«La noche del océano»: Lovecraft - Barlow; relato y análisis.


«La noche del océano»: Lovecraft - Barlow; relato y análisis.




La noche del océano (The Night Ocean) es un relato de terror de los escritores norteamericanos H.P. Lovecraft (1890-1937) y R.H. Barlow (1918-1951), publicado originalmente en la edición de invierno de 1936 de la revista The Californian.

La noche del océano, quizás uno de los relatos de Lovecraft menos conocidos [y posiblemente uno de los mejores cuentos de R.H. Barlow], integra los Mitos de Cthulhu de un modo secundario, pero no menos importante a la hora de ampliar el lore de esa notable mitología literaria.






La noche del océano.
The Night Ocean, R.H. Barlow (1918-1951), H.P. Lovecraft (1890-1937)

No sólo fui a Ellston Beach para disfrutar del sol y el océano, sino también para dar descanso a mi fatigada mente. Como no conocía a nadie en la pequeña ciudad, que bullía de turistas en verano, no parecía muy probable que fuese molestado. Esto me agradaba, pues mis únicos deseos se concentraban en contemplar desde mi refugio temporal el batir de las olas y la gran extensión arenosa de playa que se extendía ante mí. Mi prolongado trabajo veraniego había sido completado antes de dejar la ciudad, y el enorme mural estaba correctamente ajustado al contexto pedido. Me había costado la mayor parte del año terminar el dibujo y, cuando al fin di la última pincelada sobre el lienzo, estuve dispuesto a rendirme ante la evidencia de mi mala salud y tomar un descanso, alejándome de todo por un tiempo.

Ciertamente, cuando tan sólo llevaba una semana en la playa, apenas si me acordaba ya de aquel trabajo que un poco antes me había parecido de tanta importancia. Y no era más que un viejo asunto resuelto a base de mezclar colores y formas entre los miedos y desconfianzas de mi habilidad para crear un meticuloso diseño a partir de una imagen mental. Y aun así, todavía pienso que aquel suceso en el solitario acantilado, del cual fui principal protagonista, pudo ser producido por algo que acecha detrás de los temores y desconfianzas de mi constitución mental. Pues siempre he sido un observador, un soñador, un creador de paisajes y fantasías; ¿y quién puede decir sin temor a equivocarse que tal naturaleza no abre los sentidos a mundos inesperados y distintos cánones de existencia?

Ahora que estoy tratando de contar lo que vi, soy consciente de un centenar de limitaciones impuestas por la cordura. Cosas contempladas con una visión interior, fantasías relampagueantes que nos llegan en la oscuridad del sueño, son muchas veces más vividas y significativas que la propia realidad. Introduce una pluma estilográfica en un sueño y el color surgirá de ella. La tinta con la que escribimos parecerá diluida en algo más que la realidad y nos daremos cuenta que, después de todo, no podemos delinear los abismos de la memoria. Es como si nuestro propio interior, separado de los lazos que le unen a la objetividad de la vida, gozase de emociones ocultas, selladas precipitadamente cuando tratamos de introducirnos en ellas. En las fantasías y sueños yacen las grandes creaciones del hombre, pues en ellas no existe ninguna imposición de línea o colorido. Escenas olvidadas y tierras más lejanas que el dorado mundo de la niñez brotan en la mente dormida hasta que el amanecer las pone en fuga.

De entre todo esto podemos rescatar algo de la gloria y alegría que anhelamos: imágenes de sospechada belleza pero nunca antes vistas, que son para nosotros lo que el Grial para los sagrados espíritus del mundo medieval. Convertir tales cosas en arte, intentar traer algún descolorido trofeo de aquella región intangible, velada y sombría, requiere enorme destreza y memoria. Pues, aunque los sueños acechan en todos nosotros, pocos pueden sostener sus apolilladas alas sin desgarrarías. Esta narración no posee tal destreza. Intentaré contar lo mejor posible los mencionados acontecimientos que percibí tan imprecisamente como aquel que atisba dentro de una región sin luz y sólo ve formas y movimientos vagos. En el diseño de mi mural, que entonces se mezclaba con muchos otros en el edificio para el que habían sido diseñados, había tratado de bosquejar algún rasgo de aquel mundo de sombras, y quizá el resultado había sido mejor de lo que pudiera serlo ahora.

El principal motivo de mi estancia en Ellston era el de esperar las críticas al diseño, y, cuando unos días de comodidad poco corriente ajustaron mi perspectiva, descubrí que —a pesar de los fallos que el creador siempre encuentra más fácilmente— había logrado retener en colores y líneas algunos de los fragmentos contenidos en aquel mundo infinito de imaginación. Las dificultades del proceso, y el consiguiente esfuerzo de todas mis facultades, habían minado mi salud, obligándome a recluirme en la playa durante aquel período de espera. Deseaba estar totalmente solo, y por ello alquilé (para alegría de su incrédulo propietario) una pequeña casa a corta distancia del centro de Ellston, el cual, a causa de lo avanzado de la estación, bullía con una masa moribunda de turistas de poco interés para mí.

La casa, ensombrecida por los vientos marinos y algo desconchada por la falta de pintura, no entraba dentro de los límites del pueblo, sino que se anclaba en la costa, como el péndulo inmóvil enganchado al reloj ciudadano, totalmente solitaria al pie de una duna arenosa cubierta de juncos. Como un gusano en medio de la nada se agazapaba mirando al mar; sus mudas ventanas negras acechando sobre una desolada extensión de tierra y cielo y un océano inconmensurable. Es posible que todo lo dicho hasta ahora no sirva de mucho a la hora de ir encajando las piezas de una historia que ya es de por silo suficientemente extraña, sólo quiero decir que cuando vi aquella pequeña casita tuve consciencia de su soledad, y esto me agradó; era plenamente sensible a su insignificancia frente a la enormidad del mar.

Tomé posesión de la casa a finales de agosto, un día antes de lo esperado, y me encontré con un furgón y dos obreros descargando los muebles suministrados por el casero. Por entonces no sabía exactamente cuánto tiempo permanecería en la casa, y cuando se fue el camión que traía los enseres ordené todo mi equipaje y cerré la puerta (sintiéndome, después de varios meses de alquiler en un cuarto de mala muerte, como el propietario de una verdadera casa) sobre la duna cubierta de juncos y la arenosa playa. La vivienda constaba de un solo cuarto rectangular y requería poca exploración. Dos ventanas, una a cada lado de la entrada, dejaban pasar generosamente la luz, y algo, que asemejaba ser una puerta, había sido emplazado en la pared que daba al océano. El edificio tenía tan sólo unos diez años, pero, debido a la distancia que le separaba de Ellston, su alquiler se hacía muy difícil, incluso en los meses más activos de verano. Carecía de chimenea y se encontraba totalmente vacío desde octubre hasta bien entrada la primavera. Aunque distaba una milla escasa de Ellston, parecía muy lejano, y si se miraba en dirección al pueblo tan sólo se podían ver ondulantes extensiones de arena y juncos.

