«Los espejos de Tuzun Thune»: Robert E. Howard; relato y análisis.


«Los espejos de Tuzun Thune»: Robert E. Howard; relato y análisis.




Los espejos de Tuzun Thune (The Mirrors of Tuzun Thune) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert E. Howard (1906-1936), publicado originalmente en la edición de septiembre de 1929 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1946: Rostro de calavera y otros relatos (Skull-Face and Others).

Los espejos de Tuzun Thune, uno de los cuentos de Robert E. Howard más interesantes, forma parte del ciclo de historias de Kull de Atlantis. Aquí, en la antigua Edad de Thuria, el rey Kull, decepcionado y filosófico, recurre al consejo de un hechicero con dos rostros, ambos ominosos.




Los espejos de Tuzun Thune.
The Mirrors of Tuzun Thune, Robert E. Howard (1906-1936)

Una región extraña y salvaje,
que yace sublime
fuera del espacio,
fuera del tiempo.

[Edgar Allan Poe]


A todo el mundo le llega, incluso a los reyes, un momento de máxima fatiga. Entonces, el oro de la corona se convierte en latón, y las sedas del palacio se hacen grises. Las piedras preciosas de la diadema emiten terribles destellos, como el hielo de los mares blancos, y las palabras de los hombres se convierten en la cháchara vacía de la campana del juglar, y se experimenta entonces la sensación de que las cosas son irreales; hasta el sol parece cobre en el cielo, y el aliento del océano verde ya no es fresco.

Kull se hallaba sentado sobre el trono de Valusia y el momento de la fatiga se había apoderado de él. Todos se movían ante él como trazando un panorama interminable, sin significado alguno: hombres, mujeres, sacerdotes, acontecimientos, sombras que llegaban y se alejaban, sin dejar el menor rastro sobre su conciencia, a excepción de una gran fatiga mental. Y, sin embargo, Kull no se sentía cansado. Experimentaba un anhelo de cosas que se encontraban más allá de sí mismo, y más allá de la corte valusa. La inquietud le agitaba, y unos sueños extraños y luminosos vagaban por su alma. En cumplimiento de su orden, acudió a su lado Brule, el Asesino de la Lanza, guerrero del país picto, procedente de las islas situadas más allá de occidente.

—Mi señor, estáis cansado de la vida de la corte. Venid conmigo en mi galera y surquemos los mares en busca de espacio.
—No —dijo Kull, que descansó tristemente la barbilla sobre su poderosa mano—. Me siento fatigado por encima de todas las cosas. Las ciudades ya no ejercen sobre mí el menor atractivo, y las fronteras están tranquilas. Ya no oigo las canciones marineras que oía cuando, siendo un muchacho, me tumbaba sobre los poderosos acantilados de Atlantis y la noche cobraba vida con el resplandor de las estrellas. Los bosques verdes ya no me atraen como lo hacían cuando era un muchacho. Experimento una extrañeza y un anhelo que parece ir mucho más allá de todos los anhelos de una vida. ¡Vete ahora!

Brule se marchó, con ánimo dubitativo, dejando al rey sumido en sus melancólicos pensamientos, sobre el trono. Entonces, una joven de la corte se deslizó en silencio hasta Kull y le susurro:

—Mi gran señor, buscad a Tuzun Thune, el gran hechicero. Él conoce los secretos de la vida y de la muerte, las estrellas del cielo y las tierras situadas bajo los mares.

Kull miró a la muchacha. Su cabello era de un dorado exquisito, y sus ojos violetas aparecían extrañamente sesgados; era hermosa pero su hermosura significaba poco para Kull.
Tuzun Thune —repitió—. ¿Quién es?
—Un hechicero de la antigua raza. Vive aquí mismo, en Valusia, junto al lago de las visiones, en la casa de los mil espejos. El conoce todas las cosas, mi señor; habla con los muertos y mantiene conversaciones con los demonios de las tierras perdidas.

Kull se levantó.

—Iré a buscar a esa máscara, pero no digas una sola palabra de mi partida, ¿entendido?
—Soy vuestra esclava, mi señor.

