«El patrón de hierro»: Henry Kuttner y C.L. Moore.


«El patrón de hierro»: Henry Kuttner y C.L. Moore.




El patrón de hierro (The Iron Standard) es un relato de ciencia ficción de los escritores norteamericanos Henry Kuttner (1915-1958) y Catherine L. Moore (1911-1987), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1943 de la revista Astounding Science Fiction.

El patrón de hierro, tal vez uno de los cuentos de Henry Kuttner más discretos, así como uno de los relatos de C.L. Moore menos logrados, fue publicado atinadamente con el seudónimo Lewis Padgett.






El patrón de hierro.
The Iron Standard, Henry Kuttner (1915-1958) y C.L. Moore (1911-1987)

Las razas de otros mundos no tenían que ser amigables u hostiles. Bastaba que fueran obstinadamente diferentes para que las consecuencias fueran serias.

—Así que no tendremos provisiones por un año, tiempo venusino —dijo Thirkell, sirviéndose guisantes fríos con aire disconforme.

Rufus Munn, el capitán, interrumpió un instante la tarea de descucarachizar la sopa.

—No sé por qué tuvimos que importar estos bichos. Un año, más cuatro semanas, Steve. Pasaremos un mes en el espacio antes de llegar a la Tierra.

La cara abultada y redonda de Thirkell se puso solemne.

—¿Qué haremos, mientras tanto? ¿Nos alimentaremos sólo de guisantes fríos?

Munn suspiró, mirando a través de la tronera abierta del navío espacial Buena voluntad las figuras borrosas que se movían en la niebla de afuera. Pero no respondió. Barton Underhill, supervisor de carga y hombre-orquesta que había conseguido el puesto gracias a la fortuna del padre, sonrió crispadamente y dijo:

—¿Qué quieres hacer? No podemos gastar el combustible. Tenemos la cantidad justa para volver a casa. Así que guisantes fríos o nada.

—Pronto será nada —dijo solemnemente Thirkell—. Hemos sido derrochones. Hemos despilfarrado con toda irresponsabilidad.

—¡Irresponsabilidad...! —vociferó Munn—. Casi todos los alimentos se los hemos cedido a los venusinos.

—Bien —murmuró Underhill—, ellos nos alimentaron durante...un mes.

—Ahora no. Está prohibido. ¿Pero qué tienen contra nosotros?

Munn echó el taburete hacia atrás con brusquedad.

—Eso es lo que tenemos que averiguar. Las cosas no pueden seguir así. La comida no nos durará un año. Y no podemos explotar la tierra... —se interrumpió cuando alguien abrió la válvula transparente y entró, un hombre bajo y robusto, de pómulos salientes y nariz ganchuda en una cara broncínea.

—¿Encontraste algo, piel roja? —preguntó Underhill Mike Águila Rauda arrojó una bolsa de plástico en la mesa.

—Seis hongos. Con razón los venusinos recurren a la hidropónica. No les queda más remedio. En este mundo esponjoso sólo crecen hongos, y casi todos venenosos. Es inútil, capitán.

Munn frunció los labios.

—Bien, ¿dónde está Bronson?

—Mendigando. Pero no conseguirá un mísero fal —el navajo señaló la tronera—. Allí viene.

Un momento después los otros oyeron los pasos lentos de Bronson. El ingeniero entró, la cara roja como el pelo.

—No me preguntéis —murmuró—. Que nadie diga una palabra. Yo, un hijo de irlandeses, mendigando un mugriento fal a un hijo de perra con piel de lija y un aro de hierro en la nariz como las salvajes de Ubangui. ¡Es bochornoso! Me avergonzaré mientras viva.

—De acuerdo —dijo Thirkell—. ¿Pero conseguiste alguno, entonces?

—Bronson le clavó los ojos.

—¿Crees que le habría aceptado esas sucias monedas si me las hubiese ofrecido? —aulló el ingeniero, los ojos inyectados en sangre—. Se las habría arrojado a esa cara inmunda, podéis creerlo. ¿Yo, tocar ese dinero asqueroso? Dadme unos guisantes —tomó un plato y se puso a comer con morosidad.

Thirkell intercambió una mirada con Underhill.

—No ha conseguido ningún dinero —dijo el último.

—¡Me preguntó si pertenecía a la Liga de Mendigos! —rugió Bronson, levantando la cara con un bufido—. ¡Hasta los vagabundos tienen que adherirse a un sindicato en este planeta!

El capitán Munn frunció el ceño con aire pensativo.

—No, no es un sindicato, Bronson. Ni siquiera algo parecido a los gremios medievales. Los tarkomars son mucho más poderosos y mucho menos organizados. Los sindicatos surgieron de un medio social y económico definido, y cumplen una función. Un sistema de contención y equilibrio que crece cada vez más. Pero olvidemos los sindicatos; en la Tierra algunos son buenos, como el de Transporte Aéreo, y otros fraudulentos como el de Dragado Submarino. Los tarkomars son diferentes. No cumplen ninguna función productiva. Simplemente preservan las condiciones retrógradas del sistema venusino.

—Sí —dijo Thirkell—, y a menos que seamos miembros, no nos permitirán trabajar...en nada. Y no podemos ser miembros hasta que paguemos la cuota de ingreso. Mil so fais.

—Atención con esos guisantes —advirtió Underhill—. Nos quedan sólo diez latas.

Callaron. Munn convidó cigarrillos.

—Tenemos que hacer algo, eso es indudable —dijo—. Sólo podemos obtener alimentos de los venusinos, y ellos se niegan a dárnoslos. Tenemos algo a favor: las leyes son tan arbitrarias que no pueden rehusar vendernos comida... Es ilegal rechazar una venta legal.

Mike Águila Rauda examinó amargamente los seis hongos.

—Sí. Siempre que podamos exigir una venta legal. Estamos arruinados en Venus, y pronto nos moriremos de hambre. Si alguien tiene idea de cómo salir de este atolladero. Esto pasaba en 1964, tres años después del primer vuelo exitoso a Marte, y cinco después que Dooley y Hastling habían descendido en el Mare Imbrium. La Luna, desde luego, estaba deshabitada. Sólo había unas algas activas pero sin inteligencia. Los sagaces y corpulentos marcianos, con su elevado metabolismo y sus mentes brillantes y erráticas, habían sido amigables, y era seguro que las culturas de Marte y la Tierra no sufrirían choques. En cuanto a Venus, hasta entonces nadie había desembarcado allí. El Buena voluntad fue la primera nave. Era un experimento, como el primer viaje a Marte, pues nadie sabía si había vida inteligente en Venus. A bordo se almacenaron provisiones para más de un año, alimentos deshidratados, plastibulbos, alimentos concentrados y vitaminizados, pero cada hombre de la tripulación presentía que habría abundancia de comida en Venus.

En efecto, había comida. Los venusinos cultivaban los alimentos en tanques hidropónicos, bajo las ciudades. Pero en la superficie del planeta no crecía ningún comestible. La fauna era escasa, de modo que cazar era imposible aunque a los terráqueos les hubiesen permitido conservar las armas. Y al principio había parecido una fiesta de gala después del arduo viaje espacial. Una fiesta de un año en una civilización extraña y fascinante.

Era extraña, por cierto. Los venusinos eran conservadores. Respetaban escrupulosamente las tradiciones de sus ancestros remotos. No querían cambios, al parecer. La organización actual había funcionado durante siglos. ¿Para qué alterarla? La presencia de los terráqueos implicaba cambios para ellos, eso era obvio. Resultado: un boicot a los terráqueos. Todo fue muy pasivo. El primer mes no hubo problemas. Al capitán Munn le entregaron las llaves de la ciudad capital, Vyring, en cuyos alrededores descansaba ahora el Buena voluntad, y los venusinos trajeron comida en abundancia, platos exóticos pero sabrosos de los jardines hidropónicos. En retribución, los terráqueos fueron generosos con sus propias provisiones, aun hasta el despilfarro. Y los alimentos venusinos eran muy perecederos. No había necesidad de preservarlos, pues los tanques hidropónicos proporcionaban una provisión constante e infalible. Al final los terráqueos se quedaron con alimentos para pocas semanas, además de una gran pila de basura que pocos días antes había sido tentadora y apetitosa.

