Victoria Arriaga: la poetisa que jamás escribió un poema


Victoria Arriaga: la poetisa que jamás escribió un poema.




Victoria Arriaga componía poemas de forma obsesiva, pero jamás los escribía. Así como otros cocinan o pintan o reparan un caño de teflón, regodeándose en el resultado de sus hazañas, Victoria las imaginaba.

Victoria despreciaba las convenciones, y su método de composición, como era de esperar, no tenía nada de convencional. Jamás se entregó al alivio de los borradores, ni garabateaba rimas ni ensayaba alejandrinos en ayunas. Su rutina consistía en salir a las calles de La Paternal e imaginar oscuros versos que luego imprimía en su memoria.

El lector escéptico bien puede sospechar de esas virtudes mnemónicas, pero recordemos que Victoria Arriaga es mujer; y las mujeres lo recuerdan todo.

El barrio se convirtió en su cuaderno de notas. Imaginaba actitudes en los transeúntes: enigmas, rencores, sospechas, intrigas. Pero nada mejor que un ejemplo concreto, como sostenían enérgicamente los griegos, para ejemplificar algo. Estas son algunas rimas de Victoria, inspiradas en un japonés fumando con la bragueta abierta en la escalera del subte A:


De oriente cae el sombrío heredero,
simiente de opio sobre los rieles
que aspiras solitario las mieles,
como el cíclope que espía por el agujero.


Con este sistema revolucionario Victoria compuso obras memorables, que luego fueron recopiladas por sus seguidores. Entre ellas vale la pena destacar las siguientes:

No hay monedas: elegía anarquista que debate sobre la prosperidad de los mercaderes.

¿Puede ser otro cortado?: Veinticinco sonetos sobre la insatisfacción del capitalismo.

¿A cuánto el pernocte?: poema oscuro, de difícil interpretación.

Dale que te encanta: obra ontológica del romanticismo porteño.

¡Qué calor!: versos en pentámetro yámbico que invitan a la reflexión sobre la mentalidad de colono del porteño, perpetuamente asombrado por las variaciones climáticas.

A veces me toco pensando en un ex: sonetos confesionales.

A veces me toco pensando en tu ex: nuevos sonetos confesionales.

Cuarenta días y algunas tardecitas: égloga anacrónica.

De Bernal a Parque Centenario: poema épico.

A ese pibe que una vez me crucé en avenida Rivadavia, llegando a Campana: Obra lírica, de intenso contenido paisajístico.

De profundis, per upites quasi nunquam: Sonetos regresivos.

¡A las vergas!: oda marítima.

El no rotundo: elegía en dubitativos endecasílabos.

Respirá por la boca: rimas de costumbrismo lésbico.


Estas odas notables circularon por algunos pasquines barriales, citadas a menudo por muchachos taciturnos, vencidos, que las oyeron mientras Victoria las repasaba en voz alta. No obstante, la autora jamás los publicó; tampoco el poema que la arrojaría a una fama vecina de la infamia; es decir, a esa familiaridad con el lector que no es mensurable, ni reducible a simples emociones banales como la aceptación y el rechazo.

Años después, se supo que el poema fue compuesto casi de casualidad. Sucedió de este modo.

Victoria caminaba por la calle San Blas, cuando advirtió que un joven caminaba hacia ella. Como era normal, comenzó a elucubrar sus rimas; una serie de impresiones olvidables a medida que el muchacho se acercaba. Lo que Victoria no supo, acaso debido a un incipiente estrabismo, fue que aquel joven de aspecto descuidado era Ricardo Palfondo, admirable cuentista de Villa Ballester.

Por alguna razón que sus biógrafos se niegan a explicar, Palfondo comenzó a tomar nota mental de sus impresiones al acercarse a Victoria. Veinte años después de aquel encuentro, don Julián Ayaveo recopiló, a fuerza de interrogatorios, las creaciones espontáneas de los dos jóvenes, y las compaginó de manera tal que el lector pueda compararlas y disfrutarlas como lo que realmente son: piezas maestras de lo perecedero.


Arriaga:
El rubí llueve de las moreras,
un doncel atraviesa el vértice
y el ángulo de sus piernas predice
una vida entera en chancletas.


Palfondo:
Perdido en un arrabal carmesí
te encontré, y no por detrás,
vos caminabas por San Blas,
mano a San Martín.


Arriaga:
Mirada de pasiones secretas,
tus ojos empachados, sinceros,
mis ganas de gritarte: ¡pajero,
dejá de mirarme las tetas!


Palfondo:
Te incomoda, lo sé, mi alabanza.
Pero este corazón sordo replica,
mientras la distancia se achica,
mi fervor serpentino se agranda.


Arriaga:
He conocido el hastío,
y aquello que ofreces, lo rechazo,
nunca más me como un chasco:
¡ese paquete está vacío!


Palfondo:
Pasé a tu lado como una ráfaga
de aéreas certidumbres, regias,
intenté una última estrategia
pero ni pelota me dabas.


Arriaga:
Antes de morir a mis espaldas, concluí
que ningún alegato, por más sesudo,
puede alterar esa cara de boludo,
mientras doblabas, bajando por San Martín.


Qué hermosas reflexiones se nos ocurren al evocar aquellas asperezas; sin embargo, cuestiones ajenas al entusiasmo atentan contra ello. Sólo daremos cuenta de una oportuna observación dejada por la propia Victoria en uno de sus diarios.


Cualquier imbécil puede versificar, del mismo modo que cualquiera puede hacer un lechón a la parrilla. No obstante, el arte no está sujeto a la intención. La poesía es un hecho grande, misterioso, que los poetas creen conocer y los lectores falsean disfrutar. Por eso callo los míos; por respeto, más que nada, a los que me hicieron emocionar.




Egosofía. I Feminología.


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2 comentarios:

Juno dijo...

Carambas, te felicito. Qué maestría...

Carlos Lincoln Marks dijo...

Estoy buscando en Internet (Google, Wikipedia, etc) datos sobre Victoria Arriaga, pero no encuentro nada.
Saludos.



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