Y la joven se hincó de rodillas dócilmente, aunque la sonrisa de su boca escarlata fue astuta, a espaldas de Kull, y el brillo de sus ojos sesgados fue artero. Kull llegó a la casa de Tuzun Thune, junto al lago de las visiones. Las aguas del lago se extendían, anchas y azules, y más de un exquisito palacio se levantaba junto a sus orillas; numerosos botes de vela, como cisnes de alas desplegadas, se desplazaban perezosamente sobre la tranquila superficie, y de alguna parte llegaba el sonido de una música suave.

Alta y espaciosa, aunque nada ostentosa, se levantaba la casa de los mil espejos. Las grandes puertas estaban abiertas y Kull subió los amplios escalones y entró, sin anunciarse. Allí, en una gran cámara, cuyas paredes estaban hechas de espejos, se encontró con Tuzun Thune, el hechicero. El hombre era tan anciano como las montanas de Zalgara; su piel era como el cuero arrugado, pero sus fríos ojos grises refulgían como el acero de una espada.

—Kull de Valusia, mi casa es tuya —dijo inclinándose ante él con el viejo gesto de cortesía.

Luego, le invitó a sentarse sobre una silla que casi parecía un trono.

—Por lo que he oído decir, eres un hechicero —dijo Kull directamente, apoyando la barbilla sobre la mano y fijando los ojos de mirada sombría sobre el rostro del hombre—. ¿Puedes obrar milagros?

El hechicero extendió una mano; sus dedos se abrieron y se cerraron como las garras de un ave.

—¿No os parece un milagro que esta carne ciega obedezca a los pensamientos de mi mente? Camino, respiro, hablo..., ¿acaso no son todo eso milagros?

Kull meditó un instante, antes de hablar.

—¿Puedes convocar a los demonios?
—En efecto. Puedo convocar a un demonio mucho más salvaje que cualquier otro en esta tierra de fantasmas... y hacerlo surgir de vuestro propio rostro.
Kull se sobresaltó y finalmente asintió con un gesto.
—Pero, en cuanto a los muertos, ¿puedes hablar con los muertos?
—Siempre hablo con los muertos... como estoy hablando ahora. La muerte se inicia con el nacimiento, y cada hombre empieza a morir cuando nace; incluso ahora estáis muerto, rey Kull, porque habéis nacido.
—Pero tú, tú eres más viejo de lo que llegan a ser los hombres; ¿es que los hechiceros nunca mueren?
—Los hombres mueren cuando les llega el momento, ni antes ni después. Y mi momento no ha llegado todavía.

Kull le dio vueltas a estas respuestas en su mente.

—Entonces, parecería que el más grande de los hechiceros de Valusia no es más que un hombre ordinario, y he sido embaucado al dejarme dirigir hacia aquí.

Tuzun Thune sacudió la cabeza.

—Los hombres no son más que hombres, y los más grandes son aquellos que aprenden las cosas más sencillas con mayor rapidez. Y ahora, mirad en mis espejos, Kull.

El techo estaba cubierto de espejos, y las paredes eran espejos perfectamente conjuntados, a pesar de que formaban muchos espejos, de muchas formas y tamaños.

—Los espejos son el mundo, Kull —tronó el hechicero—. Mirad en los espejos y sed sabio.

Kull eligió uno al azar, y miró intensamente en él. Los espejos de la pared opuesta se reflejaban en él, y reflejaban a su vez a otros, de modo que se encontró contemplando como una especie de corredor largo y luminoso, formado por un espejo tras otro, y en lo más profundo de ese corredor se movía una figura diminuta. Kull se quedó observándola durante largo rato, y se dio cuenta de que la figura era el reflejo de sí mismo. Experimentó entonces una sensación de pequeñez; parecía como si aquella figura diminuta fuera el verdadero Kull y representara las proporciones reales de sí mismo. Así pues, se apartó y se situó ante otro.

—Mirad atentamente, Kull, porque ése es el espejo del pasado —oyó decir a la voz del hechicero.