Pasé el resto de aquel primer día disfrutando del sol y el agua, olvidándome momentáneamente de mis anteriores preocupaciones laborales. Pero aquello era una reacción natural al agobiante trabajo que había ocupado mis hábitos y actividades durante tanto tiempo. La obra estaba terminada y mis vacaciones no habían hecho más que comenzar. Aquel hecho, aún no aceptado totalmente, acompañó todas mis sensaciones mientras transcurría la primera tarde desde mi llegada, cambiando incluso mis viejos modos de actuar. Los rayos de sol incidían sobre un cambiante océano cubierto de misteriosas olas coronadas de diamantes, produciendo extraños juegos de luz. Quizá las aguas capturasen las sólidas masas de luz que flotaban sobre la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz, éste era total e increíblemente dominado por aquel brillante resplandor. No había nadie por los alrededores, así que disfrutaba del espectáculo sin ninguna perturbación exterior.

Cada uno de mis sentidos se conmovía de forma diferente; algunas veces, parecía que el batir del mar era simultáneo con la pulsación de aquel brillante resplandor, como si las olas estuvieran brillando en lugar del sol; lo hacían con tanta fuerza e insistencia, cada una por separado de las demás, que el resultado final era de gran coherencia. Curiosamente, no vi a nadie paseando aquella tarde cerca de mi pequeña casita, ni tampoco las siguientes; aunque la ondulante costa albergara una amplia playa bastante mejor que la otra, situada más al norte, donde se practicaba el surf. No podía imaginarme el porqué de aquella carencia de edificios turísticos, y máxime cuando en la parte norte se amontonaba gran cantidad de gente mirando al mar sin apenas verlo.

Estuve nadando hasta la caída del sol, y después, ya descansado, di un paseo hasta el pueblo. La oscuridad empezaba a velar el mar cuando me encontré bajo las empañadas luces que alumbraban calles repletas de gentes incapaces de percibir la inmensa, tenebrosa existencia que rugía tan cerca de ellos. Había mujeres engalanadas con falsas joyas y baratijas, hombres aburridos que nunca más serían jóvenes; una masa de marionetas estúpidas ancladas al borde de un abismal océano, incapaces de ver y sentir lo que se extendía a su alrededor, en la rutilante grandeza de las estrellas y en la infinita inmensidad de la noche del océano. Caminaba por la orilla de aquel oscuro mar mientras volvía a mi pequeña casa, barriendo con la luz de la linterna su desnuda, impenetrable superficie. Era una noche sin luna y las cresta de las olas se adivinaban claramente sobre las inquietas aguas; sentí una emoción indescriptible nacida del estruendo de las aguas y la percepción de mi pequeñez mientras iluminaba con el pequeño haz de la linterna una esfera inmensa en si misma, aunque sólo era el negro y delgado caparazón de las profundidades terrestres. La noche se hacía más profunda y oscura, y más allá unos barcos, invisibles para mí, navegaban solitarios, produciendo distantes, agitados murmullos.

Cuando llegué a casa pensé que no me había tropezado con nadie desde que salí del pueblo, a una milla de distancia, pero algo me decía que durante todo el recorrido el espíritu del solitario océano me había acompañado. Era, medité, algo que todavía no se había mostrado, pero que flotaba silenciosamente más allá del nivel de mi comprensión; como los actores que esperan tras el escenario hasta que llega su turno de actuar, aprendiendo las palabras y gestos que más tarde representarán ante nuestros ojos. Por fin, me sacudía estas fantasías y maniobré la llave en la cerradura de la casa, cuyas desnudas paredes daban sensación de seguridad.

Mi habitáculo estaba aislado del pueblo, como si un buen día hubiese empezado a caminar rumbo al sur y después se negara a volver; y cuando regresaba a casa cada noche después de cenar no se llegaban a escuchar los ruidos del pueblo. Por lo común, me demoraba poco en las calles de Ellston, y algunas veces tan sólo iba para darme un pequeño paseo. En la ciudad había multitud de tiendas de curiosidades y esos teatros con fachadas falsamente elegantes que tanto abundan en las poblaciones veraniegas, pero nunca me sentí atraído por ellos; de todo lo que allí había sólo me interesaban los restaurantes. Es increíble la cantidad de cosas inútiles que la gente hace.

El tiempo fue soleado los primeros días de mi estancia. Me levantaba temprano y observaba un cielo grisáceo con promesas de sol; promesa que siempre se hacía realidad. Aquellos amaneceres eran frescos, y sus colores deslucidos en comparación con el uniforme resplandor del día. La luminosa luz, tan visible el primer día, hizo de los demás una concatenación de páginas amarillas en el libro del tiempo. Me di cuenta de que a muchos de los veraneantes no les gustaba el sol; yo, en cambio, lo anhelo. Después de unos grises meses de fatiga, la tranquilidad inducida por la existencia física en una región gobernada por cosas sencillas —el viento, la luz, el agua— tuvo un efecto positivo en mi, y, como estaba ansioso de continuar con aquel proceso curativo, pasaba casi todo el tiempo fuera de la casa, bajo la luz del sol. Aquello me inculcó un estado de ánimo tranquilo y relajado, dándome una sensación de seguridad ante la tenebrosa noche. La oscuridad significaba muerte, la luz vitalidad.

A través de millones de años, cuando el hombre se hallaba más cerca de la madre océano, cuando las criaturas de las que nos desarrollamos yacían lánguidas en las soleadas y poco profundas aguas; todavía anhelamos las primeras sustancias que nos cobijaron antes de aventurarnos al mundo exterior, antes de tener que procurarnos nuestra propia seguridad con paso vacilante, como la cría del mamífero que aún no se atreve a caminar por la tierra pantanosa.

La monotonía de las olas me relajaba, mi única ocupación era observar el devenir de las aguas. Se producían continuos cambios en la textura del océano: los matices y colores de su superficie cambiaban con la misma facilidad que la expresión de un rostro; yo lo percibía con sentidos casi ajenos a la existencia humana. Cuando la mar está encrespada, trayendo a nuestra mente imágenes de lejanos barcos debatiéndose entre las olas, nuestros corazones ansían en silencio la desvanecida línea del horizonte. Cuando está tranquilo, sosegado, nosotros también lo estamos. Aunque estemos acostumbrados a él desde tiempos primordiales, siempre oculta un halo de misterio, como si algo, demasiado vasto para tomar forma, estuviese acechando en ese universo del que el mar es la puerta. En las mañanas, el océano, brillando con reflejos de blancas brumas y diamantinos vapores, tiene la mirada de alguien que reflexiona sobre extrañas cosas; su complicada textura, a través de la cual cientos de peces se zambullen, parece ocultar una enorme, perezosa entidad que un día logrará salir de entre las aguas inmemoriales y blancuzcas para caminar sobre la tierra.

