardan malos quince.
Era yo en efecto en la niñez, como la manzana más alta del huerto cercado; que el sol primero la calienta y las últimas auras la refrescan. Toda colores, redondez y lozanía, bullidora, versátil y parlera, brotando vida y recogiendo risas, que solían apagarse en mi buhardilla, allí junto a mi madre dolorida, los ojos bajos y las manos aplicadas a la costura más asidua, ya desde aquellos años pequeñuelos.
Cosíamos para un almacén de vestuario y lo pagaban tan poco, que apenas ganábamos el sustento. Desde que comenzamos a trepar escaleras, cada mes desaparecía de mi casa un mueble o un vestido de mi madre; pero yo siempre contenta y ella cada vez más melancólica marchábamos en progresiones opuestas. Caducó la infeliz; los ojos le enfermaron y no atinaba a enhebrar la aguja. Apuntaba yo en tanto, en desarrollo físico y destreza en el trabajo; pero ella al cabo de un tiempo quedó ciega del todo y el peso de la casa gravitó por completo sobre mí. Cosía muchísimo, hijo mío, y como los días me eran cortos y las noches caras, mientras comíamos ensartaba agujas para la próxima tarea. Tú no sabes lo que es una madre desvalida y ciega, acariciando a una hija que la mantiene; nada hay tan elevado, nada tan desgarrador, nada que tanto nos llene el corazón, ni nada tampoco que más nos haga sentir la propia insuficiencia.
—Hija —solía decirme—, ¡quién pudiera ayudarte, aunque fuera sudando gota a gota la sangre de mis venas! Y luego se afligía y palpando en sus tinieblas, buscaba mi cabeza y la besaba y tras esto continuaba diciendo—: créeme que lo haría. En cada gota de mi sangre te ofrecería un descanso; y mi último aliento se escaparía durante un sueño tuyo. ¡No muy lejos de ti! Hija mía de mi vida. Colócate en el sol y pásame la mano por los ojos, a ver si se me aclaran un poquito, ¡un poquito nada más, le pido a Dios, para mirarte! —Ella así me influía su amargura y yo procuraba distraerla cantando, pero todo era en vano; alargaba el cuello hasta sentir mi aliento en su mejilla y me decía—: tienes la voz de un ángel, pero la cólera de Dios contra su sierva apagó la antorcha de la luz dentro de mis ojos, para que la vanidad no se gozara en contemplarte. ¡Ven, abrázame mucho, apriétame, maltrátame; y que te sienta ya que no te veo!
Estos accesos se hacían insoportables. Arrojábame yo en sus brazos con un sobrante de vida matador, el cual me hacía prorrumpir en gritos histéricos y dementes caricias hasta que la postración se apoderaba de nosotras y llorábamos. Mi madre entonces, queriendo consolarme, se esforzaba diciéndome:
—No trabajes más, hermosa mía, descansa porque yo te lo ruego, que con lo que has hecho ya tenemos para mañana, y yo con pan y con agua me paso tan contenta; porque como me lo das tú, la voluntad lo sazona de todos los sabores, ni más ni menos, que aquel manjar que derramaban los ángeles sobre la grey de Dios en el desierto.
Tal mis años de la infancia corrían monótonos ignorados y labrando en cierto modo felicidad por la costumbre; hasta que unos tras otros pasando perezosos, cumpliéronse los quince de mi vida. Y durante un sueño, una pluma mágica ludió mi cuerpo, que retembló de placer; y por tres veces volvió a pasar ondulando la pluma vaporosa y otras tantas retemblé. Mis pechos se apretaron y temblaron y bajo de ellos el corazón tembló como un cervatillo asustado. Una vara encantada sin duda tocó mi frente, porque súbito a mis ojos y a compás de una música augusta que envanecía, las paredes de mi buhardilla, las unas de las otras se apartaron al infinito. Vi correrse los velos de mi mundo y otro allá en lontananza apareció. Y el mundo aquel era el movimiento, la irreflexión, la vida, la risa y la alegría de los hombres; la vanidad, el lujo y devaneo de las hembras; el ruido, la armonía, la danza y los festines de ambos sexos, mezclados en tropel y sin concierto.
El mundo aquel era de un suelo anchísimo y sin montes, y acá y allá jardines amoldados y alfombras por el suelo y ricos almohadones arrastrados; pabellones, espejos obeliscos, oro y cristal; fuentes y cascadas y primorosas aves prisioneras de todas las regiones de la tierra. Y se tendía bajo una techumbre no tan elevada, pero más cómoda que la bóveda del cielo, tersa como el firmamento y tachonada de una infinita multitud de luces ¡que no se nublaban nunca! Ignoro qué misterioso mandato me prevenía que anduviera, porque estaba destinada a formar parte de aquel gran mundo, pero lo cierto es que yo me creía andando con precipitación hacia él, cuando me despertó el primer canto de un gorrión parado en el alero de mi buhardilla.
Rodé una intensa mirada para reconocerlo todo inclusa yo misma, y vi a mi madre levantada ya; y a tientas enhebrándome agujas para la labor. Boté del lecho afuera y me arrojé a los pies de aquella anciana ciega, con un dolor de atrición penitente. Lo pasado era para mí una culpa sin absolución, que la vergüenza me impidió confesarle, a pesar de su dulce solicitud y de la suavidad de sus instancias. Mi sueño de oro fue por último envilecido con el nombre de pesadilla y tratamos de olvidarlo; pero veinte veces al día se humedecieron mis párpados; y al través de los prismas que formaban las lágrimas agolpadas, veía pasar con danza y galanura aquellos arrogantes mancebos, y aquellas galanteadas damas, de cuya felicidad distaba tanto mi escondida desgracia. Todo el gran panorama de aquel sueño estaba frente de mí.
