«Confesión»: Algernon Blackwood; relato y análisis.
Confesión (Confession) es un relato de fantasma del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado en la antología de 1921: Los lobos de dios (The Wolves of God).
Confesión, uno de los mejores relatos de terror de Algernon Blackwood, nos sitúa en la ciudad de Londres, durante una noche de niebla.
Allí, el protagonista encuentra un escenario ideal para dejar volar su imaginación. Duda sobre la realidad, sobre la verdadera existencia de las personas en la calle, de todas aquellas figuras que flotan en la niebla como vagos espectros, apareciendo y desapareciendo repentinamente. En medio de esa cerrazón se encontrará con una mujer que, como él, está perdida. La sigue hasta el interior de una casa en ruinas, donde finalmente será testigo de una tragedia en perpetua repetición.
Confesión.
Confession; Algernon Blackwood (1869-1951)
La niebla se arremolinaba a su alrededor, empujada por un fuerte movimiento propio, pues no había viento. Flotaba formando densas volutas y espirales tóxicas; subía y bajaba; las luces de las de la calle y los automóviles no lograban penetrarla, aunque aquí y allí algún escaparate grande formaba manchas de luz tenue sobre su cortina en perpetuo movimiento.
A O'Reilly le dolían los ojos debido al incesante esfuerzo de ver a un pie más allá de su rostro. El nervio óptico se cansaba, y la visión, por consiguiente, era cada vez menos precisa. Al avanzar cautelosamente a través de la sofocante oscuridad, tosió. Sólo el ahogado ruido del lento tráfico le persuadía de que se encontraba realmente en una ciudad populosa; esto y las vagas sombras de figuras que iban a tientas, enormemente aumentadas, que surgían súbitamente para desaparecer de nuevo, al avanzar a tientas hacía destinos inciertos.
Sin embargo, las figuras eran seres humanos; eran reales. Al menos sabía eso. Oía sus voces apagadas, cercanas, lejanas, extrañamente sofocadas. También oía el golpeteo de numerosos bastones. Estas formas fantasmagóricas representaban gente viva. No estaba solo.
Lo que le obsesionaba era el temor a encontrarse completamente solo, pues todavía era incapaz de cruzar un espacio abierto sin ayuda. Tenía la resistencia fisica, era el cerebro lo que le fallaba. A mitad del camino podría invadirle el pánico, se estremecería completamente, se disolvería su voluntad, gritaría pidiendo ayuda, correría furiosamente. Todavía no estaba curado, aunque en condiciones normales estaba bastante seguro, tal como le había confirmado el Dr. Henry.
Cuando una hora antes tomó el metro en Regent's Park el aire era claro, el sol de noviembre lucía brillante, el cielo azul estaba despejado y la presunción de que podría cruzar la ciudad de Londres solo estaba justificada. Al día siguiente tenía que partir para Brighton a pasar la última semana de convalecencia; esta prueba preliminar de su fortaleza en una brillante tarde de noviembre iba a serle beneficiosa. El doctor Henry le dio instrucciones precisas:
—Cambie en Piccadilly Circus, sin dejar la estación del metro, recuerde; y salga en South Kensington. Ya tiene la dirección de su amiga del Departamento de Ayuda Voluntaria. Tome su taza de té con ella y luego regrese de la misma manera a Regent's Park. Regrese antes de que oscurezca, lo más tarde a las seis. Es mejor. Le había explicado los giros que tenía que hacer al abandonar la estación, tantos a la derecha y tantos a la izquierda; era algo confuso, pero la distancia era corta. Siempre puede preguntar. Es imposible que se equivoque.
Sin embargo, la niebla desdibujaba estas instrucciones, que en su cerebro se convirtieron en un confuso revoltijo. La imposibilidad de ver reaccionó en su memoria. Además, la D. A. V. le había advertido de que su dirección no era fácil de encontrar. La casa se encontraba en un lugar retirado. ¡Pero con su sentido de la orientación en zonas poco habitadas probablemente lo conseguiría mejor que cualquier londinense! Tampoco ella había calculado la niebla.
Cuando O'Reilly subió las escaleras de la estación de South Kensington, emergió a una oscuridad tan tenebrosa que pensó que todavía estaba bajo tierra. A su alrededor se extendía un mundo impenetrable. Solamente un pequeño claro en la húmeda atmósfera le indicó que se encontraba a cielo abierto. Durante algún rato se quedó quieto y mirando la horrible niebla de Londres. Con sorpresa y el más vivo interés disfrutó del nuevo espectáculo durante unos diez minutos, mirando cómo la gente llegaba y se desvanecía, y preguntándose por qué las luces de la estación se apagaban completamente en el instante en que tocaban la calle; después, con sentido de aventura abandonó el edificio cubierto y se sumergió en el opaco mar.
Repitiéndose las instrucciones que había recibido -primera a la derecha, segunda a la izquierda, otra vez a la izquierda y así sucesivamente- comprobaba cada giro asegurándose de que era imposible equivocarse. Hizo progresos correctos aunque lentos, hasta que alguien chocó con él y le hizo una pregunta repentina y sorprendente.
—¿Sabe usted si voy bien para la estación de South Kensington?
