La mentira de la imparcialidad.


La mentira de la imparcialidad.




—Me considero un hombre imparcial, profesor Lugano. Es decir, un hombre razonable.

—Eso es indudable, pero no lo pone a salvo de la mediocridad.

—Estoy habituado a esos argumentos. El hombre imparcial es acusado de tibio, de gris, de cobarde, de ser el blanco de la regurgitación divina...

—Y usted considera que todo eso es un error.

—Desde luego. El hombre imparcial es también un hombre razonable, lógico, ecuánime, prudente, centrado, ubicuo, objetivo, equidistante...

—Y falaz.

—Ya me han advertido sobre sus artimañas retóricas, profesor. No pienso dejar pasar semejante acusación sin argumentos sólidos que la respalden.

—El argumento está a la vista.

—¿Usted sostiene que la imparcialidad es una falacia?

—Más que una falacia yo diría que es una postura anómala del pensamiento.

—En ese caso permítame decirle que esa postura me ha evitado caer en ideas radicales y en fanatismos...

—Y seguramente también en ideales y pasiones.

—Le hago esa concesión. El hombre imparcial no se deja llevar por impulsos.

—Tal vez no. Y justamente allí reside su naturaleza falaz.

—Presénteme sus argumentos.

—Le repito, los argumentos son evidentes.

—De todas formas le ruego que me los aclare.

—Muy bien. Permítame ser lacónico: la imparcialidad es una mentira.

—Eso no es un argumento.

—Aún no he terminado. No solo es una mentira común, sino la peor clase de falacia que podamos imaginar, ya que consiste en el autoengaño.

—¿Usted sostiene que al ser un hombre imparcial me estoy autoengañando?

—Y no solo eso. Se está autoengañando concientemente.

—Entonces no estamos hablando de un engaño, profesor.

—Por supuesto que sí. ¿Cuál es la peor clase de mentira? La mentira a medias.

—¿Y cuál sería esa mentira?

—Creer que se puede ser imparcial frente a lo significativo.

—¿Usted cree que no?

—Mire, seré lo más breve posible. La razón solo nos permite ser imparciales en asuntos que íntimamente consideramos frívolos. Es decir, solo podemos ser imparciales en cuestiones que no nos interesan un carajo. Las opiniones imparciales sobre el amor, la vida, la muerte o el destino de una nación, carecen de todo valor. Solo se puede ser imparcial sobre aquello que nos es indiferente. El resto, me temo, exige de nosotros el compromiso de la subjetividad.




La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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