Luego los venusinos dejaron de traerles los frutos, verduras y setas-de-carne, y empezaron las restricciones. La fiesta terminó. No tenían intenciones de dañar a los terráqueos, eran cautelosamente amigables. Pero de allí en adelante sería: Paga y Serás Servido, y no aceptaban cheques. Una seta-de-carne grande, suficiente para cuatro hombres hambrientos, costaba diez fals. Como los terráqueos no tenían fals, no conseguían setas-de-carne ni nada. Al principio no les pareció importante. No, hasta que abrieron los ojos y empezaron a preguntarse cómo se las arreglarían para conseguir alimentos. No había modo. Así que se quedaban sentados en el Buena voluntad, comiendo guisantes fríos como cinco de los Siete Enanitos; un quinteto de hombres robustos, bajos, resistentes, huesudos y musculosos, especialmente elegidos por tener el físico apropiado para los rigores del vuelo espacial. Y sus cerebros, también elegidos especialmente, ahora no les ayudaban en nada. Era un problema simple. Simple y primitivo. Ellos, los representantes de la cultura más poderosa de la Tierra, tenían hambre. Pronto tendrían más hambre. Y no tenían un fal. Sólo oro, plata y billetes inservibles. Había metal en la nave, pero no el metal puro que necesitaban, salvo en aleaciones que no podían reducirse. Venus se regía por el patrón hierro.

—...tiene que haber una salida —dijo tozudamente Munn, una expresión taciturna en la cara recia y curtida; apartó el plato con un ademán de furia—. Iré a ver de nuevo al Consejo.

—¿Pe qué servirá? —preguntó Thirkell—. Estamos en un brete, es inútil. El dinero habla.

—No importa. Hablaré con Jorust —gruñó el capitán—. Ella no es tonta.

—Claro que no —rezongó Thirkell.

Munn le miró fijamente, llamó a Mike Águila Rauda y se volvió hacia la válvula transparente. Underhill se agregó con entusiasmo.

—¿Puedo ir?

Bronson jugueteó sombríamente con sus guisantes.

—¿Para qué quieres ir? Ni siquiera podrías pagarte una máquina tragamonedas en los tugurios de Vyring...si las tuvieran. ¿Crees que si les dices que tu viejo es un magnate de Filones Amalgamados te darán crédito por la comida, eh?

Pero el tono era amigable, y Underhill no se mosqueó.

—Ven, si quieres —dijo el capitán Munn—, pero date prisa.

Los tres hombres salieron a las nieblas humeantes, chapoteando en el barro pegajoso. El calor no era excesivo; los intensos vientos de Venus facilitaban la evaporación rápida, un aire naturalmente acondicionado que salvaba a los hombres de sentir las molestias de la humedad. Munn consultó la brújula. Los suburbios de Vyring estaban a más de medio kilómetro, pero la niebla, como de costumbre, parecía sopa de guisantes. El clima de Venus es siempre brumoso. El trío siguió avanzando en silencio.

—Creí que los indios sabían cómo aprovechar los recursos de la tierra —le comentó Underhill al navajo; y Mike Águila Rauda le miró, divertido.

—Bueno, no soy un indio venusino —explicó—. Quizá podría fabricar un arco y una flecha y derribar un venusino, pero...no serviría de gran cosa, a menos que la víctima llevara muchos sofals en la billetera.

—Podríamos comerlo, también —murmuró Underhill—. ¿Qué sabor tendrá un venusino asado?

—Descúbrelo y podrás escribir un best-seller al volver a casa —dijo Munn—. Siempre que vuelvas. Vyring tiene policía, compañero.

—En fin —dijo Underhill, y dejó el tema—. Aquí está la Puerta de Agua. Dios... ¡Huelo a comida!

—Yo también —refunfuñó el navajo—. Pero esperaba que nadie lo mencionara. Cállate y sigue caminando.

La muralla que rodeaba a Vyring parecía más una represa que una fortificación. Venus era un planeta civilizado y unificado; parecía no haber guerras ni impuestos aduaneros, algo natural en un estado mundial. Los transportes aéreos siseaban en la niebla antes de perderse de vista. La bruma cubría las calles, desgarrada ocasionalmente en jirones por ventiladores enormes. Vyring, resguardada de los vientos, era tórrida hasta lo incómodo, salvo dentro de las casas, donde había aire acondicionado. A Underhill le recordaba Venecia; las calles eran canales, había embarcaciones de varias formas y tamaños que se deslizaban plácidamente a gran velocidad. Hasta los mendigos navegaban... Había senderos accidentados y lodosos junto a los canales, pero nadie con un fal caminaba un paso. Los terráqueos sí que caminaban...y maldecían airadamente mientras chapoteaban en el cieno. Casi todo el mundo los ignoraba. Un taxi acuático se acercó a la orilla. El piloto, que lucía la insignia azul de su tarkomar, les saludó.

—¿Puedo acompañaros? —preguntó. Underhill le mostró un dólar de plata.

—Si aceptas esto..., claro.

Todos los terráqueos habían aprendido venusino rápidamente; eran buenos lingüistas, pues ésta era una de las tantas virtudes transplanetarias por las cuales los habían escogido. La lengua fonética venusina no era difícil. No les costó nada entender al piloto del taxi cuando dijo que no.

—Hagamos una apuesta —dijo Underhill con alguna esperanza—. Doble o nada.

Pero los venusinos no eran jugadores.

—¿Doble qué? —preguntó el piloto—. Esa moneda...es de plata —señaló la filigrana plateada y rococó de la proa de la embarcación—. ¡Basura!

—Para Benjamín Franklin este habría sido un lugar espléndido, pues —observó Mike Águila Rauda—. Tenía dientes postizos de hierro, ¿verdad?

—En tal caso, tenía una verdadera fortuna venusina en la boca —dijo Underhill.

—Oh, no es para tanto.

—Si alcanza para una cena completa, es una fortuna —insistió Underhill.

El piloto, mirando con desprecio a los terráqueos, se alejó en busca de viajes más provechosos. Munn, avanzando con obstinación, se secó el sudor de la frente. Un lugar espléndido, Vyring —pensó—. Un lugar espléndido...para morase de hambre. Media hora de caminata dificultosa despertó en Munn una rabia lenta y oscura. Si Jorust se negaba a verle, habría problemas —pensaba—, aunque les hubieran quitado las armas. Se sentía capaz de destrozar Vyring a dentelladas. Y de engullir las porciones más comestibles. Afortunadamente, Jorust les recibió. Los terráqueos fueron conducidos al despacho de la mujer, una sala grande y lujosa en lo alto de la ciudad,—con ventanas abiertas a la brisa fresca. Jorust se deslizaba por la sala en una silla alta equipada con ruedas y una especie de motor. A lo largo de las paredes había un anaquel inclinado, semejante a un escritorio y quizá con la misma función. Quedaba a la altura del hombro, pero la silla de Jorust la elevaba hasta ese nivel. Es posible que empiece por la mañana en un rincón, y durante el día dé toda la vuelta a la sala, pensaba Munn. Jorust era una venusina esbelta, de cabello gris, con una tez semejante a la piel de zapa fina y ojos negros y atentos que de momento eran cautelosos. Bajó de la silla, invitó a los hombres a sentarse y ella también se sentó. Encendió una pipa que parecía una boquilla desmesurada, rellena con un cilindro de hierbas amarillas apretadas. Un humo aromático impregnó el ambiente. Underhill olfateó con avidez.

—Que seáis dignos de vuestros padres —saludó amablemente Jorust, extendiéndoles la mano de seis dedos—. ¿Qué os trae por aquí?

—El hambre —dijo Munn sin rodeos—. Creo que ya es hora de hablar claro.

Jorust le escrutó con aire enigmático.

—Adelante.

—No nos gustan los atropellos.

—¿Os hemos dañado? —preguntó la jefe del Consejo. Munn la miró fijo.

—Pongamos las cartas sobre la mesa. Nos han tomado por imbéciles. Tú eres una de los que mandan; si no eres responsable de esto, al menos sabrás la razón. Me dirás...

—No —dijo Jorust al cabo de una pausa—. No, no soy tan poderosa como, según parece, crees. Soy una de las administradoras. Yo no elaboro las leyes. Simplemente veo que se cumplan. No somos enemigos.

—Podríamos llegar a serlo —dijo sombríamente Munn—. Si viniera otra expedición de la Tierra y nos encontrara muertos.

—Nunca os mataríamos. Atentaría contra nuestras tradiciones.

