La verdadera diferencia entre perros y gatos.


La verdadera diferencia entre perros y gatos.




La madrugada llegó sin discusiones, sin debates, sin polémicas, acaso aprovechando los efectos de un torrontés corrosivo que nos hervía en la cabeza.

Algunos fumábamos en silencio, otros dormitaban sobre las mesas, desparramando los naipes y los dados caprichosos. El único ser vivo del bar que aún se mantenía activo era la Ñata, una perra abandonada que se nos había arrimado una tarde y que desde entonces nos acompaña.

Aquella noche en particular la Ñata estaba especialmente activa. Iba de un lado a otro del salón, olisqueando zapatos y reclamando algún resto de comida. Como todos los perros fieles, la Ñata se conformaba con poco. A veces una caricia alcanzaba para hacerle olvidar el hambre.

No obstante, otra criatura misteriosa lo observaba todo desde las alturas. Su nombre era Clavícula, una gata insidiosa y astuta que secuestraba minutas de las mesas, y que ninguno de nosotros llegó a acariciar realmente, salvo cuando ella lo decidía.

—¿Usted qué opina, profesor Lugano? ¿Perros o gatos? —pregunó un acólito que todavía se mantenía razonablemente lúcido.

El profesor no respondió. En cambio, le echó una mirada misericordiosa mientras se servía otra caña.

—Yo amo a los perros —continuó el hombre—. Los adoro. Y le voy a decir por qué. Mejor dicho, voy a demostrárselo.

El hombre tomó un resto de churrasco del plato, revoloteado por moscas obesas, y llamó a la Ñata.

La perra se acercó, primero con cautela, pero sobre todo con desconfianza por la presa jugosa que se le ofrecía, y luego empezó a mover la cola y a trotar animadamente hacia el hombre.

Cuando el bocado estuvo al alcance de su boca el hombre le dio un tremendo golpe en el hocico.

La Ñata retrocedió, confundida.

Inmediatamente el hombre volvió a arrimarle el pedazo de carne. La Ñata volvió a acercarse, esta vez con menos confianza todavía, pero el engaño se repitió, solo que esta vez el golpe fue aún más fuerte.

La perra sacudió la cabeza. Nos miró a todos, uno por uno, como si fuésemos parte de aquel acto de crueldad.

Nunca me sentí menos humano.

—Vení, perrita... —repitió el hombre.

Varios de los que aún se mantenían despiertos nos incoporamos para intervenir, pero el hombre no volvió a golpear a la perra. Dejó que ésta se acercara tímidamente, y mientras el animal masticaba vorazmente el pedazo de carne la acarició en el lomo.

—¿Se dan cuenta? —dijo el hombre, señalando la cola de la Ñata mientras se sacudía alégremente—. Por eso me gustan los perros. No tienen memoria. No importa lo cruel que sea su amo, ellos nunca nos hacen sentir que los hemos tratado mal. En cierta forma, somos sus dioses.

La Ñata se retiró apenas terminó su bocado.

Todavía movía la cola.

—Me fascinan este tipo de experimentos. Se puede aprender mucho de los animales —dijo el hombre, mientras hurgaba en el interior de su chaqueta—. Creo que los he olvidado en casa. ¿Alguien sería tan amable de convidarme un cigarrillo?

—Por supuesto —respondió el profesor.

Le acerco generosamente uno de sus mejores habanos, y cuando el hombre estuvo a punto de tomarlo Lugano le partió una botella de Pernod en la cabeza.

El hombre se desplomó en el suelo. Sangraba.

El profesor volvió tranquilamente a su asiento. Nadie dijo una sola palabra. Solo Clavícula se atrevió a acercarse a ese objeto enigmático que sangraba copiosamente sobre las baldosas. Primero dio unas vueltas alrededor del cuerpo, acaso verificando su origen, propósito y peligrosidad, y luego se echó encima.

Ronroneaba.

Siempre me han gustado los gatos —dijo por fin el profesor—. Fíjese qué curioso. Los gatos nunca nos acarician, sino que se acarician contra nosotros. Ningún gato verá un dios en el hombre, sino más bien un mueble que sangra y respira.

La Ñata, antes de echarse a los pies del profesor, intentó orinar sobre el cuerpo que yacía en el suelo, pero Clavícula la ahuyentó retrayendo los labios y enseñándole sus agudos colmillos. Ya lo había reclamado para ella. Era suyo; como el bar, como nosotros, y ninguno se atrevió a discutir su reinado.




Más filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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2 comentarios:

Unknown dijo...

Hay un ensayo que escribió Lovecraft acerca de los perros y gatos. Como una de las personas que lo admira, se sabe que él prefería a los gatos, incluso los hizo protagonistas en algunos de sus relatos. Apenas podía sospechar que el profesor Lugano sintiere empatía por algún animal, y me alivia saber que le gustan los gatos.

Sebastian Beringheli dijo...

Hace poco alguien me comentó que el profesor se estaba "suavizando". Quizás tenga razón. De todas formas, a mi también me alegra su inclinación por los gatos. En eso, al menos, demuestra cordura.

Saludos, Renée.



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