Fue lo imprevisto lo que le sorprendió; un momento no había nadie, al siguiente estaban cara a cara, otro momento y el extraño había desaparecido en la oscuridad tras dar cortésmente las gracias. Pero el pequeño sobresalto de la interrupción le había perturbado. Ya había doblado dos veces hacia la derecha, ¿O no? O'Reilly se dio cuenta repentinamente de que había olvidado sus instrucciones. Se quedó quieto haciendo arduos esfuerzos para recuperarse, pero cada esfuerzo le dejaba más inseguro que antes. Cinco minutos después estaba perdido y tan desesperado como un habitante de la ciudad que sale de su tienda en un bosque sin hacer marcas en los árboles para poder encontrar el camino de regreso. Incluso el sentido de la dirección, tan fuerte en él entre los bosques de su tierra, había desaparecido por completo. No había estrellas, no había viento, ni olor, ni ruido de agua que corre. En ningún lado había nada que pudiera guiarle, nada sino ocasionales contornos confusos, el caminar a tientas, arrastrando los pies, el aparecer y desaparecer en la arremolinada niebla, pero raramente a una distancia para poder hablar ni, mucho menos, tocar. Estaba completamente perdido; más aún, estaba solo.
Pero a pesar de todo no completamente solo. En su inmediata cercanía todavía había figuras. Surgían, se desvanecían, reaparecían, se disolvían. No, no estaba completamente solo. Veía esos espesamientos de la niebla, oía sus voces, el sonido de sus cautelosos bastones, y también sus pies que se arrastraban. Eran reales. Se movían, parecía, en círculo alrededor de él, sin acercarse demasiado.
—Pero son reales —se dijo en voz alta, traicionando el punto débil de su coraza—. Sí, son seres humanos. Estoy seguro de ello.
Nunca había discutido con el Dr. Henry sobre ningún punto. Pero siempre había tenido su propia idea acerca de estas figuras, porque entre ellas estaban bastante a menudo sus propios compañeros del horror de Somme, Gallipoli, de Mespot también. ¡Y debía conocer a sus compañeros cuando los veía! Al mismo tiempo sabía muy bien que había sufrido un shock, que su ser se había dislocado, como si se hubiera disuelto a medias y su sistema se hubiera desequilibrado de tal manera que su registro se había vuelto impreciso. Cierto. Comprendía eso perfectamente. Pero, en ese shock y esa dislocación, ¿no habría adquirido posiblemente otro mecanismo? ¿No habría huecos y bordes rotos, piezas que ya no encajaban, ajustadas como siempre, intersticios, en una palabra? Sí, esa era la palabra: intersticios. ¿Fisuras, por decirlo así, entre su percepción del mundo exterior y su interpretación interna del mismo? ¿Entre los diversos estados de conciencia, que generalmente encajaban tan perfectamente que las uniones eran normalmente imperceptibles?
Su estado, lo sabía bien, era anormal; pero, ¿eran irreales sus síntomas de este relato? ¿No podrian ser utilizados estos intersticios por... otros? Cuando veía sus figuras, solía preguntarse: ¿No son éstos los reales y los otros —los seres humanos— los irreales? Ahora esta pregunta revivía en él con una nueva intensidad. ¿Eran reales o irreales estas figuras que veía en la niebla? El hombre que le había preguntado el camino hacia la estación, ¿no era, después de todo, simplemente una sombra?
Utilizando su bastón y sus pies y la poca visión que le quedaba, supo que se encontraba en una isla. A su lado se erigía una farola que proyectaba su débil mancha de luz. Sin embargo, había también barandas metálicas, y eso le sorprendía, pues su bastón golpeaba las barras metálicas formando claramente una sucesión. Y en una isla no debía de haber barandas. A pesar de todo, estaba completamente seguro de que había cruzado un terrible espacio abierto para llegar a donde estaba. Su confusión y aturdimiento aumentaban con peligrosa rapidez. El pánico no estaba lejos.
Ya no estaba en un trayecto de autobús. Algún taxi pasaba muy despacio ocasionalmente, como una mancha blanquecina en la ventanilla que mostraba un preocupado rostro humano; de vez en cuando pasaba una camioneta o un carro, con el carretero llevando una linterna para que el caballo no tropezara. Esto le confortaba, por raros que parecieran. Pero eran las figuras lo que más le llamaba la atención. Estaba completamente seguro de que eran reales. Eran seres humanos como él. Por todo esto, decidió que en este punto también podria ser positivo. Por consiguiente, eligió una, un hombre corpulento que surgió repentinamente de la misma tierra frente a él.
—¿Puede indicarme el camino hacia Morley Place? —preguntó.
Pero su pregunta fue ahogada por la que le hizo simultáneamente el otro con voz mucho más fuerte que la suya.
—¿Sabe si voy bien para la estación del metro? Estoy completamente perdido. Busco South Kent.
Y en el momento en que O'Reilly había señalado la dirección de la que él procedía, el hombre ya se había marchado de nuevo, borrado, tragado, ni siquiera sus pasos eran audibles, como si nunca hubiera estado allí.
Esto le dejó una impresión muy desagradable, un sentido de aturdimiento mayor que antes. Esperó cinco minutos sin atreverse a dar un paso y luego lo intentó con otra figura, ésta una mujer, quien, afortunadamente, conocía perfectamente los alrededores. Le dio instrucciones detalladas de la manera más amable posible y luego se desvaneció con increíble rapidez y facilidad en el mar de oscuridad. La manera instantánea cómo se había desvanecido era descorazonadora, inquietante: fue misteriosamente abrupta y repentina. Pero sin embargo le confortó. Según la versión de ella, Morley Place estaba a menos de doscientas yardas de donde se encontraba. Empezó a avanzar, paso a paso, utilizando su bastón, cruzando un vertiginoso espacio abierto, golpeando el bordillo alternativamente con las dos botas, tosiendo y atragantándose continuamente mientras lo hacía.