—Pero estáis dejándonos morir de hambre... Jorust entornó los ojos.

—Comprad comida. Cualquier hombre puede hacerlo, sea de la raza que fuere.

—¿Con qué dinero? —preguntó Munn—. No aceptáis nuestra moneda. No disponemos de la vuestra. Danos alguna fórmula.

—Vuestra moneda carece de valor —explicó Jorust—. Tenemos oro y plata en abundancia. Es común aquí. Un difal, o sea doce fals, os alcanza para mucha comida. Y un sofal os servirá para comprar aún mucho más.

Tenía razón, por supuesto, y Munn lo sabía. Un sofal equivalía a mil setecientos veintiocho fals. ¡Qué bien!

—Dinos cómo esperas que consigamos tu moneda de hierro —espetó.

—Trabajad, como hace nuestra gente. El hecho de que vengáis de otro mundo no os dispensa de la obligación de crear mediante el trabajo.

—De acuerdo —insistió Munn—, estamos dispuestos. Danos un trabajo.

—¿Cuál?

—¡Dragado de canales... ¡Cualquier cosa!

—Deberás hacerte miembro del tarkomar de los que dragan canales.

—He olvidado inscribirme. Jorust ignoró el sarcasmo.

—Debes hacerlo. Aquí cada oficio tiene su tarkomar.

—Préstame mil sofals y me inscribiré en uno.

—Eso ya lo has intentado —le dijo Jorust—. Nuestros prestamistas han informado que no puedes ofrecer nada en garantía.

—¡Nada... ¿Quieres decir que no hay nada en nuestra nave que valga mil sofals para tu raza? Esto es un juego sucio, y tú lo sabes. Sólo nuestro purificador de agua vale para vosotros seis veces esa cantidad. Jorust pareció ofenderse.

—Durante mil años hemos purificado las aguas con carbón de leña. Si cambiáramos ahora, tildaríamos de necios a nuestros ancestros. No eran necios, sino grandes sabios.

—¿Y el progreso, qué...

—Me parece innecesario —dijo Jorust—. Nuestra civilización conforma una unidad perfecta tal como es. Hasta los mendigos están bien alimentados. En Venus no nos falta la felicidad. Los métodos de nuestros antepasados han pasado sus pruebas y han resultado eficaces. Nada hay que cambiar, entonces...

—Pero...

—Si alteráramos el equilibrio, simplemente trastornaríamos el statu quo —dijo Jorust muy resuelta, levantándose—. Que seáis dignos de los nombres de vuestros padres.

—Escucha... —empezó Munn.

Pero Jorust estaba de nuevo en la silla, ya no le oía. Los tres terráqueos se miraron, se encogieron de hombros y salieron. La respuesta era definitivamente «no».

—Y eso es todo —dijo Munn mientras bajaban en el ascensor—. Jorust planea matarnos de hambre. Ya está todo dicho.

Underhill no estaba de acuerdo.

—Ella tiene razón. Como ha dicho, es sólo administradora. Los que mandan aquí son los tarkomars. Son una facción poderosa.

—Ya sé que ellos llevan la voz cantante —masculló Munn—. Es difícil entender la psicología de esta gente. Parece que fueran absolutamente reacios a cambiar. Nosotros representamos cambios. Así que han decidido ignorarnos, y basta.

—No servirá de nada —dijo Underhill—. Aunque muramos de hambre, vendrán más naves de la Tierra.

—Podrían hacerles el mismo juego.

—¿El hambre? Pero...

—La resistencia pasiva. Ninguna ley obliga a los venusinos a tratar con los terráqueos. Simplemente pueden adoptar una política cerrada, y no hay manera de remediarlo. En Venus no hay alfombra de bienvenida.

Mike Águila Rauda rompió un largo silencio cuando llegaron a la orilla del canal.

—La psicología de ellos es una variante del culto de los antepasados. Egotismo transferido, tal vez... Un complejo de inferioridad racial.

Munn meneó la cabeza.

—Vas demasiado lejos.

—De acuerdo, quizá. Pero lo del culto del pasado es innegable. Y el miedo. La cultura social presente ha funcionado durante siglos. No quieren intrusiones... Es lógico. Si tuvieras una máquina que cumple perfectamente la tarea para la que fue diseñada, ¿querrías introducir mejoras?

—¿Por qué no? —dijo Munn—. Claro que sí.

—¿Porqué?

—Bien... Para ahorrar tiempo. Si un nuevo accesorio hace que la máquina duplique la producción, lo aceptaría.

—Supón que produjera refrigeradores, por ejemplo. Habría repercusiones. Necesitarías menos mano de obra, lo cual alteraría la estructura económica.

—Microscópicamente.

—Hasta allí. Pero también habría un cambio en los consumidores. Más gente querría tener refrigeradores. Más gente fabricaría helados caseros. Las ventas de helados decaerían... Las ventas minoristas; los mayoristas comprarían menos leche, los granjeros...

—Entiendo —dijo Munn—. Por falta de un clavo se perdió el reino. Estás hablando del microcosmos. Aunque así no fuera, hay alteraciones automáticas. Siempre las hay.
—Una civilización experimental, en desarrollo, está dispuesta a afrontar esas alteraciones —señaló Mike Águila Rauda—. Los venusinos son ultraconservadores. Creen que no necesitan más desarrollos ni cambios. El sistema ha funcionado durante siglos. Está perfectamente integrado, y cualquier intrusión podría echarlo todo a perder. Los tarkomars tienen el poder, y se proponen conservarlo.
—Así que nos moriremos de hambre —intervino Underhill.
El indio torció la boca.
—Así parece. A menos que encontremos algún modo de hacer dinero...
—Tendríamos que encontrarlo —dijo Munn—. Entre otras cosas, hemos sido seleccionados por nuestro CJ.
—Nuestros talentos no son los más adecuados —observó Mike Águila Rauda, echando una piedra al canal de un puntapié—. Tú eres físico, yo soy naturalista, Bronson es ingeniero y Steve Thirkell es matasanos. Tú, mi joven e inservible amigo, eres hijo de millonario.
Underhill sonrió embarazosamente.
—Bueno, papá empezó desde abajo. Sabía cómo hacer dinero. Eso es lo que necesitamos ahora, ¿verdad?
—¿Cómo amasó su fortuna?
—El mercado de valores.
—Esa es una gran ayuda —dijo Munn—. Creo que el mejor plan sería que elaboráramos algún proceso que los venusinos realmente necesiten, y luego se lo venderíamos...
—Si pudiéramos telegrafiar a la Tierra —empezó a decir Underhill— para pedirles ayuda.
—No tendríamos nada de qué preocuparnos —terminó el navajo—. Lamentablemente Venus tiene ionosfera, así que no podemos telegrafiar. Mejor que te des maña para inventar algo, capitán. Pero si los venusinos después se interesen o no..., yo no lo sé.
Munn reflexionó.
—El statu quo no puede conservarse inalterado permanentemente. En qué cabeza cabe, como decía mi abuelo casi siempre. Nunca faltan inventores. Nuevos procesos... La organización social tiene que asimilarlos. Yo podría elaborar algún artefacto. Hasta un buen preservado! de alimentos podría sernos útil.
—No con la producción que tienen los jardines hidropónicos...
—Humm. Algún señuelo más eficaz... Que sea inútil, pero llamativo. Una máquina tragamonedas, tal vez...
—Decretarían una ley en contra.
—Bien, sugiere algo tú.
—Parece que los venusinos no tienen mucho dominio de la genética. Si yo pudiera producir algunos alimentos exóticos combinando especias. ¿Eh?
—Tal vez —dijo Munn—. Tal vez.

