«Las tumbales»: Guy de Maupassant; relato y análisis.
Las tumbales (Les tombales) es un relato de terror del escritor francés Guy de Maupassant (1850-1893), publicado originalmente en la edición del 9 enero de 1891 del periódico Gil Blas, y luego reeditado en la antología de ese año: La casa Tellier (La Maison Tellier).
Las tumbales, uno de los grandes cuentos de Guy de Maupassant, relata la historia de un oficio verdaderamente curioso: las tumbales, también llamadas sepulcrales; esencialmente mujeres que recorrían los cementerios franceses en búsqueda de damas recientemente fallecidas, y cuya labor consistía en seducir a los viudos aún conmovidos por su pérdida.
Las tumbales.
Les tombales, Guy de Maupassant (1850-1893)
Estaban acabando de cenar. Eran cinco amigos, ya maduros, todos hombres de mundo y ricos; tres de ellos casados, los otros dos solteros. Se reunían así todos los meses, en recuerdo de sus tiempos mozos; acabada la cena, permanecían conversando hasta las dos de la madrugada. Seguían manteniendo amistad íntima, les agradaba verse juntos, y eran tal vez aquellas veladas las más felices de su vida. Charlaban de todo, de todo lo que al hombre de París interesa y divierte. Al estilo de los salones de entonces, hacían de viva voz un repaso de lo leído en los diarios de la mañana.
Uno de los más alegres entre los cinco era José de Bardón, soltero, quien sólo pensaba en vivir de la manera más caprichosa la vida parisiense. No era un libertino, ni un depravado; más bien era versátil, el calaverón todavía joven, porque apenas alcanzaba los cuarenta. Hombre de mundo, en el más amplio y benévolo sentido que se puede asignar al vocablo, estaba dotado de mucho ingenio, aunque no de gran profundidad; enterado de muchas cosas, no llegaba por eso a ser un verdadero erudito; rápido en el comprender, pero sin verdadero dominio de las materias, convertía sus observaciones y aventuras -cuanto veía, se encontraba o descubría- en episodios de novela a un tiempo cómica y filosófica, y en comentarios humorísticos que le daban en la capital fama de hombre inteligente.
Le correspondía en aquellas cenas el papel de orador. Se daba por descontado que siempre contaría algún lance, y él llevaba su cuento preparado. No aguardó, para entrar en materia, a que se lo pidiesen. Fumando, con los codos sobre la mesa, una copita de fine champagne a medio llenar delante de su platillo, entumecido por aquella atmósfera de humo de tabaco aromatizado por el vaho del café caliente, se sentía en su propio elemento, como ciertos seres que en determinados lugares y circunstancias parecen estar como en casa; por ejemplo: una beata en la iglesia o un pez de colores en su globo de cristal. Entre bocanada y bocanada de humo, comenzó a decir:
-Me ocurrió no hace mucho una curiosa aventura.
De todas las bocas salió casi a un tiempo la misma petición:
"¡Venga!"
Él prosiguió:
-Allá voy. Ya saben que yo recorro París como los coleccionistas de chucherías los escaparates. Ando al acecho de escenas, de tipos, de cuanto pasa por la calle y de cuanto en la calle ocurre.
Hacia la mitad de septiembre, con unos días magníficos, salí de casa por la tarde, sin rumbo fijo. Más o menos, nunca falta ese deseo indefinido de visitar a una mujer bonita cualquiera. Se hace un repaso mental de las que conocemos, comparándolas, sopesando el interés que nos inspiran, el encanto que sobre nosotros ejercen, y se deja uno llevar por la preferida del día. Pero un sol hermoso y una atmósfera tibia borran muchas veces las ganas de hacer visitas. Esa tarde hacía un sol hermoso y una atmósfera tibia; encendí un cigarro y me dejé ir, sin pensarlo siquiera, hacia los bulevares exteriores. Caminando sin rumbo ni propósito, me asaltó de improviso la idea de seguir hasta el cementerio de Montmartre y penetrar en él. A mí me gustan mucho los cementerios; responden a la necesidad que siento de sosiego y de melancolía. Hay en ellos, además, buenos amigos a los que ya nadie visita; yo sí voy a verlos de cuando en cuando. En ese cementerio de Montmartre, precisamente, tengo un capítulo de amor, una querida que me hizo sufrir mucho y sentir mucho: una mujercita adorable, cuyo recuerdo me deja profundamente dolorido, pero también pesaroso..., pesaroso por muchos conceptos... Sobre su tumba suelo abandonarme a mis pensamientos... Todo ha acabado para ella.