Pasé muchos días felices, contento de haber elegido aquella solitaria casa que descansaba como una bestia agazapada entre la arenosa extensión de dunas. En medio de aquella placentera tranquilidad, de aquella vida tan idílica, acostumbraba a dar largos paseos por la línea de la costa (donde rompían las olas, formando irregulares curvas de evanescente espuma); a veces encontraba pequeños fragmentos de cosas y desperdicios desparramados por los volubles rompientes del mar. Había un número increíble de restos depositados sobre la ondulante playa que se extendía ante mi casa; deduje que, posiblemente, salían de los canales de desagüe que tenían su origen en la ciudad y desembocaban en aquel punto. A cualquier hora, mis bolsillos —cuando llevaba— estaban llenos de baratijas que desechaba a las pocas horas de haberlas recogido, sorprendido de haberlas conservado tanto tiempo. Un día, sin embargo, encontré un pequeño hueso que debió pertenecer a algún misterioso pez; lo guardé, junto con un alargado objeto de metal cuyo diseño, minuciosamente esculpido, era de lo más insólito. Representaba una figura pisciforme sobre un fondo de algas marinas, y no era del clásico estilo geométrico que ahora suele llevarse; aunque muy deteriorado por el continuo batir de las olas, todavía era claramente visible. Nunca había visto nada parecido, aunque imaginé que era la representación de una moda, ya pasada, que había tenido lugar en Ellston años antes.

A la semana de mi estancia en la playa el tiempo empezó a cambiar gradualmente. La atmósfera se oscurecía cada vez más, hasta que, finalmente, el día era una mera sucesión de horas desvaídas de la mañana a la tarde. Esta sensación se acentuaba, más por una serie de impresiones mentales que por lo que presenciaban mis sentidos, pues la pequeña casa se alzaba solitaria bajo los cielos grises, batida por los salitrosos vientos del océano. El sol estaba oculto por densos velos de nubes: extensiones impenetrables de brumas grises; aunque el astro, allá arriba, brillase con la misma fuerza de los primeros días, no podía traspasar la inmensa cortina. La playa estaba prisionera, durante largos períodos de tiempo, bajo una cripta descolorida, como si un pedazo de noche se demorase en ella.

Mientras el viento ganaba fuerza y el océano se agitaba en ondulantes remolinos producidos por el errante golpear de las olas, me di cuenta de que el agua se enfriaba y de que ya no podía pasar tanto tiempo en ella; de esta forma, adquirí el hábito de dar largos paseos, que — cuando me sentía incapaz de nadar— reemplazaban el ejercicio físico que con tanto interés había buscado. Estos paseos me llevaban bastante más lejos por la extensión de costa que los anteriores y, como la playa se alargaba millas y millas hacia el sur de la bulliciosa ciudad, muchas veces, al caer la tarde, me hallaba totalmente solo en una extensa área de infinita arena. Cuando esto ocurría, retornaba cansinamente por la orilla, siguiendo el susurrante borde del mar para no perderme tierra adentro.

Algunas veces, cuando estos paseos los llevaba a cabo a horas tardías (lo cual era muy frecuente), encontraba la casa, que parecía la avanzadilla de la ciudad, por puro instinto. Insegura bajo los ventosos acantilados, como una negra mancha entre los mórbidos resplandores del crepúsculo oceánico, parecía hallarse más solitaria que bajo la diáfana luz del sol; cuando la veía me imaginaba que estaba esperando impaciente a que yo hiciese algo. Ya he dicho que el lugar estaba completamente aislado, cosa que, al principio, me complació, pero en aquellos momentos en los que el sol comienza a declinar, como hirviendo en sangre, y la oscuridad se arrastra avanzando pesadamente, alargando las sombras, notaba una especie de vaga inquietud: un espíritu, una sombra, un presagio producido por el ulular del viento, por la contemplación del inmenso horizonte y de aquel mar que rompía tenebrosas olas sobre una playa cada vez más extraña.

En aquellos momentos sentía una inquietud indefinible, aunque, debido a mi solitaria naturaleza, estaba acostumbrado al silencio y a la antiquísima voz de lo salvaje. Aquellos temores, que entonces no podía definir correctamente, no me afectaron demasiado; incluso ahora pienso que sólo fue la inmensa soledad del mar lo que penetró en mis sentidos, una soledad fortalecida por medio de sutiles insinuaciones —nada más— que traspasaron mi sensibilidad, de por sí ya predispuesta a tales manifestaciones.

Las bulliciosas, amarillentas calles del pueblo con su curiosa e irreal actividad, se encontraban lejos, y cuando iba allí a cenar (desconfiando de mis habilidades culinarias), me embargaba una preocupación irracional por volver a casa antes de que la oscuridad se hiciese dueña de la playa; aún así, muchas veces me entretenía en el pueblo hasta las diez. Posiblemente piensen que tal acción está por completo falta de juicio, que si realmente temiese tanto a la oscuridad la habría evitado. Pueden preguntarse por qué no dejé aquel lugar cuya soledad estaba empezando a deprimirme. No sé qué contestar; tal vez el cansancio, la extraña sensación que a veces se apoderaba de mí, era producida por ciertos matices apenas visibles en el oscurecimiento del sol, por las ráfagas de un viento quebradizo, o por la enormidad del siniestro mar que se agazapaba como una masa informe tan cerca de mí; era algo que, en cierta manera, emanaba de mi propio corazón, algo elusivo, algo que no podía definir. En los siguientes días, llenos de una luz diamantina, con las juguetonas olas festoneadas de espuma rompiendo en la soleada costa, el recuerdo de aquellas tenebrosas inquietudes quedaba como algo lejano, aunque, al cabo de una o dos horas, siempre volvía esa extraña sensación de desasosiego, y me sumergía de nuevo en el mortecino abismo de la desesperación.

A lo mejor, estas sensaciones interiores eran el reflejo del estado del océano, pues, aunque la mitad de lo que percibimos es interpretado por la mente, muchos de nuestros sentimientos son concebidos, de muy otra manera, por medios extraños o psíquicos. El mar puede ligarnos a sus múltiples estados de ánimo, mostrándose con el sutil indicio de una sombra o el destello de la luz sobre las olas, sugiriéndonos de esta forma su tristeza o alegría. El mar siempre está recordando cosas del pasado; aunque somos incapaces de comprender, de percatamos de estas memorias, sentimos su leve roce, su presencia. Al no trabajar, ni recibir ningún tipo de visitas, me era más fácil, quizá, adivinar su mensaje críptico; un mensaje que podría pasar desapercibido a otro. El océano, reclamando una recompensa por la cura que me proporcionaba, dominó mi vida aquel verano.

Hubo varios casos de personas ahogadas aquel año; cuando casualmente oía sus gritos de muerte (tal es nuestra indiferencia ante una muerte que no nos concierne o de la que no somos testigos), me daba cuenta de que su agonía debía ser horrible. Muchos de los que se ahogaron —algunos de ellos nadadores expertos— no eran encontrados hasta después de unos días, y la horrible señal de las profundidades se había adueñado ya de sus corrompidos cuerpos. Era como si el mar los hubiese arrastrado a un profundo cubil, triturándolos en la oscuridad hasta que, cuando ya no le eran de ninguna utilidad, los devolvía a la superficie en un estado espantoso. Nadie parecía saber la causa de tales muertes. La frecuencia con que se producían hizo cundir la alarma entre los recelosos, aunque la resaca no era demasiado fuerte en Ellston y no había noticias de tiburones en sus proximidades. No sabía exactamente si los cuerpos presentaban huellas de haber sido atacados, pero el terror a una muerte silenciosa que se cierne sobre las olas, buscando víctimas solitarias, es algo que todo hombre conoce y teme. Debería haberse encontrado pronto una razón para tales muertes, incluso aunque no hubiesen sido producidas por tiburones.