Embebecida en la contemplación mental, los brazos me caían perezosos….. y ¡ay de mí!, el día primero que mi madre me llamó mujer con cierta extraña alegría de amor propio, fue, Leoncio mío, el día mismo en que yo empecé a conocer la honda desventura que cobija a este sexo de abnegación y de escarnio, a quien la ajena vanidad impuso leyes y la naturaleza rodeó de simas; donde nunca nos arrojamos sin ser empujadas, donde tampoco nunca caemos solas, sino con el hombre legislador, que se salva por más fuerte. Sucedió que un día, al abrir la puerta de nuestra buhardilla, oí en los pasillos inmediatos un canto extraño, un voz delgada y muy alta que una cadencia lenta y melodiosa decía:
Arroja, hermosa doncella
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
Aquel eco impensado y unísono con el indefinible sentimiento de mi alma, movió mi curiosidad y me trajo a la mente el recuerdo completo del sueño simbólico. Entonces sin más reflexionar, me encaminé por donde había llegado hasta mí la voz; y me hallé frente a frente con una mujer, como de cuarenta años, alta, atezada, los ojos negros y radiantes, la boca rasgada, desaliñado el pelo y muy luciente, la cintura delgada y flexible como el lomo de la culebra, los pies pequeños y calzados con chapines color de rosa, y medias abigarradas; vestía saya blanca, corta y poblada de jaralares; llevaba los brazos desnudos y en cada muñeca una garzota de cascabeles, ceñíanle la garganta tres collares de abalorios, le colgaban de las orejas unos pendientes de granate y con la mano derecha daba vueltas a una pandereta que zumbaba a compás de su cantar. Al verme quedóse parada y contemplándome con cierta sonrisa y donosura picaresca. Yo le pregunté a quien buscaba y me respondió:
Reina sultana,
Flor de las flores,
Rosa temprana,
Soy la gitana
Que canto amores.
Flor de las flores,
Rosa temprana,
Soy la gitana
Que canto amores.
—¡Ola! —Le dije al oír su respuesta—, ¿con que tú sabrás acertar lo que, salvo la voluntad de dios, ha de suceder a todos y a cada uno de nosotros los que no conocemos vuestra ciencia?
Y me contestó muy festiva:
Oiga que sí,
La gitana es zahorí
So perla fina;
Quiromántica, adivina,
Que a quien su sino procura
Dice la buena ventura
La gitana es zahorí
So perla fina;
Quiromántica, adivina,
Que a quien su sino procura
Dice la buena ventura
—Y tú me la querrás decir de balde?
—A las bonitas como vuestra merced suelo yo pagarles un real columnario para que me la oigan con la sal que la digo y las muchas venturas que predigo.
—Empieza, pues, gitana, y dímela, sea mi fortuna la que se fuere.
—Déme, pues, la niña su manita de plata.
Llena de la más buena fe le entregué mi mano y no sin algún respeto quedé aguardando la revelación de mi porvenir. Cogiómela ella y abriéndola a su sabor, contó, recorrió con su dedo índice y combinó todas las rayas de la palma. Murmuraba en tanto no sé qué oración o exorcismo e iba cobrando gradualmente la gravedad de una Sibila. Yo temblaba, más la gitana medio inspirada, sin pararse en mi temor, como que replegó su espíritu en sí misma y empleó un rato, al parecer consultando con Mefistófeles o recibiendo la inspiración de Dios. Sea esto lo que fuere, arte, ciencia, revelación o impostura, dejó por fin su actitud reflexiva, clavó de hito en hito sus ojos en mis ojos, cimbreó la cintura y meneando la cabeza soltó su predicción en estos términos:
Quince mayos, quince flores
Atadas con verde cinta,
Y la última se pinta
Con el sol de los amores.
La cinta es de la esperanza;
Y el ramillete fatal
Puesto en vaso de cristal
El hombre llega y lo alcanza.
Niña de los quince mayos
Vive sola en su retiro,
Y se le arranca un suspiro
Cuando amor vibra sus rayos.
Ilusiones en el día,
En la noche ensueños de oro,
Disgusto, indolencia, lloro
Y penas que no sentía.
Ya no tardará y mañana
Tal vez que cuente llegado
Un ruido, que impensado
La llame hacia la ventana.
Verá pasar un galán
Rubio y que atento pasea,
Piafa, cambia, escarcea,
En un caballo alazán.
Más fustigando el corcel
Huirá el galán como el viento;
Y ella con el pensamiento
Seguirá al bruto y a él.
Y antes que las huecas losas
Hiera el resonante callo
De aquel hermoso caballo
De las revueltas pomposas;
Se verá como palanca
Sobre la blanca paloma,
El buitre y que se desploma
Sin que el cazador lo vea.
Volará sin ser sentido
El buitre de frente cana,
¡Pobre flor! Y una mañana
te sorprenderá otro ruido.
Sin alcanzar su aflicción,
Diránla enferma de amores,
Y espinas que fueron flores
Rasgarán su corazón.
Hará la niña dichoso
Al amador que desea,
Hasta que venga quien sea
La maldición de su esposo.
Que el buitre al huir callado
Dejó para maldecida
Una pluma desprendida
Prevenido u olvidado.