La cara rechoncha de Steve Thirkell asomó por la tronera. El resto del grupo estaba sentado alrededor de la mesa, garabateando en libretas y bebiendo café flojo.
—Tengo una idea —dijo Thirkell.
—Ya conozco tus ideas —gruñó Munn—. ¿Cuál es la nueva?
—Muy sencillo. Una epidemia ataca a los venusinos y yo descubro el antídoto que los salva. Se sentirán agradecidos, ¿no?
—...y te casarás con Jorust y gobernarás el planeta —completó Munn—. ¡Ja!
—No exactamente —siguió Thirkell, imperturbable—. Si no se sienten agradecidos, nos limitaremos a retener la antitoxina hasta que nos paguen.
—El único inconveniente de esa ocurrencia genial es que los venusinos parecen ser inmunes a todo tipo de epidemias —señaló Mike Águila Rauda—. Por lo demás, es perfecta...
—Temí que lo mencionaras —suspiró Thirkell—. Lo único que veo es que, desencadenando una epidemia, tifus o algo por el estilo, caeríamos en una falta de ética...sólo un poco, ¿verdad?
—¡Qué hombre! —dijo admirativamente el navajo—. Serías un magnífico asesino, Steve.
—Lo he pensado a menudo. Pero mi propósito no era llegar al asesinato. Una enfermedad dolorosa, restrictiva.
—¿Por ejemplo? —preguntó Munn.
—¿La difteria? —sugirió esperanzado el cirujano.
—Una perspectiva auspiciosa —murmuró Mike Águila Rauda—. Hablas como un apache.
—Difteria, beriberi, lepra, peste bubónica —dijo violentamente Pat Bronson—. Voto por todas ellas juntas. Hacedles probar a esos batracios su propia medicina. Despachadlos a gusto.
—Supongamos que te dejamos desencadenar una epidemia moderada —dijo Munn—.Que no acarreara consecuencias fatales... ¿Cómo lo harías?
—Contaminando la provisión de agua, o algo así...
—¿Con qué?
Thirkell se descorazonó de pronto.
—¡Oh! ¡Oh! Munn cabeceó.
—El Buena voluntad no está pertrechado para eso. No tenemos gérmenes, antiséptico por fuera y por dentro. ¿Has olvidado el tratamiento que recibimos antes de partir?
Bronson soltó un juramento.
—Jamás lo olvidaré... ¡Una hipodérmica por hora! Antitoxinas, inyecciones, rayos X ultravioletas, hasta que los huesos se me pusieron verdes.
—Exacto —dijo Munn—. Prácticamente no tenemos gérmenes. Era una precaución inevitable, para impedir que produjéramos una epidemia en Venus.
—Pero queremos producirla —dijo quejumbrosamente Thirkell.
—No podrías contagiarles siquiera un constipado —dijo Munn—. De modo que eso no va. ¿Qué sabes de los anestésicos venusinos? ¿Son tan buenos como los nuestros?
—Mejores —admitió el médico—. En realidad, no los necesitan, salvo para los niños. Sus sinapsis son extrañas. Han dominado la autohipnosis de tal modo que pueden bloquear el dolor, si es necesario.
—¿Sulfamidas?
—Ya lo pensé. También tienen.
—Mi idea se relaciona con la energía hidráulica —terció Bronson—. O las represas. Cada vez que llueve hay inundaciones.
—Pero también tienen un buen sistema de desagüe. Los canales se encargan de eso —dijo Munn.
—¡Déjame terminar! Esos hijos de perra con piel de pescado tienen energía hidráulica, pero no es eficiente. Hay tanta agua corriente en todo el planeta que construyen plantas donde mejor se les antoja, miles de ellas, y la mitad del tiempo no funcionan, cuando las Lluvias se concentran en otro distrito. La mitad de las plantas está siempre fuera de servicio. Eso cuesta dinero. Si construyeran represas, tendrían una fuente energética permanente sin tantos gastos adicionales.
—No es mala idea —admitió Munn.
—Yo me atendré a mis hibridajes en los jardines hidropónicos —dijo Mike Águila Rauda—. Puedo elaborar setas-bistec con gusto a salsa Worcestershire o algo por el estilo. Una tentación para el paladar, ya lo sabéis.
—Perfecto. ¿Steve? Thirkell se revolvió el pelo.
—Ya pensaré en algo. No me apresuréis. Munn se volvió a Underhill.
—¿Alguna idea brillante, compañero? El joven sonrió embarazosamente.
—No hasta el momento. Lo único que se me ocurre es manipular el mercado de valores.
—¿Sin dinero?
—Ese es el problema. Munn cabeceó.
—Bien, mi propia idea es la propaganda. Soy físico y entra en mi especialidad.
—¿Qué dices? —quiso saber Bronson—. ¿Destrucción de átomos con un acelerador de partículas? ¿Una demostración de fuerza?
—Cálmate. La publicidad es desconocida en Venus, aunque no el comercio. Curioso. Creo que los minoristas aprovecharán la oportunidad.
—Tienen anuncios radiales...
—Rituales y estilizados. Sus televisores sirven para ofrecer anuncios más coloridos. Ditirambos visuales, eso es... Podría ingeniármelas para exhibir mejor los productos. ¿Por qué no?
—Creo que yo construiré una máquina de rayos X, si me ayudas, capitán —dijo Thirkell.
—Claro —dijo Munn—. Tenemos el equipo... Y los planos. Empezaremos mañana, ya debe ser bastante tarde.

Lo era, aunque en Venus no había atardecer. El grupo se acostó para soñar con cenas completas, todos menos Thirkell, que soñó que comía un pollo asado que de pronto se transformaba en un venusino y lo devoraba a él, empezando por los pies. Despertó sudando y maldiciendo, tomó nembutal y se volvió a dormir. A la mañana siguiente se dispersaron. Mike Águila Rauda llevó un microscopio y otros instrumentos al centro hidropónico más cercano y se puso a trabajar. No le permitían llevar esporas a la nave, pero no se le impedía experimentar en la misma Vyring. Hizo cultivos y utilizó complejos vitamínicos para acelerar el crecimiento, y esperó lo mejor. Pat Bronson fue a ver a Skottery, jefe de Energía Hidráulica. Skottery era un venusino alto y taciturno que sabía mucho de ingeniería, e insistió en mostrar a Bronson las maquetas de la oficina antes de ponerse a conversar.

—¿Cuántas plantas energéticas tenéis? —preguntó Bronson.
—Dos veces cuatro docenas a la tercera potencia. Cuarenta y dos docenas en este distrito.
Prácticamente un millón, calculó Bronson.
—¿Cuantas funcionan efectivamente en la actualidad? —prosiguió.
—Unas diecisiete docenas.
—Eso significa trescientas fuera de servicio... Es decir, veinticinco docenas. ¿No es demasiado costoso el mantenimientos?
—Muchísimo —admitió Skottery—. Aparte de que muchas de ellas están ahora permanentemente fuera de servicio. El terreno cambia con mucha frecuencia. Tú sabes, la erosión... Un año construimos una estación en una cañada, y al siguiente el agua cambia de curso. Construimos una docena por día. Pero rescatamos algún material de las anteriores, naturalmente.

Bronson tuvo una idea.
—¿No tenéis irrigación?
—¿Eh?
El terráqueo explicó. Skottery alzó los hombros en señal de negación.
—Aquí tenemos una vegetación diferente. Hay tanta agua que las plantas no necesitan raíces profundas.
—¿Pero necesitan del suelo?
—No. Los elementos que utilizan están suspendidos en el agua.
Bronson describió cómo funcionaban los canales de riego.
—Supón que importas plantas y árboles de la Tierra y forestas las montañas. Y construyes represas para retener el agua. Tendrías energía permanente, y sólo necesitarías unas pocas centrales energéticas grandes, que siempre estarían funcionando.
Skottery reflexionó.
—Tenemos toda la energía que necesitamos.
—¡Pero mira los gastos!
—Nuestros ingresos los cubren.
—Podrías hacer más dinero... Difals y safals...
—Hemos obtenido exactamente las mismas ganancias durante trescientos años —explicó Skottery—. Nuestros ingresos netos son constantes. Todo funciona a la perfección. No logras entender nuestro sistema económico, según veo... Como tenemos todo lo que necesitamos, no hace falta más dinero... Ni siquiera un fal más.
—Tus competidores...
—Sólo tenemos tres, que están satisfechos con sus ganancias.
—¿Y si yo los interesara en mi plan?
—Sería imposible —explicó Skottery pacientemente—. No se interesarían más que yo. Me alegra haberte recibido. ¡Que seas digno del nombre de tu padre!
—¡Peces sin alma! —aulló Bronson, perdiendo los estribos—. ¿No tenéis sangre roja bajo esa piel verde? ¿Nadie en este mundo sabe lo que significa pelear? —se dio un puñetazo en la palma—. Sería indigno del nombre del viejo Seumas Bronson si no te golpeara ya mismo ese cuerpo inmundo.
Skottery apretó un botón. Aparecieron dos venusinos corpulentos. El jefe de Energía Hidráulica señaló a Bronson.
—Sacad eso de aquí —dijo.