Pero los tiburones eran tan sólo una suposición que nunca llegué a confirmar. Los nadadores que permanecían en la playa durante el resto del verano prestaban más atención a las traicioneras costas que a la existencia de algún animal marino desconocido. El otoño, desde luego, no se hallaba muy lejos, y mucha gente se valió de esta excusa para dejar el mar, donde los hombres eran atrapados por la muerte, y retornar a la seguridad del interior, a sitios en los que nadie escucha el bramido del océano. Así terminó agosto, y ya habían transcurrido varios días de mi estancia en la playa. Hacia el cuarto día del nuevo mes hubo un amago de tormenta y, en el sexto, mientras paseaba azotado por húmedas ráfagas de viento, una masa informe de nubes, incolora y opresiva, comenzó a desarrollarse bajo la rizada superficie del mar. El azote del viento, que soplaba sin rumbo fijo, confería una especie de animación, un matiz de vida, a los elementos de la tormenta que se cernía.

Almorcé en Ellston y, aunque los cielos se asemejaban a la tapa negra de un frasco cerrado, me encaminé hacia el sur de la playa, lejos de la ciudad y de mi casa. Cuando el gris universal del cielo fue hendido por una franja púrpura del atardecer —que brilló excepcionalmente luminosa a pesar de la oscuridad—, descubrí que me hallaba a varias millas de cualquier refugio posible. Esto, sin embargo, no me preocupó en exceso, pues, a pesar de los siniestros cielos teñidos de presagios misteriosos, me daba perfecta cuenta de que mis sentidos adquirían una especie de agudeza, acercándome a los contornos y significados de aquella, hasta entonces, escondida esencia. Un difuso recuerdo me vino a la memoria, tal vez sugerido por la semejanza de aquel escenario que me rodeaba con otro que se describía en un cuento leído en mi niñez. Aquella historia —casi olvidada en los rincones del tiempo— trataba de la amada de un barbudo rey, dueño de un reino submarino habitado por seres con forma de pez, que era separada de su prometido de rubios cabellos por un ser con atributos religiosos y facciones simiescas. Lo que me vino a la mente era una imagen de los acantilados submarinos bajo el incoloro, extraño cielo de aquel mundo sumergido; y esta imagen, aunque ya casi había olvidado la mayor parte del cuento, era exactamente igual a la que contemplaba en aquellos momentos.

Ambas escenas, la del relato medio perdida en un mar de impresiones fugaces, mostraban cieno parecido. Tales recuerdos podían haber atravesado ciertas memorias incompletas que, en un momento dado, se hicieron patentes a mis sentidos, gracias a la contemplación de escenas cuya importancia actual es relativamente pequeña. Muchas veces, cuando vemos algo pasajero, un paisaje (por ejemplo), la ropa tendida en un recodo del camino al atardecer o la solidez de un árbol añoso bajo el pálido cielo del amanecer (las condiciones que lo rodean son más importantes que el objeto en sí mismo), sentimos que encierran algo precioso, una dorada virtud que tratamos de captar. Con todo, si contemplamos esa misma escena más tarde, o desde otra perspectiva, nos encontramos con que ha perdido todo su valor o significado. A lo mejor, esto es debido a que el objeto contemplado no encierra esa cualidad elusiva, sino que nos sugiere algo diferente que permanece oculto. La mente, desconcertada, no es capaz de ver la causa de esta repentina aptitud, sorprendiéndose al no encontrar nada interesante o llamativo en el objeto que ha causado su excitación.

Esto es lo que me sucedió cuando contemplé las nubes purpúreas. Me trasmitían la grandeza y el misterio de las viejas torres monacales bajo la luz del atardecer, pero su aspecto también se asemejaba al de los acantilados del antiguo cuento de hadas. De pronto, aquella perdida imagen se abrió paso en mi imaginación, y casi creí ver, entre el velo de espuma de las olas, que ahora parecían cubiertas por una sucia capa de cristal, la horrible figura del ser con cara de mono, portando una mohosa mitra, surgiendo de aquel reino perdido en las profundidades, donde el cielo es la superficie del agua.

No vi a ninguna criatura emerger de aquel reino imaginario, pero cuando el viento cambió, rajando los cielos como un cuchillo susurrante, descubrí en la creciente oscuridad, neblinosa y acuática, un objeto gris, posiblemente un trozo de madera a la deriva, meciéndose difuso en la espuma del mar. Se hallaba a considerable distancia de mí y desapareció con gran rapidez; posiblemente, no era un trozo de madera, como había imaginado, sino alguna marsopa que había salido a la superficie. Pronto me di cuenta de que me habla demorado demasiado tiempo contemplando la tormenta que se cernía, entrelazando mis fantasías con su grandeza; comenzó a caer una lluvia helada, envolviendo con su manto de tinieblas la ya de por sí oscura playa. Me apresuré sobre la grisácea arena, sintiendo en mi espalda las frías gotas; poco después, mi ropa estaba totalmente empapada.

Eché a correr, al principio, huyendo de las gotas incoloras que caían a chorros de los invisibles cielos, pero cuando pensé que estaba demasiado lejos de cualquier refugio y que, de cualquier forma, llegaría calado a casa, aminoré el paso y comencé a caminar como si el cielo sobre mi fuera de un límpido azul. Por lo tanto, no había razón para correr, aunque esta vez no me entretuve tanto como en otras ocasiones. Las ropas empapadas y frías se pegaban a mi cuerpo y, gracias a la creciente oscuridad y al viento que soplaba sin descanso del océano, no pude reprimir un escalofrío. Aun así, y a pesar de la incomodidad que suponía andar bajo la lluvia interminable, notaba una especie de agitación en las nubes purpúreas y deshilachadas, y en las reacciones y estímulos de mi propio cuerpo. De esta forma, con una sensación de extraño placer bajo la lluvia (que ahora resbalaba por mi cuerpo, llenando mis zapatos y bolsillos), bajo aquellos siniestros, dominantes cielos que cubrían con un manto negro el eterno mar, caminé por la grisácea extensión de arena de Ellston Beach. Descubrí la achaparrada casa entre la oblicua, insistente lluvia mucho antes de lo que esperaba; los juncos de las dunas se doblaban al compás del viento, como queriendo alegrar su lejano viaje. Los elementos naturales, el cielo, el mar, no habían sido capaces de cambiar totalmente aquel paisaje tan familiar, pero el tejado de la casa parecía combarse bajo el ímpetu de la lluvia. Corrí hacia los inseguros escalones, penetrando en la húmeda habitación donde, sorprendido inconscientemente por la ausencia del viento huracanado, permanecí unos momentos de pie con el agua deslizándose por cada pulgada de mi cuerpo.

Había dos ventanas en la parte delantera de la casa, una a cada lado de la puerta, que bostezaban sobre un mar cada vez más tenebroso por la lluvia y la inminente caída de la noche. Por aquellas ventanas miraba mientras me enfundaba en ropas recias y secas, cogidas del perchero y de una abarrotada silla. Los muebles y el suelo estaban cubiertos de una fina capa de polvo que, a causa del poderoso viento, se había filtrado por las rendijas de la casa. No sabia cuánto tiempo había estado vagando sobre la arena mojada, ni qué hora podría ser, pero encontré mi reloj después de una breve búsqueda; afortunadamente, lo habla olvidado en la casa, por lo cual no se había visto afectado por la humedad que impregnaba mis ropas. Apenas fui capaz de ver el minutero en la creciente oscuridad que difuminaba todos los contornos. Mi vista penetró las tinieblas (más profundas en la casa que en el exterior) y descubrí que eran las 6:45.

