«La nave abandonada»: W.H. Hodgson; relato y análisis.
La nave abandonada (The Derelict) es un relato de terror del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1918), publicado en la edición del 1 de diciembre de 1912 de la revista The Red Magazine, y posteriormente en la antología de 1914: Hombres de aguas profundas (Men of the Deep Waters).
La nave abandonada, uno de los mejores relatos de W.H. Hodgson, narra la historia de un viejo médico de a bordo, quien además de intentar probar su curiosa visión de lo sobrenatural, también relata los extraños e inquietantes acontecimientos ocurridos algunos años atrás, durante el abordaje de una nave abandonada en el océano.
En este contexto, La nave abandonada es uno de los grandes cuentos de terror del mar de W.H. Hodgson. En cierta manera, el aterrador pseudópodo que aparece en la cubierta de aquel barco se anticipa a las criaturas imposibles de H.P. Lovecraft y sus Mitos de Cthulhu.
La nave abandonada.
The Derelict; William Hope Hodgson (1877-1918)
—Es el material —dijo el viejo médico de a bordo—. Más las condiciones y, quizás un tercer factor. Sí, un tercer factor, aunque habría que ver, habría que ver.
Interrumpió su frase y empezó a cargar la pipa.
—Siga, doctor —dijimos, alentándolo.
Estábamos en el salón de fumar del San-a-lea, viajando por el Atlántico Norte; el doctor era todo un personaje. Encendió la pipa; se acomodó y empezó a explicarse:
—El material es el medio de expresión de la fuerza de la vida, el punto de apoyo, en cuya ausencia es incapaz de expresarse o, en realidad, de expresarse en cualquier forma inteligible para nosotros. El papel del material en la producción de eso que llamamos Vida es tan poderoso y la fuerza de la vida está tan ansiosa de expresarse que estoy convencido de que, dadas las condiciones correctas, ésta se manifiesta incluso a través de un medio tan poco prometedor como es un pedazo de madera. Afirmo, caballeros, que la fuerza de la vida es a un tiempo tan ferozmente apremiante y tan indiscriminada como el fuego. Sin embargo, hay quienes consideran la esencia de la vida como exuberante. Hay aquí una paradoja.
—Sí, doctor —dije—. En resumen, usted argumenta que la vida es una cosa, un estado, un hecho o como quiera, que demanda un material a través del cual manifestarse, y que dado el material, más las condiciones, el resultado es la vida. En otras palabras, que la vida es un producto de la evolución. ¿No es cierto?
—Tal como entendemos la palabra —dijo el doctor—. Aunque podría haber un tercer factor. Pero estoy convencido de que es una cuestión de química; y una vez dadas las condiciones, el animal es tan omnipotente que se aferrará a cualquier cosa en la que pueda manifestarse. Es una fuerza engendrada por las condiciones, pero, con todo, esto no nos acerca ni un milímetro a su explicación, no más que a las explicaciones de la electricidad o del fuego. Pertenecen, los tres, a las fuerzas externas: monstruos del vacío. Nada que esté a nuestro alcance puede crear alguna de ellas; nuestro poder se limita a hacer, suministrando las condiciones, para que cada una de ellas se manifieste a nuestros sentidos físicos. ¿Me explico?
—En cierto sentido —dije—. Pero no estoy de acuerdo. Tanto la electricidad como el fuego son cosas naturales, pero la vida es algo abstracto, una especie de vigilia que todo lo penetra. Oh, no puedo explicarlo, ¡quien podría! Pero es espiritual; no sólo surgido de una condición, como el fuego, o la electricidad. El suyo es un pensamiento horrible. La vida es una especie de misterio espiritual.
—Tranquilo, muchacho —dijo el doctor, sonriendo—. O de lo contrario podría pedirte que demostraras el misterio de la vida de la lapa o del cangrejo, digamos —Me dirigió una sonrisa de inefable perversidad—. De todos modos —continuó—, supongo que como todos habrán adivinado, tengo una historia increíble que apoya teoría de que la vida no constituye un misterio o un milagro mayor que el fuego o la electricidad. Pero recuerden, caballeros, que aunque hayamos logrado darles nombre y aprovecharlas, estas dos fuerzas, siguen siendo, en lo fundamental, tan misteriosas como antes. Y, de cualquier manera, lo que voy a contarles no explicará el misterio de la vida; sólo les brindará uno de los pretextos sobre los que descansa mi sensación de que la vida es, como he dicho, una fuerza que se manifiesta a través de condiciones y que puede tomar para sus propósitos y necesidad la materia más increíble e improbable porque sin materia, no puede existir, no puede manifestarse.
—No estoy de acuerdo, doctor —interrumpí—. Su teoría destruiría toda creencia en una vida posterior a la muerte. Haría que...
—Silencio, hijo —dijo el anciano—. Primero escucha.
Ocurrió cuando era joven. Había rendido mis exámenes, pero estaba tan agotado que se decidió que me vendría bien un viaje por mar. No estaba en buena posición económica y al fin y al cabo me alegró procurarme un módico puesto de médico en un clíper de vela para pasajeros, que se dirigía a China. La embarcación se llamaba Bheotpte y poco después de cargar todo mi equipo a bordo desamarró, y nos dejamos caer por el Támesis. El capitán se llamaba Gannington, un hombre honesto aunque iletrado. El primer piloto, el señor Berlies, era un hombre sereno, austero, reservado, muy educado. El segundo piloto, el señor Selvern, era, tal vez por cuna y crianza, el más cultivado de los tres, pero carecía del vigor y la resolución de los otros.
Hicimos escala en Madagascar, después seguimos hacia el este, con la intención de hacer otra escala en el Cabo Noroeste, pero a unos cien grados este topamos con un tiempo espantoso, que nos llevó todas las velas y abatió el botalón de bauprés y el mástil de proa. La tormenta nos llevó varios cientos de millas al norte. La embarcación, puesta a prueba había dejado entrar casi un metro de agua a través de las costuras de los tablones; la mastelera se había quebrado, habían desaparecido dos botes, como una de las jaulas para cerdos (con tres espléndidos ejemplares), que fue arrastrada por el agua apenas media hora antes de que el viento amainara, lo que ocurrió con rapidez; el mar siguió muy picado durante varias horas. Se calmó justo al anochecer y el amanecer trajo un tiempo espléndido: mar calmo, ondulado y un sol brillante, sin viento. Nos mostró además que no estábamos solos porque a unas dos millas al oeste había otra embarcación que el señor Selvern me señaló.
—Es un paquebote bastante singular, doctor —dijo y me tendió el catalejo. Miré por él y vi lo que quería decir; al menos, creí verlo.
—Sí, señor Selvern —dije—. Tiene un aspecto bastante anticuado.
Se rió de mí, con su agradable modo de ser.
