La extraña librería de don Rossetti


La extraña librería de don Rossetti.




En las proximidades del cementerio de la Chacarita hay una librería cuyo propietario, doc Carlos Rossetti, se adjudica el mérito de no haber vendido un solo libro.

Si Rossetti fuera completamente sincero consigo mismo, habría admitido hace años que nunca quiso vender un libro, y que su librería, un establecimiento sumamente curioso, era en realidad un lugar para almacenarlos.

Si uno pasa por la puerta de la librería puede notar que Rossetti tiene la apariencia del típico librero, alguien que ha leído, pero no demasiado, alguien amable, cordial, pero si uno se detiene, y amenaza con ingresar en el local, esa percepción cambia radicalmente.

Rossetti utiliza todos los medios a su alcance, excepto la violencia física, para evitar que sus clientes realicen una compra. Es un hombre perspicaz; sabe reconocer al curioso del comprador, de manera que permite que los primeros ingresen en la librería y hagan lo suyo; esto es, merodear, manosear, vacilar; pero incluso estos individuos aparentemente inofensivos salen aterrorizados si tienen la audacia de preguntar cuál es el precio de un libro. Puede que Rossetti reclame el derecho de prima nocte, puede que exija el sacrificio de un lechón. Depende de su estado de ánimo.

Las personas poco observadoras pueden pasar por la puerta de la librería, incluso durante años, y confundirla con una ferretería o un local de venta de artículos de limpieza. Los vidrios son opacos, tal es así que uno debe pegar la nariz a la vidriera para vislumbrar algo en el interior. Tampoco hay carteles ni nada que insinúe remotamente que adentro hay libros.

Si uno supera estas dificultades, y de hecho ingresa en el local, es recibido por una conjunción de olores desagradables. Al parecer, Rossetti almacena sus excrecencias semanales y las coloca en el interior de una jaula —nadie, que yo sepa, ha visto al canario con vida— que cuelga sobre la puerta de entrada. El impacto es horrendo, más por lo inesperado que por el olor a mierda en sí, con el cual la mayoría de las personas está familiarizado.

Las estrategias de Rossetti no siguen un patrón riguroso. En ocasiones retira la jaula, y en cambio se dispone a recibir a los posibles clientes vestido en calzoncillos. Es un hombre corpulento, rollizo, se diría; de piel muy rosada. El aspecto general no es aterrador, pero la actitud que asume estando prácticamente en bolas es espeluznante para los incautos que ingresan en el negocio. Rossetti se abalanza sobre ellos con una actitud amable, incluso afectuosa, preguntándoles si buscan algo en particular, pero el cliente rara vez celebra ese trato profesional.

Otras particularidades de la librería son sus erráticos horarios de apertura. Rossetti a veces abre a la medianoche, quince o veinte minutos, y procede a cerrar hasta la semana siguiente. Solo ocasionalmente abre a la mañana, nunca temprano, y puede permanecer así durante un mes, o más, subsistiendo de la caridad de sus pocos allegados, como el profesor Lugano, que suele dejarle una docena de churros en la puerta de vez en cuando.

Los horarios de la librería son tan imprevisibles que algunos clientes han quedado encerrados en el interior. Cuando Rossetti decide cerrar, cierra, sin anunciarlo ni pedirle a los pocos desgraciados que ingresan en el local que se retiren. Hay que decir también que las maniobras para cerrar la persiana suelen ser una señal bastante clara y que la mayoría logra salir a tiempo. Pero hay compradores absortos que han debido pernoctar, o directamente sobrevivir durante una o dos semanas, hasta que Rossetti decide volver a abrir.

La disposición de los libros allí predispone a la desazón. No hay mesas de saldos, y los libros usados están situados a una altura inconcebible, a resguardo del manoseo indiscriminado. Rossetti tiene una política que excluye de su catálogo a los best-sellers, los libros de autoayuda, los libros de cocina, y básicamente todo aquello que pueda inducir una compra.

Aquellos de nosotros que vivimos en el barrio de Chacarita —no todos, es cierto, solo algunos— conocemos las mañas de Rossetti, y hemos aprendido a aceptarlas como parte de su personalidad. Cualquiera que entre en la librería, indiferente al olor a mierda, a la disposición hiperbólica de los libros, al propio Rossetti deambulando semidesnudo, puede tomar cualquier libro, leerlo, incluso llevárselo, sin pagar un peso.

Rossetti no vende libros, los custodia. Su condena, como la de Caronte al transportar el alma de los difuntos, es cuidar todos esos libros mientras estén en su posesión, hasta que no quede uno solo. Ese día, tal vez, cuando no haya más almas en la tierra, ni libros en la librería, Caronte y Rossetti por fin podrán descansar.




Crónicas del profesor Lugano. I Egosofía.


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