La playa estaba totalmente desierta cuando llegué y, desde luego, no esperaba sorprender a nadie que aprovechase para nadar en semejante noche. Pero cuando miré de nuevo por la ventana descubrí algo que parecían ser sombras recortándose en las tinieblas húmedas de la noche. Pude contar hasta tres figuras moviéndose de una forma muy extraña, y otra, mas cerca de la casa, que se asemejaba más a un tronco de madera arrastrado por las embravecidas olas que a un hombre. Me asusté un poco, pues no sabía cuál era el motivo que había llevado a aquellas intrépidas figuras a permanecer en la playa bajo la furiosa tempestad. Se me ocurrió que posiblemente, al igual que a mí, la lluvia les había sorprendido y que, como yo, se habían entregado al placer de jugar bajo agua. Tras breves instantes, espoleado por un sentimiento de hospitalidad que superaba mi deseo de estar solo, salí a la puerta (hecho que bastó para calarme de nuevo, pues la lluvia cayó furiosa sobre mí) y desde el rellano les hice señas. No sé si se percataron de mi presencia o no entendieron lo que quise decirles, pero el caso es que no contestaron a mis señas. Se quedaron quietos en mitad de la noche, sorprendidos, como esperando que yo hiciese algo. Había un no sé qué en su actitud que me traía a la mente esa sensación críptica con la que se tintaba la casa y sus alrededores al caer el mórbido crepúsculo.

De repente se apoderó de mí un sentimiento extraño, como si de aquellos seres que permanecían inmóviles bajo la lluviosa noche en una playa desierta emanase una cualidad siniestra y amenazadora. Cerré la puerta con creciente inquietud, sintiendo un miedo angustioso que iba apoderándose poco a poco de mi, un espanto devorador que nacía de entre las sombras de mi consciencia. Un poco después, mientras miraba de nuevo por la ventana, sólo vila oscura noche que se agazapaba como una alimaña en el exterior. Confundido, un poco asustado —como la persona que duda cruzar una calle oscura a pesar de que, aparentemente, no ve nada que pueda temer—, decidí que, seguramente, no había visto nada, que la tenebrosa atmósfera me había hecho ver cosas que no eran.

El aura de soledad que envolvía todo el lugar se incrementó aquella noche; aunque, fuera de mi campo de visión, al norte de la playa, cientos de casas se erguían bajo las tinieblas húmedas, con sus amarillentas luces brillando a través de cristales empañados, como los ojos de un duende reflejándose en las cenagosas aguas de un pantano. Yo no podía verlas y tampoco podía aventurarme fuera en una noche semejante —no tenía coche, ni ningún otro medio de abandonar la apelmazada casita, a no ser caminando bajo la tenebrosa noche—, de forma que me hallaba a merced de lo que pudiera pasar, totalmente solo ante el melancólico océano que rugía, invisible, desafiante, en la niebla. La voz del mar emitía un lamento ronco, como el de un ser herido que tratara de incorporarse.

Espanté la oscuridad que crecía a mi alrededor con una lámpara de aceite —aún así, las tinieblas que entraban por las ventanas se recluyeron en los rincones, como una fiera al acecho—, y me dispuse a prepararme yo mismo la cena, ya que no tenía intención de ir a cenar al pueblo. No eran más que las nueve cuando me fui a acostar, pero me parecía increíblemente tarde. La oscuridad se había adueñado de la playa demasiado pronto, y yo no hacia mas que pensar en los acontecimientos que habían tenido lugar aquella tarde. En las tinieblas nocturnas que aguardaban fuera, algo acechaba, algo indefinido, impreciso, algo que me hacía sentir una especie de tensión, de inquietud; yo era como una bestia salvaje que esperaba cualquier movimiento del enemigo. El viento continuó aullando durante horas mientras la lluvia batía sin cesar las desgastadas paredes de la casita. En un momento de calma en el que pude oír el estruendoso rugido del mar, imaginé que las enormes y amorfas olas debían superponerse unas sobre otras bajo el melancólico rugido del viento, arrojando sobre la playa nubes de espuma y salitre. Y aun así, apenas perceptible entre los rugidos de la naturaleza desatada, pude distinguir una nota discordante, un sonido seductor, tan tenebroso e incierto como la noche. El mar siguió pronunciando su estúpido monólogo y el viento continuó refunfuñando; pero, al poco, los velos de la inconsciencia se cerraron sobre mi y, por un tiempo, la noche oceánica desapareció de mi mente dormida.

La mañana trajo consigo un sol alicaído —como el que verán los hombres, si queda alguno para contarlo, cuando la Tierra sea vieja—, un sol aún más tenue que el desdibujado cielo. Un burdo reflejo de su antiguo esplendor, Febo intentaba desgarrar las inciertas, espesas nubes mientras me levantaba; a veces brillaba con destellos de oro en la parte nordeste de la casa, otras se difuminaba hasta convertirse en un simple globo luminoso: un juguete increíble olvidado en la bóveda celeste. El agua caída —llovió durante toda la noche— había borrado los últimos restos de aquellas nubes purpúreas que me habían hecho acordarme de los acantilados de mi vieja historia de hadas. Engañoso, turbio, aquel amanecer parecía el de la mañana anterior, como si la tormenta hubiese hecho desaparecer toda una jornada, apoderándose de los cielos durante una larga y oscura tarde. Cobrando fuerza, el esquivo sol empleó todas sus energías en deshacer la bruma, pudiendo atravesar al fin la sucia capa de nubes. El día se teñía de azul y las tinieblas retrocedían, huyendo junto con la soledad que me había rodeado a un lugar desconocido y extraño donde, agazapadas, pacientes, esperarían el momento adecuado para volver.

El sol brillaba ahora con su antiguo esplendor, y de nuevo las olas volvieron a llenarse de reflejos sobre aquellas juguetonas aguas que habían lamido las costas antes de que apareciese el hombre, batiendo dichosas y despreocupadas mientras la humanidad yacía, olvidada, en el sepulcro del tiempo. Influenciado por tales sentimientos, abrí la puerta y, mientras las sombras retrocedían ante la luminosidad que entraba, descubrí que la playa estaba limpia de huellas, como si nadie, excepto yo, hubiese perturbado la suavidad de sus arenas. Con la ligereza de espíritu que sigue a un período de depresión, sentí —gratamente complacido— cómo mi cerebro se limpiaba de toda anterior desconfianza, sospecha o miedo, de la misma forma que la suciedad desaparece en el agua. En el aire flotaba un aroma salobre a hierba mojada, como el que sale de las páginas mohosas de un viejo libro, un olor dulce producido por los cálidos rayos del sol al acariciar las praderas del interior; aquel perfume actuaba sobre mis sentidos como una poción estimulante, recorría mis venas, como si tratase de comunicarme algo de su propia naturaleza impalpable, haciéndome flotar en la brisa vertiginosamente.