—Es fácil advertir que usted no es marino, doctor —observó—. Hay una docena de cosas singulares en él. Es una nave abandonada y ha estado flotando, por lo que se ve, durante unos cuantos años. Mire la forma de la bovedilla, y la proa, y el tajamar. Es tan vieja como las colinas, y tendría que haberse ido a reunir con Davy Jones (especie de demonio marino) hace tiempo. Mire las excrecencias y el espesor de los aparejos; calculo que todo eso son incrustaciones de sal, ¿nota el color blanco? Ha sido una barca pequeña: fíjese que apenas si le queda un metro de arboladura superior. No queda nada en las eslingas; todo está podrido. Me gustaría que el viejo nos permitiera ir en bote a darle un vistazo; podría valer la pena. Sin embargo, parecía poco probable que esto ocurriera porque se necesitaban todos los tripulantes y éstos estuvieron ocupados todo el día reparando los daños. Durante un rato les di una mano, haciendo girar un cabestrante de cubierta; el ejercicio me hacía bien para el hígado. El viejo capitán Gannington dio su consentimiento y lo convencí de que se uniera a mí y probara la misma medicina, cosa que hizo; mientras trabajábamos fuimos intimando.
Hablamos de la nave abandonada y señaló lo afortunados que habíamos sido al no dar de lleno con él en la oscuridad ya que estaba en línea recta a sotavento de nosotros, tomando como base la dirección en que nos había hecho derivar la tormenta. Además, opinaba que tenía un aspecto extraño y que era bastante viejo, pero era evidente que en este último punto conocía mucho menos que el segundo piloto porque, como he dicho, era un hombre iletrado y no sabía nada sobre barcos de mar, aparte de lo que la experiencia le había enseñado. Carecía del conocimiento libresco que tenía el segundo piloto sobre embarcaciones anteriores a su época, a las que pertenecía evidentemente la nave abandonada.
—Es una de las viejas, doctor —fueron todas sus observaciones al respecto.
Sin embargo, cuando le mencioné que sería interesante abordarla, asintió, como si la idea ya hubiese estado en su mente y se ajustara a sus propias inclinaciones.
—Cuando terminemos el trabajo, doctor —dijo—. No puedo desperdiciar hombres ahora. Debemos, tener todo listo tan pronto como podamos. Pero tomaremos mi falúa y saldremos en la segunda guardia. El barómetro está firme y será como un paseo para nosotros.
Esa tarde, después del té, el capitán ordenó que prepararan la falúa y la pasaran por encima de la borda. El segundo piloto iba a venir con nosotros y el patrón de a bordo le indicó que pusiera dos o tres lámparas en el bote porque pronto caería la noche. Poco después remábamos a través del mar en calma, con una tripulación de seis remos y a muy buena velocidad.
Bien, caballeros, les he detallado con gran exactitud todos los hechos, tanto los mayores como los menores, de modo que puedan seguir cada incidente de este asunto extraordinario; quiero que ahora presten cuidadosa atención. Yo iba sentado a popa con el segundo piloto y el capitán, que se encargaba del timón; cuando nos acercamos a la nave extraña, la estudié con atención, cosa que también hacían el capitán Gannington y el segundo. Estaba, como saben, en dirección oeste con respecto a nosotros y el crepúsculo desplegaba tras ella una gran llama de luz roja, de modo que el contorno era borroso, a causa del halo de la luz, que casi derrotaba cualquier intento de la mirada por ver los mástiles y los aparejos fijos, sumergidos como estaban en la ígnea gloria del ocaso.
Fue por este efecto del crepúsculo que nos habíamos acercado bastante, en comparación, a la nave abandonada, antes de que viéramos que estaba rodeada por una especie de curiosa película de materia, sobre cuyo color era difícil decidirse debido a la luz roja de la atmósfera, aunque más tarde descubrimos que era marrón. Esta película rodeaba la nave en una extensión de varios centenares de metros, formando un parche enorme, irregular, del que se desprendía hacia el este, por sobre nuestro costado de estribor, a unas veinte brazas de distancia, un poderoso hedor.
—Materia extraña —dijo el capitán Gannington, observándola—. Debe haber algo podrido en el cargamento.
—Observen las amuras y la popa —dijo el segundo—. Fíjense en lo que crece sobre ella.
Tal como decía había grandes aglutinaciones de una fungosidad de extraño aspecto. Del muñón del botalón de bauprés y el tajamar colgaban grandes barbas de escarcha y excrecencias marinas hacia la película marrón que circundaba el navío. El liso costado de estribor daba a nosotros, toda una superficie muerta, de un color blancuzco sucio, rayada y manchada vagamente con masas opacas de color más denso.
—Está brotando vapor o niebla de ella —dijo el segundo—. Se lo puede ver contra la luz. Se mantiene fluctuando. ¡Miren!
Vi lo que quería decir: una tenue bruma estaba suspendida sobre el antiguo navío o se alzaba de él, y el capitán Gannington también lo vio:
—¡Combustión espontánea! —exclamó— Tendremos que tener cuidado cuando alcemos las escotillas; a menos que haya algún pobre diablo a bordo, pero no me parece.
Ahora estábamos a unos doscientos metros y habíamos penetrado en la sustancia marrón. Cuando goteó de los remos alzados, oí que uno de los hombres murmuraba para sí: ¡maldita melaza! y, en realidad, era algo por el estilo. A medida que el bote se acercaba al barco, la sustancia se hacía más y más densa, tanto que al fin disminuyó notablemente nuestro avance.
—¡Remen, muchachos! —voceó el capitán Gannington, y de allí en adelante sólo se oyó el sonido de los hombres jadeando y el succionar repetido, leve, de la tétrica sustancia marrón sobre los remos, a medida que el bote se esforzaba por avanzar.
Tomé conciencia de un olor especial en el aire y, aun cuando no tenía dudas de que lo alzaban los remos al agitar la película marrón, sentí que en cierto modo era vagamente familiar; sin embargo no pude darle nombre. Ahora estábamos muy cerca del navío y pronto se alzó sobre nosotros contra la luz moribunda. El capitán gritó entonces:
—¡Fuerte con los remos de proa, y estén listos con el bichero! —orden que fue cumplida—. ¡Eh! ¿hay alguien a bordo? ¡Eh! ¡Eh! ¿hay alguien a bordo? —gritó el capitán Gannington; pero sólo le respondió el desafinado sonido de la voz perdiéndose en mar abierto, cada vez que llamaba.
—¡Eh! ¿Hay alguien a bordo? ¡Eh! —gritó, una y otra vez, pero sólo nos contestaba el cansado silencio del casco. En el momento que miré hacia arriba con cierta expectativa, me invadió un extraño sentimiento de opresión. Luego se disipó, pero recuerdo cómo advertí de pronto que estaba oscureciendo. La oscuridad cae con bastante rapidez en los trópicos aunque no tanto como parecen creer muchos narradores; pero no se trataba de la oscuridad, que en esos pocos momentos se había profundizado de modo perceptible, sino de que los nervios me habían vuelto de pronto algo hipersensible. Menciono en especial mi estado porque por lo común no soy un hombre excitable y mi súbita punzada de nervios fue significativa, si se tiene en cuenta lo que ocurrió.
—¡No hay nadie a bordo! —dijo el capitán— ¡A los remos, hombres! —porque la tripulación del bote había descansado instintivamente sobre los remos, cuando el capitán gritó hacia la vieja embarcación. Los hombres volvieron a remar y entonces el segundo piloto gritó excitado:
—¡Caramba, miren, allí está nuestra jaula decerdos! Miren, tiene la palabra Bheotpte pintada en un extremo. Ha derivado hasta aquí y la película marrón la atrapó. ¡Qué bendita maravilla!
