Afortunado en el juego: (segunda parte) E.T.A. Hoffmann

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Afortunado en el Juego.
Segunda parte.

Trabajo les costó a los médicos salvarme, pero mi enfermedad fue larga y penosa. Mi mujer me cuidó, me consoló y me sostuvo cuando mi ánimo estaba a punto de perecer, pero cuando mi curación fue total, me sentí aún penetrado de un sentimiento que cada vez se apoderaba más de mí y que hasta entonces no había conocido. Al jugador le son ajenos todos los afectos humanos, de tal modo que yo no sabía siquiera lo que era el amor y la tierna adhesión de una mujer amante. Los remordimientos destrozaban mi alma cuando consideraba qué ingrato había sido mi corazón contra mi esposa, al pensar en la vida criminal que le había ofrecido. Yo veía aparecer a todos los fantasmas vengadores, cuya felicidad y existencia había destruido con una atroz indiferencia, y oía cómo sus voces roncas y sepulcrales me reprochaban las calamidades y culpas innumerables de que había sido yo la causa. ¡Sólo mi mujer lograba, entonces, calmar mi indecible desesperación y desterrar el horror que me sobrecogía!... Hice la promesa de no volver a tocar nunca más una carta. Me retiré, y librándome de los lazos que me retenían, y resistiendo los ruegos de mis croupiers, que no querían renunciar a mí y a mi fortuna, compré cerca de Roma una pequeña casa de campo, lugar al que huí con mi mujer, ya completamente curado. ¡Ay, sólo un año pude gozar de la felicidad, de la paz y de la calma, que había ignorado siempre!

Mi mujer me dio una hija y murió pocas semanas después. Presa de la desesperación, acusé al cielo y me maldije a mí mismo y a mi infame vida, de la que se vengaba el poder eterno, arrebatándome a mi mujer, el único ser que me había salvado, y en quien había hallado consuelo y esperanza. Como el criminal que teme el horror de la soledad, me sentí instigado a dejar la casa de campo y venirme a París. Ángela estaba floreciente y era el vivo retrato de su madre, yo la adoraba, por ella quise no sólo conservar mi fortuna, sino aumentarla. Es cierto que he prestado dinero a un alto interés, pero es una infame calumnia el acusarme de ser un usurero fraudulento. ¿Quiénes son los que me acusan de esto? Unos jóvenes locos, que me molestan de continuo, para que les preste una cantidad, que en cuanto la obtienen la malgastan como algo sin valor.

Pero este dinero no es mío, es de mi hija, y yo soy únicamente el administrador de sus bienes, lo que hago con absoluta seriedad. No hace mucho que salvé a un joven de la ruina y de la infamia, prestándole una suma considerable. No pronuncié una sílaba para exigirle la restitución, pues sabía que era muy pobre y que tardaría en cobrar su herencia. Cuando llegó el caso, reclamé la restitución de la deuda. ¿Queréis creerme, caballero, que aquel malvado, que me debía su existencia, se atrevió a negarme la deuda y me trató de miserable avaro cuando judicialmente le exigí que me pagase?... Muchos otros rasgos semejantes podría contarle que me han endurecido y hecho insensible para la prodigalidad y la bajeza. ¡Aún más! Podría decirle a usted que más de una vez he secado lágrimas, y que muchas oraciones por mí y por mi Ángela han subido al cielo, pero todo esto lo consideraría usted como falsa palabrería y alarde, y además no haríais caso alguno, ¡porque usted también es un jugador!

Creí haber apaciguado a los poderes divinos, ¡vana ilusión!, puesto que le fue permitido a Satanás que me tentase más funestamente que nunca. ¡Oí hablar de vuestra suerte, caballero! Todos los días sabía que este o aquel jugador se había convertido en un mendigo apostando en vuestra banca, entonces tuve la idea de probar la suerte en el juego, que nunca me había abandonado, apostando contra la vuestra, para poner un término a vuestras ganancias. Desde entonces esta idea, que no podía proceder sino de una extraña locura, no me dio tregua ni descanso. Así es como me dirigí a vuestra banca, y así fue como me cegué por esta horrible fascinación, hasta que mi fortuna..., mejor dicho la de Ángela, pasó a manos de usted. ¡Ahora todo se acabó! ¿Permitirá usted que mi hija se lleve sus vestidos?

