«El misántropo»: J.D. Beresford; relato y análisis.
El misántropo (The Misanthrope) es un relato fantástico del escritor inglés J.D. Beresford (1873-1947), publicado en la antología de 1918: Diecinueve impresiones (Nineteen Impressions).
El misántropo, uno de los mejores cuentos de J.D. Beresford, relata la historia de un hombre que se recluye en una isla para evitar cualquier tipo de contacto con otro ser humano, aunque no con demasiado éxito.
Este aislamiento es casi un hecho anecdótico en El misántropo de J.D. Beresford, ya que detrás de la misantropía del protagonista, de su odio por la humanidad, subyace un inquietante elemento fantástico: debido a un extraño defecto visual, el protagonista es capaz de ver la verdadera naturaleza de los demás.
La mezquindad, los rencores, la miseria humana, le son tan perceptible como los rostros que la enmascaran. Lo que a simple vista es un hombre normal, incluso un buen hombre, se revela como una criatura estúpida, cuando no directamente malvada. Asqueado, el misántropo se encierra en su pequeña realidad insular. Sin embargo, en él permanece una duda estremecedora: ¿qué secretas miserias serían capaces de revelarle su propio reflejo?
El misántropo.
The Misanthrope; J.D. Beresford (1873-1947)
Después que volví del islote y discutí el caso, empecé a preguntarme si aquel hombre no me habría tomado por tonto. Pero, en lo más profundo de mi conciencia, creo que no. Sin embargo, no puedo resistirme a la influencia de las risas que ha despertado mi relato. Aquí, en tierra firme, todo parece improbable, grotesco, estúpido. Pero en el islote la confesión de ese hombre resultaba absolutamente convincente. El escenario es todo, y quizá yo deba agradecer que las circunstancias que me rodean sean tan favorables a la normalidad. Nadie aprecia más que yo el misterio de la vida; pero cuando ese misterio implica dudar de uno mismo, me resulta más agradable olvidarlo.
Naturalmente, no quiero creer en esa historia. De lo contrario tendría que admitir que soy un ser aborrecible. Y lo peor es que nunca acertaría a saber por qué soy aborrecible. Antes de mi viaje, descartada la explicación trivial de que el hombre estaba loco, habíamos recurrido a las dos alternativas inevitables: el Crimen, el Amor Desengañado. Éramos humanos, éramos románticos, y tratábamos desesperadamente de no ser demasiado vulgares. Ya antes un hombre había intentado lo mismo, y construyó o quiso construir una casa en el peñasco de Gulland; pero antes de que pasaran quince días se vió derrotado, y lo que quedó de su construcción fue sacado de la isla y convertido en una capilla de hojalata. Aún está ahí. Todos fuimos a Trevone, y meditamos en torno a ella, abrigando la vaga esperanza de que alguno de nosotros, sin saberlo, tuviera condiciones de psicometrista. Nada resultó de esa visita, salvo una ligera intensificación de aquellas teorías, que se estaban volviendo un poco rancias.
Comparamos el primitivo fracaso de treinta y cinco años atrás, la frustrada tentativa, con el éxito presente. Porque este nuevo misántropo había vívido en el Gulland todo el invierno, y aún vivía. En realidad, el hecho de su presencia en ese terrible peñasco era aceptado ahora por las gentes del lugar; para ellas, sólo estaba un poco más loco que la remuneradora, reincidente multitud de visitas que este año interrumpían su viaje a Bedruthan con el propósito de pararse en la playa de Trevone y contemplar estúpidamente la choza apenas visible que como una excrecencia de forma cúbica se alzaba en aquel islote giboso y desolado. Y eso lo hacíamos todos; mirábamos, sin un propósito definido, y meditábamos mucho.
Poseído por lo que a la sazón me pareció un alocado espíritu de aventura, fui una noche a la eminencia del Cabo Gunver, y vi una luz en la distante cabaña, como una mancha de liquen dorado sobre el parásito del peñasco. En aquella luz creí descubrir cierta apariencia de humanidad; y eso, junto con una secreta simpatía por el ermitaño (¿loco, criminal o amante desdichado?) que había huido del pestilente contacto de la ubicua multitud, fue lo que acabó de decidirme.