Cuanto ha dicho la gitana,
Por estas rayas lo arguye,
Fíalo al tiempo que huye
Y te lo dirá….mañana.
Atadas con verde cinta,
Y la última se pinta
Con el sol de los amores.
La cinta es de la esperanza;
Y el ramillete fatal
Puesto en vaso de cristal
El hombre llega y lo alcanza.
Niña de los quince mayos
Vive sola en su retiro,
Y se le arranca un suspiro
Cuando amor vibra sus rayos.
Ilusiones en el día,
En la noche ensueños de oro,
Disgusto, indolencia, lloro
Y penas que no sentía.
Ya no tardará y mañana
Tal vez que cuente llegado
Un ruido, que impensado
La llame hacia la ventana.
Verá pasar un galán
Rubio y que atento pasea,
Piafa, cambia, escarcea,
En un caballo alazán.
Más fustigando el corcel
Huirá el galán como el viento;
Y ella con el pensamiento
Seguirá al bruto y a él.
Y antes que las huecas losas
Hiera el resonante callo
De aquel hermoso caballo
De las revueltas pomposas;
Se verá como palanca
Sobre la blanca paloma,
El buitre y que se desploma
Sin que el cazador lo vea.
Volará sin ser sentido
El buitre de frente cana,
¡Pobre flor! Y una mañana
te sorprenderá otro ruido.
Sin alcanzar su aflicción,
Diránla enferma de amores,
Y espinas que fueron flores
Rasgarán su corazón.
Hará la niña dichoso
Al amador que desea,
Hasta que venga quien sea
La maldición de su esposo.
Que el buitre al huir callado
Dejó para maldecida
Una pluma desprendida
Prevenido u olvidado.
Cuanto ha dicho la gitana,
Por estas rayas lo arguye,
Fíalo al tiempo que huye
Y te lo dirá….mañana.
Dijo, y tomando su pandereta si disponía a partir, pero yo la así de la falda para rogarle por Dios y por los santos, que si bien no quería hacerlo del todo, se explicara a lo menos más claramente. -- No, -- me contestó, -- por más que quisiera no puedo: la buenaventura está ya dicha y como no sea que te cumpla oír aquel romance que se gime, se canta y se llora, mal haya amén la gitana, si se le alcanza otra cosa.
—Bueno, pues bien, empiézalo; y ya que soy tan pobre, haga por ti la fortuna, y ojalá que te veas la más rica de tu familia.
—¡Oh tórtola de los primeros arrullos! No te quejes ni me desees mayor bien que el que me guardo. Yo no tengo familia y mi ciencia será lo que se fuere, pero es lo muy bastante para mí. Un tiempo la cabila de mis padres apacentaba sus ganados en todo un valle; las cabras coronaban el monte y en divididas piaras los asnos y las yeguas poblaban las orillas de un río. Vino entonces sobre la tribu errante la mano negra, y no se oyó en todo el contorno más que un balido y el llanto de una criatura, eran una cabra que aclamaba a su perdido recental y una hija mamoncilla, a quien sus padres no socorrían. Ningún otro rumor sonaba a la redonda y todo lo demás estaba donde la Inquisición era servida. La cabra vino a mí y me dio su leche, seguíala yo gateando por espacio de muchas lunas. Ella me abrigaba de noche y me alimentaba de día, hasta que creciendo y viajando supimos llegar a la ermita de la Malograda, la que se encuentra mitad en medio del bosque de los Áloes. Allí todas las mañanitas, con la brisa en las ramas de los sauces, se formaba una armonía que aprendí en la naturaleza y del hondo del santuario salían las palabras que voy a cantar.
Dijo y dio muchas y muy rápidas vueltas a su pandereta, que de nuevo empezó a zumbar. Imposible me era sacudir la fascinación que sobre mis sentidos obraba la gitana, y ella en tanto comenzó a cantar el fúnebre lamento, aquel que antes me oíste, hijo mío, y daba sin parar, en torno a mí, muchas fantásticas y muy pausadas vueltas. Cada vez más iba prologando sus círculos, hasta que al entonar la postrera estrofa, cuando dijo:
Hija, trabaja por Dios,
Que ya pronto vendrá el día
Y haya pan para las dos
Que ya pronto vendrá el día
Y haya pan para las dos
Casi no percibía el eco y al expirar la última cadencia dio en huir por los encrucijados corredores y desapareció, dejándome apesarada sin saber de qué; y pensativa sin acertar el objeto. Mi madre, que lo ignoraba todo, me preguntó si me sentía enferma y le respondí que sí, pagando su cuidadosa ternura con mi segunda mentira. La temerosa anciana desde aquel momento instó con tanta tenacidad y de tal modo se afligía, que por calmar su angustia obedecí a sus instancias y me acosté. Palpó mi ropa y desde los pies a la cabeza la acomodó a su gusto, besóme en los labios, se llegó a la ventana y la entornó. Quemó un terrón de azúcar y se acomodó en un rincón muy silenciosa con el rosario en la mano. Creyó a poco sin duda que yo me había dormido, porque muy quedito se santiguó con la cruz de su rosario y echando mano a su cayada salió con tiento de la habitación, llevándose el picaporte.