—De cualquier modo, creo que eran reales —dijo en voz alta—. Las dos eran bastante reales. ¡Y quizá la niebla pronto se levante un poco! -estaba haciendo un gran esfuerzo para seguir caminando. Casi luchaba. Se daba perfecta cuenta. El único punto era la realidad de las figuras. Se puede levantar en cualquier momento —repitió en voz alta. A pesar del frío, sudaba profusamente.
Pero, naturalmente, la niebla no se levantó. Las figuras se hicieron también escasas. No se oían carros. Había seguido cuidadosamente las instrucciones, pero ahora se encontraba, evidentemente, en algún camino poco frecuentado en el que los peatones eran escasos incluso con buen tiempo. A su alrededor había un sombrío silencio. Su pie perdió el bordillo, su bastón barrió el aire vacío, sin golpear nada sólido, y el pánico se apoderó de él, dejándole estremecido y helado. Estaba solo, se sabía solo, y peor aún... estaba en otro espacio abierto.
Cruzar aquel espacio abierto le llevó quince minutos, la mayor parte a gatas, inconsciente del frío lodo que manchaba sus pantalones y congelaba sus dedos, atento solamente a sentir de nuevo un apoyo sólido contra su espalda y su espina dorsal. Se acercaba el momento del colapso, el grito ya salía de su garganta, el temblor de todo su cuerpo era ya incontrolable cuando sus dedos dieron con un acogedor bordillo y vio una tenua mancha de luz que se difundía sobre su cabeza. Con un gran y rápido esfuerzo se levantó, y un momento después su bastón golpeaba una baranda. Se inclinó contra ella, agotado, jadeando, con su corazón latiendo penosamente mientras la farola le proporcionaba el consuelo adicional de su débil luminosidad, aunque la llama real era invisible. Miró a uno y otro lado; el pavimento estaba desierto. Estaba engullido en el oscuro silencio de la niebla.
Pero sabía que ahora Morley Place debía estar muy cerca. Pensó en la pequeña y amigable D. A. V. que había conocido en Francia, en un fuego tibio y luminoso, en una taza de té y un cigarrillo. Un esfuerzo más, pensó, y todo eso sería suyo. Avanzó a tientas con resolución otra vez, arrastrándose lentamente junto a la barandilla. Sí las cosas fueran otra vez realmente mal, llamaria a un timbre y pediría ayuda, por más que rechazara la idea. Suponiendo que no tuviera que cruzar más espacios abiertos, suponiendo que no viera más figuras emergiendo y desvaneciéndose como criaturas nacidas de la niebla y viviendo en ella como si fuera su elemento nativo -ahora eran las figuras lo que temía más que otra cosa, incluso más que la soledad-, suponiendo que el sentido del pánico...
Un ligero oscurecimiento de la niebla debajo de la farola siguiente llamó su atención. Se detuvo. Esta vez no se trataba de una figura, era la sombra de la columna grotescamente ampliada. No se movía. Se movía hacia él. Por su interior fluyó una llama de fuego seguida de hielo. Era una figura, muy cerca de su rostro. Era una mujer.
De repente recordó el consejo del doctor, el consejo que le había curado de un centenar de fantasmas:
No las ignore. Trátelas como si fueran reales. Hábleles y vaya con ellas. Pronto probará su irrealidad. Y ellas le dejarán.
Hizo un esfuerzo valiente y tremendo. Estaba temblando. Una mano agarró la húmeda y helada barandilla.
—Se perdió como yo, ¿verdad, señora? —dijo con voz temblorosa—. ¿Sabe usted dónde estamos realmente? Estoy buscando Morley Place...
Se calló de repente. La mujer se acercaba más y por primera vez vio claramente su rostro. Su palidez fantasmagórica, los ojos brillantes y asustados que miraban con una especie de aturdimiento hacia los suyos, su belleza, sobre todo, dejaron sus palabras sin terminar. La mujer era joven, y su alta figura envuelta en un abrigo oscuro de piel.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó irreflexivo, olvidándose de su propio terror momentáneo.
Estaba más que asustado. El aire de angustia y dolor de ella despertó en él una aflicción peculiar. Durante un momento ella no contestó, acercando su cara pálida como si le examinara, tan cerca que apenas pudo controlar su instinto de retroceder un poco.
—¿Dónde estoy? —preguntó por fin, buscando fijamente sus ojos—. Me he perdido. No puedo encontrar mi camino de regreso.
Su voz era débil, un curioso gemido que despertó extrañamente su lástima. Sintió que su propia angustia se fundía con otra todavía mayor.
—Me pasa lo mismo —contestó más confiado—. Y también me aterroriza estar solo. He sufrido neurosis de guerra, ya sabe. Vayamos juntos. Juntos encontraremos un camino.
—¿Quién es usted? —murmuró la mujer mirándole todavía con sus grandes ojos brillantes, aunque su angustia no había disminuido ni una pizca. Le miraba como si se hubiera dado cuenta repentinamente de su presencia.
Él se lo contó brevemente.
—Y ahora voy a tomar el té con una amiga D. A. V. en Morley Place. ¿Cuál es su dirección? ¿Conoce el nombre de la calle?
Daba la impresión de que ella no le oía o no le comprendía por completo; era como si ya no le escuchara.