Mi amor a los cementerios nace también de que son ciudades enormes, habitadas por un número prodigioso de personas. Imagínense la cifra de muertos que habrá en espacio tan reducido, la cantidad de generaciones de parisienses que están alojadas allí para siempre, trogloditas perpetuos, encerrados cada cual en su pequeña bóveda cubierta con una piedra o marcada con una cruz, mientras los imbéciles de los vivos exigen tanto espacio y arman tanto estrépito. Hay más aún: en los cementerios hallamos monumentos casi tan interesantes como en los museos. Tengo que decir que la tumba de Cavaignac me ha traído el recuerdo de la obra maestra de Jean Goujon, la estatua yacente de Luis de Brézé, en la capilla subterránea de la catedral de Ruán; de ahí ha salido, señores, ese arte que llamamos moderno y realista. La estatua yacente de Luis de Brézé tiene más de verdad, más de carne que se quedó petrificada en las convulsiones de la agonía que todos los cadáveres dislocados que hoy se someten al tormento sobre las tumbas.
Puédese admirar también en el cementerio de Montmartre el monumento de Baudin, obra que tiene cierta majestad; el de Gautier, el de Murger. ¿Quién depositaría en éste la solitaria y modesta corona de amarillas siemprevivas que vi yo hace poco? ¿Las llevó la última superviviente de sus alegres modistillas, viejísima ya y tal vez hoy portera de algún inmueble de los alrededores? ¡El monumento tiene una linda estatuilla de Millet, carcomida de suciedad y de abandono! ¡Para que cantes a la juventud, oh, Murger!
Entré, pues, en el cementerio de Montmartre, y me sentí de pronto impregnado de tristeza, pero no de una tristeza exagerada, sino de una de esas tristezas capaces de sugerir al hombre que goza de buena salud esta reflexión: 'No es muy alegre este lugar; pero de aquí a que yo venga ha de pasar un tiempo... El ambiente de otoño, con su olor a tibia humedad de hojas muertas y sol extenuado, mortecino y anémico, agudiza, envolviéndola en poesía, la sensación de soledad, de acabamiento definitivo que flota sobre aquel lugar en el que el hombre husmea la muerte. Iba adelantando a paso lento por las calles de tumbas en las que los vecinos no se tratan ni se acuestan por parejas ni leen los periódicos. Pero yo sí que me puse a leer los epitafios. Les aseguro que es la cosa más divertida del mundo. Ni Labiche ni Meilhac me han movido jamás a risa tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. Las planchas de mármol y las cruces en que los deudos de los muertos dan rienda suelta a su dolor, hacen votos por la felicidad del que se fue y pintan el anhelo que los acucia de ir a reunirse con él, son más eficaces que las mismas obras de Paul de Kock para descongestionar el hígado... ¡Vaya bromistas!
Lo que mayor reverencia me inspira en este cementerio es la parte abandonada y solitaria, poblada de grandes tejos y cipreses, viejo barrio de los muertos antiguos que ha de convertirse pronto en un barrio flamante, cuando se derriben los árboles verdes, nutridos con savia de cadáveres humanos, para ir colocando en fila, debajo de pequeñas chapas de mármol, a los difuntos recientes. Cuando, a fuerza de vagabundear por allí, sentí aligerado mi espíritu, supe comprender que la insistencia traería el aburrimiento y que no me quedaba por hacer otra cosa que llevar el homenaje fiel de mi recuerdo al lecho postrero de mi amiguita. Al acercarme a su tumba, experimenté una ligera angustia. ¡Pobre mujercita querida, tan gentil, tan apasionada, tan blanca, tan lozana como era!... Mientras que ahora..., si esa losa se alzase... Asomado por encima de la verja de hierro, le expresé, muy quedo, mi aflicción, completamente seguro de que ella no me oía. Disponíame a partir, cuando vi que se arrodillaba junto a la tumba de al lado una mujer vestida de negro, de luto riguroso. El velo de crespón, echado hacia atrás, dejaba al descubierto una linda cabeza rubia, y sus cabellos, partidos en dos bandas laterales simétricas, brillaban con reflejos de luz de aurora, entre la noche de su tocado. Me quedé donde estaba.