¿Dónde iría la madre ciega, más que a pedir prestados unos reales, dados de mala gana, contados cuarto por cuarto, con una fingida historia en cada real, con una condición apretante en cada ochavo; y recibidos con una gratitud tan generosa como el martirio? Quedéme a solas, y aparté los cabellos de mi rostro, descubrí el pecho y desnudé los brazos. Quería respirar, quería espacio, libertad y silencio. Los ojos buscaron la luz y un rayo de sol penetraba escasamente por una rendija de la ventana. Los ligeros tamos se agitaban en él y las moscas danzando al monótono zumbido de sus propias alas, llegaban formando intersección con la cinta luminosa; e iban, giraban y volvían con vueltas y revueltas circulares sin cesar en rumor ni en movimiento.
Allí se aficionó mi vista indeliberadamente y aquel continuo rebullir sin orden, fue dando vaguedad al pensamiento, vértigo y confusión a los sentidos, o no acierto qué cosa me pasó. Pero a que fue realidad me inclino y no mentido devaneo reflejado en sombras por la cámara oscura de los sueños. Era un átomo brillante que se mantenía en la luz como el botón de oro dentro del fuego. Yo lo vi y luego en confusión pasó muy rápido y llegó hasta él un animal que por lo diminuto no tenía pronunciados ni el color ni la forma. El átomo impulsado por su propia escondida virtud se acreció cobrando voluntad y movimiento. El animal se mostraba impaciente pero sin ser osado a huir como podía. El átomo érase ya una chispa encendida con el soplo de la vida y se posó sobre los hombros del animal. En tal estado la chispa viviente y el animal informe volaron largo trecho, y cuanto más se alejaban más crecían.
Volvieron hacia mí en aquella misma progresión de volumen a la ida llevaban indicada y ya me parecía distinguir en el objeto un jinete que refrenaba el ímpetu de su palafrén. Los divisé por fin a mi deseo clara y distintamente. Y un color de oro purísimo a los dos les prestaba realce y hermosura. Muy joven era el caballero y el palafrén sin juicio como un niño. Daban vueltas, daban vueltas, sin perder el galope y sin que yo les quitara ojo, que no sé cuál me parecía más arrogante. O érase que el uno al otro tan unidos marchaban y tanto se prestaban de sus bellezas relativas, valor y maestría, que no acertaba la voluntad sedienta en dividir objeto tan hermoso, sino a admirarlo completo en su atrevido conjunto y galanura. Un grande rato por aquel aéreo espacio que pisaban, señoreáronse, solos, sin tropa, espectadores ni cortejo, pero de improviso apareció una atropellada cohorte de jinetes y todos juntos y el galán entre ellos, emprendieron un lucidísimo torneo.
No se oían los pies de los caballos, ni voces ni relinchos ni el campo se nublaba con el polvo, ni sonaban trompetas, ni aliento alguno, ni el menor choque que pudiera alterar la fantasía. Era el galán de los cabellos rubios quien entre todos sobresalía, su corcel más revuelto y levantado, su cintura la más ágil; y toda su apostura tan resuelta que aquella cabalgata lo envidiaba. Ya parecía que una voz muda o un secreto convenio les prevenía correr la última pareja, pues que lo vi (aunque con pena) cómo se preparaban para ello; y en esto sobrevino un estrépito dentro mi mismo cuarto. Salió cada jinete a escape y por su lado, cual si montaran en asustadizos ciervos que oyen el perro y salen disparados, más aun así fue el postrero el caballero del palafrén dorado, que cogiendo carrera emprendió un salto, y rompiendo por entre la cinta de luz, sus cabellos chispearon y lo perdí de vista. Aquel estrépito lo había producido el dejarse caer al suelo, un gato de la vecindad, muy familiarizado con mi casa. Al verlo me irrité tanto, que le arrojé la almohada, salió despavorido por donde había entrado y aquello quedó otra vez en silencio y las moscas volvieron a zumbar.
Te confieso, amado Leoncio, que el recuerdo de mi humilde tarea me causó horror y que sin embargo que la piedad filial me desgarraba el alma no podía valerme ni aun a mí misma. ¡Ah! ¡Maldita sea mi suerte! Exclamé con el primer preludio de la desesperación, e incorporándome en el lecho me vestí con desorden. Abrí de golpe los postigos y empezaba a coser, cuando sentí que muy quedito levantaba mi madre el picaporte. Entró pasito a paso y me enternecí.
—Ya estoy buena —le dije y ella bendijo a Dios.
Traía para mí la pobrecilla un cuarto de gallina dado al fiado, salvo que por él había dejado en rehenes su pañuelo. Estaba gozosa con la nueva de mi salud, pero no pudo por menos de quejárseme de todas las vecinas, las que sin exceptuar una sola se habían negado a prestarle medio duro…Estábamos en mitad de estas quejas que tanto ponen en relieve la desgracia, cuando llamaron a la puerta. Salí a abrir y me saludó por mi nombre una mujer al parecer decente y para mí del todo desconocida. Traía dicha mujer un lío en la mano, pasó adelante, sentóse, desenvolvió su lío y me presentó dobladas hasta doce comisas nuevas de holanda y otro igual número de pañuelos sin estrenar. Díjela que qué significaba aquello, y me contestó que ella era viuda del teniente coronel D. Hipólito Chinchilla de Zuazo, natural de Sevilla, compariente del marquesito de Andújar y muerto por los pícaros franceses en la misma batalla que mi padre.
