La muerte de la estadística o por qué los estadígrafos le esquivan al fiambre


La muerte de la estadística o por qué los estadígrafos le esquivan al fiambre.




«Murió», anunció alguien, con el rostro macilento de quien ha pernoctado en una silla de hospital.

Murieron muchos aquella noche.

Algunos en accidentes, otros tras una larga enfermedad. Hubo asesinados, atragantados, quemados, asfixiados, infartados, suicidados. Hubo tipos lo suficientemente necios como para morir ancianos. Hubo muertos que no nacieron, que nunca lloraron; y otros que tomaron la precaución de morir sin que sus cuerpos fueran hallados.

Y hubo entierros, claro, y la rigurosa parafernalia de los velorios, donde los vivos se alegran secretamente de no ser ellos los velados.

No es que nos guste la muerte. Ninguno de nosotros adora a la Parca, ninguno admite sus ritos, sus ceremonias, sus vagas convenciones.

Tampoco nos gustan los cementerios, aunque erremos entre las tumbas como una muda procesión de sombras.

Sentimos un vivo rechazo por los muertos pero asistimos con obsesiva puntualidad a sus entierros. Conocidos o no, seguimos las huellas de sus caravanas, el rastro lacrimógeno de sus deudos, como una jauría de perros ariscos que ladran a cualquier cosa que tenga ruedas.

No es que nos guste la muerte pero la preferimos a la fría matemática, a la estadística.

Los números no mueren realmente asi como ninguna muerte es completa si se la reduce a cifras o frecuencias.

No importa cuántos hayan muerto anoche; cientos, quizás, o miles. Ninguna cifra es exacta. Ningún número, por escandaloso que sea, provoca el mismo llanto, esa sincera indignación contra Dios, que una sola historia con nombre propio.




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