Y por encima de todo, el sol, un sol que acariciaba mi piel, rociándome con sus rayos como la noche anterior lo había hecho la lluvia con su agua; un sol cálido cayendo en cascadas luminosas sobre la tierra, como tratando de ocultar aquella presencia ambiental que deambulaba más allá de mi percepción, débilmente atisbada, apenas sentida, en los rincones más profundos de mi consciencia y en la visión de oscuros seres deambulando cerca de un solitario océano. Aquel sol, una bola enfebrecida y aislada en el vórtice del infinito, era como una ráfaga de agujas clavándose en mi rostro. Un cáliz burbujeante, blanco, portador de un fuego divino e incomprensible, creador de extraños espejismos. Parecía dibujar vastas regiones, tranquilas, bellas e inciertas, por donde yo podría vagar si descubriese la llave para entrar en ellas. Tales imágenes nacen de nuestra propia naturaleza interior, pues la vida física no permite abrirse a sus secretos, y sólo la intuición, nuestra capacidad para interpretar estas sensaciones, puede producirnos ese éxtasis que embota los sentidos, tantas veces negado por nuestra razón. Pero, aun así, a veces sucumbimos a su engaño, pensando haber encontrado al fin el negado fruto.

Y de esta forma, la fresca dulzura del aire matinal que sigue a una opresiva oscuridad nocturna (cuya tenebrosa atmósfera me había intranquilizado más que cualquier amenaza física sobre mi cuerpo), me susurraba antiguos misterios y placeres ocultos de los que sólo es posible disfrutar en parte. El sol, el viento, el perfume que impregnaba todas las cosas, me hablaban de festividades divinas, de dioses cuyos sentidos son un millón de veces superiores a los del hombre, cuyos placeres son más sutiles y prolongados. Podría profundizar más en estas sensaciones si me atreviese a sumergirme plenamente en ellas, pero no lo hacia; el sol, un dios desnudo y celestial, desconocido, un resplandor que ciega nuestros ojos, parecía un objeto sagrado bajo la percepción de mis sentidos, nuevamente despiertos. Del inmaculado astro emergía una especie de halo ante el que todas las cosas deberían arrodillarse. El ágil leopardo en la selva frondosa se detendría sorprendido para contemplar sus ardientes rayos, y todas las cosas que se alimentan de su energía sentirían su mensaje en un día semejante. Y cuando desaparezca de los confines del Universo, la Tierra no será nada mas que una negra esfera flotando en abismos sin fondo. Aquella mañana, sintiendo bullir en mi interior el fuego de la vida, olisqueé en la atmósfera la llegada de extrañas cosas que no sabría describir.

Mientras caminaba hacia el pueblo, pensando qué aspecto tendría tras la copiosa lluvia nocturna, descubrí, entre los amarillentos velos de humedad que el sol levantaba de la tierra, un pequeño objeto parecido a una mano que reposaba a unos pasos de donde yo estaba, mecido por el constante devenir de las olas. El miedo y el asco sacudieron mi mente cuando me di cuenta de que, con toda seguridad, aquel objeto era un trozo de carne, posiblemente, tal y como había supuesto, una mano separada del resto del cuerpo. Desde luego, ningún pez tenía aquella forma; creí ver unos dedos alargados y descompuestos. Empujé aquella cosa con el pie, teniendo cuidado de tocar lo menos posible aquel repugnante objeto; pero se me pegó viscosa a la suela, asiéndose a mi zapato con las garras de la putrefacción. Apenas tenía forma, pero se parecía mucho a lo que había imaginado en principio. La arrojé de una patada a las complacientes olas, que la engulleron con una voracidad malsana.

Posiblemente debía haber dado cuenta de mi descubrimiento, pero su naturaleza era demasiado incierta como para emprender una investigación. Parecía haber sido mordisqueada por alguna monstruosidad marina y no creí que fuera lo suficientemente identificable como para evidenciar su relación con algún accidente o tragedia desconocidos. Me acordé del gran número de personas ahogadas aquel verano; también pensé en otras cosas carentes de toda base, muchas de ellas meras posibilidades. Fuese lo que fuese aquel resto putrefacto: un pez o algún trozo de animal similar a la mano del hombre, jamás he hablado de él hasta ahora. Después de todo, nada indicaba que aquella cosa no hubiese sido presa de otra cosa que la putrefacción.

Llegué a la ciudad asqueado por el recuerdo de aquel objeto reposando sobre la aparente belleza de la playa; sin embargo, no era más que una pequeña demostración de la muerte en un entorno natural en el que se mezclan belleza y corrupción. No escuché ningún rumor en Ellston acerca de que se hubiese producido recientemente algún caso de ahogamiento o accidentes en alta mar, tampoco encontré ninguna noticia en los periódicos locales, que fue lo único que leí durante mis vacaciones. Es difícil describir el estado de ánimo al que me vi sumido durante los días que siguieron. Susceptible a las emociones fuertes y mórbidas, a las angustias producidas por una sucesión de hechos extraordinarios, nacidas en las esquinas de mi cerebro, me dominaba una especie de sensación abrumadora, más cercana al asco hacia la horrible y escondida suciedad de la vida que al temor o la desesperación; en parte, esta aptitud había sido producida por mi propia sensibilidad, y en parte por la visión de aquel putrefacto objeto que antaño había sido una mano.

En aquellos días, en mi mente se mezclaban un revoltijo de tenebrosos acantilados e inquietas figuras, como aquellas de mi cuento de hadas. Sentía, desesperándome por momentos, la gigantesca oscuridad de este universo abrumador para el cual mis días, y los días de los de mi raza, no significaban absolutamente nada; un universo en el que toda acción es vana, donde incluso el dolor es algo insignificante. Las horas dedicadas a recuperar mi salud, tranquilidad y armonía mental, se tomaban ahora (como si aquellos días de la primera semana estuviesen definitivamente olvidados) en pasiva indolencia, como la que adoptaría un hombre al que no le importase vivir. Un miedo letárgico y lastimoso se había apoderado de mi, sentía que algo ineludible iba a suceder, me aterraba el odio que mostraban las frías estrellas, la voracidad con que rompían las enormes olas, como queriendo engullir mis huesos: la venganza, la indiferencia, la abrumadora majestad de la noche del océano.

Algo de aquella oscuridad, de aquella inquietud del mar se había introducido en mi corazón, y yo vivía sumido en una angustia irracional, aumentada por que no conocía su origen, por la extraña, inmotivada cualidad de su vampirica existencia. Ante mis ojos se extendían las nubes púrpuras y quiméricas, aquel extraño objeto plateado, la espuma del mar, la soledad de mi lóbrega casa, la hipocresía y vanidad del pueblo veraniego. No volví a la ciudad, su estilo de vivir me parecía una parodia. Me hallaba, yo y mi alma, solo, ante el tenebroso mar, un mar que parecía odiarme cada vez más. Y por encima de todas las cosas, malévolo y corrupto, un ser de rasgos apenas humanos se erguía y acechaba, como esperando. Este bosquejo del ambiente en el que me hallaba sumergido, nunca podrá definir totalmente el verdadero horror de toda aquella soledad, una soledad que se había aposentado profundamente en mi corazón y que me insinuaba cosas horribles y desconocidas, flotando cada vez más cerca de mi.