Tal como había dicho, era la pocilga que había sido llevada por las aguas durante la tormenta y era extraordinario que hubiera llegado allí.
—La remolcaremos al volver —observó el capitán y le gritó a la tripulación que se esforzaran con los remos porque éstos apenas movían el bote, debido a que la sustancia marrón era tan densa cerca de la nave que literalmente obstruía el avance del bote. Recuerdo que me impresionó como algo curioso, de un modo a medias consciente, que la pocilga con nuestros tres cerdos muertos hubiese podido adentrarse tanto sin ayuda, mientras que nosotros apenas podíamos forzar el bote para que penetrara dentro de aquella materia. Pero el pensamiento se me fue de la mente porque ocurrieron muchas cosas en los minutos siguientes.
Los hombres consiguieron poner el bote al costado, a unos sesenta centímetros del navío abandonado y el hombre del bichero lo enganchó.
—¿Pudiste engancharlo, allá adelante? —preguntó el capitán Gannigton.
—¡Sí, señor! —dijo el hombre de proa y cuando habló se oyó un extraño ruido a desgarramiento.
—¿Qué fue eso? —preguntó el capitán.
—Se rajó, señor. ¡Se rajó limpiamente! —dijo el hombre y el tono indicaba que había recibido una especie de conmoción.
—¡Vuelve a engancharlo entonces! —dijo el capitán Gannington, irritado— ¡No esperarás que este cascarón haya sido construido ayer! Empuja el bichero dentro de las cadenas principales.
El hombre lo hizo, podría decirse que con cautela; en la oscuridad creciente me pareció que no se esforzaba con el gancho, aunque, desde luego, no era necesario; como comprenderán, el bote no podía ir muy lejos por sus propios medios dentro de la materia en la que estaba empotrado. Recuerdo haber pensado esto mientras alzaba la cabeza hacia el costado sobresaliente del antiguo navío. Entonces oí la voz del capitán:
—¡Señor! ¡Sí que es viejo! ¡Y qué color, doctor! ¡No necesita pintura, ya lo creo! Bien, que alguien me alcance uno de los remos.
Le pasaron un remo, lo alzó, y lo apoyó contra el antiguo flanco saliente; hizo una pausa y le ordenó al segundo piloto que encendiera un par de lámparas y estuviera listo para alcanzárselas cuando subiera; la oscuridad se había posado sobre el mar. El segundo piloto encendió dos de las lámparas, y le dijo a uno de los hombres que encendiera una tercera y la mantuviera a mano en el bote; después cruzó, con una lámpara en cada mano, hasta donde el capitán Gannington estaba de pie junto al remo que se apoyaba en el costado de la nave.
—Ahora, compañero —le dijo el capitán al hombre que había remado—, sube y te alcanzaremos las lámparas.
El hombre saltó para obedecer, se agarró del remo, cargó su peso sobre él y, al hacerlo, algo pareció ceder un poco.
—¡Miren! —gritó el segundo piloto y señaló con la lámpara en la mano—. ¡Se hundió!
Era cierto. El remo había hecho un agujero considerable en el costado sobresaliente, un poco resbaloso, del antiguo navío.
—Moho, supongo —dijo el capitán Gannington inclinándose hacia el barco abandonado para observar. Después, dirigiéndose al hombre— Arriba, compañero, y muévete ¡No te quedes esperando!
Ante estas palabras, el hombre, que haba hecho una pausa momentánea cuando sintió que el remo cedía, empezó a trepar y en pocos segundos estuvo a bordo y se asomó por encima de la barandilla en busca de las lámparas. Se las alcanzaron y el capitán le ordenó que afirmara el remo. Entonces le tocó al capitán Gannington, que me ordenó que lo siguiera, y después de mí al segundo piloto. Cuando el capitán se asomó por sobre la barandilla emitió un grito de asombro:
—¡Moho, por Dios! ¡Moho en toneladas! ¡Dios mío!
Cuando lo oí gritar, trepé con ansiedad detrás de él y uno o dos segundos después pude ver lo que quería decir. En todos los lugares bañados por la luz no había más que suaves y grandes masas y superficies de un moho de color blancuzco. Pasé por encima de la barandilla, con el segundo piloto siguiéndome de cerca, y nos detuvimos sobre las cubiertas forradas de moho. A juzgar por lo que sentíamos con los pies bien podría no haber tablones bajo el moho. Cedía bajo nuestros pasos, con una sensación esponjosa, blanduzca. Cubría los avíos de cubierta de la vieja nave, de modo tal que la forma de cada implemento o accesorio con frecuencia apenas si se sugería bajo él. El capitán Gannington le arrebató una lámpara al tripulante y el segundo piloto tomó la otra. Sostuvieron las lámparas en alto y todos miramos. Era algo extraordinario y, en cierto sentido, sumamente abominable. No puedo pensar en otra palabra, caballeros, que describa mejor el sentimiento predominante que me afectó en ese momento.
—¡Por el Señor! —dijo el capitán Gannington— ¡Por el Señor! -pero ni el segundo piloto ni el tripulante decían nada y, por mi parte, me limité a mirar y al mismo tiempo empecé a olfatear un poco el aire; había un olor incierto, algo familiar, que por algún motivo me provocó un sentimiento de temor conocido a medias. Me volví a uno y otro lado mirando. En algunos puntos el moho era tan denso como para disimular por completo lo que había abajo, convirtiendo los implementos de cubierta en montículos indeterminables de moho, todos color blanco sucio, manchados y veteados con señales irregulares de púrpura opaca. Había algo extraño en el moho que el capitán Gannington nos hizo notar: era que nuestros pies no lo trituraban ni traspasaban la superficie, como era de esperar, sino que se limitaban a causar depresiones.
—¡Nunca he visto algo así! ¡Nunca! —dijo el capitán, después de examinar el moho bajo nuestros pies. Lo golpeó con el talón y la materia emitió un sonido apagado, blanduzco. Se agachó, y observó con atención, manteniendo la lámpara cerca de la cubierta— ¡Bendito sea, es como una piel uniforme!
El segundo piloto, el tripulante y yo nos agachamos y lo miramos. El segundo lo empujó con el índice y recuerdo haberlo golpeado varias veces con los nudillos para oír el sonido muerto que emitía mientras notaba la textura cerrada, firme del moho.
—¡Una masa! —dijo el segundo piloto— ¡Es como una bendita masa! ¡Puf! —se irguió con un movimiento rápido—. Me pareció que hedía un poco —dijo.
Cuando dijo esto, supe qué era lo qué había de familiar en el olor que se cernía sobre nosotros: que el olor tenía algo de animal, algo semejante al olor que puede olfatearse en cualquier sitio infestado de ratones, sólo que más denso. Empecé a mirar a nuestro alrededor con una inquietud repentina. Podía haber vastas cantidades de ratas hambrientas a bordo. Podían resultar muy peligrosas si estaban muertas de hambre; sin embargo, como comprenderán, en cierto sentido vacilaba en exponer mi idea como razón para la cautela; era demasiado fantasiosa.
