El profesor Lugano y la conspiracion desenmascarada


El profesor Lugano y la conspiración desenmascarada.




Acostumbrados como estábamos a los hechos prodigiosos, dimos por sentado que el Rengo escondía algo, o simulaba esconderlo.

—¿No ven cómo renguea? —interrogó Lugano—- Nunca se ha visto una renguera más faláz.

—Sí —confirmó Targeti—, yo lo he visto andar en bicicleta y juraría que pedalea con una ferocidad que no condice con su estado.

—Es cosa del diablo —decretó el Vasco, quien combinaba elegantemente su agnosticismo con una fe ciega en las potencias infernales—. ¿No lo dice el aforismo? Al rengo llámelo rengo y al cojo...

Lugano lo sospechó desde siempre: ya en 1965 había asegurado que Ricardo Navarrete era un farsante, un aprovechador, un vil canalla, un simulador. El problema consistía en el carácter pluralista de los defectos de Navarrete: que además de rengo, era bizco.

Recuerdo los debates acalorados, los concilios, las rondas de mate amargo, los cubanitos; en fin, recuerdo muchas cosas; pero lo central es que recuerdo las guerras argumentales de quienes preferían un apodo u otro.

El grupo de los cultos, despectivamente llamado «los Conchu», destacaban el defecto ocular de Navarrete, y proponían como apodo el epíteto francés de cierta prostituta amante de Baudelaire: la louchette.

En las antípodas estaban los Populares, quienes destacaban la renguera de Navarrete por encima de su mirada torva.

El destino optó por segundos y Ricardo Navarrete pasó a ser El Rengo. Los años asentaron el apodo en el imaginario barrial. Pero los más abstrusos de los Conchu concibieron una teoría conspirativa, más por aburrimiento que por verdadero rencor: el rengo no era cojo.

Poco a poco fueron introduciendo esta sospecha en los círculos más influyentes del barrio, hasta que finalmente llegó el día en que la falacia se transformó en leyenda y adquirió una completa unanimidad; todos creyeron que el Rengo era un impostor.

Los viles y astutos Conchu aguardaron en las sombras, urdiendo arteras trampas que vinieran a desenmascarar al pobre Navarrete: veredas enceradas con fervor, baldosas flojas, cáscaras de banana; todo estaba permitido para que Navarrete diese un paso en falso, y que su condición de cojo quedase el registro universal de la infamia.

Pero el Cojo no cayó en las sucias artes de los Conchu, un sexto, acaso un séptimo sentido parecía guiar sus dubitativos y erráticos pasos. El tiempo transcurrió, casi tres décadas, y el odio y la suspicacia no cedieron.

En 1995, la sociedad de fomento de la Paternal organizó su decimoquinta maratón para jubilados, muchos de los cuales desconocían, e incluso negaban, la existencia de la famosa batalla griega. El acontecimiento había dejado de celebrarse en los meses más calurosos del año ya que varios gerontes habían sufrido los estragos de la deshidratación; razón por la cual, comenzó a realizarse en agosto. En la lista de aquel año vimos inscripto el nombre de Ricardo Navarrete.

La duda y la desesperación se apoderaron del barrio: un horror atávico se asomó en los rostros más prudentes; las buenas personas del barrio cerraban puertas y ventanas apenas caía la noche, y se negaban a atender el teléfono, salvo en casos de extrema necesidad. Los medios de comunicación atribuyeron estos excesos a la creciente ola de robos y secuestros, pero claro, nosotros sabíamos que los conspiradores tenían hombres infiltrados en la prensa.

Se iniciaron las pesquisas de rigor: al parecer, el Cojo siempre pasaba los veranos en la casa de su prima, en Mar de las Pampas, por lo que nunca había tenido la oportunidad de participar en la carrera. Intentamos comunicarnos con la comisaría de Mar de las Pampas, incluso el Profesor Lugano demandó una revisión de actas al concejo olímpico con sede en Chapadmalal; con la intención de verificar si Navarrete había o no participado en similares contiendas. Se llegó a enviar a un delegado a la ciudad de Dolores, pero sus investigaciones se vieron truncadas ya que la sede olímpica estaba situada, inconvenientemente, en Chapadmalal.