—Ya se ve —prosiguió—, naturalmente se tiene ley hacia aquellas personas que en mejores días fueron, como quien dice, de la familia; porque como sabe aquí la mamá, las militaras, hija, nos tratamos ni más ni menos que hermanas. Y así es que yo, sabiendo que no estaban uds. En la prosperidad que se merecen, dije a un amigo de casa, que es otro yo y hombre poderoso y muy cabal, mira fulano, una compañera mía con una hija como un sol se encuentran desgraciadas y es preciso que me sirvas completamente…. Al sujeto, hija, no hay más que pedirle, anoche se lo dije en la tertulia y esta mañanita temprano me ha remitido ese recadito que dentro del pañuelo de en medio tiene la explicación y el honorario, porque él, ¡Jesús!, no ha querido anunciarse con una limosna….¡Ca! ¡ni por pienso! Es D. Juan Pérez y López un señor, ya mayor y muy prudente.
—Déle Ud. las gracias en nuestro nombre a ese caballero y que lo encomendaré a Dios —dijo mi madre—. Y Ud., señora, hallará el premio en el cielo.
—Calle ud., por la virgen, compañera —respondió la viuda—, vaya, pues, no faltaba más. D. Juan no exige de la niña sino que le marque bien esas prendas, que están nuevecitas. Ea, yo volveré por ellas y seremos amigas.
—Las llevaré yo, señora —la respondí, y convino en ello diciendo:
—Pues no hay inconveniente, calle Mayor en la casa grande de sillería donde está el vestuario y ya estará hablado el portero para que no me la detengan a ud.
Diciendo esto se levantó, abrazó a mi madre que quedaba atónita y a mí me pidió un beso, llamándome hermosísima y profetizándome muchas venturas. Apenas se hubo ido la viuda del teniente coronel, fui desdoblando las ropas una por una, y en efecto hallé que dentro del séptimo pañuelo había envueltos en un papel hasta setenta y dos duros en oro y en el mismo papel que las monedas venían liadas decía: J.P.L. igual a 3 que multiplicado por 24 suman 72 y en igual número de pesos fuertes por esta vez se gratifica al mérito. Yo nunca había visto tanto dinero junto y me aluciné. Di un grito de alegría y puse el oro en las manos de mi madre. La buena señora se llevó a los labios aquel presente llovido del cielo y exclamó:
—La divina Providencia provee a los justos tarde o temprano, hija mía. ¡Nuestros apuros se hacían ya casi insoportables y el señor que vela sobre sus criaturas, oyó mis fervorosas súplicas! ¡Bendigamos a Dios y al bienhechor, por cuya mano nos ampara!
Pusímonos de rodillas y rezamos, y en el momento emprendí mi trabajo, sin dar treguas hasta verlo completo. Eran las dos de la madrugada del siguiente día, cuando apagué la luz y me entregué al descanso. Un pensamiento lisonjeó mi sueño: era el lujo, y reposé tranquila.
Las diez de la mañana serían apenas, cuando entraba en el portal de la casa grande de la calle Mayor. El portero era un viejo chancero con dos escarapelas, una bermeja colocada en el sombrero y otra negra puesta sobre el ojo derecho. Díjele quién yo era , y si me permitía la entrada. Y él midiéndome con el ojo sano de alto a bajo, tomando un tono picante y meciendo el cuerpo sobre las piernas, me respondió:
—Ya estoy impuesto, prenda, entre con bien ese garbo que con tal palmito de cara hay pasaporte franco, ración de etapa, alojamiento y compaña.
Entré un tanto avergonzada y muy creída que me iba a encontrar con la viuda del teniente coronel Zuazo.
Conclusión:
Pasé un recibimiento, una antesala y una sala, luego otra y después otra, todas muy espaciosas, decoradas con muebles suntuosos, algo severas en su anticuada magnificencia y desiertas de todo viviente. Más parecíame que conforme iba caminando adentro me guiaba la viuda del teniente coronel Zuazo pues que creía oírla como tosía cada vez una puerta más allá. Llegué por último a un gabinete sombrío, a causa de tener entornadas las persianas y llamé con un dedo a la vidriera antes que por resolución que tuviese hecha de entrar, por temor que me sobrevino de volver atrás sin el eco que me había conducido por donde yo ya ignoraba hasta aquel término. ¡Oh! ¡Pluguiera a Dios que en lugar de mi cobarde atrevimiento hubiéranse pegado las manos a la lengua y la vaciladora voluntad ojalá se hubiese convertido en la certeza insensible de la muerte…! Apenas toqué el cristal me respondió la voz de un hombre que con tono imperioso y prevenido dijo:
—Adelante.
Y oí como pasos que venían hacia mí. Se abrió la puerta y sobrecogida saludé a un personaje que vestía bata de color de fuego sembrada acá y allá de diablos negros. Tenía este hombre sobre cincuenta años de edad, era alto, enjuto y atezado, con las cejas muy pobladas, y la mirada lenta y el ademán indiferente y flojo. El tal hombre me cogió de la mano y me sentó a su lado en un confidente del fondo del gabinete. La luz entraba a medias y solo la costumbre podía ir poco a poco aclarando los objetos que me rodeaban. Enfrente de nosotros vi como había un cuadro con grande marco dorado, cuyo lienzo sería próximamente de vara y cuarta. En este lienzo se dibujaba entre otros objetos agrupados y por entonces confusos, un templo con una torre eminente y en el último tercio de la torre la esfera de un reloj sobresalía. El pausado golpe de la péndula me advirtió que estaba animada la esfera del reloj.