—El guardarropa de vuestra hija no me pertenece —contestó el caballero—. También puede usted llevarse las camas y los muebles que necesite. ¿Qué quiere usted que haga yo con todos estos trastos? Pero tenga usted cuidado de que no se lleven ninguno de los objetos de valor que me pertenezcan.
El viejo Vertua miró fijamente durante un par de segundos al caballero; luego un torrente de lágrimas inundó su rostro y anonadado por el dolor y la desesperación cayó de rodillas a sus pies, exclamando, con las manos cruzadas, suplicante:
—¡Caballero, si aún le queda a usted algún sentimiento de humanidad en el corazón..., apiádese..., tenga piedad!... No de mí, sino de mi hija, de mi Ángela, de este ángel inocente a quien precipita usted a la miseria. ¡Oh, compadézcase usted de ella! ¡Préstele usted a ella, a mi Ángela, la vigésima parte de sus bienes, de los que usted le ha despojado! ¡Oh, estoy seguro de que os compadeceréis!... ¡Oh, Ángela, hija mía!
Y en diciendo esto, el anciano sollozaba, lloraba e invocaba con voz desesperada el nombre de su hija.
—Esta escena teatral de mal gusto empieza a aburrirme —dijo el caballero, indiferente y enojado, y en aquel instante se abrió la puerta y una joven se precipitó vestida con un peinador blanco, con los cabellos sueltos, reflejada la muerte en su semblante, dirigiéndose hacia el viejo Vertua, al que levantó y abrazó, exclamando:
—¡Oh, padre mío..., padre mío..., lo he oído todo..., todo...! ¿Que lo ha perdido usted todo?... ¿No tenéis, acaso, a vuestra Ángela? ¿Para qué necesitamos los bienes y el dinero? ¿Acaso Ángela no sabría cuidar de usted y alimentarle?

Oh, padre mío, no se envilezca usted más ante este monstruo despreciable. ¡No somos nosotros, es él quien queda pobre y miserable, en medio de sus vanas riquezas, porque permanece en un abandono cruel e inconsolable, sin un corazón amante en toda la tierra que pueda apretarle contra su pecho y en el que pueda confiarse cuando desespere de la vida! ¡Venga usted, padre mío..., abandonemos esta casa, apresurémonos a huir para que este hombre abominable no pueda cebarse en su desesperación!

Vertua cayó casi desmayado en un sillón, Ángela se arrodilló a sus pies, le cogió las manos y se las cubrió de besos, le acarició, enumerando al mismo tiempo, con infantil prolijidad, todos sus méritos y conocimientos, con los que pensaba alimentar a su padre, suplicándole con ardientes lágrimas que desterrase toda pena, ya que ahora la vida tendría a sus ojos su verdadero precio, pues en vez de dedicarse al placer, la consagraría a su padre, dedicándose a coser, a cantar y a tocar la guitarra. ¿Qué pecador endurecido hubiera podido permanecer indiferente al contemplar a Ángela resplandeciente con celestial belleza, y al oírle consolar a su padre con voz dulce y celestial, y al ver el amor más puro que manaba de lo profundo de su corazón, así como la virtud más inocente? Así le sucedió al caballero; sintióse presa de remordimientos y angustias infernales. Ángela se le apareció como un ángel divino exterminador, que con su brillo despejaba el velo de niebla que hasta ahora le había ofuscado, y vio con toda claridad su mezquina y hedionda desnudez.