El capitán Rufus Munn estaba en uno de los estudios de televisión con Bart Underhill. Estaban sentados al lado de Hakkapuy, propietario de Veetsy, que podría significar algo así como Cosquillas Húmedas. Miraban el comercial del producto de Hakkapuy, proyectado sobre la pared. Apareció un venusino, las piernas abiertas, los brazos sobre las caderas. Alzó una mano, los seis dedos bien separados, y dijo:

—Todos bebemos agua. El agua es buena. La vida necesita agua... Veetsy también es bueno. Con cuatro fals se compra una esfera de Veetsy. Eso es todo.
Desapareció. Colores ondulantes cruzaron la pantalla y sonó una música de extraño ritmo. Munn se volvió a Hakkapuy.
—Eso no es publicidad. Así no se consiguen clientes.
—Bien, es tradicional —dijo débilmente Hakkapuy.

Munn abrió un envoltorio, extrajo un vaso de boca ancha y pidió una esfera de Veetsy. Se lo dieron y volcó el fluido verde en el vaso. Después introdujo media docena de bolas de color y añadió un trozo de hielo seco, que se hundió hasta el fondo. Las bolas subían y bajaban con rapidez.

—¿Ves? —dijo Munn—. Efecto visual. Las bolas son apenas más pesadas que Veetsy. Es el equivalente visual de Cosquillas Húmedas. Exhibe eso en tu comercial, con un buen parlamento. Verás como suben tus ventas.
—No estoy seguro —dijo Hakkapuy con cierto interés. Munn extrajo un fajo de papeles y golpeó el nicho de la pared. Al rato entró un venusino gordo y dijo:
—Que seáis dignos de los nombres de vuestros ancestros —Hakkapuy lo presentó como Lorish.
—He pensado que Lorish debe conocer todo esto. ¿Te importaría repetirlo?
—En absoluto —dijo Munn—. Ahora, el principio de la exhibición en escaparates... —cuando terminó, Hakkapuy se volvió hacia Lorish, que se encogió de hombros lentamente.
—No —dijo.
Hakkapuy frunció los labios.
—Vendería más Veetsy.
—Y alterarías nuestros esquemas económicos —dijo Lorish—. No.
Munn le clavó los ojos.
—¿Por qué no? El dueño de Veetsy es Hakkapuy, ¿no es cierto? ¿Quién eres tú... ¿Un censor?
—Represento al tarkomar de los publicistas —explicó Lorish—. Verás; la publicidad en Venus es muy ritual. Jamás cambia. ¿Por qué tendría que cambiar? Si dejamos que Hakkapuy utilice tus ideas, somos injustos con los otros fabricantes de refrescos.
—Podrían hacer lo mismo —señaló Munn.
—Una carrera competitiva que desembocaría en un colapso total. Hakkapuy gana bastante dinero, ¿no es verdad, Hakkapuy?
—Supongo que sí.
—¿Acaso cuestionas los principios de los tarkomars? Hakkapuy tragó saliva.
—No —se apresuró a decir—. ¡No, no. no! Tienes toda la razón.
Lorish le miró.
—Muy bien. En cuanto a ti, terráqueo, te aconsejo no perder más tiempo en este proyecto. Munn enrojeció.
—¿Me estás amenazando?
—Claro que no. Simplemente me refiero a que ningún publicista podría utilizar tu idea sin consultar a mi tarkomar, y nosotros la vetaríamos.
—Seguro —dijo Munn—. Bien. Vamos, Bart. Salgamos de aquí.
Se fueron y conversaron mientras caminaban a lo largo de un canal. Underhill pensaba.
—Los tarkomars han conservado el equilibrio del poder durante mucho tiempo, según parece. Quieren que las cosas sigan como están. Eso es obvio.
Munn gruñó.
—Tendríamos que alterar todo el sistema para llegar a algo —continuó Underhill—.Pero sin embargo...
—¿Qué...
—Creo que tenemos un elemento a favor.
—¿Cuál?
—Las leyes.
—¿Cómo se te ocurre? —preguntó Munn—. Están todas en contra de nosotros.
—Hasta ahora, sí. Pero son tradicionalmente rígidas e inflexibles. Una decisión tomada hace trescientos años sólo puede ser cambiada mediante un proceso judicial. Si encontráramos una omisión en esas leyes, no podrían tocarnos.
—Bien, encuéntrala —dijo Munn, enfadado—. Yo volveré a la nave para ayudar a Steve con esa máquina de rayos X.
—Creo que iré a la Bolsa para husmear un poco —dijo Underhill—. Quizás...

Una semana después la máquina de rayos X estaba terminada. Munn y Thirkell investigaron las normas legales de Vyring y descubrieron que se les permitía vender un aparato de invención propia sin pertenecer a un tarkomar, siempre que respetaran ciertas restricciones triviales. Imprimieron panfletos y los distribuyeron por la ciudad, y los venusinos fueron a observar cómo Munn y Thirkell demostraban los méritos de los rayos Roentgen. Ese día Mike Águila Rauda se tomó un descanso. Fumó un cigarrillo tras otro de su escasa provisión. Ardía de furia e impotencia. Los cultivos hidropónicos le habían presentado problemas.

—¡Un disparate! —le dijo a Bronson—. Luther Burbank se habría vuelto loco de furia. Igual que yo. ¿Cómo diablos puedo combinar estos especimenes ambiguos de la flora venusina?
—Bien, no parece muy justo —le consoló Bronson—. Dieciocho sexos, ¿eh?
—Dieciocho hasta ahora. Y cuatro variantes que al parecer no son sexuadas. ¿Cómo puedes combinar esos hongos degenerados? Habría que exhibir el producto en una feria. —¿No llegas a ningún resultado?
—Oh, sí —dijo amargamente Mike Águila Rauda—. A toda clase de resultados. El problema es que ninguno es constante. Un día crío un hongo con gusto a ron, y no crece como corresponde... Las esporas se transforman en algo con gusto a trementina. Ya ves... Bronson parecía comprenderle.
—No podrías birlarles algunos hongos cuando no te miran? Así el trabajo no sería del todo inútil.
—Me revisan por completo —dijo el navajo.
—Canallas mugrientos —aulló Bronson—. ¿Qué creerán que somos? ¿Delincuentes?
—Hm. Algo sucede afuera. Echemos un vistazo.
Salieron del Buena voluntad, y encontraron a Munn discutiendo apasionadamente con Jorust, que había venido a examinar personalmente la máquina de rayos X. Una multitud de venusinos observaba con avidez. Munn tenía la cara carmesí.
—Me he asesorado —decía—. Esta vez no podrás detenerme, Jorust. Es totalmente legal construir una máquina y venderla fuera de los límites de la ciudad.
—Por cierto —dijo Jorust—. No me quejo por eso.
—¿Entonces? No estamos infringiendo ninguna ley. La mujer hizo una seña y un venusino gordo se adelantó pesadamente.
—Patente tres gruesas catorce al cuadrado dos docenas, concedida a MetziStarg del año Mylosh, doce a la cuarta potencia, placas sensibilizadas.
—¿Qué es eso? —preguntó Munn.
—Es una patente —le dijo Jorust—. Fue concedida hace un tiempo a un inventor venusino llamado MetziStarg. Un tarkomar compró y suprimió el proceso, pero todavía es ilegal utilizarlo.
—¿Quieres decir que alguien ya inventó una máquina de rayos X en Venus?
—No. Sólo película sensibilizada. Pero eso es parte de tu aparato, así que no puedes venderlo... Thirkell no se dio por vencido.
—No necesito película...
—Patente vibratoria tres gruesas dos docenas y siete... —dijo el venusino gordo.
—¿Y ahora, qué... —interrumpió Munn. Jorust sonrió.
—Las máquinas que emplean vibración violan esa patente, capitán.
—Esto es una máquina de rayos X —exclamó Thirkell.
—La luz es una vibración —le dijo Jorust—. No podéis venderla sin comprar la licencia del tarkomar que ahora posee la patente. Costaría...a ver, unos cinco mil sofals.

Thirkell se volvió abruptamente y entró en la nave, donde se preparó un whisky con soda y evocó con nostalgia los gérmenes de difteria. Los otros aparecieron después, con aire consternado.

