El libro del adiós.
Rufina siempre fue una chica indecisa. Lo sé porque me costó muchísimo lograr que saliera conmigo.
Por momentos le gustaba que la cortejara, por otros me decía que no podía, que tenía dudas, que no sabía si yo le gustaba; en fin, cosas así. Pero lo bueno de las mujeres indecisas es que, una vez que acceden a salir con uno, les cuesta mucho decidir dejar de hacerlo.
No me avergüenza admitir que me aproveché de la inseguridad de Rufina, de sus titubeos, de sus vacilaciones. Después de todo, era hermosa. ¿Y quién no se ha comportado como un cretino para conseguir el amor de una mujer hermosa?
Durante unos meses las cosas anduvieron bastante bien entre Rufina y yo; quizás porque soy un tipo resuelto, determinado, y ella, exactamente lo contrario. Nuestro grado de complementación era perfecto: yo resolvía y ella vacilaba, yo accionaba y ella reflexionaba, yo pensaba en nuestro futuro y ella —ahora lo sé— dudaba de que hubiese un futuro juntos.
Para el afuera, como vulgarmente se suele decir, proyectábamos la imagen de una pareja sólida, consolidada, sin fisuras. De hecho, todos decían que éramos la pareja perfecta.
Todos menos Gabriela, la mejor amiga de Rufina.
Gabriela nunca me aprobó; probablemente porque una o dos veces intenté seducirla, pero eso no viene al caso. Una mujer atractiva no debería ofenderse de que un hombre trate de conquistarla.
Pero las mujeres hermosas son así. De hecho, es justo razonar que la belleza de una mujer es directamente proporcional a su inseguridad. Cuanto más lindas, más inseguras, pero también más hábiles para ocultar lo que realmente sienten.
¿Y qué sienten?
Bueno, que son lindas, en primer lugar; que tienen un producto bruto invaluable y un montón de inversores con deseos de explotarlo, pero también que ese capital tiene fecha de caducidad. Imagínese lo que puede sentir un millonario que sabe que en veinte o treinta años no tendrá un puto centavo y sabrá entonces lo que siente una mujer hermosa.
Retomo la anécdota.
Sé que Gabriela nunca se atrevió a confesarle sus reservas a Rufina. Hubiese sido en vano. Si a una persona indecisa se le inducen ciertas revelaciones solo se consigue sumirla más en la confusión. Gabriela fue astuta, muy astuta. Lo sé porque ella fue quien le regaló a Rufina El libro del adiós.
La primera vez que vi ese libro fue cuando Rufina me esperaba en el Teufel, al que solemos ir una vez por semana. Cuando entré al bar ella lo leía con voracidad.
—¿Y ese libro? —le pregunté, mientras me sentaba.
—Me lo regaló Gabriela —dijo, enseñándome la cubierta, donde un tipo calvo, vestido con una túnica naranja, sonreía con picardía.
Otro libro de autoayuda, pensé.
Rufina estaba todo el tiempo tratando de autoayudarse.
—¿Está bueno?
—No sé —dijo Rufina—. Por momentos me parece que sí.
El libro del adiós fue, justamente, el inicio del final entre nosotros.
Al principio no noté ningún cambio sustancial. Todo siguió igual: ella con sus indecisiones y yo con mis convicciones. Incluso ahora, mientras procuro recordar cualquier detalle circunstancial de aquellos días no encuentro ninguna pista que me pudiese haber alertado sobre lo que ocurriría después.
Pasó un mes, aproximadamente, de aquel encuentro en el bar. Supongo que ese es el tiempo que le tomó a Rufina terminar de leer el libro, o de releerlo varias veces.
La vi por última vez un viernes.
Ella estaba radiante. Caminó hacia mí junto a su padre, un viejo miserable, avaro, que nunca me quiso. Aún en ese momento tan desagradable para mí —sin dudas ya sabía lo que su hija me haría—, el viejo me lanzó una mirada de absoluto resentimiento.
No tiene sentido que lo fatigue con referencias secundarias: Rufina se me acercó y me dijo que no era una persona indecisa, no señor, sino que se había tomado el tiempo necesario para pensar detenidamente en nuestra ruptura.
—Fue ese libro, ¿no? Ese libro de mierda…
—No —dijo Rufina—; o a lo mejor sí. Eso no importa.
Entonces me dijo que me quedara ahí, que no la siguiera, que ella se iba a ir, que nunca quiso llegar tan lejos en nuestra relación.
Con total determinación, arrojé el anillo mientras Rufina se iba caminando del brazo de su padre, hermosa y resuelta. Salvo Gabriela, que sonreía con malicia, todos los invitados, y aún el sacerdote, estaban perplejos.
Egosofía: filosofía del Yo. I Diarios de antiayuda.
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