Distraje la vista de aquel punto y vi sobre una mesa reclinadas las unas apoyándose en las otras muy simétricamente y formando curva, más de trescientas onzas de oro en una sola hilera. Parecióme también que se movía onza por onza como la serpiente anillo por anillo. Pero no, no, fue tan solo ilusión de aquel momento. Las onzas no se movían. Mientras que yo me hallaba fascinada contemplando aquello y poseída de un terror pasivo, el sigiloso y austero personaje había vuelto a cogerme la mano izquierda sin grande interés aparente, y como por mero pasatiempo jugaba con mis dedos que convulsivos le opondrían sin duda alguna resistencia que le fue grata, porque gradualmente iba cobrando vida que la faltaba hasta que tocó en el exceso. Aquí solté un grito. Le pregunté quién era que tan osado me ofendía, más él asomando el labio inferior se sonrió como un relámpago y sólo dijo "J.P.L. igual a 72".
—¡Ah! No, caballero, aquí están las camisas y el dinero en mi casa.
—Y tú en la mía —me respondió sin refrenar acciones ni alterarse.
Yo di otro grito y me refugié en un rincón hecha un ovillo.
¡Ay, hijo mío! ¡qué les vale contra el tiro certero del alcotán flechado, a la tímida codorniz la floja avena ni al colorín la rama en que se esconden! Aquí D. Juan Pérez y López se puso en pie, arrojó al suelo su bonete bordado y con furor se sacudió la bata. La bata, ¡ah! La bata era de fuego y ambos faldones dieron un chasquido atronador como cohetes infernales. A este chasquido contestó fatídico el reloj del marco de oro con once ayes doloridos y tras estos lamentos cuando expiraron, la música misma aquella de mi sueño, aquella misma augusta consonancia se reprodujo a no tanto trecho de mis oídos como la oí la vez primera. Parecióme que se difundía por la estancia cada vez más clara como la aurora del alma y que su oriente lo tenía en el reloj de oro. Levanté hacia él la mirada y vi sobre el lienzo a todos aquellos arrogantes mancebos y a las galanteadas damas aquellas que antes viera voluptuosos danzando al pausado compás de la armonía. Vi el lujo y los doseles, las fuentes con aljófares, los ricos aderezos, las plumas y las estofas. Vi despierta, hijo mío, el sueño entero de la crisis de mi vida, brotado por el caño abundante de la fantasía virgen de una mujer. ¡Ay de mí! ¡a quién le fuera dado no volver los ojos! Un ruido misterioso y como de escamas llamó a mis pies, miré y encontréme con la serpiente de oro culebreando muy humilde y como deseosa de que la pisara con tal de que me advirtiera sus halagos.
Una y cien vueltas dio sin que yo fuera osada a prorrumpir ni un alarido, más ella, viendo impunidad o flaqueza, subióse deslizando por la falda hasta mi mismo seno. ¡Piedad!, exclamé, como implorando amparo del amante bastardo y vi su bata de fuego que me deslumbró y con mayor sorpresa que nunca advertí que en ella y al son incesante de la música, también bailaban los tiznados demonios una grotesca pantomima, los unos frente a frente de los otros, pareados y como si fueran juegos de tenazas. ¡Ay! ¡ay! La música arreciaba, el rumor atronaba mis oídos, la llameante bata fulguraba, mi vista se perdía confundida entre tantas multiplicadas maravillas, ¡mi alma en fin era un aroma que volaba, y mi cuerpo aún la flor de que partía! Un frío apetecible, un calor sabroso, un roce regalado sentí luego, que se me desenvolvía por el pecho para subir pausado a la garganta. Y era que la serpiente en elegantes roscas llegó hasta mis oídos, y arrojando un aliento imperceptible habló de esta manera:
—Leda, Leda, tu escondida orfandad era tu mundo, hasta que el corazón se te asomó a los ojos y me viste por las lumbreras de tu alma. Yo soy el Dios de la tierra, a quien adoran los reyes de los hombres, y por quien los hombres se humillan a sus reyes. Yo de los senos profundísimos, donde las aguas azuladas de Omán hierven y combaten, arranco la avergonzada perla para la frente de la mujer. Leda, Leda, como un punto en el vacío tu niño corazón era tu mundo, tú me viste y yo soy más grande todavía que el mundo de la creación. Sígueme, que soy también virtud de los hombres, el poder a la sociedad, el amor de las familias, la perfección de la belleza. Y yo en cambio sentaré encima de mis brillantes hombros tu hermosura. Ámame así como la piedra oriental ama al engarce, y si pierdes tu nombre, te daré títulos sonoros y magníficos que muchos han trocado por la vida. Yo soy parte hoy y mañana el todo del oro de la tierra. Ámame, ámame como te amo, adorada mía, que de placer, si me abrazaras, me derretiría en el canal que forman tus dos pechos. Ámame, ámame como te adoro, hermosa mía….
¡Oh seductora voz de la serpiente!
Sentí desfallecerse mi flaca materia, perdióse mi razón desvanecida y en un vapor densísimo vagó mi espíritu. No sé si sentí en mis labios la boca de la serpiente que besaba y sin embargo de su amorosa solicitud y encanto di un grito de dolor.
—¡Ay! ¡ay! ¡ay! Suéltame, suéltame que me devoras —parece todavía que lo siento, y en esta angustia recobré la razón y me encontré arrojada como un pañuelo ajado con las manos.