Una niebla gris oscurecía la visión, como grandes jirones de bruma en continuo movimiento, cambiantes, como el fantasma de un gran río; a través de la niebla, Kull captó fugaces visiones de horror y extrañeza; las bestias y los hombres se movían allí y otras figuras que no eran ni hombres ni bestias; grandes flores exóticas brillaban a través del ambiente grisáceo; altos árboles tropicales se elevaban sobre hediondas marismas, en las que chapoteaban y bramaban monstruos con aspecto de reptiles; el cielo se oscurecía con las sombras de dragones alados, y los inquietos océanos rugían, se estrellaban y golpeaban interminablemente las playas cubiertas de barro. El hombre no estaba presente y, sin embargo, el hombre era el sueño de los dioses, y extrañas eran las formas de pesadilla que se deslizaban a través de las malolientes junglas. Allí había batalla y carnicería, y un espantoso amor. Allí había muerte, pues la vida y la muerte van cogidas de la mano. Desde más allá de las playas legamosas del mundo sonaban los bramidos de los monstruos, y unas formas increíbles se elevaban a través de la cortina torrencial de la lluvia incesante.

—Y éste otro es el del futuro. —Kull miró en silencio—.¿Qué es lo que veis?
—Un mundo extraño —contestó Kull pesadamente—. Los Siete Imperios se han desmoronado, convertidos en polvo y olvidados. Las inquietas olas verdes rugen por más de un fantasma sobre las eternas montañas de Atlantis; las montañas de Lemuria, al oeste, son las islas de un océano desconocido. Extraños salvajes pululan por los territorios más antiguos, y nuevas tierras se elevan extrañamente, surgiendo de las profundidades, profanando los antiguos santuarios. Valusia se ha desvanecido, y todas las naciones de hoy, las que serán de mañana, son extranjeras. No nos conocen a nosotros.
—El tiempo continúa su marcha —dijo Tuzun Thune con voz serena—. Vivimos hoy, ¿qué nos importa el mañana... o el ayer? La gran rueda gira y las naciones surgen y se desvanecen; el mundo cambia, y los tiempos regresan al salvajismo para volver a resurgir a través de las largas eras. Antes de que existiera Atlantis, existió Valusia, y antes de que existiera Valusia, existieron las naciones antiguas. En efecto, también nosotros pisoteamos los hombros de tribus perdidas en nuestro avance. Vos, que habéis llegado desde las montañas de los mares verdes de Atlantis para apoderaros de la antigua corona de Valusia, pensáis que mi tribu es vieja. Nosotros, que dominamos estos territorios antes de que llegaran los valusos procedentes del este, en los tiempos anteriores a la existencia de los hombres sobre las tierras del mar. Pero ya había hombres aquí cuando las tribus antiguas surgieron cabalgando de los desiertos, y hubo hombres antes que aquellos hombres, tribus antes que aquellas tribus. Las naciones pasan y son olvidadas, pues ése es el destino del hombre.
—Sí—asintió Kull —. Y, sin embargo, ¿no es una pena que la belleza y la gloria de los hombres se desvanezcan como el humo sobre un océano de verano?
—¿Por qué razón, puesto que ése es su destino? Yo no reflexiono melancólicamente sobre las glorias perdidas de mi raza, ni me preocupan las razas por venir. Vivid ahora, Kull, vivid ahora. Los muertos están muertos; los que no han nacido, no existen todavía. ¿Qué importa que los hombres os olviden cuando os hayáis olvidado de vos mismo en los mundos silenciosos de la muerte? Mirad en los espejos y sed sabio.

Kull eligió otro espejo y miró en él.

—Éste es el espejo de la más profunda magia. ¿Qué es lo que veis, rey Kull?
—Nada, excepto a mí mismo.
—Mirad más atentamente, Kull ¿Sois de verdad vos mismo?

Kull miró atentamente en el gran espejo, y la imagen que era su reflejo le devolvió la mirada.

