La mujer que amaba los trajes negros.


La mujer que amaba los trajes negros.




Se puso su mejor vestido, el único que realmente le quedaba después de tantos años de hogareña informalidad, y alcanzó a su esposo en la puerta. Él la esperaba con ese gesto de mierda, mezcla de fastidio y perpetua resignación.

—Tranquilo —le dijo ella—. Llegamos bien.

No llegaron entre los primeros, algo verdaderamente detestable en cualquier circunstancia, pero tampoco últimos.

Se reservó una observación cínica al respecto. Las reuniones de último momento, sobre todo cuando era obligatorio asistir, lo ponían extremadamente nervioso.

Además, ¿por qué será que a los hombres les preocupa tanto llegar a tiempo? ¿Cuál es el apuro? Como si competir por el territorio no fuese suficiente, como si ocupar el espacio de los demás no les alcanzara, encima se preocupan por el tiempo.

En fin.

En la primera ocasión que se le presentó, Jimena dejó a su esposo en compañía de una prima lejana, o de una tía, vaya una a saber, y se dispuso a disfrutar de lo único que realmente le gustaba de este tipo de reuniones: los trajes negros.

Desde chica estaba fascinada por ellos: tipos por los que normalmente no hubiese sentido nada, ni siquiera el más compasivo cosquilleo de excitación, se convertían en ejemplares irresistibles cuando vestían un buen traje negro. Hombres gordos, viejos, flácidos, petisos, altos y delgados como postes de luz, de rostros irregulares, asimétricos, redondeados, subrayados por abultadas papadas de colesterol y coronados por extensos terrenos baldíos en la cima de la cabeza, no importaba, de repente se le aparecían como eslabones singulares de un patrón avasallador, indomable, que la estremecían en su fibra más íntima.

Si hubiese podido acostarse con un traje negro lo haría, independientemente del relleno. Porque era el traje, y no el hombre que lo ocupaba, lo que verdaderamente la excitaba.

De hecho, las veces que había logrado irse a la cama con un tipo con traje negro, que no eran pocas, ciertamente, la excitación se había esfumado apenas este se desvestía.

Esto no significa que Jimena se entregara al primer tipo con traje negro que se cruzaba en su camino. Para nada. Era mucho más selectiva de lo que ella misma consideraba.

Su desaforada admiración por los trajes negros era simplemente un deseo, una tentación, pero en modo alguno un impulso incontenible.

En esto pensaba Jimena mientras deambulaba entre los invitados, charlando casualmente con unos, evitando a otros, acechando la tela negra, el corte de hombros, la caída de brazos.

Y fue en esa recorrida que llegó a una habitación ligeramente apartada del salón principal, alejada de las voces, de los rumores maliciosos, de las risas fuera de lugar.

Entonces lo vio.

Y ocurrió algo extraordinario.

Por única vez en su vida lo vio primero a él. De hecho, tardó algunos segundos en darse cuenta de que aquel hombre vestía un traje negro.

Clasificar como excitación lo que Jimena sintió en ese momento es decir poco: un ardor, una efervescencia, una impaciencia, un rapto de pasión, vecino de la criminalidad, se apoderó de ella.

Sin pensar en nada más, Jimena se arrojó sobre él.

Sus dedos, que hasta entonces solo habían conocido la fantasía de acariciar delicadamente la tela negra, ahora se extendían como moluscos desesperados tratando de arrancarla del cuerpo que estaba debajo.

Jamás se reprochó aquel impulso, ni siquiera después del lamentable escándalo que suscitó entre los invitados.

Hicieron falta tres hombres robustos, y los gritos quejosos de una viuda resentida, para arrancarla del cadáver que descansaba en el ataúd, con el traje negro hecho jirones.




Crónicas del profesor Lugano. I Egosofía.


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