El capitán había empezado a dirigirse a la popa, por el puente cubierto de moho, con el segundo piloto; cada uno sostenía la lámpara en alto. Me volví con rapidez y los seguí, con el tripulante pisándome los talones. Mientras avanzábamos, tomé conciencia de una sensación de humedad en el aire y recordé la tenue niebla, o humo sobre el viejo barco, que había llevado al capitán Gannington a sugerir la combustión espontánea como explicación. Mientras avanzábamos nos seguía aquel olor incierto, animal, y, de pronto, me encontré deseando que estuviéramos bien lejos del antiguo navío. Súbitamente, unos pasos después, el capitán se agachó y señaló una hilera de formas ocultas por el moho a cada lado de la cubierta.
—Cañones —dijo—. Supongo que ha sido de un corsario, en los viejos tiempos. Echaremos un vistazo abajo, doctor; podría haber algo que valiera la pena. Es más viejo de lo que pensaba. El señor Selvern piensa que tiene unos trescientos años; pero no creo que sea tan viejo.
Seguimos nuestro camino hacia la popa y recuerdo que me descubrí caminando con la mayor suavidad posible; como si tuviera el temor de hundirme a través de la cubierta podrida. Creo que los demás tenían la misma impresión a juzgar por el modo como caminaban. En ocasiones, el moho blando se adhería a los talones, soltándolos con un tenue, tétrico, ruido a succión. El capitán se adelantó al segundo piloto y sé que la sugestión que se había hecho a sí mismo, de que tal vez hubiese algo abajo que valiera la pena, le había estimulado la imaginación. Sin embargo, el segundo piloto estaba empezando a sentir lo mismo que yo; al menos, tuve esa impresión. Creo que de no mediar lo que podría describir con justicia como el coraje tenaz del capitán Gannington, muy pronto hubiéramos pasado todos sobre la borda para irnos; porque ciertamente había una sensación malsana a bordo, que hacía que uno perdiera el valor; pronto advertirán que tal sensación estaba justificada.
En el momento en que el capitán llegaba a los escasos escalones cubiertos de moho que llevaban a la cubierta de popa, noté que la sensación de humedad en el aire había aumentado hasta hacerse definida. Ahora era perceptible, como una especie de tenue vapor neblinoso, que iba y venía de modo irregular y parecía, de vez en cuando, borronear un poco la cubierta. En una ocasión, una ráfaga accidental surgió de algún lugar y me dio en la cara, llevando consigo un olor enfermizo, denso, que por algún motivo me asustó, con una sugerencia de un peligro acechante y a medias comprendido. Habíamos subido tras el capitán los tres escalones y ahora avanzábamos lentamente a lo largo de la elevada cubierta de popa. Junto al palo de mesana el capitán Gannington hizo una pausa y le acercó la linterna.
—Le doy mi palabra, señor —le dijo al segundo piloto—, de que está bastante engrosado por el moho; caramba, debe tener un metro veinte de grueso —bajó la linterna hasta donde el mástil se unía a la cubierta— ¡Por el Señor! ¡Miren qué piojos de mar!
Di un paso y los vi, había una densa capa de piojos de mar sobre él, algunos de ellos enormes, casi del tamaño de un escarabajo grande y todos diáfanos, incoloros, como agua, salvo donde se veían pequeñas manchitas grises, evidentemente los órganos internos.
—¡Nunca había visto iguales, salvo en un bacalao vivo! —dijo el capitán Gannington en tono muy turbado— ¡Caramba! ¡Pero son anormales! —después siguió, pero unos pasos más allá se volvió a detener y acercó. la lámpara a la cubierta oculta por el moho— ¡Dios me bendiga, doctor! —me llamó, en voz baja— ¿Vio alguna vez cosa igual? ¡Caramba, debe tener treinta centímetros de largo!
Miré por encima de su hombro; era una criatura diáfana, incolora, de unos treinta centímetros de largo y diez de alto, con un lomo curvo extraordinariamente estrecho. Mientras mirábamos, amontonados, ejecutó un extraño movimiento y desapareció.
—¡Saltó! —dijo el capitán— ¡Bueno, que me maten si no es el piojo de mar más grande que he visto en mi vida! Calculo que saltó limpiamente seis metros —enderezó la espalda y se rascó la cabeza por un momento, hamacando de un lado a otro la linterna con la otra mano y mirándonos—. ¡Qué están haciendo ellos a bordo! —dijo— Uno puede verlos, más chicos, sobre un bacalao gordo y cosas por el estilo. Que me maten si entiendo, doctor.
Dirigió la lámpara a un gran montículo de moho que ocupaba parte de la zona posterior de la cubierta de popa baja, poco más allá de la cual aparecía una caída de sesenta centímetros hacia una especie de toldilla secundaria y más alta, que corría en dirección a la popa hasta el remate de la misma. El montículo era bastante grande, de unos dos metros de ancho y más de uno de alto. El capitán Gannington subió hasta él:
—Supongo que es el barril de agua —observó y le propinó un puntapié. El único resultado fue una profunda depresión en la enorme, blancuzca joroba de moho, como si hubiese metido el pie en una masa de sustancia pastosa. Sin embargo, no es del todo exacto decir que fue el único resultado porque ocurrió otra cosa. En el lugar hundido por el pie apareció un pequeño chorro de fluido púrpura, acompañado por un olor particular que era, y no era, familiar hasta cierto punto. Un poco de la sustancia mohosa se había adherido a la punta de la bota del capitán y de allí también brotaba un sudor, por decirlo así, del mismo color.
—¡Bien! —dijo el capitán Gannington sorprendido y echó atrás el pie para darle otro puntapié a la joroba de moho; pero hizo una pausa, ante una exclamación del segundo piloto:
—¡No lo haga, señor! —dijo éste.
Lo miré de soslayo y la luz de la lámpara del capitán Gannington me mostró su rostro confundido, asustado, repentino e inesperado, y como si su lengua hubiese puesto al descubierto su súbito temor, sin que él tuviera la menor intención de hablar. El capitán también se volvió y lo miró:
—¿Por qué, señor? —preguntó, con voz turbada, a través de la cual sonaba un vaguísimo matiz de molestia— Tenemos que mover este armatoste si queremos llegar abajo.
Miré al segundo piloto y me pareció que, curiosamente, estaba escuchando menos al capitán que a cualquier otra cosa. De pronto dijo con una voz peculiar:
—¡Escuchen, todos!
Sin embargo, no oímos nada, aparte del murmullo de los hombres que conversaban abajo, en el bote.
—No oigo nada —dijo el capitán Gannington—. ¿Usted, doctor?
—No —dije.
—¿Qué creíste haber oído? —preguntó el capitán, volviéndose hacia el segundo. Pero este sacudió la cabeza, casi irritado, como si la pregunta le impidiera seguir oyendo. El capitán lo miró fijamente. Sé que sentí una extraña sensación de tensión. Pero la luz no mostraba nada, aparte del grisáceo color blanco, sucio, del moho.
—Señor Selvern —dijo por fin el capitán, mirándolo—, no se ponga a imaginar cosas. Haga el favor de controlarse. ¿No sabe acaso que no oyó nada?