—Me sitúo ante este espejo —musitó Kull, con la barbilla apoyada sobre el puño—, y hago cobrar vida a este hombre. Eso es algo que queda fuera del alcance de mi comprensión, pues primero le vi en las tranquilas aguas de los lagos de Atlantis, mientras que ahora le veo en los espejos de marcos dorados de Valusia. Él es yo mismo, una sombra de mí mismo, una parte de mí mismo. Puedo hacerle ser o matarle a mi voluntad. Y sin embargo...—se detuvo, y unos extraños pensamientos susurraron por entre los vastos y oscuros recovecos de su mente, como murciélagos sombríos que volaran en el interior de una gran caverna—. Y sin embargo, ¿dónde está él cuando no estoy delante del espejo? ¿Tiene el hombre poder para formar y destruir tan ligeramente una sombra de la vida y la existencia? ¿Cómo sé que al apartarme del espejo él se desvanece en el vacío de la nada? No, por Valka, ¿soy yo el hombre o es él? ¿Cuál de nosotros es el fantasma del otro? Es posible que estos espejos no sean más que ventanas a través de las cuales miramos otros mundos. ¿Acaso piensa él lo mismo de mí? ¿Acaso no soy para él más que una sombra, un reflejo de sí mismo, como él lo es para mí? Y si yo soy el fantasma, ¿qué clase de mundo existe al otro lado de este espejo? ¿Qué ejércitos cabalgan ahí y qué reyes gobiernan? Este mundo es todo lo que conozco. Y si no conozco ninguna otra cosa, ¿cómo puedo juzgar? Sin duda que ahí también existen montañas verdes, océanos rugientes y vastas llanuras por donde los hombres cabalgan y se lanzan a la batalla. Dime, hechicero, puesto que eres más sabio que la mayoría de los hombres, dime, ¿hay mundos más allá de nuestros mundos?
—Si un hombre tiene ojos, dejadle que vea —fue la enigmática respuesta del hechicero—. Pero, para ver, antes hay que creer.

Transcurrieron las horas y Kull continuaba sentado ante los espejos de Tuzun Thune, mirando en el que le reflejaba a él mismo. A veces, parecía como si contemplara una gran superficialidad, mientras que otras veces unas gigantescas profundidades parecían abrirse ante él. El espejo de Tuzun Thune era como la superficie del mar; duro como el mar bajo los rayos oblicuos del sol, bajo la oscuridad de las estrellas, cuando nadie puede distinguir las profundidades; vasto y místico cuando el sol se funde con él de tal forma que la respiración del observador se contiene al atisbar fugazmente tremendos abismos. Así era el espejo en el que miraba Kull.

Finalmente, el rey se incorporó con un suspiro y se marchó, todavía maravillado.

Regresó de nuevo a la casa de los mil espejos. Acudió allí día tras día, y permaneció sentado durante horas delante del espejo. Los ojos le miraban, idénticos a los suyos; y sin embargo, Kull parecía notar una diferencia, una realidad que no era la suya. Miraba fijamente el espejo, hora tras hora, con una extraña intensidad; pero, hora tras hora, la imagen le devolvía la mirada.

Los asuntos de palacio y del consejo se fueron descuidando. La gente empezó a murmurar. El caballo de Kull pateaba inquieto en el establo, y los guerreros de Kull jugaban a los dados y discutían inútilmente entre sí. Kull seguía sin hacer caso. A veces, parecía hallarse a punto de descubrir algún secreto vasto e inimaginable. Ya no concebía la imagen del espejo como una sombra de sí mismo. Para él, aquella cosa era una entidad, similar en su aspecto externo, pero tan básicamente alejada del propio Kull como pudieran estarlo dos polos opuestos. A Kull le parecía que la imagen tenía una individualidad aparte de la suya propia, como si ya no dependiera de Kull, del mismo modo que Kull no dependía de ella. Y, día tras día, se preguntaba en qué mundo vivía en realidad; ¿era él la sombra, convocada por la voluntad del otro? ¿Vivía en lugar del otro en un mundo de engaño, como la sombra del mundo real?

Kull empezó a experimentar el deseo de entrar en la personalidad que había más allá del espejo, de encontrar un espacio y ver lo que pudiera ser visto. No obstante, si lograba ir más allá de aquella puerta, ¿lograría regresar? ¿Encontraría un mundo idéntico a aquél en el que se movía ahora? ¿Un mundo en el que el suyo no fuera más que un reflejo fantasmal? ¿Qué era realidad y qué ilusión?

A veces, Kull se detenía a pensar cómo habían surgido en su mente aquellos pensamientos y sueños, y en ocasiones se preguntaba si eran el producto de su propia voluntad o...