Era, en realidad, una noche borrascosa, y yo me quedé hasta que la luz amarilla se extinguió y ya sólo pude ver, de tanto en tanto, a través de las tinieblas, un curvado dosel de espumas cuando el brazo del Faro de Trevone tocaba un rincón desnudo del lóbrego peñasco. No fué difícil arribar a una decisión; pero mientras aguardaba la llegada del buen tiempo que permitiría viajar al bote que llevaba provisiones a la isla, a dos millas de tierra firme, sufrí alternados accesos de vacilación y nerviosidad. Y los soporté solo, porque había resuelto no mencionar mi aventura, hasta que la excursión se hubiera realizado. Pensarían que había salido a pescar. Y la llegada del botero, para anunciarme que el viento y la marea eran favorables aquella mañana, dio a mi excusa la necesaria verosimilitud.
Yo lo había prevenido, y sobornado, para que no diera a mis amigos el menor indicio sobre el propósito de mi salida. Mi nerviosidad no disminuyó cuando al acercarnos a la roca vi la silueta de su único habitante esperando nuestra llegada. Me consolé pensando que al ver al inusitado pasajero de nuestra barca se pondría sobre aviso; pero me estremecí interiormente al considerar la necesidad de emplear un saludo convencional si quería al mismo tiempo presentarme y disculparme. Las formas consagradas por el uso civilizado eran irremediablemente incapaces de expresar mi simpatía; lejos de ello, creía yo, serían el síntoma inconfundible de la curiosidad.
Me extrañó que nunca hubiera recibido a otros visitantes entrometidos, como me lo había asegurado el barquero. Mi desasosiego aumentó cuando nos aproximamos a la única abertura entre afiladas rocas que servía de puerto. Tuve la impresión de que el hombre que nos aguardaba me observaba. Y súbitamente me faltó el ánimo. Resolví no molestarlo con mi presencia, permanecer en el bote mientras descargaban la mercadería, y después volver con el barquero a Trevone. Y seguí este plan con tal decisión que cuando atracamos, aparté obstinadamente la vista del hombre a quien venía a ver, y contemplé con solemnidad el abultado lomo de Trevone, que ahora se me aparecía bajo un aspecto enteramente nuevo. La voz del ermitaño me arrancó de una abstracción perfectamente sincera.
—Buen tiempo tenemos hoy —dijo.
Y me pareció descubrir en su acento cierta nerviosidad. Recordé que había dirigido la misma observación a los boteros, que ahora transportaban el cargamento a la cabaña. Alcé la cabeza y me encontré con su mirada. Me observaba, en efecto, con extraña concentración, como si estuviera ansioso por captar el menor detalle de mi expresión.
—Muy bueno —asentí—. Pero estos dos últimos días han sido detestables. Se habrá encontrado usted algo desprovisto.
—He tomado mis precauciones. Tengo algunas reservas, ¿comprende? ¿Se aloja allá? —preguntó, señalando la bahía con un movimiento de cabeza.
—Por una semana o dos —repuse, y empezamos a hablar de los campos aledaños a Harlyn, con el entusiasmo de dos desconocidos que hallan un tópico común en una recepción aburrida.
—¿Nunca ha estado usted en el Gulland? —aventuró él, por fin, cuando ya los barqueros habían descargado sus mercaderías y se disponían, evidentemente, a marcharse.
—No, es la primera vez —contesté, vacilante, considerando que la invitación debía provenir de él. Pero él dejó la cuestión indecisa:
—Es un condenado lugar, y desde luego no hay nada que ver. No sé si le interesa a usted la pesca.
—Bastante —repuse con entusiasmo.
—Del otro lado del peñasco —prosiguió—, hay aguas profundas. Cuando el tiempo es favorable, se pescan unos róbalos espléndidos —hizo una pausa antes de añadir—. Esta tarde será magnífica para pescar.
—Quizá podría volver... —murmuré, pero el botero me interrumpió.
—Si quiere volver, tendrá que ser mañana —advirtió—. Sólo hay marea favorable cada doce horas.
—Bueno, si quiere usted quedarse... —ofreció el ermitaño.
—¡Gracias! —repuse—. Es usted muy amable. Me quedaré, encantado.