No cabía duda de que el dolor que la aquejaba era profundo. Sepultados los ojos en las palmas de las manos, rígida como estatua que medita, volando en alas de sus pesares, desgranando a la sombra de sus ojos ocultos y cerrados las cuentas del rosario torturador de sus recuerdos, se le hubiera podido tomar por una muerta que estaba pensando en un muerto. Adiviné de improviso que iba a romper a llorar; lo adiviné por un movimiento apenas perceptible de sus espaldas, algo así como un escalofrío del viento en un sauce. Al suave llanto de los primeros momentos sucedió otro más fuerte, acompañado de rápidas sacudidas del cuello y de los hombros. Dejó ver de pronto sus ojos. Estaban cuajados de lágrimas y eran encantadores; los paseó en torno suyo, y tenían expresión de loca que parece despertar de una pesadilla. Cayó en la cuenta de que yo la miraba y ocultó, como avergonzada, el rostro entre las manos. Sus sollozos se hicieron convulsivos y su cabeza se fue inclinando lentamente hacia el mármol. Apoyó en él su frente, y el velo, que se desplegó en torno de ella, vino a cubrir los ángulos blancos de la sepultura amada como una pena nueva. La oí gemir y, de pronto, se desplomó, quedando inmóvil y sin conocimiento, con la mejilla apoyada en la loseta.
Me precipité hacia ella, le di golpecitos en las manos, le soplé sobre los párpados, y entre tanto recorría con mi vista el sencillo epitafio: 'Aquí descansa Luis-Teodoro Carrel, capitán de infantería de marina, muerto por el enemigo en Tonquín. Rogad por él'. La muerte databa de algunos meses. Me enternecí hasta derramar lágrimas y puse doble interés en mis cuidados. Fueron eficaces y ella volvió en sí. Mi emoción se reflejaba en mi rostro -no soy mal parecido, aún no he cumplido los cuarenta. Me bastó su primera mirada para comprender que sería atenta y agradecida. Lo fue, después de otro acceso de lágrimas y de contarme su historia, que fue saliendo entrecortada de su pecho anhelante; cómo al año de casados cayó el oficial muerto en Tonquín, y cómo había sido el suyo un matrimonio de amor, porque ella era huérfana de padre y madre, y apenas disponía de la dote reglamentaria. Le di ánimos, la consolé, la incorporé, la levanté del suelo y luego le dije:
-No debe permanecer aquí. Venga.
Ella murmuró:
-Me siento incapaz de caminar.
-Yo la sostendré.
-Gracias, caballero, es usted bondadoso. ¿También usted ha venido a llorar a algún muerto?
-También, señora.
-¿Tal vez a una mujer?
-A una mujer; sí, señora.
-¿Su esposa?
-Una amiga mía.
-Se puede querer a una amiga tanto como a su propia esposa; la pasión no reconoce ley.
-Exacto, señora.
Y hétenos en marcha, juntos los dos, ella apoyándose en mí, yo llevándola casi en brazos por los caminos del cementerio. Fuera ya de éste, murmuró con acento desfallecido:
-Temo que me vaya a dar un desmayo.
-¿Por qué no entramos en algún sitio? Podría tomar usted alguna cosa.
-Entremos, sí, señor.
Descubrí un restaurante, uno de esos establecimientos en los que los amigos del difunto celebran haber cumplido ya con la pesada obligación. Entramos. Hice que bebiese una taza de té bien caliente, y esto pareció reanimarla. Se esbozó en sus labios una tenue sonrisa. Me habló de sí misma. Era triste, muy triste, encontrarse sola en la vida; sola siempre en casa, noche y día; sin tener ya nadie a quien dar su cariño, su confianza, su intimidad. Tenía visos de sincero todo aquello. Dicho por tal boca, resultaba un encanto. Me enternecí. Era muy joven, quizá de veinte años. Le dirigí algunos cumplidos, que ella aceptó con agrado. Me pareció que aquello se alargaba demasiado y me brindé a llevarla a su casa en carruaje. Aceptó, y dentro ya del coche nos quedamos tan juntos, hombro con hombro, que el calor de nuestros cuerpos se mezclaba a través de la ropa, que es una cosa que a mí me trastorna por completo.
Al detenerse el carruaje frente a su casa, me dijo ella en un susurro:
-Vivo en el cuarto piso, y me siento sin fuerzas para llegar por mi pie hasta arriba. Puesto que ha sido tan bondadoso, ¿quiere darme una vez más su brazo para subir a mis habitaciones?
Me apresuré a aceptar. Subió despacio, jadeando mucho. Cuando estuvimos frente a su puerta, agregó:
-Entre usted y pase conmigo unos momentos para que pueda darle las gracias.
Entré, ¡vaya si entré! El interior era modesto, casi tirando a pobre, pero sencillo y muy en orden. Nos sentamos, el uno junto al otro, en un pequeño canapé, y otra vez me habló ella de su soledad. Llamó a su criada, con intención de ofrecerme alguna bebida, pero la criada no acudió, con grandísimo contento mío. Supuse que la tendría nada más que para las mañanas; lo que se llama una asistencia. Se había quitado el sombrero. Era un verdadero encanto de mujer, y sus ojos claros se clavaban en mí; se clavaban de tal manera y eran tan claros, que sentí una tentación terrible, y me dejé llevar de la tentación. La cogí entre mis brazos, y sobre sus párpados, que se cerraron de pronto, puse besos... y besos... y cada vez más besos. Ella forcejeaba, rechazándome, a la vez que repetía:
-Acabe..., acabe..., acabe ya.