—Salí tan de repente, tan inesperadamente —escuchó la débil voz con angustia en cada sílaba—; no puedo encontrar el camino de mi casa. Precisamente cuando le esperaba, también... —miro a su alrededor con una expresión de inquietud que a O'Reilly le hizo desear tomarla en sus brazos inmediatamente para salvarla—. Quizá ya esté allí ahora... esperándome en este mismo momento... y yo no puedo regresar.
Tan triste era su voz que sólo haciendo un esfuerzo O'Reilly evitó extender la mano para tocarla. En su deseo de ayudarla se olvidaba cada vez más de sí mismo. Su belleza y la maravilla de sus extraños ojos brillantes en su cara pálida tenían un inmenso atractivo. Se calmó un poco. Esta mujer era bastante real. Le preguntó de nuevo su dirección, la calle y el número, la distancia a la que creía que estaba.
—¿Tiene usted alguna idea de la dirección, señora, aunque sólo sea una idea? Iremos juntos y...
De repente le interrumpió. Giró su cabeza como si escuchara, de manera que vio momentáneamente su perfil, la línea de su delgado cuello, un destello de joyas debajo del abrigo de pieles.
—¡Escuche! ¡Le oigo llamar! ¡Recuerdo! —y se apartó de su lado y se introdujo en la arremolinada niebla.
Sin dudar un instante, O'Reilly la siguió, no sólo porque deseaba ayudarla, sino porque no se atrevía a quedarse solo. La presencia de esta mujer extraña y extraviada le había animado; sucediera lo que sucediera, no debía perderla de vista. Tuvo que correr, tan rápida iba, siempre delante de él, avanzando con confianza y seguridad, doblando a derecha e izquierda, cruzando la calle sin detenerse nunca, sin dudar, con su compañero siempre pisándole los talones jadeando y con un creciente terror a perderla de vista en cualquier momento. El modo cómo encontraba su camino a través de la densa niebla era bastante sorprendente pero el único pensamiento de O'Reilly era no perderla de vista para que no volviera a invadirle el pánico con su inevitable colapso en la calle solitaria y oscura. Era una persecución furiosa y agotadora, y le era difícil mantenerla a la vista, como una fugaz sombra siempre algunas yardas delante de él. Ella no giró la cabeza ni una sola vez, no producía ningún sonido, ningún grito; avanzaba corriendo con instinto firme. Tampoco se le ocurrió ni una sola vez que la persecución fuera extraña; ella era su salvación, y de esto es de lo único que se daba cuenta.
Sin embargo, después recordó una cosa, aunque en aquel momento solamente registró el detalle sin prestarle atención: dejaba en la atmósfera un perfume, uno, además, que conocía, aunque mientras corría no pudo recordar el nombre. Estaba vagamente asociado, para él, con algo desagradable, algo repugnante. Lo relacionó con el sufrimiento y el dolor. Le transmitió un sentimiento de desasosiego. En aquel momento no pudo notar más que eso, ni tampoco pudo recordar dónde había conocido antes este aroma particular.
Y luego la mujer se detuvo súbitamente, abrió una verja y pasó a un pequeño jardín privado; tan súbitamente que O'Reilly, que le pisaba los talones, evitó por muy poco abalanzarse sobre ella.
—¿La ha encontrado? —gritó él—. ¿Puedo entrar un momento con usted? ¿Me dejará telefonear al doctor?
Ella se giró al instante. Su rostro, muy cerca del suyo, estaba lívido.
—¡Doctor! —repitió con un horrible susurro.
La palabra le produjo terror. O'Reilly se quedó sorprendido. Durante uno o dos segundos ninguno de ellos se movió. La mujer parecía petrificada.
—El Dr. Henry, ya sabe —tartamudeó, recuperando de nuevo su habla—. Estoy bajo su cuidado. Vive en Harley Street.
Su rostro se iluminó tan súbitamente como se había oscurecido, aunque en sus grandes ojos todavía flotaba la expresión de aturdimiento y dolor. Pero el miedo la abandonó, como si de repente hubiera olvidado alguna asociación que lo había revivido.
—Mi hogar —murmuró—. Mi hogar está en alguna parte cerca de aquí. Estoy cerca de él. Debo regresar, a tiempo, para él. Debo hacerlo. Él viene hacia mí.
Y tras decir estas extraordinarias palabras se volvió, avanzó por el estrecho sendero y se detuvo en el porche de una casa de dos pisos antes de que su compañero se hubiera recuperado suficientemente de su asombro para moverse o decir alguna silaba de respuesta. La puerta principal, vio, estaba entornada. Había sido dejada abierta.
Durante cinco segundos, quizá durante diez, dudó; era el miedo a que la puerta se cerrara y le dejara fuera lo que dio decisión a su voluntad y a sus músculos. Subió las escaleras corriendo y siguió a la mujer hasta un vestíbulo oscuro en el que ella ya le había precedido, y en medio de cuya oscuridad finalmente se había desvanecido. Cerró la puerta sin saber exactamente por qué lo hacía, e inmediatamente tuvo el presentimiento de que la casa en la que ahora se encontraba con esta mujer desconocida estaba vacía y desocupada. Sin embargo, en una casa se sentía seguro. Su peligro estaba en las calles abiertas. Permaneció esperando y escuchando un momento antes de hablar; y oyó a la mujer que se movía por el pasillo de puerta en puerta, repitiendo para sí con su débil voz de desgraciado lamento algunas palabras que no pudo comprender.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? Debo regresar...
Entonces O'Reilly se encontró repentinamente aquejado de mudez, como si, con aquellas extrañas palabras, le sobreviniera y le invadiera un terror obsesionante en la oscuridad.