—¡Estoy seguro de haber oído algo! —dijo el segundo— Me pareció oír... —se interrumpió en seco y pareció escuchar con una intensidad casi dolorosa.
—¿Cómo sonaba? —pregunté.
—Todo marcha bien, doctor —dijo el capitán Gannington soltando una risita—. Puede darle un tónico cuando regresemos. Voy a mover este armatoste.
Retrocedió y pateó por segunda vez la horrible masa, que según suponía ocultaba la escalera de la bodega. El resultado del puntapié fue alarmante porque todo el objeto se bamboleó blandamente, como un montón de gelatina malsana. Apartó el pie con rapidez y dio un paso atrás, mirándolo fijamente y dirigiendo la lámpara hacia él:
—¡Por Dios! —dijo, y era evidente que sentía un auténtico terror— ¡La maldita cosa se ha ablandado!
El hombre había retrocedido corriendo varios pasos, apartándose del montículo repentinamente fláccido, y parecía muy asustado. Aunque estoy seguro de que no tenía la menor idea de qué es lo que lo atemorizaba. El segundo piloto se quedó de pie donde estaba y miraba. Por mi parte, sé que me había invadido una horrible intranquilidad. El capitán seguía dirigiendo la luz hacia el montón bamboleante y lo miraba fijamente:
—¡Se ha vuelto blando por completo! —dijo— Ahí no hay ningún barril. ¡No hay ni una maldita pieza de madera adentro de eso! ¡Qué olor raro!
Rodeó el extraño montículo hasta la parte posterior, para ver si podía haber alguna señal de una abertura que diera al interior del casco tras el gran montón de materia mohosa. Y entonces:
—¡Escuchen! —repitió el segundo piloto, con el más extraño tono de voz.
El capitán se enderezó y sobrevino una pausa de la más completa quietud, en la que no se advertía ni siquiera el murmullo de los hombres del bote. Todos lo oímos: una especie de ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! sordo, suave, en algún punto del casco debajo de nosotros; sin embargo era tan incierto que yo podría haber dudado de que lo oía, si no hubiera sido porque, también los demás lo hacían. El capitán Gannington se volvió de pronto hacia donde estaba el tripulante:
—Dígales... —empezó.
El sujeto gritó algo e hizo un gesto. En su rostro, por lo común poco emotivo, había aparecido una tensión. Como podrán imaginarse, yo también miré. Lo que el hombre señalaba era el gran montón. Vi lo que indicaba. De los dos huecos producidos en la sustancia mohosa por la bota del capitán Gannington, el fluido púrpura surgía de modo singularmente regular, como si fuera expulsado por una bomba. ¡Mi Dios! ¡Ya lo creo que miré! Y mientras miraba, un chorro mayor brotó y llegó hasta donde estaba el tripulante, salpicándole las botas y las perneras del pantalón. El sujeto había estado bastante nervioso antes, de un modo estólido, ignorante y su acobardamiento había ido creciendo sin cesar; pero, ante esto, sencillamente emitió un aullido y giró para correr. Se detuvo un instante, como si lo hubiera invadido un súbito temor ante la oscuridad que inundaba la cubierta entre él y el bote. Le arrebató la linterna al segundo piloto; se la arrancó de la mano y se lanzó torpemente por sobre el maligno hedor del moho.
El señor Selvern, el segundo piloto, no dijo una palabra; se quedó mirando con fijeza las corrientes gemelas de extraño olor, color púrpura opaco, que surgían del montón bamboleante. El capitán Gannington, en cambio, rugió ordenando al hombre que volviera; pero éste siguió corriendo a través del moho, al parecer con los pies obstruidos por aquella materia, como si de pronto se hubiese puesto blanda. Corría con la linterna oscilando en círculos demenciales, cuando liberaba los pies en medio de un continuo plop, plop; incluso desde donde estaba pude oír sus jadeos atemorizados.
—¡Regresa con esa lámpara! —rugió el capitán, pero el hombre siguió sin hacerle caso y el capitán Gannington se quedó un instante en silencio, con los labios moviéndose de un modo particular, desarticulado, como si estuviera momentáneamente aturdido por la propia intensidad de su ira ante la insubordinación del hombre. Y en el silencio oí otra vez los sonidos:
—¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! —ahora muy nítidos me pareció que latiendo, exactamente bajo mis pies, pero en lo profundo.
Bajé la cabeza hacia el moho sobre el que estaba de pie, con una impresión rápida, desagradable ante lo terrible que me rodeaba; después miré al capitán e intenté decir algo, tratando de no parecer asustado. Vi que se había vuelto una vez más hacia el montículo y que estaba escuchando. Hubo un momento más de silencio absoluto; al menos sé que yo no era consciente de ningún sonido que no fuese ese extraordinario ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! en algún lugar del casco enorme, debajo de nosotros. El capitán movió los pies con un movimiento súbito, nervioso; cuando los levantó, el moho hizo iplop! iplop! Me dirigió entonces una mirada rápida, tratando de sonreír, como si no le diera mucha importancia al asunto:
—¿Qué piensa de esto, doctor? —dijo.
—Creo... —empecé. Pero el segundo piloto interrumpió con una sola palabra; la voz sonó un poco aguda, en un tono que nos hizo mirarlo al instante:
—¡Miren! —dijo y señaló el montículo.
Todo el objeto era recorrido por un lento estremecimiento. Una extraña onda salió de él, corrió a lo largo de la cubierta, como una ola que se aleja hacia la costa. Llegó a un montículo un poco hacia la proa en relación a nosotros, que yo había confundido con el tragaluz de la cabina y en un momento el segundo montículo se hundió casi a nivel de la cubierta circundante, estremeciéndose blandamente del modo extraordinario. Un temblor súbito y rápido se apoderó del moho, exactamente debajo del segundo piloto y éste emitió un grito corto, ronco y estiró los brazos hacia los costados para mantener el equilibrio. El temblor del moho se extendió y el capitán Gannington se bamboleó separando los pies mientras profería una súbita maldición de temor. El segundo piloto saltó hasta él y lo aferró por la muñeca:
—¡El bote, señor! —dijo, expresando lo que a mí me había faltado el valor de decir— Por el amor de Dios...
Pero no llegó a terminar porque un tremendo grito ronco cortó sus palabras. Ambos se volvieron para mirar. Yo pude ver todo desde mi posición. El hombre que se había alejado corriendo estaba parado más allá de la mitad del navío, a casi dos metros de las amuradas. Se balanceaba de un lado a otro, gritando de un modo horrible. Parecía estar tratando de levantar los pies y la luz de la linterna oscilante mostraba un espectáculo casi increíble. A su alrededor, el moho se movía activamente. Los pies se habían perdido de vista. Aquella materia parecía estar lamiéndole las piernas y bruscamente se vio su carne desnuda. La horrible materia le había desgarrado por completo las perneras de los pantalones, como si fueran de papel. El hombre emitió un aullido horrible y, con un enorme esfuerzo, pudo arrancar una pierna. Estaba parcialmente destruida. Al instante siguiente se derrumbó, y la materia avanzó sobre él como si estuviera realmente viva, con una horrenda vida salvaje. Era sencillamente infernal. El hombre había desaparecido. Donde había caído se veía ahora un montículo alargado, retorciéndose, en continuo y horrible aumento, a medida que el moho parecía moverse hacia él en extrañas ondas desde todos lados.