Así es que del fondo de aquel infierno, cuyas llamas ardían en el interior del caballero, brotaba un rayo puro y brillante que semejaba el resplandor y la beatitud celeste, pero el brillo de esta luz hacía aún más espantosa su pena indecible. El caballero, hasta ahora, nunca había amado. En el momento en que vio a Ángela, sintió una pasión irresistible, y al mismo tiempo le sobrecogió un dolor tan grande que le sumió en absoluto desaliento. ¿Acaso podía esperar algo el hombre que se había presentado con el carácter del caballero ante aquella hija del cielo, ante la pura y la maravillosa Ángela?

El caballero quiso hablar, pero no pudo hacerlo, fue como si un repentino calambre hubiera detenido su lengua. Por fin, haciendo un esfuerzo para rehacerse, balbuceó tembloroso:
—Signor Vertua..., oiga usted..., yo no le he ganado a usted nada..., absolutamente nada..., aquí está mi cajita..., suya es... ¡No basta!... Aún le debo a usted más..., yo estoy en deuda con usted... Tome usted..., tome...
—Oh, hija mía —exclamó Vertua, pero Ángela se levantó y dirigiéndose al caballero le miró con una mirada orgullosa y le dijo con acento tranquilo y severo:
—Caballero, sepa usted que hay algo que vale más que el oro y las riquezas: ¡los sentimientos que le son a usted desconocidos; pero que alivian nuestras almas con un consuelo celestial y que nos hacen rechazar sus ofrecimientos y sus regalos con desprecio! ¡Guarde usted las riquezas de Mammon, sobre las que pesa la maldición fatal que le perseguirá como el jugador réprobo y desalmado!
—¡Sí! —exclama el caballero fuera de sí, con mirada salvaje y con acento terrible—. Sí, maldito..., yo quiero ser maldito y precipitado en lo más profundo de los infiernos, si jamás esta mano llega a tocar un solo naipe!... Y si después de esto usted, Ángela, me rechaza de su lado, usted será quien causará mi inevitable pérdida... ¡Oh, no sabéis nada..., no podéis comprenderme..., me tendríais por loco!... Pero ya lo verá usted, y me creerá cuando me vea tendido a sus pies, levantada la tapa de los sesos... ¡Ángela! ¡De usted depende mi vida o mi muerte!... ¡Adiós!

En diciendo esto, el caballero se precipitó fuera del aposento, presa de la mayor desesperación. Vertua había adivinado lo que sucedía en su interior, y trataba de hacer comprender a la bella Ángela que determinadas circunstancias podían hacer necesario aceptar la dádiva del caballero. Ángela se mostró horrorizada al oír a su padre. No podía comprender cómo jamás el caballero pudiese alcanzar otra cosa que su desprecio. Pero el destino que guía los corazones, sin ellos mismos saberlo, y a veces contra su voluntad, dio por resultado algo enteramente contrario a todas las previsiones. Al caballero le pareció como si de repente hubiese salido de un horrible sueño; veíase al borde del abismo infernal, y en vano tendía los brazos hacia la figura celestial y radiante que se le había aparecido no para salvarle..., ¡no!, sino para recordarle su condenación.

Para asombro de todo París, desapareció la banca de la casa de juego del caballero de Menars, y como no se le volviese a ver más, corrieron los más extraños e infundados rumores. El caballero evitaba toda sociedad, pues su amor se manifestaba como un pesar sombrío y profundo. Sucedió un día que paseando taciturno por los jardines de la Malmaison, se encontró al viejo Vertua con su hija... Ángela, que siempre pensó que la vista del caballero sólo le podía inspirar horror y desprecio, se sintió singularmente conmovida cuando vio ante sí al caballero pálido como un muerto, confuso, en una actitud respetuosa, apenas atreviéndose a levantar los ojos del suelo. Ángela sabía muy bien que el caballero desde aquella noche fatal había renunciado al juego, y que había cambiado completamente su modo de vida. Ella, ella sola había obrado esto, había salvado al caballero de la perdición. ¿Qué podía lisonjear más su vanidad de mujer?