¿Es ella una figura después de todo?, pensaba. ¿Es irreal o real?
Buscando alivio en la acción de cualquier clase, extendió automáticamente una mano y tanteó a lo largo de la pared en busca de un interruptor eléctrico, y aunque lo encontró por alguna milagrosa casualidad, ningún destello respondió a su accionamiento. Y la voz de la mujer surgió de la oscuridad.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Al fin la encontré! ¡Estoy de nuevo en casa, por fin!
Oyó que en el piso de arriba se abría y cerraba una puerta. Él estaba ahora en la planta baja, solo. Siguió un completo silencio.
En el conflicto entre varias emociones —miedo hacia sí mismo para que no volviera a dominarle el pánico, miedo por la mujer que le había conducido a aquella casa vacía y ahora le abandonaba a causa de alguna misteriosa misión que le hizo pensar en la locura—, en este conflicto que le mantuvo hechizado un momento, había un ingrediente todavía mayor que solicitaba una explicación inmediata, pero una explicación que él no podía encontrar. ¿Era real o irreal la mujer? ¿Era un ser humano o una "figura"? El horror de la duda le obsesionaba con una aguda inquietud que se traicionaba a sí misma en respuesta a aquel inoportuno temblor interno que sabía que era peligroso.
Lo que le salvó de una crisis que habría tenido necesariamente resultados más peligrosos para su cerebro y su sistema nervioso en general parece haber sido el hecho excepcional de que sentía más por la mujer que por él mismo. Su simpatía y su lástima habían sufrido una honda impresión; su voz, su belleza, su angustia y aturdimiento, todo poco común, inexplicable y misterioso, formaban juntos una petición que situó la suya en segundo término. Además de esto estaba el detalle de que ella le había dejado, se había ido a otro piso sin decir una palabra, y ahora, detrás de una puerta cerrada en una habitación de arriba, se encontraba cara a cara por fin con el objeto desconocido de su frenética busca, con "ello", fuere lo que fuere lo que pudiera ser "ello". Real o irreal, figura o ser humano, el impulso que vencía en su ser era que debía ir hacia ella.
Fue este claro impulso lo que le dio la decisión y energía para hacer lo que hizo después. Encendió una cerilla, encontró un pedazo de vela y avanzó con ayuda de la parpadeante luz a lo largo del pasillo y de las escaleras sin alfombrar. Se movía cautelosamente, aunque no sabía por qué lo hacía de esa manera. La casa estaba ciertamente sin ocupar; los muebles amontonados estaban cubiertos con fundas; a través de las puertas entreabiertas, vislumbró pinturas colgadas en las paredes y repisas tapadas. Siguió avanzando sin parar, moviéndose de puntillas como si fuera consciente de que era observado, notando el hueco oscuro del vestíbulo y las grotescas sombras que sus movimientos proyectaban en las paredes y el techo. El silencio era desagradable, pero, recordando que la mujer estaba esperando a alguien, no deseaba que se rompiera. Alcanzó el rellano y permaneció inmóvil. Al apantallar la vela para examinar la escena, su vista dio con un pasillo con puertas cerradas a ambos lados. ¿Detrás de cuál de estas puertas, se preguntó, estaba la mujer, figura o ser humano, ahora sola con ello?
No había nada que le guiara, pero un instinto le envió hacia adelante otra vez hacia lo que bucaba. Probó una puerta de la derecha: una habitación vacía, con los colchones enrollados sobre la cama. Probó una segunda puerta dejando la primera abierta detrás de él, y se encontró con otro dormitorio vacío. Al salir de nuevo al pasillo se quedó un momento esperando y luego gritó fuerte con voz grave que, a pesar de todo, levantó desagradables ecos en el vestíbulo del piso de abajo.
—Dónde está usted? Quiero ayudarla. ¿En qué habitación está?
No hubo respuesta; casi le alegró no oir ningún sonido, pues sabía muy bien que estaba esperando en realidad otro sonido, los pasos de quien era esperado. Y la idea de encontrarse con este desconocido hizo que se estremeciera, como si tuviera relación con un diálogo que temía con su corazón y que debía evitar a toda costa. Tras esperar unos momentos, notó que su vela se estaba apagando y cruzó el rellano con un sentimiento de duda y determinación a la vez hacia una puerta al lado opuesto de donde se encontraba. La abrió; no se detuvo en el umbral. Manteniendo la vela con el brazo extendido, entró con decisión.
E instantáneamente su olfato le dijo que por fin había acertado, pues el olor del extraño perfume, aunque esta vez mucho más fuerte que antes, le dio la bienvenida haciendo que sus nervios volvieran a estremecerse. Ahora sabía por qué estaba asociado con algo desagradable, con el dolor, con el sufrimiento, pues lo reconoció: era el olor de un hospital. En esta habitación se había utilizado un poderoso anestésico, y hacía poco.
Simultáneamente con el olor, la vista también le envió un mensaje. Sobre la gran cama doble que había detrás de la puerta, a su derecha, yacía ante su asombro la mujer con su abrigo oscuro de pieles. Vio las joyas en su delgado cuello; pero los ojos no los vio, pues estaban cerrados, se dio cuenta inmediatamente, mortalmente. El cuerpo yacía completamente estirado e inmóvil. Se acercó. Una raya delgada y oscura que salía de sus labios abiertos y bajaba hacia el mentón, perdiéndose dentro del cuello de pieles, era un hilo de sangre. Apenas estaba seco. Brillaba.