Y me quedé, dejando claramente establecido que la barca vendría a buscarme a la mañana siguiente. A primera vista, no había nada excesivamente extraño en el hombre del Gulland. Me dijo que se llamaba William Copley, mas al parecer no estaba emparentado con los Copley que yo conocía. Afeitado, habría parecido un inglés enteramente vulgar pasando sus vacaciones en un lugar agreste. Calculé que su edad oscilaba entre los treinta y los cuarenta años. Sólo dos cosas me parecieron un poco extrañas durante aquella tarde que pasamos dedicados a pescar. La primera, su intensa mirada indagadora, que parecía sondearlo a uno hasta lo más profundo. La segunda, una inexplicable devoción por un ritual muy singular.
A medida que crecía nuestra intimidad, iba dejando de lado la cortesía formal que le imponía su calidad de anfitrión; pero siempre insistía en un detalle que en un comienzo supuse no era más que la convencional ceremonia de dejar paso a su huésped. Nada podía inducirle a adelantárseme. Marchó detrás de mí incluso cuando me llevó a conocer los pequeños recovecos de su isla (el único metro cuadrado enteramente plano en toda la extensión de la misma era el piso de la choza). Pero después observé que aquella peculiaridad iba aún más lejos, y que ni por un solo instante quería volverme la espalda.
Ese descubrimiento me intrigó. Yo excluía aún la explicación de la locura. Los modales y la conversación de Copley eran normales. Pero recaí en aquellas dos sugerencias que ya se habían formulado, y las perfeccioné. Imposible evitar la inferencia de que este hombre, de algún modo, me temía; mas no acertaba a decidir si era un fugitivo de la justicia, o de la venganza; quizá de una vendetta. Ambas teorías parecían explicar su mirada inquisitiva. Deduje que su deseo de sentirse acompañado se había vuelto tan fuerte, que había resuelto afrontar el riesgo de que yo fuera un emisario enviado por alguna persona exquisitamente romántica (a mi modo de ver) que deseaba la muerte de Copley.
Recordé algunas de las fantasías de los novelistas y me deleité con ellas. Me pregunté si podría hacer hablar a Copley convenciéndolo de mi inocencia. ¡Cómo me estremeció esta perspectiva! Pero la explicación vino sin esfuerzo de mi parte. Me envió fuera de la cabaña mientras preparaba la cena, una cena excelente, dicho sea de paso. En seguida comprendí sus motivos: no podía arreglárselas para cocinar y poner la mesa sin darme la espalda. Una cosa, sin embargo, me intrigó un poco: tan pronto como salí, bajó la cortina de la pequeña ventana cuadrada. Naturalmente, yo no puse reparos. Bajé al borde del mar y esperé hasta que me llamó. Permaneció en la puerta de la choza hasta que llegué a unos pocos pies de distancia; después retrocedió y tomó asiento de espaldas a la pared. Mientras cenábamos hablamos de la pesca de la tarde, pero cuando encendimos la pipa, acabada la cena, dijo de pronto:
—No veo por qué no he de decírselo.
Como un necio, aprobé ansiosamente. Me habría sido tan fácil disuadirlo.
—Empezó cuando yo era niño —continuó—. Mi madre me encontró llorando en el jardín. Y yo sólo pude decirle que Claude, mi hermano mayor, tenía un aspecto horrible. Durante varios días, en efecto, verlo me resultó intolerable. Pero como yo era un niño perfectamente normal, esta pequeña manía no inquietó demasiado a mis padres. Creyeron que Claude me había hecho una mueca y me había asustado. Pero al fin mi padre me dio una tunda. Esa paliza debió servirme de advertencia. Sea como fuere, hasta que tuve casi diecisiete años no volví a mencionar a nadie mi peculiaridad. Estaba avergonzado de ella, desde luego. Y en cierto modo, aún lo estoy.
Se interrumpió, bajando la vista; apartó el plato y cruzó los brazos sobre la mesa. Yo desfallecía, por preguntarle algo, pero temía interrumpirlo. Después de vacilar un instante, levantó la cabeza y clavó en la mía su mirada, pero desprovista ya de aquella expresión inquisitiva. Más bien parecía buscar comprensión.
