Sobre la inutilidad de las cartas de despedida.
Primero lo dispuso todo para el suicidio. No sabía bien por qué, pero imaginaba que lo normal en estos casos era escribir la carta de despedida, o de justificación, después de haber hecho los arreglos correspondientes.
Era extraño, pero lo que más preocupaba era la opinión de los tuvieran la mala fortuna de encontrar su cuerpo; no tanto por el impacto que supone descubrir un cadáver, sino por el estado lamentable en el que se encontraba su departamento. De modo tal que tomó una escoba, un balde con agua, y se entregó a la ingrata tarea de poner orden en un sitio que, desde hacía años, se caracterizaba por el desorden.
Intentó aprovechar ese tiempo pensando en las palabras exactas que escribiría en la carta de despedida, pero enseguida abandonó el trabajo, en realidad, los dos, limpieza y carta; después de todo, era lógico que un suicida viva en condiciones deplorables.
Libre de estas preocupaciones, dispuso la soga que utilizaría para quitarse la vida. Ató un extremo a una viga del techo; acto seguido, cargó un largo tutorial que explicaba de qué forma debía enlazarse el nudo para que el cuello se quebrara rápidamente, sin dolor.
Mientras realizaba esos preparativos pensó una y otra vez en las palabras que convenía emplear en la carta de despedida. No contaba con muchos amigos, tampoco con familiares cercanos. De todas formas, le parecía importante dejar testimonio de las causas que lo habían llevado a tomar esa terrible decisión. Pero las palabras se resistían. No encontraba ninguna, y las pocas que sí hallaba le parecían totalmente inadecuadas.
Así fueron transcurriendo las horas de su último día. Todos los arreglos estaban listos: la disposición de sus escasos bienes económicos, la entrega de su generosa biblioteca a la escuela en la que había cursado sus estudios, la donación de su importante colección de corchos, y la horca, por supuesto. Todo estaba listo, salvo la maldita carta.
Pensó entonces que quizás las palabras llegarían hasta él en los últimos instantes, de modo que se subió a la mesa, puso la soga alrededor de su cuello, y extrajo un anotador del bolsillo trasero.
Luego colocó la punta del lápiz sobre el papel, levantó un pie en el aire, aguardó unos segundos, que de a poco se transformaron en minutos, en una hora entera; y saltó, sin escribir una línea, un párrafo, una puta palabra de despedida, acaso entendiendo por fin que si hubiese tenido algo para decir no estaría haciendo esto.
Egosofía. I Diarios de antiayuda.
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3 comentarios:
¡Me encantó! El final fue aplastante.
¡Me encantóoooooooo!
Fascinante la resolución a su dilema
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