El capitán Gannington y el segundo piloto guardaban un silencio pétreo, hundidos en un terror atónito e incrédulo; pero yo comenzaba a concebir una explicación grotesca y terrible, al mismo tiempo auxiliado y estorbado por mi formación profesional. Hubo un fuerte grito en el bote, de pronto vi aparecer el rostro de los hombres sobre la barandilla. Durante un momento se vieron con nitidez, a la luz de la lámpara que el hombre le había arrebatado al señor Selvern porque, extrañamente, la lámpara estaba erguida e intacta sobre cubierta, un poco más allá de aquel montículo horrible, alargado, creciente, que seguía temblando y retorciéndose con un horror increíble. La lámpara se alzaba y caía sobre las ondas de moho que pasaban, exactamente como lo haría un bote sobre un suave oleaje. Resulta de cierto interés para mí, en el plano psicológico, recordar ahora cómo ese alzarse y caer de la linterna me hizo percibir, más que cualquier otra cosa, el carácter incomprensible y la espantosa extrañeza de todo aquello.
Los rostros de los hombres desaparecieron con súbitos alaridos, como si se hubieran resbalado o los hubieran herido de pronto y hubo un renovado resonar de gritos en el bote. Los hombres gritaban que nos fuéramos, que nos fuéramos. En el mismo instante, sentí mi bota izquierda absorbida hacia abajo, con un vigor doloroso, horrible. La liberé de un tirón, con un furioso alarido de miedo. Más allá de nosotros vi que toda la superficie maligna se movía y bruscamente me descubrí gritando con una curiosa voz asustada:
—¡El bote, capitán! ¡El bote!
El capitán para mirarme, sobre el hombro derecho, de un modo especial, opaco, que me indicaba su total aturdimiento ante el carácter perturbador e incomprensible de lo que ocurría. Di un paso rápido, torpe, nervioso, hacia él, lo aferré del brazo y lo sacudí con violencia.
—¡El bote! —le grité— ¡El bote! ¡Por el amor de Dios, ordene a los hombres que traigan el bote a popa!
Entonces el moho debió haberle absorbido los pies hacia abajo porque vociferó con ferocidad, transformando su apatía pasajera en furiosa energía. El cuerpo compacto, musculoso, se dobló, se retorció con el esfuerzo enorme, y empezó a golpear como un loco, dejando caer la linterna. Con un sonido a desgarramiento pudo arrancar y liberar los pies. La realidad y la necesidad de la situación habían llegado por fin a él, con toda brutalidad y les estaba vociferando a los hombres del bote:
—¡Traigan el bote a popa! ¡Traigan el bote a popa!
El segundo piloto y yo gritábamos lo mismo, como locos.
—¡Por amor de Dios, apuren, muchachos! —rugió el capitán y se agachó con rapidez a recoger la lámpara, que aún ardía. Los pies fueron atrapados una vez más y el capitán los alzó, blasfemando sin aliento y dando un salto de casi un metro. Después emprendió carrera hacia el borde de la nave, liberando a cada paso los pies de un tirón. En el mismo instante, el segundo piloto gritó algo, y se aferró al capitán:
—¡Me atrapó los pies! ¡Me atrapó los pies! —gritaba. Los pies le habían desaparecido hasta la parte superior de las botas; el capitán Gannington le rodeó el pecho con su poderoso brazo izquierdo, dio un tirón vigoroso y al instante lo liberó; pero las dos suelas de las botas casi habían desaparecido.
Por mi parte, saltaba de un pie al otro locamente, para evitar la succión del moho y de pronto emprendí carrera hacia el costado del navío. Pero antes de poder llegar, un extraño hueco apareció en el moho, entre nosotros y el borde, al menos de sesenta centímetros de ancho y no sé de qué profundidad. Se cerró en un instante y todo el moho, donde había estado la depresión, entró en una especie de temblor de horribles ondulaciones, de modo que retrocedí corriendo porque no me atrevía a poner el pie sobre él. Entonces el capitán me gritó:
—¡A popa, doctor! ¡A popa, doctor! ¡Por aquí, doctor! ¡Corra! —vi entonces que me había pasado y que subía a la zona posterior, más elevada de la popa. Llevaba al segundo piloto sobre el hombro izquierdo, como una bolsa, completamente fláccido e inmóvil porque el señor Selvern se había desmayado y sus largas piernas flojas e inútiles, golpeaban las macizas rodillas del capitán, mientras éste corría. Vi, con una atención peculiar y sin reparar en los detalles menores, cómo las suelas rotas de las botas del segundo piloto colgaban sueltas, agitándose, mientras el capitán se tambaleaba hacia la popa.
—¡Eh, el bote! ¡Eh, el bote! ¡Eh, el bote! —gritaba el capitán; un momento después estuve junto a él, también gritando.
Los hombres contestaron con fuertes alaridos de aliento y era evidente que estaban desesperados esforzándose por hacer avanzar el bote a popa, a través de la densa materia que rodeaba al navío. Llegamos al antiguo remate de la proa, cubierto de moho, y giramos sin aliento en la semioscuridad para ver qué estaba pasando. El capitán había dejado la linterna junto al gran montículo, donde había levantado al segundo piloto y mientras estábamos allí, jadeantes, descubrimos de pronto que el montículo ubicado entre nosotros y la luz estaba lleno de movimiento. Sin embargo, la zona donde nos encontrábamos, hasta un metro cincuenta o dos hacia adelante, aún estaba firme. Cada dos segundos les gritábamos a los tripulantes que se apuraran y ellos seguían voceando que estarían con nosotros en un instante. Durante todo el tiempo observábamos la cubierta de aquel navío espantoso, sintiéndome, por mi parte, literalmente enfermo de suspenso demencial y listo a saltar por sobre la borda hacia aquella película repugnante que nos rodeaba por completo. Abajo, en algún lugar del enorme casco de la nave, seguía siempre aquel extraordinario, sordo, pesado ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud!, cada vez más alto. Me pareció sentir que todo el casco de la nave abandonada empezaba a temblar y estremecerse con cada sordo latido. Y para mí, que sospechaba la causa del ruido, aquello constituía el sonido más horrendo e increíble que había oído en mi vida.
Mientras esperábamos con desesperación la llegada del bote, escrutaba sin cesar el espacio del barco que mostraba la lámpara. La cubierta parecía estar moviéndose de modo extraño. Delante de la lámpara podía ver los montones de moho temblando y cabeceando espantosamente bajo los rayos más brillantes. Más cerca, dentro del círculo de la lámpara, el montículo que al parecer indicaba la claraboya ondulaba con firmeza. Había venas púrpuras, repugnantes sobre él y al moverse me pareció que las venas y las manchas se hacían más evidentes, se destacaban como en relieve sobre el montón, como las venas que uno ve sobresalir sobre el cuerpo vigoroso de un caballo de pura sangre. Era algo extraordinario. El montículo que habíamos supuesto que ocultaba la escalera de entrada se había hundido a nivel del moho circundante y no pude ver que brotara más fluido púrpura.