Desolada volví en torno los ojos, y de mi pasado vértigo encontré solamente como real y positivo, bastantes onzas esparcidas por el suelo y alguna que otra en mi seno que cogí y arrojé lejos de mí. El impasible D Juan Pérez y López se paseaba a lo largo del gabinete cual si nada me hubiese sucedido. De allí a un instante se arrebató las manos a la frente, dio una patada en el suelo y tiró con violencia de la campanilla. Tardaban en venir a su deseo y sacudió con mayor fuerza el tirado. Oyóse en esto un ruido como de pasos precipitados y se presentaron, la que yo creía viuda del teniente coronel Zuazo y el portero, pero venían en la forma más extravagante que jamás se haya ocurrido a nadie. El portero andaba a gatas y la viuda venía a la jineta en sus espaldas. Al verlos dijo D. Juan Pérez y López con marcado desafuero y virulencia:
—Zarandilla y Chuzón de los demonios, ¿dónde os metéis canalla que andáis torpes? Ea vivo, echad fuera a esa muchacha y traedme ropa de calle, que me voy al remate de unas fincas nacionales que fueron de los ex-frailes trinitarios.
Tanta vergüenza cayó sobre tu pobre madre que no atinaba a andar. D. Juan Pérez y López dado que hubo sus órdenes, se puso a recoger una por una las onzas que había desparramadas por la alfombra. Hízome una seña la Zarandilla y la seguí cabizbaja. Esta mujer desvergonzada espoleó al vil Chuzón y le dijo, arrea marido, y el Chuzón tomando un trotecillo respondía, mujer ya ando.
Así llegamos al portal. Yo les iba detrás y para despedirme a orillas ya del dintel, pegó el Chuzón un corcobo de cabra envuelto en un insolente par de coces al que la Zarandilla de grado o por fuerza brincó al suelo y cayó de pies. Hízome en seguida un moho ridículo y huyeron ambos por donde habían venido muy alegres. Heme tú a mi vuelta a mi buhardilla con dirección incierta, desmemoriada y pálida, a cada paso sobrecogida de espanto, volviendo la cabeza y creyéndome que D. Juan Pérez López me sorprendía de nuevo para ensayar su condenada magia. Al llegar a una esquina oí una voz muy cerca de mí que me llamaba y quedé petrificada.
—No te asustes —me dijo la voz con tono delicado e insinuante al alma—, yo te he visto cien veces sin que fuera advertido, y otras tantas intenté decirte que te amaba, pero el cobarde corazón tembló.
Fijé la atención y vi un joven absorto en contemplarme y temeroso cual si esperara oír de mi labio una sentencia severa. No supe qué responderle, y dos gruesas lágrimas surcaron mis mejillas, acaso las más amargas de mi vida.
—¡Ah! —exclamó el mancebo—, no llores por piedad. Yo te he visto también en una ventana muy alta de la calle del Dardo y me pareciste una flor perfumada de pureza, que pendía del cielo prendida a un cabello de un serafín. Yo te amo, porque si la inocencia está en la tierra, tu corazón es su altar. Yo te amo porque esas lágrimas mismas que descienden, tranquilas manan de la fuente de la castidad. Me nombro Mario Garcerán y ya conocen tus ojos y tu oído a quien hoy llama a tu sentimiento y llegará mañana acaso a pasar los umbrales de tu casa.
Mario Garcerán inclinó la cabeza y se apartó de mí. Mirábale yo alejarse como si aun estuviese bajo la influencia maravillosa del gabinete terrible y necesité apoyarme. Era Mario Garcerán un joven que contaba a la sazón veinte y dos años apenas. Todo su ademán era resuelto, de atrevida cabeza, blonda cabellera rubia, y el bozo apenas indicado sobre el labio superior. Al golpe de sus pasos respondían las lucientes espuelas que llevaba. Parecíame haber soñado aquel hombre antes de conocerle, guardaba al mismo tiempo cierta reminiscencia de haber oído su voz. Mi voluntad se había instintivamente aficionado a él en otras ocasiones, pero sin duda que el juicio no había entrado por nada y la memoria no retenía ni cuándo ni en dónde. Desapareció a lo lejos y me acometió el recuerdo de los pasados sucesos con toda la intención de Judit y la amargura de Lucrecia. ¡Ay de mí! ¡Ni el puñal de la segunda, ni el brazo vengador de la primera, ni la garganta de Olofernes, estaban a mi arbitrio en aquella edad! El tirano del oro podía vagar impune por esta nueva Vetulia esclava, degradada Roma. Aquello fue sólo un rapto de ira femenil, que huyendo pronto me postró en la tristeza más profunda. Cabizbaja y llorosa llegué a mi quinto piso, abrí la puerta y ¡oh dolor!, hijo mío, mi madre se revolcaba accidentada por el suelo, ¡jamás, jamás! ¡Las palabras no alcanzan donde raya el dolor de un solo empuje!
Al día siguiente estaba yo reclinada en la almohada sobre que dormía mi doliente madre y llamaron fuera. Salí a ver quien fuese, entró Garcerán y se despertó mi madre. La decaída anciana apenas lo sintió hablar, que olvidando sus dolores se sonrió con una sonrisa inefable. Explicó Mario el motivo de su visita y mi madre alabó a Dios y nos dijo:
—Mirad, hijos míos, hace un instante que mi alma había abandonado el cuerpo como la llama al pabilo, pero mi alma dejaba un destello de sí misma sobre la tierra y le penaba abandonarlo sin guía y para que divagara por el caos. Era forzoso remontar el vuelo y la aflicción plegaba las luminosas alas de mi alma. El mandato de Dios y el apego de las criaturas al mundo que conocemos, forman la agonía de la muerte. En este estado un soplo del señor sobre mi ser entero, volvió la vida a su cárcel y con los ojos del fervoroso espíritu, vi su dedo omnipotente que señalaba hacia allá por donde llegaste tú a interrumpir mi sueño. La bendición de Dios sobre sus hijos y sobre vosotros la de la madre ciega y moribunda.