¿En qué sentido lo decía? Dos por lo menos puede tener, en situaciones semejantes, el verbo acabar. Yo le di el que era de mi gusto, y salté de los ojos a la boca para hacerla callar. No llevó su resistencia al extremo; y cuando, después de tamaño insulto a la memoria del capitán muerto en Tonquín, volvimos a mirarnos, vi en ella una expresión de languidez, enternecimiento y resignación, que disipó mis inquietudes. Entonces me mostré galante, solícito, agradecido. Después de otra charla íntima de casi una hora, le pregunté:
-¿Dónde acostumbra cenar?
-En un pequeño restaurante aquí cerca.
-¿Completamente sola?
-Desde luego.
-¿Quiere cenar conmigo?
-¿Dónde va a ser?
-En un buen restaurante del bulevar.
Se mostró un poco reacia. Insistí, y ella se rindió, diciendo para justificarse a sí misma:
-Me aburro tanto..., tanto.
Y agregó a continuación:
-Es preciso que me ponga un vestido menos lúgubre.
Se metió en su dormitorio y cuando reapareció vestía de alivio luto; estaba encantadora, delicada y esbelta con su sencillísimo vestido gris. Tenía, por lo visto, trajes distintos para el cementerio y para la ciudad. La cena fue cordial. Bebió champaña, se enardeció, cobró valor y yo me recogí a su casa con ella. Esta conexión, trabada sobre las tumbas, duró cerca de tres semanas. Pero todo cansa, y aún más las mujeres. La dejé, alegando como pretexto cierto viaje ineludible. Me despedí con mucha esplendidez, lo que me valió su efusivo agradecimiento. Me hizo prometer, me hizo jurar que volvería a visitarla a mi regreso. Parecía que, en efecto, me hubiese tomado algo de cariño.
Corrí en busca de otras ternuras, y transcurrió casi un mes sin que el pensamiento de entrevistarme otra vez con aquella delicada amante funeraria se me presentase con fuerza tal que me obligase a ceder a él. A decir verdad, nunca la olvidé por completo. Me asaltaba a menudo su recuerdo como un misterio, como un problema de psicología, como una de esas cuestiones inexplicables cuya solución nos aguijonea. Sin saber por qué sí ni por qué no, vino a figurárseme cierto día que otra vez iba tropezar con ella en el cementerio de Montmartre, y allí me fui.
Largo rato anduve paseando sin encontrar más que a las visitas corrientes de aquel lugar, es decir, personas que no han roto del todo sus lazos con los muertos. Ninguna mujer derramaba lágrimas sobre la tumba del capitán muerto en Tonquín, ni había flores ni coronas sobre el mármol. Pero al desviarme por otro barrio de aquella gran ciudad de difuntos, descubrí de pronto, al final de una estrecha avenida de cruces, a una pareja, hombre y mujer, que venían en dirección a donde yo estaba. ¡Qué asombro! ¡Era ella! ¡La reconocí cuando se acercaron!
Me vio, se ruborizó y, al rozar yo con ella de pasada, me dirigió un guiño imperceptible que quería decir: 'Haga como que no me conoce', pero que también debía de entenderse como: 'No dejes de verme, amor mío.'
Su acompañante era un caballero distinguido, elegante, oficial de la Legión de Honor, como de cincuenta años. La iba sosteniendo como yo mismo la sostuve cuando salimos del cementerio. Me alejé de allí, estupefacto, dudando aún de lo que había visto, preguntándome en qué clasificación biológica habría que colocar a la cazadora sepulcral. ¿Era una chica cualquiera, una prostituta inspirada que hacía sobre las tumbas su cosecha de hombres tristes, apegados a la memoria de una mujer, esposa o amante, y sacudidos todavía por el recuerdo de las caricias que se fueron para siempre? ¿Era ella la única? ¿Existen otras más? ¿Se trata de una verdadera profesión? ¿Corren unas el cementerio como otras corren la acera? ¡Cazadoras sepulcrales! ¿O es que tuvo ella acaso la idea admirable, de una filosofía profunda, de explotar la necesidad de un amor que quienes lo perdieron sienten reavivarse en aquellos lugares fúnebres?
¡Me hubiera gustado saber el nombre del difunto de quien había enviudado por aquel día!
Guy de Maupassant (1850-1893)
Relatos góticos. I Relatos de Guy de Maupassant.
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El análisis y resumen del cuento de Guy de Maupassant: Las tumbales (Les tombales), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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