En el moho empezó un movimiento graznante, a cierta distancia de la lámpara, y se acercó a nosotros agitándose; ante aquella visión trepé sobre el remate, esponjoso al tacto, de la popa y volví a vociferar hacia el bote. Los hombres contestaron con un grito que me indicó que estaban más cerca; pero la detestable película era tan densa que evidentemente constituía una lucha mover el bote en algún sentido. Junto a mí, el capitán estaba sacudiendo con furor al segundo piloto y el hombre se movió y empezó a gemir. El capitán lo sacudió otra vez.
—¡Despierte! ¡Despierte, señor! —gritaba.
El segundo se apartó tambaleándose del brazo del capitán, y de pronto se derrumbó chillando:
—¡Mis pies! ¡Oh, Dios! ¡Mis pies! —el capitán y yo lo alzamos del moho y logramos sentarlo sobre el remate de la popa, donde siguió gimiendo sin cesar.
—Sosténgalo, doctor —dijo el capitán y mientras yo lo hacía corrió unos pocos metros hacia adelante, y se asomó por sobre la banda de estribor—. ¡Por el amor de Dios, apuren, muchachos! —les gritó a los hombres; ellos le contestaron, sin aliento, desde muy cerca, pero aún demasiado lejos como para que el bote pudiera sernos útil de inmediato. Yo sostenía al oficial gimiente, seminconsciente, y miraba hacia adelante las cubiertas de popa. La agitación del moho se acercaba a la popa, lenta y silenciosa. Y entonces, súbitamente, vi algo más cercano:
—¡Cuidado, capitán! —grité y mientras lo hacía el moho emitió cerca de él un súbito baboseo. Yo había visto una onda que se movía subrepticia hacia él a través de la horrible materia. El capitán dio un salto enorme, torpe, y aterrizó cerca de nosotros sobre la zona sólida del moho; pero el movimiento lo siguió. Se dio vuelta y lo enfrentó, jurando ferozmente. De pronto pequeñas bocas se abrieron alrededor de sus pies, haciendo horribles ruidos absorbentes.
—¡Vuelva, capitán! —vociferé— ¡Vuelva, rápido!
Mientras gritaba, una onda llegó a sus pies, lamiéndolos; el capitán la pisoteó y saltó hacia atrás, con la bota desgarrada colgándole del pie. Juró demencialmente de furia y dolor y saltó con rapidez hacia el remate de proa.
—¡Vamos, doctor! ¡Saltaremos! —gritó.
Entonces recordó la repugnante película marrón y vaciló; les rugió desesperado a los hombres que se apuraran. Yo también miré hacia abajo.
—¿El segundo piloto? —dije.
—Yo me encargo, doctor. —dijo el capitán Gannington y agarró al señor Selvern.
Mientras él hablaba, creí ver algo debajo de nosotros, recortándose contra la materia flotante. Me incliné hacia afuera por sobre la popa y atisbé. Había algo bajo el costado izquierdo de la nave.
—¡Abajo hay algo, capitán! —grité y señalé en la oscuridad.
El capitán se inclinó bien hacia afuera y miró.
—¡Un bote, por Dios! ¡Un bote! —vociferó y empezó a moverse con rapidez a lo largo del remate de popa, arrastrando al segundo piloto tras de sí. Lo seguí.
—¡Es un bote, desde luego! —exclamó momentos después. Levantando limpiamente al segundo piloto por encima de la barandilla lo lanzó hacia el bote, en cuyo fondo cayó con estrépito.
—¡Le toca a usted, doctor! —me gritó y me levantó en peso por sobre la baranda haciéndome caer tras el oficial. Al hacerlo sentí que toda la baranda antigua y esponjosa entraba en un temblor peculiar, enfermizo, y empezaba a bambolearse. Caí sobre el segundo piloto y a continuación vino el capitán, casi en el mismo instante; pero afortunadamente, aterrizó lejos de nosotros, sobre el banco de proa, que se partió bajo el peso, con un fuerte crujido y astillamiento de madera.
—¡Gracias a Dios! —lo oí murmurar— ¡Gracias a Dios! ¡Creo que estuvimos bien cerca de irnos al infierno!
En el momento en que me ponía en pie encendió un fósforo, y entre los dos enderezamos al segundo piloto sobre uno de los bancos de popa. Les gritamos a los hombres del bote, diciéndoles donde estábamos, y vimos la luz de su linterna brillando al otro lado de la curva de la popa del barco abandonado. Nos gritaron a su vez, para decirnos que estaban haciendo todo lo que podían. Mientras esperábamos el capitán Gannington encendió otro fósforo y empezó a examinar el bote en el que habíamos caído. Era un bote moderno de doble curva y sobre la popa estaban pintadas las palabras Cyclone Glasgow. Estaba en bastante buena condición y era evidente que había derivado hasta entrar en la película viscosa y quedar atrapado en ella. El capitán Gannington encendió varios fósforos y se dirigió adelante, hacia la nave abandonada. De pronto me llamó y salté por sobre los bancos de remeros hacia él.
—Mire, doctor —dijo y vi lo que señalaba: una masa de huesos, sobre la proa del bote. Me agaché sobre ellos y miré. Eran los huesos de al menos tres personas, todos entremezclados, de manera extraordinaria y completamente limpios y secos.
Tuve una idea repentina con respecto a los huesos, pero no dije nada porque mi idea era vaga, en algunos aspectos, y tenía que ver con la grotesca e increíble sugerencia en la que había pensado, en cuanto a la causa de aquel pesado ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! que latía tan infernalmente dentro del casco y que se oía con claridad incluso ahora que nos habíamos retirado del navío propiamente dicho. Y deben saber que durante todo el tiempo tenía aquella imagen mental horrible, enfermiza del espantoso montículo retorciéndose a bordo.
Cuando el capitán Gannington encendió el último fósforo, vi algo que me descompuso y el capitán lo vio en el mismo instante. El fósforo se apagó y el capitán buscó con torpeza otro y lo encendió. Volvimos a ver aquello. No nos habíamos equivocado. Un gran labio blanco y grisáceo se asomaba sobre el borde del bote: un enorme pliegue de moho avanzaba subrepticio hacia nosotros; una masa viva del casco mismo. De pronto el capitán Gannington expresó con un alarido, en palabras, aquello increíble y grotesco en lo que yo estaba pensando:
—¡La nave está viva!
Nunca oí semejante sonido de comprensión y de terror en la voz de un hombre. La propia seguridad horrorizada de la voz hizo real para mí lo que antes sólo había estado escondido en mi subconsciente. Supe que el capitán estaba en lo cierto, supe que la explicación que mi raciocinio y mi formación habían rechazado y tratado de captar al mismo tiempo, era la verdadera. Me pregunto si es posible que alguien pueda comprender nuestras sensaciones de aquel momento. Cuando la luz del fósforo terminaba de arder, vi que la masa de materia viviente, que avanzaba hacia nosotros, estaba listada y veteada de púrpura, con las venas sobresaliendo, muy distendidas. Todo aquello temblaba continuamente a cada pesado ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! del órgano gargantuesco que latía dentro del enorme casco blanco grisáceo. La llama del fósforo alcanzó los dedos del capitán, y me llegó una corta ráfaga del olor nauseabundo de la carne quemada, pero el capitán parecía insensible al dolor. Después la llama se apagó con un corto siseo; sin embargo en el último momento, yo había visto algo extraordinario y brutal en el extremo de aquel repliegue monstruoso, sobresaliente. Se había humedecido con un sudor espantoso, purpúreo. Y con la oscuridad, llegó un súbito hedor a osario.