Sucedió, pues, que cuando Vertua y el caballero hubieron intercambiado sus saludos, Ángela le preguntó con el tono de una suave y benéfica compasión:
—¿Qué le sucede a usted, caballero de Menars, se encuentra usted enfermo? En verdad que debería usted procurarse un médico.
Hay que imaginar que las palabras de Ángela iluminaron al caballero como una consoladora esperanza. En el mismo instante se transformó. Irguió la cabeza y de sus labios manó aquella apasionada locuacidad, que anteriormente arrastraba todos los corazones. Vertua le recordó que fuese a tomar posesión de la casa que había ganado.
—¡Sí —dijo el caballero entusiasmado—, sí, signor Vertua, iré! Mañana iré a su casa, pero permitidme que no nos pongamos acordes tan pronto en las condiciones, cuando se necesitan tantos meses para un acto semejante.
—Está bien, caballero —repuso Vertua sonriendo—, creo que con el tiempo podremos hablar de otras cosas que ahora están muy lejos de nuestra mente.

Como es de suponer, el caballero, muy consolado, recuperó la amabilidad que le caracterizaba, antes de que fuera presa de la pasión ruinosa y desordenada. Hizo muy frecuentes visitas a casa de Vertua, y Ángela parecía cada vez más inclinada hacia aquel ser del que se consideraba ángel tutelar, hasta que, por fin, convencida de que le amaba, le prometió su mano, con gran alegría del viejo Vertua, quien desde aquel momento juzgó ya como terminado el asunto de su fortuna perdida contra el caballero. Ángela, la feliz prometida del caballero de Menars, se encontraba un día sentada frente a la ventana, sumida en mil pensamientos amorosos, llenos de felicidad, como suelen ser frecuentes en los que se van a desposar, pero he aquí que acertó a pasar delante de ella un regimiento de cazadores tocando sus alegres trompetas, que marchaba para la campaña de España. Ángela contemplaba con piedad aquella gente destinada a ser víctima de aquella funesta guerra, cuando he aquí que un joven, volviendo con viveza las riendas de su caballo, lanzó una rápida mirada a Ángela, que cayó desmayada en su silla.

¡Ay!, el cazador que marchaba también a una muerte cierta no era otro que el joven Duvernet, el hijo del vecino, el compañero de su infancia, que venía a verla casi todos los días, hasta que dejó de hacerlo cuando apareció el caballero de Menars. En la mirada quejosa del joven, donde se leía la sentencia de su muerte, Ángela se dio cuenta por primera vez no sólo de cuánto la había amado, sino de que también ella misma, sin saberlo, le amaba, y que sólo había sido deslumbrada y fascinada por la seducción que se desprendía del caballero. Fue entonces cuando comprendió los tímidos suspiros del joven, sus atenciones silenciosas y sin pretensión alguna, y entonces únicamente comprendió su verdadera inclinación y las palpitaciones de su corazón cuando llegaba Duvernet y cuando oía su voz.

—¡ Ya es muy tarde..., está perdido para mí! —se dijo Ángela en su interior. Y tuvo el valor de luchar contra el penoso sentimiento que la desgarraba, y la energía de su voluntad la sacó vencedora.
Sin embargo, no dejó de percibir la penetrante mirada del caballero que algo había sucedido, pero poseía demasiada delicadeza para procurar descubrir un secreto que Ángela creía deberle ocultar, y se contentó, para conjurar el poder de la fuerza amenazadora, con apresurar la ceremonia de su matrimonio, cuya celebración llevó a cabo con mucho tacto y con gran consideración por el estado y la situación en que se encontraba su bella prometida, de tal modo que ésta no pudo por menos de apreciar la perfecta amabilidad del esposo. El caballero dispensó a Ángela toda clase de atenciones, satisfaciendo hasta sus menores deseos y haciéndola objeto de su mayor consideración, así como de su amor más puro, y logró que el recuerdo de Duvernet se borrase por completo de su mente.