—¿Puede hacemos eso? —preguntó Thirkell.
—Claro que puede, compañero —dijo Munn—. Ya ves que lo ha hecho...
—No estamos violando sus patentes.
—Esto no es la Tierra. Aquí las leyes de patente son tan amplias que si alguien inventa un rifle, nadie más puede fabricar miras telescópicas. Estamos igual que antes.
—De nuevo los tarkomars —dijo Underhill—, Cuando te detectan un proceso de invención que podría implicar cambios, lo compran y lo anulan. No se me ocurre ningún invento que pudiéramos hacer sin violar una u otra patente venusina.
—Se atienen a la ley —observó Munn—. A la ley de ellos. Así que ni siquiera podernos desafiarles. Mientras estemos en Venus, estamos sujetos a su jurisprudencia.
—Los guisantes están bajando —dijo morosamente Thirkell.
—Como todo —repuso el capitán—. ¿A alguien se le ocurre algo?
Hubo silencio. Luego Underhill tomó una esfera de Veetsy y la puso sobre la mesa.
—¿De dónde la has sacado? —preguntó Bronson—. Vale cuatro fals.
—Está vacía —dijo Underhill—. La encontré en un bote de basura. Estuve investigando la cristalita..., el material que emplean para hacer estas cosas.
—¿Y qué has descubierto?
—Ya descubrí cómo lo hacen. Es un proceso difícil y caro. No es mejor que nuestro flexiglass, y mucho más difícil de hacer. Si tuviéramos aquí una fábrica de flexiglass.
—¿Sí?
—Cristalita Amalgamada quebraría...
—No entiendo —dijo Bronson—. ¿Y con eso, qué...
—¿Nunca oísteis hablar de campañas de rumores? —preguntó Underhill—. Mi padre ganó más de una elección de ese modo, el viejo zorro... Por ejemplo, hacemos correr el rumor de que hay un proceso nuevo para fabricar un sustituto de la cristalita, más barato y mejor. ¿No bajarían las acciones de Cristalita?
—Posiblemente —dijo Munn.
—Tal vez así podamos sacar algún provecho.
—¿Con qué?
—Oh —Underhill hizo una pausa—. Para hacer dinero se necesita dinero...
—Siempre.
—Quién sabe. Tengo otra idea. Venus se rige por el patrón hierro. El hierro es barato en la Tierra. Podríamos hablar de traer hierro aquí, y de desperdigarlo por todas partes.
Cundiría el pánico, ¿no?
—No sin hierro para desperdigar —dijo Munn—. La televisión se encargaría de la antipropaganda. No podríamos competir. Nuestra campaña de rumores sería aplastada aun antes de empezar. El gobierno venusino, los tarkomars, simplemente negarían que la Tierra tiene provisiones ilimitadas de hierro. En cualquier caso, no nos serviría de nada.
—Tiene que haber un modo —Underhill frunció el ceño—. Veamos, tiene que haberlo. ¿Cuál es el fundamento del sistema venusino?
—La falta de competencia —dijo Mike Águila Rauda—. Cada cual tiene todo lo que quiere.
—Quizás. En la superficie. Pero el instinto competitivo es demasiado fuerte para suprimirlo así. Apostaría a que muchos venusinos querrían ganar unos cuantos fals extra.
—¿Eso adonde nos lleva? —quiso saber Munn.
—El método de mi padre... Hm-m-m. Maniobró con los hilos, hizo que la gente fuera a él... ¿Cuál es el punto débil de la economía venusina?
Munn titubeó.
—Nada que esté a nuestro alcance... Tenemos demasiadas desventajas.
Underhill cerró los ojos.
—La base de un sistema social y económico es... ¿Qué?
—El dinero —dijo Bronson.
—No. La Tierra se rige por el patrón radio. Años atrás era el oro o la plata. El de Venus es el hierro. Y además está el sistema de trueque. En realidad, el dinero es una variable.
—El dinero representa los recursos naturales —empezó Thirkell.
—Horas-hombre —murmuró Munn. Underhill dio un brinco.
—¡Eso es! Claro... Horas-hombre. Esa es la constante. Lo que un hombre produce en una hora representa una constante arbitraria... Dos dólares, doce difals. lo que sea. Esa es la base de cualquier organización económica. Y es la base que tenemos que socavar.
El culto de los antepasados, el poder de los tarkomars, son en verdad superficiales. Una vez debilitado el sistema básico, lo demás se desmorona.
—No entiendo adonde nos lleva esto —dijo Thirkell.
—Alteremos la hora-hombre —explicó Underhill—. Si lo logramos, puede ocurrir cualquier cosa.
—Mejor que ocurra —dijo Bronson—, y pronto. Nos queda poca comida.
—Cállate —dijo Munn—. Creo que el chico tiene razón. Alterar la constante horahombre, ¿eh? ¿Cómo podríamos conseguirlo? ¿Instrucción? ¿Entrenar a un venusino para que duplique la producción en el mismo lapso de tiempo? ¿Mano de obra especializada?
—Ya la tienen —dijo Underhill—. Si pudiéramos hacerles trabajar más rápido, aumentar sus energías.
—Anfetaminas —interrumpió Thirkell—. Con bastante cafeína, complejos vitamínicos y riboflavina... Podría producir un estimulante, claro que sí.
Munn asintió lentamente.
—Píldoras, no inyecciones. Si esto funciona, tendremos que hacerlo bajo cuerda durante un tiempo.
—¿Qué demonios ganamos con hacer que los venusinos trabajen más rápido? —preguntó Bronson. Underhill chasqueó los dedos.
—¿No te das cuenta? Venus es ultraconservador. El sistema económico es estático.
No está adaptado para el cambio. ¡Armaremos un desbarajuste endemoniado!
—Necesitaremos publicidad para suscitar el interés público, antes que nada —dijo Munn—. Una demostración práctica —miró a su alrededor y posó la mirada en Mike Águila Rauda—. Creo que el candidato eres tú, piel roja. Tienes más vitalidad que cualquiera de nosotros, de acuerdo con los test que nos hicieron en la Tierra.
—Bueno —dijo el navajo—. ¿Qué tengo que hacer?
—¡Trabajar! —le dijo Underhill—. ¡Deslomarte trabajando! ¡Eah...

Empezaron a primera hora de la mañana siguiente, en la plaza principal de Vyring. Munn se había cerciorado de todos los detalles, resuelto a asegurarse de que nada saliera mal, y se había enterado de que iban a construir un edificio de recreación en la plaza.

—El trabajo no empezará hasta dentro de varias semanas —dijo Jorust—. ¿Por qué?
—Queremos cavar un agujero allí —dijo Munn—. ¿Es legal?
La venusina sonrió.
—Desde luego. El terreno es público..., hasta que los contratistas empiecen. Pero una demostración de vuestra fuerza muscular no os ayudará, me temo.
—¿Qué dices?
—No soy tonta. Estáis tratando de conseguir empleo. Esperáis lograrlo haciendo publicidad de vuestras habilidades. ¿Pero por qué hacerlo así? Cualquiera puede cavar un agujero. No es trabajo especializado.
Munn gruñó. Si Jorust quería sacar conclusiones apresuradas, allá ella.
—La publicidad da buenos resultados —dijo—. Si en la Tierra pones a trabajar una pala mecánica, la gente se junta para mirar. No tenemos una pala mecánica, pero...
—Bien, como gustes. Legalmente tienes el derecho. Pero no podréis obtener un empleo sin ingresar en un tarkomar.
—A veces creo que tu planeta estaría mejor sin los tarkomars —dijo audazmente Munn. Jorust movió los hombros.
—Entre nosotros, a menudo he pensado lo mismo. Soy una mera administradora, sin embargo. No tengo poder real. Hago lo que me piden. Si estuviera permitido, me agradaría prestaros el dinero que necesitáis.
—¿Qué? —Munn se quedó mirándola—. Creí que... La mujer se endureció.
—No está permitido. La tradición no siempre es sabiduría, pero no puedo hacer nada al respecto. Desafiar a los tarkomars es impensable e inútil para nosotros. Lo lamento.