Oí que la caja de fósforos se rompía en las manos del capitán Gannington, cuando la abrió de un tirón. Después maldijo, con una extraña voz atemorizada porque se le habían terminado los fósforos. Se volvió con torpeza en la oscuridad y en la ansiedad por llegar a la popa del bote tropezó con el banco para remeros más cercano. Yo iba detrás de él porque sabíamos que aquello se nos acercaba en la oscuridad pasando por encima del lastimoso montón de huesos humanos entremezclados, amontonados a proa. Les gritamos desesperadamente a los hombres y como respuesta vimos aparecer confusamente la proa del bote, rodeando la curva de estribor de la nave abandonada.
—¡Gracias a Dios! —dije con un jadeo, pero el capitán Gannington les gritó pidiéndoles que mostraran una luz. Sin embargo no pudieron hacerlo porque en los desesperados esfuerzos por hacer girar el bote hacia nosotros acababan de pisar la lámpara— ¡Rápido! ¡Rápido! —grité.
—¡Por el amor de Dios, apuren, hombres! —rugió el capitán y los dos enfrentamos la oscuridad asentada bajo la curva de babor, donde sabíamos (pero no podíamos ver) que aquello se iba acercando a nosotros.
—¡Un remo! ¡Rápido, pásenme un remo! —gritó el capitán y tendió las manos en la penumbra hacia el bote que se acercaba. Vi que una figura se paraba en la proa, y nos tendía algo a través de los metros de materia viscosa que nos separaban. El capitán Gannington barrió la oscuridad con las manos y lo encontró.
—Lo tengo. ¡Suéltenlo! —dijo con voz irritada, tensa.
En el mismo instante, el bote en el que estábamos fue presionado a estribor por un peso tremendo. Entonces oí que el capitán gritaba:
—Baje la cabeza, doctor —y un segundo después el capitán blandió el pesado remo de fresno de cuatro metros alrededor de la cabeza y golpeó hacia la oscuridad. Se oyó un súbito chapoteo y volvió a golpear, mientras soltaba un gruñido salvaje de energía feroz. Ante el segundo golpe, el bote se enderezó con un lento movimiento y de inmediato el otro bote chocó suavemente con el nuestro. El capitán Gannington dejó caer el remo y saltando hasta donde estaba el segundo piloto lo levantó por encima del banco de remero, y lo lanzó limpiamente entre los lombres, por encima de la proa. Después me gritó que lo siguiera, cosa que hice, y vino detrás de mí gritándoles a los hombres que hicieran retroceder un poco el bote. Ellos apartaron la proa del bote que acabábamos de abandonar y de ese modo se dirigieron a través de la película marrón hacia el mar abierto.
—¿Donde está Tom Arrison? —jadeó uno de los hombres, en medio de sus esfuerzos.
Ocurría que era el compinche favorito de Tom Harrison. El capitán Gannington le contestó brevemente:
—¡Muerto! ¡Rema! ¡No hables!
Ahora bien, si había sido difícil hacer avanzar el bote a través de la película viscosa para venir en nuestro rescate, la dificultad para librarlo de la misma era diez veces mayor. Después de unos cinco minutos de remar, el bote parecía haberse movido menos de dos metros, cuanto mucho. Un temor espantoso volvió a invadirme, el mismo que uno de los hombres jadeantes expresó de pronto en palabras:
—¡Nos atrapó! ¡Lo mismo que al pobre Tom! -dijo el hombre que había preguntado dónde estaba Harrison.
—¡Cierra la boca y rema! —ordenó el capitán.
Y así pasaron unos minutos más. De pronto me pareció que el pesado y sordo ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! llegaba con mayor nitidez en la oscuridad y miré con atención por encima de la popa. Flaqueé un poco porque casi podía jurar que la oscura masa del monstruo estaba en realidad más cerca, que estaba aproximándose a nosotros en la oscuridad. El capitán Gannington debió haber tenido la misma impresión porque después de echar un breve vistazo a la oscuridad saltó hasta el primer remero y empezó a ayudarlo con el remo.
—¡Vaya adelante por debajo de los bancos, doctor! —me dijo, casi sin aliento— Ubíquese en la proa y vea si puede apartar un poco la materia.
Hice lo que me indicaba y un minuto después estaba en la proa del bote; removiendo la materia flotante con el bichero de un lado a otro y tratando de desgarrar aquella porquería viscosa, adhesiva. Un olor espeso, casi animal se desprendía de ella, y todo el aire parecía saturado del mortífero olor. Nunca encontraré palabras para contarle a alguien todo el horror de aquello: la amenaza parecía cernirse en el aire mismo alrededor de nosotros; y un poco a popa, aquella cosa increíble, acercándose, según creo firmemente, cada vez más, y la película marrón reteniéndonos como pegamento a medio derretir. Los minutos pasaron mortales, eternos, y yo seguía mirando a popa en la oscuridad, pero sin dejar de remover aquella materia repugnante, golpeándola y fustigándola a un lado y otro, hasta que me cubrió el sudor. Bruscamente el capitán Gannington voceó:
—Estamos adelantando, muchachos. ¡Remen! —y advertí que el bote avanzaba notablemente mientras los hombres remaban con renovada esperanza y energía. Pronto no hubo dudas; poco después aquel horrendo ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! se había vuelto bastante confuso e incierto en algún lugar a popa y ya no pude ver la nave abandonada; la noche se había vuelto tremendamente oscura y el cielo estaba cubierto por densas nubes. Cuanto más nos acercábamos al borde de la película viscosa, más libremente se movía el bote, hasta que de pronto salimos, con un sonido limpio, dulce, fresco, a mar abierto.
William Hope Hodgson (1877-1918)
Relatos góticos. I Relatos de W.H. Hodgson.
Más literatura gótica:
- Relatos náuticos de terror.
- Relatos pulp.
- Relatos paranormales.
- Relatos sobrenaturales.
- Relatos ingleses.
- Relatos victorianos.
3 comentarios:
Al principio pensé que se trataba de la misma nave abandonada que aparece en "Una voz en la Noche." Definitivamente, estaba equivocado.
Qué puedo decir... simplemente un relato fenomenal. ¿Acaso Willian Hope Hodgson se especializa en el terror náutico? Le estoy agarrando gusto a este escritor. Gracias por el relato, Aelfwine.
Que tal, Julio.
Sabes, con este autor comencé leyendo sus relatos clásicos de terror, que son bastante buenos, hasta que me topé con una antología de relatos marítimos, que me pareció simplemente genial.
El nombre de la antología es Sargasso Sea Stories. Si le puedes echar mano seguramente no te arrepentirás.
Saludos!
Le falta un par de párrafos finales... el traductor se olvidó de agregar toda la explicación del doctor.
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