Fue extraño quizás que, mientras los miedos imaginarios tenían el poder de paralizarle, mente y cuerpo, esta visión de algo real tuvo el efecto de restaurar su confianza. La visión de la sangre y la muerte en condiciones bastante horribles e incluso monstruosas, no era una cosa nueva para él. Se acercó tranquilamente y tocó con mano firme la mejilla de la mujer, con la tibieza de la vida reciente todavía en su tersura. El frío final todavía no había invadido esta forma vacía cuya belleza, en su perfecta quietud, había adquirido la nueva dulzura de una lozanía sobrenatural. Pálida, silenciosa, vacía, yacía ante él iluminada por el parpadeo de su vela goteante. Levantó el abrigo de pieles para sentir el inanimado corazón. Hacía dos horas como máximo, juzgó, este corazón funcionaba afanosamente, la respiración pasaba por esos labios abiertos. Los ojos brillaban en su absoluta belleza. Su mano tropezó con un botón duro, la cabeza de un largo alfiler de acero clavado en el corazón hasta su extremo.
Entonces supo cuál era la figura, cuál era la real y cuál la irreal. Supo también qué había querido decir ello.
Pero antes de que pudiera pensar o reflexionar, antes de que pudiera incluso incorporarse de su posición inclinada sobre el cuerpo que estaba sobre la cama, se escuchó a través de la casa vacía el fuerte ruido de la puerta principal que se cerraba. Le invadió aquel otro temor que había olvidado durante tanto rato, el temor a sí mismo. El pánico de sus propios nervios perturbados descendía con irresistible embestida. Se volvió, se le apagó la vela debido al violento temblor de su mano y salió precipitadamente de la habitación.
Los diez minutos siguientes parecieron una pesadilla. De lo único que se dio cuenta fue de que los pasos ya sonaban en las escaleras, acercándose rápidamente. El parpadeo de una linterna jugó en la baranda, cuyas sombras corrían con rapidez junto a la pared, mientras la mano que sostenía la luz ascendía. En un frenético segundo pensó en la policía, en su presencia en la casa, en la mujer asesinada. Era una combinación siniestra. Pasara lo que pasara, debía huir sin siquiera ser visto. Su corazón latía furiosamente. Se precipitó por el rellano hasta la habitación opuesta, cuya puerta había dejado afortunadarnente abierta. Y por alguna increíble casualidad no fue visto ni oído por el hombre que, un momento más tarde, llegó al rellano, entró en la habitación en la que yacía el cuerpo de la mujer y cerró la puerta cuidadosamente detrás de él.
Temblando, sin atreverse apenas a respirar para que no le oyera, O'Reilly, atrapado por su propio terror, residuo de su incurada neurosis de guerra, no pensó en qué podria pedirle o no pedirle. Sólo pensaba en sí mismo. Se dio cuenta de un problema claro: de que debía salir de la casa sin ser visto ni oído. Quién era el recién llegado no lo sabía, al margen de una misteriosa seguridad de que no era a él a quien la mujer había "esperado", sino al propio asesino, y de que era el asesino, a su vez, quien esperaba a esta tercera persona. En aquella habitación con la muerte a su lado, una muerte que él mismo había ocasionado una o dos horas antes, el asesino se ocultaba ahora esperando su segunda víctima. Y la puerta estaba cerrada. Sin embargo, a cada minuto podria abrirse de nuevo, cortando la retirada.
O'Reilly salió silenciosamente, cruzó rápidamente el rellano, alcanzó las escaleras y empezó, con la mayor precaución, el peligroso descenso. Cada vez que las tablas desnudas crujían bajo su peso su corazón se sobresaltaba. Probaba cada escalón antes de pisarlo, distribuyendo todo el peso que podía sobre la baranda. Estaba a más de medio camino cuando, ante su horror, su pie tocó una tachuela de alfombra que sobresalía; resbaló en la pulida madera y solamente evitó caer de cabeza al agarrarse furiosamente al pasamanos, produciendo un alboroto que le pareció como la explosión de una granada de mano en unas apartadas trincheras. Entonces sus nervios le traicionaron y le dominó el pánico. En el silencio que siguió al eco que retumbó, oyó que en el piso de arriba se abría la puerta del dormitorio.
Era inútil esconderse. También era imposible. Bajó el último tramo de escaleras saltándolas de cuatro en cuatro, llegó al vestíbulo, lo cruzó rápidamente y abrió la puerta principal justo cuando su perseguidor, linterna en mano, cubria la mitad de las escaleras detrás de él. Tras cerrar la puerta de golpe, se sumergió precipitadamente en la oscura niebla exterior.
Ahora la niebla no le producía terror, sino que agradeció su manto protector; ni tampoco importaba en qué dirección corría mientras se alejara de la casa de la muerte. Naturalmente, el perseguidor no le había seguido hasta la calle. Cruzó espacios abiertos sin un solo temblor. Sin embargo, corrió en círculo, aunque sin darse cuenta de que lo hacía. No había gente a su alrededor, ni una sola sombra pasó a tientas junto a él, ningún ruido de tráfico llegó a sus oídos cuando se detuvo a respirar por fin apoyado en una baranda. Y luego descubrió que no llevaba el sombrero. Ahora lo recordaba. Al examinar el cuerpo, en parte por respeto y en parte quizá inconscientemente, se lo había quitado y lo había dejado sobre la misma cama.
