Apolo y Jacinto: una historia de amor


Apolo y Jacinto: una historia de amor.




Jacinto era un apuesto muchacho que tuvo la bendición [y la desgracia] de ser amado por el dios Apolo [ver: Apolo y Dafne: la metamorfosis de un amor]

Una tarde trágica, cuando el ocaso ya se vislumbraba sobre el horizonte, Jacinto y Apolo se fortalecían practicando los deportes viriles de los olímpicos; en esta ocasión, el lanzamiento de disco, uno de los juegos favoritos del dios, cuando Apolo, para jactarse de su destreza, y acaso para impresionar a su amante, arrojó el disco con una fuerza sobrehumana. Jacinto intentó atraparlo y fue alcanzado de lleno en el pecho.

Otras versiones del mito responsabilizan del accidente a Céfiro, un dios del viento del Oeste. Parece que la belleza del muchacho había provocado algunas discusiones con Apolo. Finalmente, Jacinto eligió la compañía de Apolo, y Céfiro, despechado, desvió la trayectoria del disco y la puso en curso de colisión contra su cráneo.

Mientras el pobre Jacinto agonizaba, Hades, el Señor de los muertos, se presentó en el lugar de la tragedia para reclamar su cadáver. Apolo se interpuso, acaso argumentanto los privilegios del amante, y lloró largas horas sobre el cuerpo exánime. De las heridas y las lágrimas mezcladas con sangre creció una flor que desde entonces se llama jacinto.

Exégetas desvergonzados explican que el nombre de Jacinto es prehelénico, y que Apolo es un dios de origen dórico. En este sentido, la historia de amor de Apolo y Jacinto tendría como propósito narrar el reemplazo de una vieja deidad local por otra llegada de tierras extranjeras.

Para otros, igualmente falaces, el mito de Apolo y Jacinto poetiza sobre la institución pederástica espartana. Apolo no solo es el amante de Jacinto, sino su maestro, su tutor. Filóstrato, que era ateniense, y por lo tanto poco objetivo acerca de las tragedias espartanas, desliza que Jacinto, además de amar físicamente a Apolo, aprendió distintos oficios del dios, como el manejo del arco y el arte de la música. Pausanias, en cambio, se regocija en averiguar si Jacinto era imberbe o no.

Desde aquí, admitimos y respetamos todas las opiniones, aunque preferimos quedarnos con la imagen de un dios apesadumbrado que imagina que tal vez el nombre sea también la cosa que designa, y que si un nombre sobrevive, aunque sea en una flor, también lo hará el espíritu que la sostuvo.

Más allá de las distintas interpretaciones del mito, Filóstrato comenta un hecho sobrecogedor. El culto de Jacinto se radicó en Amiclas, donde su flor no se conoció hasta se erigió una soberbia estatua de Apolo. A partir de entonces, y sin que ningún jardinero pudiese jactarse de su cuidado, los pies del dios siempre estuvieron adornados con los pétalos frágiles y fragantes del jacinto.



Mitos griegos. I Mitología.


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