La primera nube que enturbió su felicidad fue la enfermedad y la muerte del viejo Vertua. Desde aquella noche en que había perdido todos sus bienes en la banca del caballero, Vertua no había vuelto a tocar siquiera un naipe; pero en los últimos momentos de su vida el juego parecía absorber exclusivamente todas sus facultades. Mientras el sacerdote que había venido para darle en los últimos momentos el consuelo de la religión le hablaba de cosas espirituales, el anciano, acostado y con los ojos cerrados, murmuraba entre dientes: "Perd... gagne...", al tiempo que con sus manos temblorosas por las convulsiones de la agonía hacía los movimientos de barajar, cortar y tirar los naipes. En vano Ángela y el caballero se inclinaban hacia él, le llenaban con los nombres más tiernos, pues parecía no oírles. Con un profundo suspiro, "gagne", exhaló su último aliento.
»En medio de su profundo dolor, Ángela no pudo impedir sentir un estremecimiento de terror, al pensar en aquella siniestra muerte. La imagen de aquella espantosa noche, en que vio por primera vez al caballero bajo el aspecto de un jugador enfurecido y frenético, acudió de nuevo ante sus ojos, y le inspiró la idea de que quizá el caballero se quitaría la máscara de ángel para presentársele con sus verdaderos rasgos de demonio y recobrar su anterior vida. Pronto, en verdad, los presentimientos de Ángela se realizaron.

Aunque al caballero le había aterrorizado el género de muerte del viejo Francesco Vertua, que despreciando en las ansias de la muerte los socorros de la Iglesia persistía en la idea de su antigua vida pecadora, sin embargo, sin saber cómo sucedió, volvió a sentir la pasión del juego más viva que nunca, de tal modo que cada noche soñaba estar sentado en la banca recogiendo nuevas riquezas. Así como Ángela, embargada por el recuerdo de la primera aparición del caballero, se mostraba retraída en su actitud, llena de amor y de confianza, que le eran familiares respecto a su marido, en el alma del caballero también penetró la desconfianza hacia Ángela, cuyo retraimiento y reserva atribuía a aquel secreto que le había ocultado. Esta desconfianza engendró el descontento y el mal humor, que se hicieron manifiestos con frecuencia, y ofendieron a Ángela. Por un singular efecto psíquico simultáneo, Ángela sintió reanimarse en su corazón la imagen del infeliz Duvernet, y con ella el sentimiento penoso de aquel amor destruido para siempre que había florecido en su juvenil corazón.

Finalmente, la incomprensión entre los esposos fue creciendo de tal modo que el caballero, aburrido de la sencillez de su vida, hallándola insípida, sintió deseos ardientes de volverse a presentar en el mundo. La mala estrella del caballero comenzó a reinar entonces. Lo que había empezado como fastidio y cansancio interior fue acabado por un malvado que en otro tiempo había sido croupier en la banca del caballero, quien, cediendo a sus pérfidas insinuaciones, acabó por encontrar su conducta pueril y ridícula. No podía comprender cómo por culpa de una mujer había podido abandonar un mundo que le parecía la única cosa digna de ser vivida.

Poco tiempo después, la banca del caballero de Menars brillaba por el oro más que nunca. La suerte no le había abandonado, las víctimas se sucedían una tras otra y las riquezas se amontonaban en su mesa. Pero rota, destruida y aniquilada, de mala manera, la felicidad de Ángela podía compararse a un corto y hermoso sueño. El caballero la trataba ahora con indiferencia, ¡incluso con desprecio! A veces pasaban semanas y meses enteros sin que siquiera se viesen; un viejo mayordomo se ocupaba de los asuntos de la casa y los criados eran reemplazados según el humor del caballero, de tal modo que Ángela, como una extranjera en su casa, no hallaba en ninguna parte el menor consuelo. A menudo, cuando en sus noches de insomnio oía detenerse ante la puerta el coche del caballero, y oía cómo mandaba sacar la pesada caja con palabras secas y duras, y luego oía cómo se cerraba la puerta de su alejado aposento, entonces manaba de sus ojos un torrente de lágrimas, y en su profunda pena pronunciaba más de cien veces el nombre de Duvernet, suplicando a la Providencia que pusiese fin a su existencia, llena de tantos pesares.