Estaba allí, como indicio de irrecusable evidencia, en la casa de la muerte. Y por su mente pasó como un relámpago una serie de consecuencias. Afortunadamente era un sombrero nuevo; aún no había escrito sus iniciales en él; pero la marca de fabricante estaba allí y la policía iría de inmediato a la tienda en que lo había comprado hacía sólo dos días. ¿Recordaría su apariencia el personal de la tienda? ¿Recordarían su visita, la fecha, la conversación? Pensó que era improbable; se parecía a docenas de hombres; no tenía ninguna peculiaridad destacada. Intentó pensar, pero su mente estaba confundida y perturbada. Su corazón latía terriblemente, se sentía enfermo. Buscó alguna excusa que justificara el hecho de que se encontrara en la niebla y lejos de su casa sin sombrero. No se le ocurrió ni una sola idea. Se agarró a la helada barandilla, apenas capaz de mantenerse en pie, muy cerca del colapso... cuando se repente surgió de la niebla una figura, se detuvo un momento para mirarle, extendió una mano para sostenerle y a continuación le habló.
—Mi querido señor, está usted enfermo —dijo una amable voz de hombre—. ¿Puedo serle de alguna ayuda? Venga, deje que le ayude. Venga, tome mi brazo, ¿quiere? Soy médico. Afortunadamente también, está precisamente junto a mi casa. Entre.
Y medio arrastró y medio empujó a O'Reilly, que ahora bordeaba el colapso, escaleras arriba y abrió la puerta con su llave.
—Me sentí súbitamente perdido en la niebla, pero pronto me recuperaré, muchísimas gracias —tartamudeó, agradecido, sintiéndose ya mejor.
Se hundió en un sillón del vestíbulo mientras el otro dejaba un paquete que llevaba y le conducía poco después a una habitación; ardía un fuego resplandeciente; las lámparas eléctricas estaban agradablemente apantalladas; en una pequeña mesa junto a un sillón había una jarra de whisky y un sifón; y antes de que O'Reilly pudiera decir nada más, el otro le sirvió un vaso y le ordenó que se lo bebiera despacio, y que no se molestara en hablar hasta que estuviera mejor.
—Esto le animará. Bébaselo despacio. Nunca debía haber salido en una noche como ésta. Si tiene que ir lejos, será mejor que me permita hospedarle.
—Muy amable, de verdad, muy amable —murmuró O'Reilly, recuperándose ante el alivio de la presencia de alguien que ya le agradaba y hacia quien se sentía incluso atraído.
—No hay ningún problema —respondió el doctor—. He estado en el frente, ya sabe. Conozco cual es su problema, neurosis de guerra, apostaría.
Muy impresionado por el rápido diagnóstico del otro, observó también su tacto y delicadeza. Por ejemplo, no había hecho referencia a la ausencia de sombrero.
—Es cierto —dijo—. Estoy en manos del Dr. Henry, en Harley Street —y añadió algunas palabras sobre su caso.
El whisky hacía su efecto. El otro le tendió un cigarrillo; empezaron a hablar acerca de sus síntomas y de su recuperación; recobró en gran parte su confianza. Los modos y personalidad del doctor le ayudaron, pues en su rostro había fortaleza y amabilidad, aunque sus facciones mostraban una determinación inusual suavizada por una repentina señal de sufrimiento en sus ojos brillantes y convincentes. Era el rostro de un hombre, pensó O'Reilly, que había visto muchas cosas y que probablemente había conocido el infierno, pero de un hombre que era sencillo, bueno, sincero. Pero a pesar de todo, de un hombre con quien no se podía jugar; detrás de su amabilidad se ocultaba algo muy severo. Este efecto de su carácter y personalidad despertó en el otro el respeto además de la gratitud. Estimulaba su simpatía.
—Usted me anima a formular otra suposición —dijo el hombre desde la acertada interpretación del estado del improvisado paciente—. La de que usted ha tenido, digamos, un fuerte shock hace muy poco, y que le alivíaria desahogarse con alguien que pudiera comprenderle.
—Alguien que pudiera comprender —repitió—. Este es precisamente mi problema. Ha dado usted con ello. Es todo tan increíble.
El otro sonrió.
—Cuánto más increíble mayor necesidad de expresarse. Como sabe, la contención es peligrosa en casos como éste. Usted cree que lo ha ocultado, pero espera el momento adecuado y regresa de nuevo, causando grandes problemas. La confesión, ya sabe —dijo enfatizando la palabra—, ¡la confesión es buena para el alma!
—Tiene toda la razón —asintió.
—Ahora, si puede, cobre el ánimo suficiente para contárselo a alguien que le escuchará y le creerá; a mí mismo, por ejemplo. Soy médico, estoy acostumbrado a estas cosas. Consideraré todo lo que diga como secreto profesional, naturalmente; y, como no nos conocemos, el que yo le crea o no le crea no tiene ninguna consecuencia especial. Sin embargo, debo decirle por adelantado, creo que puedo prometérselo, que creeré todo lo que tenga que decirme.
O'Reilly contó su historia sin más, pues la indicación del hábil médico había encontrado un terreno fácil. Durante la narración, los ojos de su anfitrión no dejaron de mirar los suyos ni un solo instante. No movía ni un músculo de su cuerpo. Su interés parecía intenso.
—Algo increíble, ¿verdad? —dijo al acabar su relato—. Y la cuestión es... —continuó con una amenaza de locuacidad que el otro cortó instantáneamente.