—Se lo dije al rector de mi escuela —prosiguió—. Era un hombre excelente, y se mostró muy comprensivo; tomó en serio todo lo que le conté y me aconsejó que consultara a un oculista. Fui en las vacaciones con mi padre (ahora le había dado una explicación más razonable de mi problema). Me llevó al mejor oculista de Londres. El oculista demostró un interés enorme, y ello prueba que debe haber algo de cierto en todo esto. No puede ser simple imaginación, porque realmente me encontró un defecto en la vista;. algo enteramente nuevo, según él. Una nueva forma de astigmatismo; pero, desde luego, me indicó que ninguna clase de lentes podría serme útil.
—Pero, ¿cómo? —interrumpí, incapaz ya de contener mi curiosidad.
Copley vaciló y bajó los ojos.
—El astigmatismo, como usted sabe —dijo—, es un defecto visual que hace que las imágenes de los ejes que poseen cierta dirección se vean borrosamente, mientras que las de ejes perpendiculares a los anteriores se ven con nitidez. En mi caso, ocurre que mi vista es perfectamente normal salvo cuando miro a alguien por encima del hombro.
Alzó la cabeza, con expresión casi patética. Advertí su esperanza de que yo comprendiera sin nuevas explicaciones. Pero no pude ocultar mi desconcierto. ¿Qué relación existía entre ese insignificante defecto visual y la reclusión de Copley en la roca de Gulland? Expresé mi perplejidad con un fruncimiento de cejas.
—Pero, no comprendo... —dije.
Él vació su pipa y empezó a raspar el hornillo con su cortaplumas.
—Mi astigmatismo es también moral —dijo—. O por lo menos, me da cierta clase de penetración moral. Me parece inevitable darle ese nombre. En algunos casos he demostrado... —bajó la voz. Al parecer, estaba absorto en la operación de limpiar su pipa, que miraba fijamente— Normalmente, ¿comprende usted?, cuando miro a las personas frente a frente, las veo como todos los demás. Pero cuando las miro por encima del hombro... ¡oh! Entonces veo todos sus vicios y defectos. Sus rostros permanecen en cierto sentido iguales, es decir, perfectamente reconocibles, pero deformados, bestiales. Ahí tiene, por ejemplo, el caso de mi hermano Claude. Era un muchacho de agradable aspecto. Pero cuando yo lo miré de esa manera, tenía una nariz como un loro, parecía al mismo tiempo débil y voraz y vicioso.
Se interrumpió, estremeciéndose levemente, y después prosiguió:
—Ahora sabemos que era así. Acaba de cometer un desfalco en la Bolsa. Una vulgar estafa. Después fue Denison, el rector de mi escuela. Un hombre tan decente, en apariencia. Nunca lo mire de ese modo hasta que terminó mi último año de estudios. Yo me había acostumbrado, con más o menos dificultad, a no mirar nunca por encima del hombro, ¿comprende usted? Pero a menudo caía en la trampa. Y este fue, uno de esos casos. Yo integraba el equipo de fútbol de la escuela, que aquel día jugaba contra Old Boys. En el momento de entrar en la cancha, Denison me gritó: ¡Buena suerte, muchacho!, y yo me olvide y lo mire por encima del hombro.
Yo aguardaba, suspenso, y al advertir que no seguía, lo apremie:
—¿Él también era... así?
Copley asintió.
—Era débil, pobre diablo. No había nada de malo en sus ojos, pero estaban en pugna con su boca; no se si usted me entiende. Cuatro años más tarde se habría producido un terrible escándalo en la escuela si no hubieran echado tierra a cierto asunto. Denison se vio obligado a salir del país. Después, si quiere usted más ejemplos, estaba el oculista. Un hombre atlético, espléndido. Desde luego, me pidió que lo mirara por encima del hombro, para ponerme a prueba. Me preguntó que veía; yo se lo dije, con bastante aproximación. Por un instante se puso pálido. Era un sensual, ¿comprende usted? Y cuando yo lo miré de ese modo, me pareció un viejo cerdo sucio.