Y aquí sus pensamientos entraban en un confuso laberinto. Sus meditaciones eran suyas; ningún hombre gobernaba sus pensamientos, y él podía convocarlos como y cuando quisiera. Y sin embargo, ¿podía hacerlo así? ¿Acaso no eran como murciélagos, que vuelan de un lado a otro, no según quisieran, sino obedeciendo la orden y el gobierno de..., ¿de quién? ¿De los dioses? ¿De las mujeres que tejían la urdimbre del destino?

Kull no podía llegar a conclusión alguna, pues a cada paso mental que daba se sentía más y más envuelto por una confusa niebla de alienaciones y negaciones ilusorias. Eso, al menos, sí lo sabía: aquellas extrañas visiones habían entrado en su mente, como si volaran sin obstáculo alguno, procedentes del susurrante vacío de la no existencia. Jamás había tenido esta clase de pensamientos, pero ahora parecían gobernar su mente, tanto cuando dormía, como cuando se hallaba despierto, de modo que a veces tenía la impresión de caminar y hallarse aturdido; y su sueño se veía poblado por extraños sueños monstruosos.

—Dime, hechicero —dijo, sentado ante el espejo, con los ojos intensamente fijos en su propia imagen—, ¿cómo puedo pasar al otro lado de esa puerta? Porque, en verdad, no estoy seguro de que éste sea el mundo real y aquel otro el de las sombras. Aquello que veo debe de existir al menos en alguna forma.
—Mirad y creed —atronó la voz del hechicero—. El hombre tiene que creer para conseguir. La forma es sombra, la sustancia es ilusión, la materialidad es sueño; el hombre es porque cree ser. ¿Qué es el hombre sino un sueño de los dioses? Y, no obstante, el hombre puede ser aquello que desee ser; la forma y la sustancia no son más que sombras. La mente, el ego, la esencia del sueño divino..., eso es lo real, eso es lo inmortal. Mirad y creed, si queréis conseguir, Kull.

El rey no le comprendió del todo; nunca lograba comprender plenamente aquella clase de frases enigmáticas del hechicero; y, no obstante, en alguna parte de su ser hacían sonar una cuerda sensible. Así que, día tras día, acudió a sentarse ante los espejos de Tuzun Thune, y el hechicero siempre estaba al acecho tras él, como una sombra.

Llegó un día en que Kull pareció atisbar extraños territorios, y los pensamientos y reconocimientos revolotearon a través de su conciencia. Día tras día, había parecido perder el contacto con el mundo; a cada día que transcurría, las cosas le parecían más fantasmales e irreales; sólo el hombre del espejo parecía ser la realidad.

Ahora, Kull parecía hallarse a las puertas de otros mundos mucho más poderosos; unas vistas gigantescas parpadeaban como suspendidas; las nieblas de la irrealidad se hicieron más tenues. «La forma es sombra; la sustancia es ilusión; no son más que sombras.» Estas palabras resonaban en su conciencia como si llegaran hasta él procedentes de un país lejano. Recordó las palabras del hechicero, y tuvo la impresión de que ahora casi las comprendía..., forma y sustancia, ¿no podría cambiar a voluntad si supiera cuál era la llave maestra que abría esta puerta? ¿Qué mundos dentro de qué mundos esperaban al explorador osado?

El hombre del espejo parecía estar sonriéndole, cada vez más y más cerca; una neblina lo envolvía todo, y el reflejo se hizo repentinamente confuso. Kull experimentó una sensación de desvanecimiento, de cambio, de fusión...

—¡Kull!

El grito rasgó el silencio, transformándolo en un millón de fragmentos vibratorios. Las montañas se derrumbaron, y los mundos se tambalearon cuando Kull fue obligado a retroceder por aquel grito frenético, emitido con un esfuerzo sobrehumano, sin que él supiera cómo ni por qué.

Se oyó un estruendo, y Kull se encontró en la estancia de Tuzun Thune, ante un espejo hecho añicos, desconcertado y medio cegado por el aturdimiento. Allí, ante él, yacía el cuerpo de Tuzun Thune, cuyo momento final había llegado por fin. Sobre él se encontraba, de pie, Brule, el Asesino de la Lanza, con la espada ensangrentada y unos ojos muy abiertos con una expresión de horror.