No estaba volviéndome loco; simplemente percibía con claridad las tinieblas que se extienden más allá de esta frágil existencia iluminada por un sol pasajero, tan insignificante como nosotros mismos; una sensación que pocos llegan a experimentar pero que, silo hacen, impregnará sus vidas para siempre; un conocimiento que cambia con el tiempo, como yo mismo que lucho con todas las fuerzas de mi alma, que me dice que nunca podré entender a este universo hostil, que jamás lograré retener ni un segundo de la vida que me queda. Tenía miedo de lo que me deparaba la vida, de lo que encontraría al morir, estaba lleno de un horror indescriptible, pero era incapaz de abandonar el lugar que lo producía; esperaba pacientemente mientras aquel miedo que me consumía se extendía por las inmensas regiones que se abren más allá de la consciencia.

Y de esta forma llegó el otoño, y el mar seguía quitándome a perdida tranquilidad con que en un principio me había regalado. El otoño se adueña de la playa de forma melancólica; no caen las pardas hojas ni existen los típicos signos de la estación. Sólo el mar, un mar helado e inmutable. Las aguas aún no estaban demasiado frías, pero ya no me bañaba; la cúpula celeste empezó a oscurecer, como si un enorme manto de nieve fuera a caer sobre las ígneas olas. Y yo pensaba que cuando aquello sucediese, la nieve ya no dejaría de caer nunca, seguirla y seguirla, nublando un sol blanco, amarillo y, por fin, rojo, hasta que aquel último, diminuto rubí desapareciese en la futilidad de una noche eterna.

Las antaño amigables aguas me susurraban cosas sin sentido, espiándome; no podría asegurar si era mi estado de ánimo el causante de aquellas sensaciones, o si tan sólo era un reflejo de la lóbrega atmósfera. Sobre mí, sobre la playa, había caído una sombra, como si un ave invisible —un ave de ojos penetrantes— sobrevolase por encima nuestro y no pudiéramos verla. A finales de septiembre habían cerrado todos los establecimientos de la ciudad, esos antros frívolos, donde unos seres llenos de miedos, marionetas hipócritas, habían representado sus ridículas vacaciones. Los títeres fueron empujados a otro sitio, con una sonrisa forzada o con rostros serios; en el lugar apenas quedaron un centenar de personas. De nuevo, las chillonas casas de estuco que bordeaban la costa se alzaron solitarias al viento. Según avanzaba el mes, crecía en mi interior la certeza de que algo iba a suceder: una oscura tragedia que aún no había llegado a su desenlace final. De cualquier modo prefería que aquello acabase pronto a continuar con esa sensación de angustia contenida, con aquel sentimiento de que algo monstruoso pululaba entre los recovecos del escenario enorme en el que me encontraba; con más inquietud que miedo aguardaba el día, que ya parecía cercano, en el que todo saldría a la luz. Sucedió a finales de septiembre, no sé si el 22 o el 23. Tales detalles quedaron olvidados ante la sucesión de hechos que tuvieron lugar; unos hechos que insinuaban (nada más que insinuaban) unas implicaciones nada comunes a la vida cotidiana. La angustia invadió mi espíritu, e inmediatamente supe que algo iba a suceder. Durante todo el día aguardé pacientemente la llegada de la noche, con tanta inquietud que el crepúsculo pareció desvanecerse en un revoltijo momentáneo de colores sobre las ondulantes aguas.

Ya había transcurrido bastante tiempo desde que la espantosa tormenta arrojara una sombra sobre la playa y había decidido, después de breves dudas, dejar Ellston antes de que la atmósfera se enfriase demasiado, seguro ya de no poder recobrar mi anterior tranquilidad. Nada más recibir un telegrama (que había estado retenido durante dos días en las oficinas de la Western Union, hasta que pude ser localizado) en el que se me comunicaba que mi diseño había sido aceptado, fijé la fecha definitiva de mi partida. Esta noticia, que a principio de año me habría causado un gran impacto, no hizo más que aligerar un poco mi apatía. Se me antojaba ridícula en el ambiente de irrealidad en el que me movía; era como si el telegrama estuviese dirigido a otra persona que no conocía y yo lo hubiese recibido por error. Aunque aquél no fue el único motivo, sí hizo que se reafirmasen mis planes de dejar definitivamente la casa de la playa.

Sólo quedaban cuatro noches para mi partida cuando tuvo lugar el desenlace que tanto había esperado, un desenlace que no implicó ninguna amenaza visible, sino más bien una serie de acontecimientos que bien podrían explicarse como producto del tenebroso escenario. La noche había caído sobre Ellston y un montón de platos sucios en el fregadero daban testimonio de mi cena y de las pocas ganas que tenía de trabajar. La playa se iba oscureciendo cuando me senté ante la ventana que miraba al mar con un cigarrillo en la boca; un manto de negrura se extendía gradualmente por el cielo, haciendo brillar más una luna colgante. El apacible mar rompía en la reluciente arena; la ausencia exterior de árboles, figuras o seres vivos y la magnitud de aquella orgullosa luna, hicieron que me diera cuenta de la vastedad que me rodeaba. Sólo unas cuantas estrellas diminutas brillaban en el cielo nocturno, acrecentando la grandeza de la órbita lunar y la magnitud de las inquietas, ondulantes aguas.

Permanecí en el interior de la casa, sin ganas de pasear por la playa en una noche tan informe, escuchando extraños secretos de un increíble saber. Nacido de un viento invisible, sentía el soplo de una vida palpitante y extraña: la personificación de todo lo que habla preconcebido, de todas mis suposiciones, pululando en los abismos del cielo o bajo las mudas olas. En aquel lugar, mis sensaciones adoptaban una cualidad de sueño, horrible, antiguo, difícil de describir; como alguien que está cerca de una persona dormida a la que no quiere despertar, me asomé a la ventana, sosteniendo en las manos el cigarrillo medio consumido, y contemplé la luna que se elevaba. Poco a poco la atmósfera fue iluminándose con la luz que emanaba de la luna, y cada vez me sentía más angustiado ante la espera de algo que sabía iba a suceder. Las sombras se replegaban sobre la playa, y sentí que todos mis sentidos estarían fijos en ellas cuando ese algo se hiciese visible. Aún quedaban lugares cubiertos de negras y tenebrosas sombras; masas de oscuridad reptando bajo los rayos brillantes y crueles. La infinita belleza de la luna —que ahora se me antojaba un planeta muerto y tan frío como las sepulturas inhumanas que salpican su superficie entre un caos de ruina y destrucción por la sucesión de polvorientos siglos inmensamente más antiguos que la era del hombre— y el mar, que se agitaba con los vestigios de una vida anterior, me hicieron frente con una terrible determinación. Me levanté y cerré la ventana, intentando callar momentáneamente el flujo imparable que adoptaban mis pensamientos.