Munn se sintió un poco mejor después de esta charla. No todos los venusinos eran enemigos. Los todopoderosos tarkomars, celosos de su poder, fanáticamente aferrados al statu quo, eran los responsables de este enredo. Cuando regresó a la plaza, los otros estaban esperando. Bronson había instalado un letrero en venusino fonético, y había preparado una zapa, un pico, una pala, una carretilla y tablas para el navajo. La silueta musculosa y broncínea aguardaba en el viento fresco, desnuda hasta la cintura. Unos botes del canal se habían detenido para observar. Munn miró el reloj.

—Bien, piel roja. Adelante. Steve puede empezar... Underhill se puso a batir un tambor.
Bronson anotó cifras en el letrero:
4:03:00. Hora Venusina de Vyring.

Thirkell fue hasta una mesa cercana, atiborrada de recipientes y equipo médico. Sacó de un frasco una de las píldoras estimulantes que había preparado y se la dio a Mike Águila Rauda. El indio la tragó, levantó la zapa y se puso a trabajar. Eso era todo. Un hombre cavando un agujero. Cual fuera la fascinación del espectáculo, nadie podía averiguarlo. El principio es el mismo, trátese de un artefacto mecánico arrancando una tonelada de tierra de una palada, o un navajo robusto y sudoroso que empuña pala y pico. El número de botes creció. Mike Águila Rauda siguió trabajando. Pasó una hora. Otra. Había períodos de descanso breves y regulares, y Mike cambiaba de vez en cuando de herramienta para hacer trabajar todos los músculos. Después de remover la tierra con 3a zapa, paleaba dentro de la carretilla, llevaba la carga por una planchada y la volcaba a cierta distancia en un montículo cada vez más grande. Tres horas. Cuatro. Mike interrumpió la faena para un pequeño almuerzo. Bronson seguía anotando la hora en el letrero. Thirkell le dio otra píldora al navajo.

—¿Cómo te sientes?
—Bien. Tengo bastante resistencia.
—Lo sé. Pero estos estimulantes...te ayudarán.
Underhill escribía a máquina. Ya había tipeado muchas hojas, pues se había puesto a trabajar poco después que Mike Águila Rauda. Bronson había redescubierto un talento olvidado: hacía malabarismos con mazas y pelotas de color. Llevaba un buen rato dedicado a ese ejercicio. El capitán Rufus Munn operaba una máquina de coser. La tarea no le gustaba especialmente, pero era trabajo de precisión y por lo tanto, útil para el plan. Todos hacían algo menos Thirkell. El médico se ocupaba de administrar las píldoras y poner cara de alquimista. Ocasionalmente se acercaba a Munn y Underhill, juntaba fajos de papel y paños cuidadosamente cosidos, y los depositaba en varias cajas cerca del canal, etiquetadas: "Llévese una". En la tela había una leyenda bordada a máquina en venusino: "Un recuerdo de la Tierra". La muchedumbre crecía.

Los terráqueos seguían trabajando. Bronson continuaba con sus juegos malabares, con pausas para descansar. Luego intentó trucos con monedas y naipes. Mike Águila Rauda seguía cavando. Munn cosía. Underhill dactilografiaba, y los venusinos leían lo que escribían sus ágiles dedos.

"¡Gratis! ¡Gratis! ¡Gratis!" rezaban ios panfletos. "¡Fundas para almohada de la Tierra! ¡Un espectáculo gratis! Ved cómo los terráqueos demuestran vitalidad, habilidad y precisión de cuatro modos distintos. ¿Cuánto tiempo resistirán? Con la ayuda de PILDORAS PODEROSAS...seguirán ¡indefinidamente! La fuerza se duplica y la precisión se incrementa con PILDORAS PODEROSAS... ¡El mejor estímulo! Un producto médico de la Tierra que puede lograr que un hombre valga dos veces su peso en sofals."

Siguieron así. El viejo juego de la aglomeración...con variaciones. Los venusinos no podían resistirse. Corrió el rumor. La multitud creció. ¿Cuánto tiempo conservarían ese ritmo los terráqueos? Lo conservaron. Las píldoras estimulantes de Thirkell además de las inyecciones de vitaminas que esa mañana había suministrado a sus compañeros— surtían efecto. Mike Águila Rauda cavó como un castor. El sudor le brotaba del torso brillante y broncíneo. Bebía prodigiosamente y comía tabletas de sal. Munn seguía cosiendo, sin errar una puntada. Sabía que sus productos serían examinados escrupulosamente en ¡u sea de signos de descuido. Bronson seguía con sus juegos. trucos, sin equivocarse nunca. Underhill tecleaba con los «ledos doloridos.

Cinco horas. Seis horas. Aun con los períodos de descanso, estaba resultando agotador. Habían traído comida, leí Buena voluntad, pero no era demasiado digerible. Además, Thirkell la había seleccionado cuidadosamente por las calorías. Siete horas. Ocho horas. Las multitudes volvieron intransitables los canales. Un policía se acercó y discutió con Thirkell, quien a su vez lo derivó a Jorust. Y Jorust, al parecer. Jo reprendió, pues el policía volvió después para mirar sin interferir. Nueve horas. Diez horas. Dio? horas de esfuerzos hercúleos. Los hombres estaban exhaustos, pero seguían adelante. Para entonces habían logrado su cometido pues unos pocos venusinos se acercaron a Thirkell y le hicieron preguntas sobre las Píldoras Poderosas. ¿Qué eran? ¿De veras hacían trabajar más rápido? ¿Cómo podían comprarlas? El policía se acercó de nuevo a Thirkell.

—Tengo un mensaje del tarkomar médico —anunció—. Si usted traía de vender una de esas píldoras, irá a la cárcel.
—Jamás se me ocurriría dijo Thirkell—. Las damos como muestras gratuitas. Toma, amigo —metió la mano en una bolsa y arrojó una Píldora Poderosa al venusino más cercano—. Con eso tu trabajo rendirá el doble. Vuelve mañana y tendrás más. ¿Quieres una, compañero? Tú también. Toma.
—Un momento... —dijo el policía.
—Consíguete una orden de arresto —le dijo Thirkell—. Ninguna ley prohibe hacer regalos.
Jorust apareció con un venusino morrudo con cara de pocos amigos. Lo presentó como el jefe de los tarkomars de Vyring.
—Estoy aquí para ordenaros terminar con esto —dijo e! venusino.
Thirkell ya tenía preparada una respuesta. Sus compañeros seguían trabajando, pero ei médico sabía que le observaban y escuchaban.
—¿Cuál es la razón?
—Bueno... La venta callejera.
—No estoy vendiendo nada. Esto es dominio público. Hemos montado un espectáculo gratuito.
—Esas...eh, píldoras poderosas...
—Son para regalar —dijo Thirkell—. Escucha amigo, cuando os regalamos nuestra comida, hato de canallas, ¿alguien protestó? No, la recibisteis. Y después, las restricciones. Cuando pedimos la devolución de nuestros alimentos, nos dijeron que no teníamos derecho a reclamar. La ley no podía cancelar las donaciones, siempre y cuando los objetos fueran nuestros. Es lo que estamos haciendo ahora también, donaciones. ¿Qué más? A Jorust le titilaban los ojos, pero se apresuró a entornarlos.
—Entiendo que está en lo cierto. La ley le ampara. No causa un gran daño.
Thirkell quedó intrigado. ¿Habrá comprendido Jorust el plan y se ponía de parte de ellos? El jefe de los tarkomars se puso verde oscuro, titubeó, giró sobre los talones y se fue. Jorust dirigió a los terráqueos una mirada prolongada y enigmática, movió los hombros y le siguió.
—Todavía estoy tieso —dijo Mike Águila Rauda una semana después, en el Buena voluntad—. Y además, hambriento. ¿Cuándo tendremos comida?
Thirkell se asomó por la tronera para entregarle una Píldora Poderosa a un venusino, y egresó frotándose las manos con satisfacción.
—Espera, ten paciencia. ¿Qué novedades hay, capitán? Munn señaló a Underhill.
—Pregúntale al chico. Acaba de regresar de Vyring. Underhill rió.
—Un lío del demonio. Y en una semana. Sin duda que hemos hecho temblar la base de la economía. Todos los venusinos que fabrican cosas quieren nuestras píldoras para acelerar la producción y ganar más fals. Es el instinto competitivo..., que es universal.
—Bueno... ¿Y qué opinan esos mandones con cara de lagartos —preguntó Bronson.
—No les gusta. Hace oscilar la organización económica que ellos han mantenido inmóvil durante siglos. Hasta ahora un venusino ganaba exactamente diez sofals por semana, por ejemplo, fabricando cinco mil tapas de botella. Con las píldoras de Steve fabrica ocho o diez mil, y por lo tanto gana más pasta. Su compañero dice: ¡qué diablos! Y viene aquí es busca de Píldoras Poderosas para él. Así se difunde. Y lo mejor del caso es que no todo el trabajo se mide por la producción. Es imposible. Para eso hacen falta objetos tangibles. Al operador de una máquina climática le pagan por el tiempo que trabaja, no por las gotas de lluvia que hace caer en un día.
—¿Te refieres a la envidia? —dijo Munn.
—Bueno..., mira —dijo Underhill—. Un operador de máquinas climáticas ganaba hasta ahora lo mismo que el fabricante de tapas de botella: diez sofals por semana. Ahora el fabricante de tapas gana veinte sofals. Al operador no le gusta nada. También está dispuesto a ingerir Píldoras Poderosas, pero con eso no mejora su producción. Pide un aumento. Si lo consigue, la economía se altera aún más. Si no lo consigue, otros operadores se!e unen y declaran que es una discriminación injusta. Se enfurecen con los tarkomars y... ¡Van a la huelga!
—Los tarkomars han prohibido trabajar a los venusinos que toman nuestras píldoras —dijo Mike Águila Rauda.