—¡Por Valka! —exclamó el guerrero—. ¡Kull, apenas he llegado a tiempo!
—Sí, pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó el rey haciendo un esfuerzo por encontrar las palabras.
—Preguntádselo a esta traidora —contestó el Asesino de la Lanza indicando con un gesto a una muchacha que se encogía de terror ante el rey. Kull se dio cuenta de que era la misma que le había enviado a buscar a Tuzun Thune—. Al entrar aquí, os vi a punto de desvaneceros en ese espejo, lo mismo que el humo se desvanece en el cielo, ¡Por Valka! De no haberlo visto, no lo habría creído... Estabais a punto de desvaneceros cuando mi grito os hizo regresar.
—En efecto —asintió Kull—. Esta vez estuve a punto de traspasar esa puerta.
—Este enemigo os atrajo de la forma más artera —dijo Brule—. Kull, ¿no os dais cuenta de cómo tejió y os envolvió en una tela de magia? Kaanuub de Blaal conspiró con este hechicero para desembarazarse de vos, y esta bruja, una mujer de la raza antigua, se encargó de instilar en vuestra mente la idea de venir aquí. Ka-nu logró enterarse hoy mismo de la conspiración. No sé lo que visteis en ese espejo, pero Tuzun Thune lo utilizó para encantaros el alma, y con sus hechicerías casi estuvo a punto de cambiaros el cuerpo y transformaros en niebla...
—En efecto —asintió Kull, todavía perplejo—. Pero, al tratarse de un hechicero, que disponía del conocimiento de todas las eras y despreciaba el oro, la gloria y la posición, ¿qué podía ofrecerle Kaanuub a Tuzun Thune como para convertirle en un vil traidor?
—Precisamente oro, poder y posición —gruñó Brule—. Cuanto antes aprendáis que los hombres son hombres, tanto si son hechiceros, como reyes o vasallos, tanto mejor podréis gobernar, Kull. Y ahora, ¿qué hacemos con ella?
—Nada, Brule —contestó Kull con una mirada triste, mientras la mujer gemía y lloriqueaba a sus pies—. No ha sido más que un instrumento. Levántate, mujer, y sigue tu camino. Nadie te hará daño.

Una vez que se encontró a solas con Brule, Kull miró por última vez los espejos de Tuzun Thune.

—Quizá conspiró y conjuró, Brule... No, no dudo de lo que me dices. Y sin embargo, ¿fue su brujería la que me estaba cambiando para transformarme en una tenue niebla, o me tropecé acaso con un secreto? Si no me hubieras hecho regresar, ¿me habría desvanecido en la disolución, o habría encontrado otros mundos más allá de éste?

Brule dirigió una mirada hacia los espejos y se encogió de hombros, casi con un estremecimiento.

—Por lo visto, Tuzun Thune acumuló aquí toda la sabiduría de los infiernos. Salgamos de aquí, Kull, antes de que estos espejos me embrujen a mí también.
—Salgamos, pues —asintió Kull.

Y caminando uno al lado del otro, se alejaron de la casa de los mil espejos, donde, quizá, quedaban aprisionadas las almas de los hombres.

Ahora, ya nadie mira en los espejos de Tuzun Thune. Los botes de recreo se calientan plácidamente bajo el sol, en la orilla donde se levanta la casa del hechicero, y nadie entra en esa casa o en la habitación donde el reseco y apergaminado cadáver de Tuzun Thune permanece inmóvil ante los espejos de la ilusión. El lugar es evitado por todos como un lugar maldito, y aunque continúe así durante mil años no se oirán pasos humanos que arranquen ecos allí. A pesar de todo, Kull, sentado en su trono, medita a menudo en la misteriosa sabiduría y en los incontables secretos ocultos allí, y se pregunta...

Pues hay mundos que se encuentran mucho más allá de los mundos, como Kull ha aprendido muy bien, y tanto si el hechicero le embrujó con palabras o lo hizo mediante el hipnotismo, al otro lado de aquella misteriosa puerta se abrieron ante la mirada del rey otros paisajes diferentes, y ahora Kull se siente menos seguro de la realidad desde que miró en los espejos de Tuzun Thune.

Robert E. Howard (1906-1936)




Relatos de Robert E. Howard. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del cuento de Robert E. Howard: Los espejos de Tuzun Thune (The Mirrors of Tuzun Thune) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Parece casi un cuento de liethse



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