La condena de las mujeres talentosas


La condena de las mujeres talentosas.




Después de una tarde de naipes, en la que no faltaron las ofensas y los reclamos por deudas atrasadas, nos enteramos que en la biblioteca del barrio, ubicada a unas pocas cuadras del bar, se había organizado una charla sobre la historia del amor en el romanticismo alemán. El profesor Lugano, tal ver por ser uno de los morosos más incorregibles del establecimiento, resolvió dirigirse discretamente al encuentro literario.

Con creciente desamparo oímos los debates más absurdos, los comentarios más inadecuados, la erudición más cuestionable, en un clima en donde reinaba una camaradería austera, complaciente, que narcotizaba a los oyentes y estimulaba la verborragia de los oradores.

Entonces apareció ella.

Su identidad, aún hoy, permanece en el misterio.

La mujer habló con timidez sobre el amor en el romanticismo. Al contrario que sus predecesores, vaciló, a pesar de que sus palabras poseían la intuición de la verdad. Sus frases, bellamente construidas, se enmarcaban en los acordes de la duda. Llena de incertidumbre, reveló un profundo conocimiento sobre la materia.

Pensamos en acercarnos para felicitarla por aquella magnífica charla, pero su semblante retraído, tímido, mientras organizaba tórpemente sus papeles, nos indujo a una retirada subrepticia.

Ya en la calle, alguien comentó:

—Es increíble que una mujer tan inteligente se muestre tan torpe al manifestar sus conocimientos.

—Usted se confunde, camarada. —dijo el profesor Lugano.

—Creo que el confundido es usted, profesor. ¿Ha visto con qué seguridad, ausente de contenido, hablaban aquellos hombres? ¿Y con qué timidez argumentó aquella dama a pesar de poseer un conocimiento muy superior?

—Insisto. Ha confundido los términos.

—¿No estamos de acuerdo en que la mujer sabía más y hablaba con enorme humildad, mientras que los hombres, sabiendo muchísimo menos, argumentaron con una notable confianza en sí mismos?

—Estamos de acuerdo.

—Entonces no entiendo en qué se basa para decir que estoy confundido.

—Se confunde al sostener que aquella mujer, por cierto, inteligentísima, hablaba con timidez.

—Pero profesor, la chica vacilaba, temblaba, sudaba, tartamudeaba, sufría repentinos accesos de tos, e incluso creo que de náuseas. Creo que la palabra que más utilizó a lo largo de su discurso fue «perdón».

—Es cierto, pero eso nada tiene que ver con la timidez.

—¿Entonces?

—Todos esos síntomas se relacionan con algo más profundo. Vea, a los hombres se nos cría para excusarnos por nuestras debilidades, pero sobre todo para disfrazarlas con un manto de confianza y seguridad.

—¿Y a la mujer?

—A ella le toca la peor parte. Se la educa para disculparse por su talento.




La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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2 comentarios:

Unknown dijo...

Oh, cómo comprendo a esa muchacha. Triste (y muy tonto) es el lugar donde se le enseña a la mitad de su población a disculparse por ser buena en algo.

Sebastian Beringheli dijo...

Coincido, Lau. Y a lo triste y tonto yo le agregaría una buena dosis de ignorancia. Saludos!



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