Y así prosiguió después de un intervalo:
—El verdadero golpe de gracia fue la ruptura de mi compromiso con Helen. Estábamos enamorados, y yo le conté mi problema. Se mostró comprensiva, y también, creo, algo sentimental. Creía que yo era víctima de un hechizo. En todo caso, según su teoría, si yo alguna vez llegaba a ver, mirando de ese modo, a alguien verdaderamente sano y normal, terminarían mis tribulaciones... se rompería el hechizo. Y naturalmente ella quería ser ese alguien. No resistí demasiado a sus ruegos. Supongo que la quería. De todas maneras, yo pensaba que ella era la perfección y que sería imposible encontrarle defectos. Cedí, pues, y la miré de ese modo.
Su voz tenía ahora una monótona entonación de abatimiento, como si el relato de la tragedia final de su vida le hubiera traído la indiferencia de la desesperación.
—La miré —prosiguió— y vi una criatura sin mentón, con ojos perrunos y aguachentos. Una muchacha fiel y pegajosa... ¡uff! No puedo... Nunca volví a hablarle. Eso me derrumbó, ¿sabe usted? Después, ya cesó de importarme. Empecé a mirar a todo el mundo de esa manera, hasta que sentí la necesidad de alejarme de los seres humanos. Estaba viviendo en un mundo de bestias. Los fuertes eran viciosos y criminales; y los débiles eran detestables. No podía soportarlo. Al fin, tuve que venir aquí para apartarme de todos. En aquel momento se me ocurrió una idea.
—¿Alguna vez se ha mirado al espejo? —le pregunté.
Asintió.
—No soy mejor que los demás —dijo—. Por eso me he dejado crecer esta sucia barba. Aquí no tengo espejo.
—¿Y no puede usted caminar entre los hombres con el cuello rígido, por así decirlo, mirándolos de frente?
—La tentación es demasiado fuerte —dijo Copley—. Y crece cada vez más. Supongo que en parte obedece a simple curiosidad; pero, en parte, a la momentánea sensación de superioridad que uno experimenta. Cuando los ve de esa manera, olvida cómo es usted por dentro. Pero al cabo de un tiempo se siente asqueado.
—Y usted... —dije y vacilé. Quería saber, pero me dominaba un miedo terrible—. Usted... —empecé nuevamente— ¿aún no me ha mirado a mí de esa manera?
—Aún no —dijo.
—¿Cree usted que... ?
—Probablemente. No lo parece, desde luego. Pero los otros tampoco.
—¿No tiene la menor idea de cómo me vería, si me mirase así?
—En absoluto. He tratado de adivinarlo, pero no puedo.
—¿Quiere usted... ?
—Ahora no —respondió ásperamente—. Cuando esté a punto de irse, quizá.
—¿Está usted seguro, entonces...?
Asintió, con atroz seguridad.
Me fui a dormir, pensando si la teoría de Helen no sería cierta, y si acaso yo no podría deshacer el hechizo del infortunado Copley. A la mañana siguiente, poco después de las once, vinieron a buscarme los boteros.
Yo había dominado en parte el sentimiento de supersticioso terror que me asaltara, y no había repetido mi ruego; él, por su parte, tampoco se había ofrecido a indagar en los rincones tenebrosos de mi alma. Me acompañó hasta el embarcadero y me estrechó la mano cordialmente, pero no me dijo que volviera a visitarlo. Y luego, en el preciso instante en que la barca se ponía en movimiento, se volvió hacia la cabaña y me miró por sobre el hombro. Fue sólo una mirada, muy rápida.
—Un momento —ordené a los barqueros, e incorporándome lo llamé—: ¡Eh, Copley!
Él se volvió para mirarme de frente, y advertí que su cara estaba transfigurada. Tenía una expresión de estúpido asco y repugnancia, semejante a la que yo había visto, cierta vez, en la cara de un niño idiota acometido de náuseas.
Me dejé caer en el bote y le volví la espalda. Entonces me pregunté si era así como él mismo se había visto en el espejo. Mas a partir de entonces sólo me he preguntado qué vio él en mí. Y jamás podré volver para preguntárselo.
J.D. Beresford (1873-1847)
Relatos góticos. I Relatos de J.D. Beresford.
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El análisis y resumen del cuento de J.D. Beresford: El misántropo (The Misanthrope), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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