—¡Es extraño, sí, pero no increíble! —interrumpió el doctor—. No veo ninguna razón para no creer un solo detalle de lo que me acaba de contar. Cosas igualmente notables suceden en todas las ciudades grandes, como sé por experiencia personal. Podria darle ejemplos —se detuvo un momento, pero su compañero, mirando a sus ojos con interés y curiosidad, no efectuó ningún comentario—. De hecho, hace algunos años —prosiguió el otro— conocí un caso muy parecido... extrañamente parecido.
—¿De verdad? Me interesaría enormemente.
—Tan parecido que parece casi una coincidencia. Usted puede, a su vez, encontrarlo dificil de creer. Sí, creo que todos los que tuvieron una relación con él ya han fallecido. No hay ninguna razón por la que no pueda contárselo, pues una confidencia merece otra, ya sabe. Sucedió durante la Guerra de los Boers, hace ya mucho tiempo de ello. En cierto sentido es realmente una historia muy vulgar, aunque muy terrible por otro, pero un hombre que ha servido en el frente la comprenderá y, estoy seguro de ello, se compadecerá.
—Estoy seguro de ello —repitió el otro rápidamente.
—Un colega mio, ya fallecido, un cirujano con mucha práctica, se casó con una muchacha joven y encantadora. Vivieron juntos durante varios años. La riqueza de él hacía que ella se sintiera muy a gusto. Su sala de consulta, debo decírselo, estaba a alguna distancia de su casa, como puede estarlo ésta, de modo que a ella no le molestaba. Después llegó la guerra. Como muchos otros, aunque sobrepasaba bastante la edad, se ofreció voluntario. Abandonó su lucrativo trabajo y partió a Sudáfrica. Naturalmente, sus ingresos cesaron; la gran casa estaba cerrada; su esposa encontró considerablemente restringida su vida de diversiones. Parece que ella consideraba esto como una gran privación. Se sentía amargada por lo que consideraba un agravio de él. Falta de imaginación, sin ningún poder de sacrificio, egoísta, era todavía una mujer hermosa, atractiva y joven. Entró en escena el inevitable amante para consolarla. Planearon huir juntos. Él era rico. Creyeron que Japón seria el lugar adecuado. Pero, por verdadera mala suerte, el marido olió algo y llegó a Londres en el momento crítico.
—Y se desembarazó de ella —interrumpió O'Reilly.
El doctor esperó un momento. Sorbió su bebida. Después sus ojos se fijaron algo severamente en el rostro de su compañero.
—Se desembarazó de ella, sí —prosiguió—, pero determinó hacerlo de manera definitiva. Decidió matarla a ella y a su amante. Ya ve, la amaba.
O'Reilly no hizo ningún comentario. En su propio país no era desconocido este método con una mujer infiel. Su interés estaba muy concentrado, pero también estaba pensando mientras escuchaba, pensando mucho.
—Planeó el momento y el lugar con mucho cuidado. Sabía que se veían en la casa grande, ahora cerrada, la casa en donde él y su joven esposa habían pasado años tan felices durante su época de prosperidad. Sin embargo, el plan fracasó en un importante detalle: la mujer llegó a la hora prevista, pero sin su amante. Encontró la muerte mientras le esperaba. Fue una muerte sin dolor. Pero su amante, que tenía que llegar media hora más tarde, no llegó nunca. La puerta estaba abierta a propósito para él. La casa estaba a oscuras, sus habitaciones cerradas, desiertas; ni siquiera había guardián. Era una noche neblinosa... exactamente como la de hoy.
—¿Y el otro? —preguntó O'Reilly con voz débil—. El amante...
—Entró un hombre —prosiguió el doctor con calma—, pero no era el amante. Era un extraño.
—¿Un extraño? —susurró el otro—. ¿Y dónde estuvo el cirujano todo este rato?
—Esperando fuera para verle entrar, oculto en la niebla. Vio que el hombre entraba. Cinco minutos más tarde le siguió, con la intención de completar su venganza. o su acto de justicia, como quiera llamarlo. Pero el hombre que había entrado era un extraño: había entrado por casualidad, como pudo haberlo hecho usted, para protegerse de la niebla...
O'Reilly, aunque con un gran esfuerzo, se levantó repentinamente. Tenía el horroroso presentimiento de que el hombre que tenía enfrente estaba loco. Tenía un agudo deseo de salir al exterior, con niebla o sin ella, de dejar esta habitación, de escapar del tono tranquilo de esta insistente voz. El efecto del whisky todavía se notaba en su sangre. No sentía falta de confianza, pero las palabras le brotaron con dificultad.
—Pienso que será mejor que me vaya, doctor —dijo torpemente—. Pero creo que debo agradecerle toda su amabilidad y ayuda. A su amigo —dijo susurrando—, el cirujano, espero que... quiero decir, ¿le llegaron a detener?
—No —fue la grave respuesta, mientras el doctor estaba de pie frente a él—, nunca le detuvieron.
O'Reilly esperó un momento antes de hacer otra observación.
—Bueno —dijo por fin, pero en un tono más fuerte que antes—, creo que... me alegra.
Y avanzó hacia la puerta sin darle la mano.
—No tiene sombrero —dijo la voz detrás de él—. Si se espera un momento le daré uno mío. No debe molestarse en devolvérmelo.
Y el doctor se lo dio mientras iban hacia el vestíbulo. Se oyó un ruido de papel que se rasgaba. O'Reilly salió de la casa un instante después con un sombrero en su cabeza, pero no fue hasta que llegó a la estación del metro, media hora después, cuando se dio cuenta de que era el suyo.
Algernon Blackwood (1869-1951)
Relatos góticos. I relatos de Algernon Blackwood.
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