El profesor Lugano y las predicciones de la gitana.
El profesor Lugano, Targeti y quien les habla devanábamos la madeja del ocio cuando un nuevo misterio nos abordó súbitamente.
Bebíamos nuestro mate cocido habitual en el bar Teufel, acompañando la criolla infusión con algunos cipayos scons británicos, haciendo gala de una universalidad propia de los grandes filósofos.
Fue entonces que vimos a la anciana. Ingresó al establecimiento con paso moderado. Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo rojo que resaltaba el brillo astuto de sus ojos.
Nos persignamos. Era la doña Elba, la gitana.
La mayoría de nosotros habíamos sido criados con esa mezcla de atracción y temor reverente hacia los gitanos, quienes nunca fueron demasiado prolíficos en Buenos Aires pero que de todos modos eran lo suficientemente numerosos como para alimentar las tétricas leyendas que nos narrábamos mutuamente de jóvenes.
Nuestras reservas sobre aquel pueblo enigmático tal vez puedan resumirse en la idea de que los gitanos son la nación más antigua que jamás ha conformado un estado. Son un país sin fronteras, sin gobiernos, sin leyes ni representantes. Sin embargo, cada uno de ellos encarna el espíritu peregrino de una nación que se desplaza constantemente.
Tal vez el profesor Lugano pensaba en aquellas leyendas cuando vio entrar a la vieja. Lo vi estirar la mano hacia el mango del facón disimulado bajo el cinto, cuyo propósito se relacionaba más con el cateo de chacinados que con su protección personal.
La anciana no nos dedicó ni siquiera una mirada; en cambio, se dirigió directamente hacia otro parroquiano que bebía sólo. Se acercó a él y le dijo:
—Le leo la suerte.
El hombre no contestó, ni siquiera se dignó a mirarla, pero la vieja no pareció ofenderse. Indiferente, o acaso acostumbrada a la indiferencia, siguió ofreciendo sus dotes adivinatorias entre las mesas.
Antes de llegar hasta nosotros una pareja de jóvenes aceptó contratar sus servicios. Estaban en una mesa contigua a la nuestra, por lo que pudimos escuchar claramente todo el desarrollo del oráculo.
—Ustedes se conocen recientemente —anunció la vieja—. Se besaron por primera vez un jueves, a la tarde, hace exactamente tres meses. Ella no lo ama. De hecho, sale con otro hombre, un sujeto de bigotes, creo, generosamente dotado. Por eso lo citó en este bar, para dejarlo.
El muchacho quedó en silencio, abrumado por lo funesto del presagio.
—¿Es verdad lo que dice la señora, Estela?
—Si. —respondió la muchacha—. Es cierto. Menos lo del bigote.
La escena fue desgarradora. La crueldad oracular de la vieja se nos hizo aún más evidente cuando exigió al joven que le abonara los veinte pesos que costaba la consulta.
Sentí miedo cuando la gitana se acercó a nuestra mesa y repitió, casi como un salmo aprendido de memoria:
—Les leo la suerte.
Como todo grupo que se conoce desde hace años existen entre nosotros pequeños e inocentes secretos, nada demasiado notable, pero que siempre es mejor conservar en el más prudente silencio.
Creí que todos pensábamos lo mismo, pero el profesor Lugano, muy experimentado en cuestiones sobrenaturales, tenía algo para decir.
—Adelante. La escuchamos.
La gitana se sentó frente a él.
—Usted conoce el Otro Lado —dijo la vieja—. Conoce a los que susurran detrás de las cortinas.
—No niego haberlos conocido.
—¿No lo niega?
—Si, no lo niego.
—Entonces niega que lo niega, es decir, lo afirma.
—¡No, vieja de mierda, no niego que los conozco!
Era evidente que la gitana conocía las sutiles artes de la retórica más sombría. Pero el profesor, a pesar de su aspecto canallesco, también había sido un gran estudioso; incluso podía discurrir largamente sobre los pasajes más abstrusos del Ramayana, y hasta entenderlos parcialmente.
—Usted es soltero, pero conoció el amor. —sentenció la gitana.
—Todos los hombres están signados por al menos un gran amor, que vuelve más intenso con el recuerdo, al igual que la belleza de la mujer que lo alimentó.
—Entonces no niega ser soltero.
—Separado, en realidad.
—Es decir, soltero.
—¡No, separado!
—Ella lo dejó por otro.
—Es probable, aunque jamás me permitiría albergar semejantes sospechas contra ella.
—Le digo que fue cornudo.
—¡Retráctese!
—Su mujer lo engañó con un amigo...
Una atmósfera irrespirable se instaló en el bar.
Algunos parroquianos abandonaron el establecimiento en puntas de pie.
La gitana sonrió con los ojos: un brillo de astucia mezquina. Pero el profesor Lugano no se achicó.
—Imposible. —dijo.
—Por supuesto que es posible. Mire, fue en el verano de 1995, durante las fiestas caniculares de Villa Crespo. Aprovechando el anonimato de las máscaras ella besó a otro hombre, alto y delgado. Se acostaron cerca de las vías del ferrocarril.
—¿Alto y delgado cómo yo? —preguntó sagazmente el profesor.
—No, no tan alto. —respondió la gitana, visiblemente nerviosa.
—Yo era yo aquel hombre alto y delgado. Ella sabía de antemano que iba a disfrazarme de lancero de la compañía de Roldán, y que juntos íbamos a reconstruir la batalla de Roncesvalles sobre los durmientes de la estación Colegiales. ¿Lo ve? Ella nunca me engañó.