Sucedió, un día, que un joven de buena familia, después de haber perdido todos sus bienes en la banca del caballero, se mató, disparándose un tiro en la sien, en la misma sala de juego, de modo que sus sesos y su sangre salpicaron a los jugadores, que retrocedieron horrorizados. Sólo el caballero conservó su sangre fría, y viendo que todos se iban a marchar, preguntó si se debía dejar el juego sólo porque un loco no hubiera sabido guardar las reglas ni dominar sus impulsos. El suceso causó gran sensación. Y la conducta inconcebible del caballero indignó hasta a los jugadores más empedernidos. Todos se volvieron contra él. La policía suprimió la banca. Se le acusaba de hacer falso juego, y su inaudita suerte justificaba la verdad de estas acusaciones. No pudo demostrar su inocencia, de modo que la multa que tuvo que sufrir le arrebató una gran parte de sus riquezas. Viose insultado y despreciado; y fue entonces cuando volvió a los brazos de su mujer que, a pesar de sus malos tratos, volvió a acoger al pecador arrepentido, pues el recuerdo de su padre, que había abjurado de los errores del juego, le dejaba entrever un rayo de esperanza, y la edad madura del caballero era un motivo más para creer en una posible conversión.

El caballero con su mujer abandonó París y se estableció en Génova, lugar donde había nacido Ángela. En los primeros tiempos el caballero hizo una vida bastante retirada. Trató en vano de restablecer aquellas tranquilas relaciones hogareñas del pasado con Ángela, que su mal demonio había destruido. No pasó mucho tiempo sin que una interior inquietud le llevase en busca de distracciones. Su mala reputación le había seguido desde París a Génova; a pesar de la irresistible tentación que tenía de volver a poner banca, no se atrevió a hacerlo... Por esta época, la banca más rica de Génova la tenía un coronel francés, que se había retirado del servicio a causa de heridas muy graves. Con envidia y odio a la vez, se presentó el caballero ante esta banca, pensando que su acostumbrada buena suerte le acompañaría y vencería a su rival.

El coronel saludó al caballero con alegría, y le dijo que desde aquel instante la lucha tendría más valor, ya que la participación del afortunado caballero de Menars haría que el juego fuese más interesante. En efecto, los naipes le fueron favorables al caballero en los primeros cortes. Pero confiando en su invencible suerte, "Va banque", y en un momento perdió una cantidad muy considerable. El coronel, que solía permanecer impasible tanto en su buena como en su mala fortuna, recogió el dinero del de Menars dando muestras de una excesiva alegría.

Desde aquel instante se eclipsó la suerte del caballero. Jugaba cada noche y cada noche perdía, hasta que todos sus bienes se consumieron y únicamente le quedaron dos mil ducados en letras de cambio. El caballero se pasó todo el día corriendo de un lado para otro para poder vender este papel, siendo ya muy tarde cuando volvió a su casa; llegada la noche, cuando ya se disponía a salir con las últimas monedas de oro en el bolsillo, Ángela le salió al encuentro, pues presentía lo que iba a suceder, y bañada en lágrimas, echándose a sus pies, le suplicó por la Virgen y todos los santos celestiales que renunciase a esta funesta empresa que les precipitaría en la ruina.

