La epidemia de llantos.


La epidemia de llantos.




Como cada mañana, ella lloró frente al espejo del baño, con el cepillo de dientes rosa colgando de la comisura de la boca.

Durante unos años su problema pareció resuelto; el de todos, en realidad. Ella no lo sabía, desde luego. Ni siquiera lo sospechaba. Ahí estaba la genialidad del sistema, su articulación perfecta, sofisticada, sin fisuras que le permitieran al usuario el más ínfimo punto de apoyo para la deducción.

Nadie podía sospechar nada porque para sospechar hay que recordar; y eso es precisamente lo que se pierde cuando uno decide borrar su memoria.

El Borrado Selectivo de Memoria incluía toda clase de posibilidades, desde episodios traumáticos a desengaños amorosos, pasando por una larga lista de hechos desgraciados como fallecimientos, fracasos, frustraciones, duelos.

El procedimiento era muy sencillo: uno seleccionaba el recuerdo que deseaba extirpar, la Empresa lo registraba, lo aislaba, y acto seguido lo borraba. El paquete básico incluía el borrado adicional de recuerdos asociados; de tal modo que si uno deseaba borrar el recuerdo de su expareja, por ejemplo, la Empresa arrancaba de raíz cualquier registro marginal de esa relación, como canciones de amor, lugares, sabores, fragancias.

Este sistema gestó un mundo que sólo miraba hacia el futuro, una sociedad constituida por sujetos no que no estaban condicionados por su pasado, por sus elecciones, por sus infortunios. El avance fue tan espectacular que en pocos años nadie era capaz de compartir una mísera anécdota desafortunada.

El único efecto adverso del sistema fue lo que los científicos denominaron EGLI, o Epidemia Global de Llantos Inexplicables.

Buena parte de la población convivió con la crisis durante toda su vida; otros, en cambio, recurrieron a la Empresa para borrar el recuerdo de llantos proscritos, indescifrables. Los resultados, sin embargo, fueron desalentadores. El llanto siempre regresaba.

Ella no lo sabía, desde luego. Nadie lo sabía.

En cualquier caso, le parecía absurdo tener que recurrir a un médico por un asunto tan ridículo como llorar hasta desmayarse cada vez que intentaba tirar a la basura un viejo cepillo de dientes azul, que ni siquiera recordaba haber comprado.




Egosofía. I Diarios de Antiayuda.


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