Alargó mi santa madre sus desmedrados brazos, e incorporándose apenas en el lecho reposó cada una de sus manos sobre nuestras cabezas, abrió los ojos claros y serenos, dijo que nos veía, y entreabiertos los labios y risueños luego reclinó la frente y tendió el cuerpo para dar libre paso al alma justa. Expiró. No sé cuales fueron las muestras de mi pesar. Me acuerdo sólo que perdí el sentido y al volver de un letargo me hallé en un sitio extraño para mí, rodeada de gentes desconocidas y solícitas. Dijéronme luego que Mario Garcerán me había dejado en poder de una honrada familia, como un depósito sagrado para hacerme su esposa luego de transcurrido cierto tiempo. Así era la verdad, vino Garcerán al poco rato y me habló lleno de ternura en presencia de un anciano de la casa. A punto estuve de arrodillarme a sus pies y contarle mi vida como lo he hecho contigo, Leoncio mío, pero el no verlo nunca a solas, fue la causa que contuvo mi noble resolución y he aquí también el motivo de nuestra común desgracia.
A los dos meses contados desde el fallecimiento de mi madre, Garcerán se casó conmigo. Transcurridos unos cuantos días llamó la Zarandilla a mi puerta. Me habló y traía una amenaza mortal. Yo azorada le regalé dinero para que se fuese, callara y no volviera. Garcerán nos encontró hablando y pasó de largo. Al poco tiempo, tanto amor como nos teníamos y la paz que reinaba en nuestra casa había desaparecido todo por parte de Garcerán. En el lecho mi sueño era interrumpido para oír un suspiro o una maldición. En la mesa mi pan iba mojado con lágrimas que las movía una mirada recelosa. Yo me sentía indispuesta cada vez más. La soledad en que me dejaba mi marido, lo mucho que yo le quería y la falta de sus caricias conspiraban en mi sentir a esta enfermedad continuada, lenta y que entorpecía mis miembros. Así, hijo mío, transcurrieron siete meses, y al cabo de ellos. Te dejé en el mundo. ¡Ah! ¡si el libro de todos los héroes pudiera escribirse! ¡El heroísmo de abnegación pertenece a las mujeres, y el cúmulo de sus sublimes coronas de martirio, ahogaría las palmas y los ambiciosos laureles, de esos hombres que los historiadores dibujan y los poetas iluminan o encienden! Te dejé en el mundo, hijo mío, con el solo dolor de no abrazarte, porque cuando aún mi corazón vivía para ti, mis brazos ya estaban muertos.
A este punto de su relato llegaba el ánima de mi madre, cuando oímos unas como voces perdidas a lo lejos. Yo no las entendí, pero ella desembarazándose de mí, se quedó tan chiquitita que tuve que buscarla, y por la lucecilla que arrojaba la encontré y vi que era del tamaño de una liebre empinada. Me eché en el suelo para besarle el rostro y entonces muy quedito me dijo al oído izquiero:
—Por ahí viene tu padre que se volvió loco hace veinte años. A ti te busca y yo le temo tanto que me voy. No le digas nunca que me has visto ni le cuentes nada de lo que de mí sabes porque no te creería. La duda sólo le tiene trastornado el juicio. Juzga tú qué no le haría la certeza si Dios no hubiera dispuesto que los hombres dudaran hasta de lo que ven. Ya, ya viene, amor mío, alma de mi alma. Perdóname que soy tan inocente como la paloma que se encuentra en las garras del gavilán.
En efecto, mi padre estaba ya encima. El ánima de mi madre se consumió en sí misma o se sumió por los poros de las losas como el agua en la arena. Las voces de mi padre eran desaforadas.
—Satanás, vuélveme mi hijo —iba gritando.
Y con gigantes desconcertados pasos, a trancos daba a veces con las manos en el suelo. Llevaba caída de hombros y arrastrando la capa de hielo aquella que me caló los tuétanos. Y más de veinte perros callejeros ladrándole a la zaga y acosándole por detrás, lo traían a mal traer y la capa se la tenían hecha jirones. A pesar del mucho castigo que desde chiquito me tiene apocado el ánimo, corrí en su ayuda y sacudiendo pedradas a los perros, logré ahuyentarlos. Me columbró mi padre mientras que yo aún me las había con los maldecidos canes, y viniéndose por detrás se me echó a cuestas agarrándome mucho y muy creído que me rescataba de las uñas de Barrabás. Me le cargué a las espaldas lo más acomodadamente que me fue posible y aquí caigo, allí tropiezo, más allá me reposo y con impaciencia, logré volverlo a casa y lo tendí en la cama sin separarme de su lado, hasta muy de mañanita que es la hora en que de ordinario se encaja de rondón alcoba adentro, cierto jorobadillo barbudo, chascando un látigo y echando fieros y blasfemias por la boca. Mi padre salta entonces de la cama sin remedio, baila el pelado al son de la fusta y a revueltas el uno con el otro bajan pegando brincos la escalera para irse juntos, yo no sé dónde ni a qué.
Antonio Ros de Olano (1808-1886)
Relatos góticos. I Relatos de Antonio Ros de Olano.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Antonio Ros de Olano: El ánima de mi madre (El ánima de mi madre), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Disculpa pero no entendí bien el final podrías explicármelo por favor?
Publicar un comentario