El caballero la levantó, la abrazó dolorosamente enternecido y le dijo con voz sofocada:
—¡Ángela, mi querida Ángela! No puedo remediarlo, es menester que siga mi destino. ¡Pero mañana..., mañana habrán cesado todas tus penas, pues te juro por el supremo poder que nos gobierna que hoy será la última noche que juegue!... Tranquilízate, mi dulce amiga..., duerme..., sueña en los días felices, en una vida más dichosa que pronto gozarás..., ¡y esto me traerá la suerte!

En diciendo estas palabras, el caballero besó a su esposa y salió precipitadamente.
En dos cortes el caballero perdió todo,... todo. Permaneció inmóvil junto al coronel, con la mirada fija, como estupefacto, sobre la mesa de juego.
—¿No apuesta usted más, caballero? —preguntó el coronel, barajando para el próximo corte.
—Lo he perdido todo —respondió el caballero, intentando permanecer tranquilo.
—¿Es que ya no le queda a usted nada? —preguntó el coronel al corte siguiente.
—¡Soy un mendigo! —exclamó el caballero con voz temblorosa, en la que denotaba la rabia y su dolor, siempre con la vista fija en la mesa de juego, y sin darse cuenta de que los jugadores iban sacando ventaja al banquero.
El coronel volvió a jugar tranquilamente.
—Sin embargo, tiene usted una mujer muy hermosa —dijo en voz baja el coronel, sin mirar al caballero, barajando los naipes para otro corte.
—¿Qué ha querido usted decir con esto? —exclamó el caballero, enojado.
El coronel siguió su juego, sin contestar al caballero.
—¡Diez mil ducados! ¡O... Ángela! —dijo el coronel medio vuelto de espaldas, mientras daba a cortar las cartas.
—¡Está usted loco! —exclamó el caballero, quien, sin embargo, habiendo recobrado su sangre fría, se dio cuenta de que el coronel perdía continuamente.
—Veinte mil ducados contra Ángela —dijo el coronel en voz baja, cesando por un momento de barajar.
El caballero permaneció silencioso, el coronel siguió jugando y casi todas las cartas le fueron contrarias.
—¡Vale! —dijo el caballero al oído del coronel, cuando éste empezaba de nuevo un corte y puso la sota en la mesa de juego.
Al primer golpe, ya había perdido la sota.
Se hizo atrás el caballero, rechinando los dientes, y fue a apoyarse en una ventana, con la desesperación y la muerte impresa en su semblante.
Terminó el juego, y el coronel se acercó al caballero, y burlonamente le dijo:
—Bien, ¿y ahora?
—¡Ah! —exclamó el caballero fuera de sí—. Usted me ha convertido en un mendigo; pero será menester que usted esté loco para suponer que me ha podido ganar a mi mujer. ¿Estamos acaso en las islas de las colonias? ¿Es acaso mi mujer una esclava, sujeta a la vana arbitrariedad de un dueño infame que puede venderla o jugársela? Sin embargo, efectivamente, hubiera usted tenido que pagarme veinte mil ducados si la sota hubiera ganado, por lo tanto, carezco del más mínimo derecho de oponerme si mi mujer quiere dejarme para seguirle a usted. ¡Venga usted conmigo, y verá que mi mujer le rechaza horrorizada, y con desesperación, ya que en el caso de tener que seguirle sería una amante sin honor!
—Usted será quien se desespere, sí, usted mismo, caballero —repuso el coronel con acento sardónico—, cuando Ángela le abandone, pues es usted un hombre vicioso y perdido que ha ocasionado su desgracia... ¡Desespérese usted cuando la vea arrojarse en mis brazos, y cuando sepa usted la consagración de nuestro enlace, y la felicidad que coronará nuestros mejores deseos! ¡Usted me considera loco!... ¡Oh!, caballero, yo únicamente quería ganar el derecho de imponer a usted mis pretensiones, pues, ¡ah!, yo sé que su mujer me ama a mí, y que me ama apasionadamente..., ¡sabed que yo soy Duvernet, el hijo del vecino, que se crió con Ángela, unido a ella por un ardiente amor, y separado de ella por vuestras satánicas seducciones!
"¡Ah! Sólo cuando mi marcha al ejército se dio cuenta Ángela de lo que yo significaba para ella, y cuando yo lo supe, ¡era ya tarde! ¡Un espíritu maléfico me inspiró la idea de que lograría arruinarle a usted en el juego..., le seguí a usted hasta Génova y ya lo he logrado!... ¡ Ahora vayamos a ver a su mujer!...
El caballero permaneció como anonadado, como si mil rayos ardientes le hubieran herido. Finalmente se le había revelado aquel secreto fatal, y entonces comprendió cuan desgraciada había hecho a la pobre Ángela.
—Ángela, mi mujer, decidirá —dijo con voz sorda el caballero, y siguió al coronel, que se precipitó a acompañarle.
Cuando entraron en la casa, y el coronel fue a poner la mano en el picaporte del aposento de Ángela, el caballero le rechazó con fuerza y le dijo:
—Mi mujer está durmiendo, ¿quiere usted turbar su apacible sueño?
—Hum —repuso el coronel—. ¿Acaso Ángela ha gozado un momento de descanso desde que usted le ha hecho padecer tan innumerables angustias?
El coronel se disponía ya a entrar cuando el caballero, postrándose a sus pies, exclamó con cruel desesperación:
—¡Tenga usted misericordia! ¡Ya que me ha reducido usted a la mendicidad, al menos déjeme usted mi mujer!
—También estaba así el viejo Vertua ante usted, hombre perverso e insensible, sin que hubiese podido enternecer su corazón de piedra. ¡Sufra usted, pues, la venganza del cielo!
Así habló el coronel, y de nuevo encaminó sus pasos hacia el aposento de Ángela.
El caballero se abalanzó hacia la puerta, la abrió, corrió las cortinas, exclamando:
—¡Ángela, Ángela! —inclinóse hacia ella, le tomó una mano, y quedándose de repente como paralizado, exclamó con voz terrible—: ¡Mire usted!... ¡Ha ganado el cadáver de mi mujer!
Aterrado, el coronel se acercó a la cama..., ninguna señal de vida... Ángela estaba muerta..., muerta...
Entonces el coronel levantó el puño cerrado contra el cielo, lanzó un sordo aullido y se precipitó fuera de la casa. ¡Jamás se supo nada de él!