Ningún sonido llegó hasta mí mientras permanecía ante las contraventanas cerradas. Los minutos y las horas se diluían en un todo. Aguardaba, con el corazón en vilo, ante el escenario inmutable que se extendía delante mí, a que aquello, fuese lo que fuese, se manifestase. Había colocado la lámpara sobre un cajón, en la parte oeste de la casa, pero la luz de la luna era más fuerte y sus azulados rayos invadían los rincones que la lámpara no alcanzaba a iluminar. El antiguo resplandor del silencioso planeta se desparramaba sobre la playa como lo había venido haciendo desde incontables eones; yo esperaba, con creciente inquietud, el desenlace de los acontecimientos, temeroso de su incierto final.

En el exterior de la pequeña casita, una luminosidad blanca dibujaba seres vagos, sombras irreales que parecían burlarse de mí, y unas voces apenas audibles se mofaban de mi atenta vigilancia. Se sucedieron interminables minutos de espera, como si el péndulo del Tiempo se hubiese detenido. Y seguía sin ocurrir nada extraño; las sombras acotadas por la luna eran poco profundas y no podían esconder nada a mis ojos. La noche permanecía muda —cosa que intuía, ya que te nía las ventanas cerradas— y un manto de estrellas colgaba espectral del ominoso cielo. Ninguna señal, ningún sonido explicaba mi estado de ánimo, el terror que sentía mi atormentado cerebro dentro de un cuerpo incapaz de romper el silencio, a pesar de la angustia. Como esperando la muerte, seguro de que nada haría ahuyentar el peligro interior con el que me enfrentaba, me estremecí con el cigarrillo olvidado en mi mano. Un mundo silencioso se extendía más allá de las sucias y baratas ventanas, y en una esquina de la habitación, un par de viejos remos, que estaban allí antes de mi llegada, eran mudos testigos de mi vigilia. La lámpara continuaba ardiendo, desparramando una luz tenue y enfermiza. De vez en cuando, para distraerme, miraba hacia ella y veía cientos de burbujas que aparecían y desaparecían en el depósito de petróleo. De pronto, la mecha dejó de arder. Y me vino a la mente la completa seguridad de que la noche, ahí fuera, no era cálida ni fría, sino extrañamente neutra, como si estuviesen suspendidas todas las fuerzas físicas y rotas las leyes de la existencia.

Y entonces, con un chapoteo sordo, aterrador, un ser marino emergió más allá de la serpiente de las olas. Su forma se asemejaba a la de un perro, pero también podría ser la de un hombre o la de algo aún más extraño. No pareció verme —o no le importó—; nadó como un pez bajo la luz de las estrellas hasta que se sumergió de nuevo en las aguas. Al poco volvió a aparecer y, al estar más cerca, descubrí que llevaba algo en los hombros. También me di cuenta de que no podía tratarse de un animal, sino que era un hombre o algo parecido. Pero nadaba con una facilidad espantosa. Mientras miraba, impasivo y aterrado, con la aptitud del que espera la muerte y sabe que no puede hacer nada por evitarla, el nadador se acercó a la costa; pero todavía estaba muy lejos, hacia el sur, como para descubrir sus verdaderas facciones. Encorvado, con jirones de niebla colgando de su cuerpo, caminó ágilmente hasta desaparecer entre las dunas de la playa.

Me invadió una oleada de repentino pavor. Temblaba como sacudido por el viento, aunque la atmósfera de la habitación, cuyas ventanas ya no me atrevía a abrir, era sofocante. Pensé qué horrible sería que algo pudiese entrar por la ventana desde el exterior. Ya no podía ver aquel ser y empecé a sentir que deambulaba por los alrededores o me espiaba desde una ventana sin vigilar. Mis ojos angustiados se pasearon por todos y cada uno de los cristales, esperando tropezarme con la horrible mirada de ese ser desconocido. Pero aunque estuve horas y horas aguardando, ya no vi a nadie más vagabundeando por la playa. De este modo fue pasando la noche, y con ella se fue difuminando la posibilidad de que aquel extraño ser — surgido del mar como un brebaje maligno del caldero— realmente hubiese vagabundeado por la playa en un momento de intranquilidad, trayendo consigo de las aguas aquel desconocido bulto. Como las estrellas que prometen la visión de recuerdos terribles y gloriosos, incitándonos a adorarías para luego revelarnos sus secretos, había estado terriblemente cerca de los antiguos secretos que rondan la mente humana, acechando cautelosamente al borde de lo desconocido. Pero al final no descubrí nada.

Sólo había podido contemplar un breve atisbo del furtivo ser (oscurecido por los velos de la ignorancia). No podía imaginar el poder tan grande que se había mostrado a escasa distancia de donde yo estaba en la neblinosa imagen de aquel nadador vagabundeando por la playa. No logro suponer qué podría haber pasado si el brebaje hubiese sobrepasado los bordes del caldero, derramándose en una cascada de revelaciones. La noche del océano retuvo el nivel del recipiente. Es lo único que puedo decir. Aún ahora, desconozco por qué el océano me fascina tanto. Pero tal vez nadie sea capaz de explicar los hechos; se oponen por naturaleza a cualquier interpretación.

Existen hombres inteligentes que aborrecen el mar, las ondulantes olas rompiendo en playas de arena amarilla; y aseguran que los que amamos los misterios de sus profundidades somos gentes extrañas. Pero aun así, siento una obsesión inexplicable por los encantos del océano. En la melancolía de la espuma teñida de plata por los rayos de la luna; en las olas sombrías, silenciosas, eternas, que baten desnudas arenas; en toda esa soledad solamente quebrada por la aparición de desconocidas existencias que afloran de abismos tenebrosos. Y cuando observo las terribles olas que arremeten con interminable poder, siento una fascinación cercana al miedo, y me rindo a los encantos de su grandeza antes que al odio por sus ondulantes aguas y su arrebatadora belleza.

Vasto y desolado es el océano, y se ha dicho que todas las cosas que un día salieron de él volverán tarde o temprano a su seno. Nadie caminará por la superficie de la tierra cuando transcurran los ciclos del Tiempo; sólo las aguas eternas continuarán agitándose bajo la noche. Seguirán desparramando nubes de espuma sobre tenebrosas playas, y nadie observará, en un mundo muerto y frío, la luz enfebrecida de la luna, iluminando ondulantes costas de granulada arena. En la orilla, la espuma de las olas acariciará los huesos de las muertas existencias que un día poblaron sus aguas. Inmóviles, silentes caparazones golpeados por el batir del mar: su precaria vida hace tiempo terminada. Todo será negro entonces, incluso la blanca luna dejará de enviar reflejos sobre las aguas. No habrá nada, ni por encima ni por debajo de las tenebrosas aguas. Y en ese último ciclo, cuando todas las cosas hayan desaparecido, el mar seguirá batiendo y agitándose bajo la negra noche.

H.P. Lovecraft (1890-1937)
R.H. Barlow (1918-1951)




Relatos de Lovecraft. I Relatos de R.H. Barlow.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Lovecraft y Barlow: La noche del océano (The Night Ocean) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Unknown dijo...

La noche del océan es una obra maestra, como para utilizarse para enseñar acerca de cómo se escribe un buen cuento de horror cósmico, y del cual sospecho es más de Robert H. Barlow que de Lovecraft, aunque en todas las antologías lo etiquetan como una de las colaboraciones entre estos dos grandes autores.



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