Arrinconada, la vieja se vio en la obligación de jugar una mano fuerte.
—Es usted muy astuto, pero veamos si puede utilizar sus astucias en el arte de la predicción.
—La escucho.
—¿Cuánto dinero hay en la caja registradora?
—Seiscientos cincuenta y ocho pesos con noventa centavos, más veintiocho pesos más en la lata de propinas.
El este punto Targeti le pidió a uno de los mozos del establecimiento que confirmara o negara los dichos de nuestro amigo.
—Es cierto. —admitió con ciertas reservas.
—Vamos, abuela, proponga algo más difícil. —dijo el profesor.
La gitana se acomodó en su asiento. Ya no había astucia en sus ojos, sino odio.
—¿Quién será el primero en morir de los que están sentados en esta mesa?
—Yo. —dijo Lugano.
—Miente.
—No.
—Si, miente para proteger a su amigo. Usted no será el primero en conocer a Caronte.
El profesor nos miró con infinita dulzura.
—Es cierto. Miento. No soy yo quien morirá primero.
Targeti y yo, presos de un temor indecible, nos tomamos de la mano virilmente por debajo de la mesa.
—Diga su nombre. —ordenó la anciana.
—No puedo.
—Dígalo o lo diré yo. Es preferible que la noticia de una desgracia semejante provenga de labios amigos.
—¡No!
—Como prefiera, entonces lo diré yo.
De repente, la sonrisa maliciosa de la vieja se deshizo, como una tarde nublada arrasada por un sol inesperado.
—¿Ahora entiende porqué no puedo decirlo? —dijo nuestro amigo.
—No puede ser. ¡Así no debía suceder! —balbuceó la gitana.
—Claro que no —declaró el profesor—. El destino no es algo inmóvil. Si usted nunca hubiese entrado en este bar los hados habrían tejido su futuro de mil maneras diferentes. Tomar una calle u otra es, en realidad, una decisión cuyas consecuencias son imprevisibles. Pero usted ha entrado en el bar, ha conversado con nosotros y será la primera persona de esta mesa en morir.
—Imposible.
—¿Por qué?
—Porque el día de mi muerte me fue anunciado hace muchos años, cuando todavía era una niña. El gran hechicero me lo susurró al oído, y sé que antes de morir debe sucederme algo, un hecho prodigioso y aún no ha ocurrido.
—Lo sé. —dijo el profesor.
—¿Lo sabe?
—¿No acabo de decirle qué lo sé?
—Si, ¿pero cómo es posible?
—No es usted, querida abuela, la única con dotes adivinatorias.
—Pero si lo sabe también debe saber que no puedo morir antes de que "eso" suceda.
—Ciertamente.
—Y "eso" es imposible que suceda. Muchos lo han intentado, por cierto. —dijo la anciana.
—Sucederá, créame.
—No.
—No sea cabezadura, vieja, le digo que sí.
—Entonces sabrá decirme qué me anunció el hechicero cuando era pequeña.
El profesor suspiró, cansado.
—El hechicero le anunció que usted moriría cuando alguien le haga una predicción que usted ignora.
—Cierto. Y hasta ahora nadie ha visto algo que yo no pueda percibir.
—Hasta hoy.
La gitana estaba muy intranquila, miraba hacia los costados como si súbitamente pudiese aparecer alguien.
—Es imposible que usted sepa algo que yo no.
—¿Está segura?
—¡Hable, hombre!
—Muy bien —dijo el profesor—. Usted supo que iba a venir a este bar, supo que iba a arruinar una pareja y supo que iba a disfrutarlo. También tenía el conocimiento de que iba a conversar con tres hombres y que iba a intentar destruir una amistad de muchos años.
—Cierto.
—Espere, aún no he terminado. Usted conoció de antemano mis dotes, y la predicción de su muerte, pero hay algo que usted no sabe y que ahora le sucederá.
—Nada puede pasar que yo desconozca. No le temo a sus amenazas.
—Lo que usted no sabe, lo único que nunca imaginó cuando comenzó el día, es que esta tarde usted iba a pagar la cuenta de tres mates cocidos y media docena de scones.
En este punto, el profesor Lugano, Targeti y yo, huimos del bar como si el mismo diablo nos azotara con el látigo.
Con el tiempo supimos que la gitana fue rodeada por los tres mozos del bar, verdaderas encarnaciones gallegas de las Parcas, con quienes no es posible razonar cuando se trata de saldar una cuenta.
Supimos también que la vieja pagó la cuenta y que luego se desplomó al salir del bar.
Filosofía del profesor Lugano. I Fenómenos paranormales.
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6 comentarios:
Oh la Fata Morgana! Oh, los Hados! Oh, Cristina K! Cuándo bajará la retención a la soja?
ni chicha ni limonada ,volve lovecraft,poe haracio quiroga .etc,etc
Muy bueno. Saludos
me ha encantado, saludos y gracias amigos
El profesor Lugano se portó como un emulo de John Constantine.
Le voy a hablar del Recuerdo, Lugano. Dicen que el Olvido se lleva sólo la mitad de los recuerdos; que deja los buenos y arrastra los malos y que ese es el motivo por el cual las fotografías mentales y el recuerdo de los que no están se llenan de un Aura Maravillosa. Es entendible, aceptable y hasta lógico regodearse de la belleza creciente de los que se han ido pero es injusto para lo que se quedan, porque hay quiénes miran hacia adentro y sólo tienen presente y porque cada vez que se evocan Fantasmas del pasado también se está eligiendo. El Amor, Lugano, es un Acto de Fe pero quien realmente Ama no se va.
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