Así terminó el desconocido su relato, y abandonó la banca de la sala de juego antes de que el barón, profundamente impresionado, pudiera decir algo. Pocos días después se encontraron al desconocido en su habitación, víctima de una apoplejía. Permaneció sin habla hasta el momento de su muerte, que tuvo lugar pocas horas después. Por sus papeles supieron que, a pesar de que hasta entonces se había dado a conocer con el nombre de Baudasson, no era otro sino aquel infeliz caballero de Menars.

El barón comprendió que esto era una señal del cielo, ya que cuando estaba al borde del abismo le había puesto al caballero de Menars en su camino para salvarle, y prometió resistir todas las añagazas de la engañosa fortuna en el juego. Hasta ahora ha cumplido su palabra.

E.T.A. Hoffmann (1776-1822)




Más relatos de E.T.A. Hoffmann. I Relatos góticos. I Relatos fantásticos. I Relatos de terror.

5 comentarios:

blade hunt dijo...

lo que hace la avricia en manos del deseo ciego por concedir a la suerte en vuestras manos, que yasieron y la perdida y en la vana respuesta de vuestros sentidos.

andrea carolina reales suarez dijo...

Adicción que pone en riesgo la calidad de vida integral, personal, familiar, laboral y social de quienes la padecen y olvidan que el juego debe ser una actividad divertida y no angustiante

Unknown dijo...

A mi se me hizo romántica la historia. Como para una película. O Telenovela jaja

Enkidu dijo...

Muy buen relato

Pepe Mordor dijo...

Muy bueno pero no es de terror en absoluto



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