Se acercaba la fecha y los ánimos comenzaron a encenderse: los más pérfidos Conchu temían un desenlace heroíco, una milagrosa redención de la renguera que viniese a elevar a Navarrete a la condición de beato. Se le solicitó al cura local que no le administrase los sacramentos al Rengo, recordándole los pasajes más oscuros del Capítulo de Perusa. Afortunadamente, nuestro párroco, hombre sobrio y taciturno, desconocía que alguna vez se hubiese desarrollado tal concilio, y hasta llegó a dudar de su historicidad.

Agotadas las negociaciones con el clero, sólo restó esperar; y esperamos.

Llegó el domingo fatídico, se había anunciado lluvia pero el cielo lucía un azul orgulloso. Los gerontes comenzaron a llegar al palenque; algunos realizaban ejercicios de calentamiento, otros se encomendaban a los santos, y muchos preguntaban qué carajo hacían ahí, cuáles éran sus nombres, y demás muestras de la viril senectud de nuestros tiempos.

El Rengo hizo su entrada triunfal a último momento.

El peso de años de injustos rumores se derrumbaron ante nosotros: treinta años de fingida renguera estaban a punto de ser catapultados al olvido. La ansiedad nos consumía, teníamos la certeza de que la modesta maratón nos depararía una visión anticipada de las maravillas celestiales: ciegos que vuelven a ver, sordos que oyen, paralíticos que caminan, y matrimonios que son felices.

Sonó el silbato (el disparo del calibre 22 fue anulado en 1981 cuando el gringo Tagliani quedó seco en la línea de largada) y comenzó la carrera.

Adelante, llevando mucha ventaja, venía Augusto Lobato, pero lamentablemente el Alzheimer le jugó una mala pasada y se olvidó de la carrera, junto con otros detalles relevantes. Ahora la punta pertenecía a Eleonora Drocken, cuya soriasis le permitía cierta libertad de movimientos, funcionando como una especie de repelente natural; pero pronto fue perdiendo terreno ante el tricampeón, el venerable Tito Roncaglia, la saeta calva de Agronomía, quien en su juventud se había destacado como marcador lateral de Comunicaciones, en ese gran equipo que consiguió el ascenso a la C en 1951, y cuya invalorable colaboración consistió en la ejecución casi artística de 27 laterales.

Los atléticos pies habían levantado una polvareda que impedía la óptima visualización de la pista. Los Conchu se afanaban en seguir las revoluciones de la agonal competición, buscando febrilmente la figura de Navarrete. Ya lo imaginábamos arrebatarle la punta a Roncaglia, corriendo con paso grácil hacia la meta, con toda la fuerza de la justicia poética.

Allá a lo lejos (a los cien metros, ya que la carrera se ajustaba a las posibilidades de sus participantes) se oyó un silbato: la carrera tenía un ganador.

Esperamos por los altoparlantes el anuncio del podio. Los Conchu respiraron aliviados: Roncaglia había vencido, seguido por Auberti y por Peduzzi.

Cuando nos recuperamos del asombro nos dirigimos a la largada en busca de información. Targeti, nuestro endocrinólogo y tarotista, aseguraba que lo que habíamos visto no era Navarrete, sino su doble astral, y que el cojo descansaba alegremente en su casa, ajeno a los avatares de la competencia.

Pero lo que vimos nos dejó pasmados: a unos pocos pasos de la largada yacía el cuerpo, exánime, de Navarrete. Había muerto una leyenda.

Los Conchu se retiraron en silencio: años de conspiración, de dudas, de secretas reuniones al amparo de la noche, quedaban sin justificación.

Supimos luego que la pata de palo no soportó las rigurosas zancadas del Cojo.




Filosofía del profesor Lugano. I Crónicas de la licenciada Safo.


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