Y los venusinos siguen pidiéndolas. ¿Y qué? ¿Cómo prueban quién las ingiere y quién no? La producción aumenta, claro. Pero los tarkomars no pueden ensañarse con todos los que producen bien. Lo han intentado, y muchos fulanos que jamás habían probado las Píldoras Poderosas se pusieron furiosos. Eran trabajadores eficientes, eso era todo.

—Hemos hecho una demostración exitosa, convincente —dijo Thirkell—. He tenido que disminuir la fuerza de las píldoras pues ya queda menos sustancia activa. Pero la sugestión nos ayuda.
Underhill sonrió.
—De modo que la base, la unidad hora-hombre, se ha ido al diablo. Una pequeña llave arrojada en la parte más sensible del mecanismo. Además se propaga. No sólo en Vyring.

La noticia se está difundiendo en todo Venus, y los obreros de otras ciudades preguntan por qué la mitad de los trabajadores de Vyring reciben mejor paga. Allí es donde nos ayuda el patrón monetario unificado: un mismo sistema en todo Venus. Aquí no ha habido un desajuste en siglos. Y ahora…

—Ahora el sistema se derrumba —dijo Munn—. Es una falla natural en una organización rígida y perfectamente integrada. Por falta de un clavo los tarkomars pierden el dominio de la situación. Han olvidado cómo equilibrarla.
—Se difundirá —dijo confiadamente Underhill—. Se difundirá. Steve, allí viene otro cliente.
Underhill se equivocaba. Entraron Jorust y el jefe de los tarkomars de Vyring.
—Que seáis dignos de los nombres de vuestros ancestros —dijo cortésmente Munn—.Acercad unas sillas y bebed una copa, aún nos quedan algunos bulbos de cerveza.
Jorust obedeció, pero el venusino se hamacó hurañamente sobre los talones.
—Malsi está preocupado —dijo la mujer—. Estas Píldoras Poderosas están causando problemas.
—No entiendo por qué —dijo Munn—. Incrementan la producción, ¿verdad? Malsi torció la boca.
—¡Es un truco! ¡Una estratagema! ¡Abusáis de nuestra hospitalidad!
—¿Cuál hospitalidad? —preguntó Bronson.
—Estáis amenazando el sistema —siguió tercamente Malsi—. En Venus no hay cambios. No debe haberlos.
—¿Por qué no? —preguntó Underhill—. Hay una sola razón, y tú la conoces. Cualquier progreso podría atentar contra los tarkomars, contra el poder que detentan. Hace siglos que domináis la situación. Habéis suprimido los inventos para estancar al planeta, tratáis de quitarle la iniciativa a la raza sólo para permanecer en la cúspide. Es imposible. Siempre hay cambios. Si no hubiéramos llegado nosotros, eventualmente se habría producido una explosión interna.
Malsi lo fulminó con la mirada.
—Dejad de preparar esas Píldoras Poderosas.
—La ley —dijo serenamente Thirkell—. Muéstranos un antecedente.
—El derecho a donar es uno de los más antiguos en Venus, Malsi —dijo Jorust—. Esa ley podría ser cambiada, pero no creo que a! pueblo le guste.
—No, no le gustaría —dijo Munn, sonriente—. Sería el acabóse. Los venusinos han aprendido que es posible ganar más dinero. Si se les quita esa oportunidad, los tarkomars dejarán de parecer gobernantes benévolos.

Malsi se puso más verde oscuro.
—Tenemos poder...
—Jorust, eres administradora. ¿Nos amparan vuestras leyes? —preguntó Underhill.
Ella se encogió de hombros.
—Sí, así es... Las leyes son sacrosantas. Quizá porque siempre han estado destinadas a proteger a los tarkomars. Malsi se volvió hacia ella.
—¿Estás de parte de los terráqueos?
—No, claro que no, Malsi. Simplemente respaldo la ley, de acuerdo con mi juramento ceremonia!. O sea sin prejuicios, ¿verdad?
—Dejaremos de preparar las píldoras, si quieres —dijo Munn—. Pero te advierto que será sólo un respiro. No se puede frenar el progreso.
—¿Dejaréis de hacerlas? —dijo Malsi, no totalmente convencido por los argumentos del capitán.
—Claro. Si nos pagas.
—No podemos pagaros —dijo tercamente Malsi—. No pertenecéis a ningún tarkomar. Sería ilegal.
—Oh, pero podéis hacerles una donación. Diez mil sofals, por ejemplo —sugirió Jorust.
—¡Diez mil! —aulló Malsi— ¡Ridículo!
—En efecto —dijo Underhill—. Cincuenta mil sería más apropiado. Con eso podríamos vivir un año sin privaciones.
—No.
Un venusino se acercó a la tronera, se asomó y dijo:
—Hoy dupliqué mis ganancias. ¿Puedo llevar otra píldora? —vio a Malsi y desapareció chillando. Munn se encogió de hombros.
—Como prefieras. Pagas, o continuaremos con nuestros regalos y tendrás que reparar una economía social rígida. No creo que puedas...
Jorust tocó el brazo de Malsi.
—No hay otra salida.
El venusino estaba casi negro de furia e impotencia.
—Yo... De acuerdo —capituló escupiendo las palabras—. No olvidaré esto, Jorust.
—Pero yo debo administrar las leyes —dijo la mujer—. ¡Caramba, Malsi! La norma de los tarkomars siempre ha sido una honestidad inflexible.

Malsi no respondió. Extendió un cheque por cincuenta mil sofals, lo legalizó y le dio el papel a Munn. Luego se despidió de la cabina con una mirada furibunda y se largó.

—¡Bien! —dijo Bronson—. ¡Cincuenta de los grandes! ¡Esta noche comeremos!
—Que seáis dignos de los nombres de vuestros padres —murmuró Jorust; en la puerta, se volvió—. Habéis irritado a Malsi.
—Qué lástima —dijo Munn.
Jorust simplemente movió los hombros.
—Sí..., veo que se va irritado. Malsi representa a los tarkomars...
—¿Qué podrá hacer él? —preguntó Underhill.
—Nada. Las leyes no se lo consentirán. Pero es bueno saber que los tarkomars no son infalibles. Creo que la noticia se propagará —Jorust le guiñó gravemente el ojo a Munn y se retiró, con la misma cara de inocencia de una gata, e igualmente peligrosa.
—¡Bien! —dijo Munn—. ¿Qué significa eso? ¿El fin de los tarkomars, tal vez?
—Tal vez —dijo Bronson—. Me importa un bledo. Tengo hambre y quiero una setabistec. ¿Dónde podremos cobrar un cheque por cincuenta de los grandes?


Henry Kuttner (1915-1958) y Catherine L. Moore (1911-1987)




Relatos de Henry Kuttner. I Relatos de C.L. Moore.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Henry Kuttner y Catherine L. Moore: El patrón de hierro (The Iron Standard), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Samuel dijo...

El relato es magnífico. Rothbard anda por ahí, y todo responde muy bien al ambiente del mundo liberal de la época. Se huele ese didactismo tan inconfundible. Una maravilla.



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