Globos.


Globos.




La escena es reconocible. Todos la hemos visto, y probablemente todos la hemos protagonizado alguna vez: un adulto le compra un globo a un niño y se lo entrega con sumo cuidado, no sin antes formular una serie de advertencias que incluyen vagas referencias a la ley de gravedad.

Esto se repite en la proximidad de plazas, calesitas, a la salida de los zoológicos, los circos, las ferias, áreas frecuentadas por el sindicato de globeros y afines; gente perspicaz, que incita al consumo llevando un verdadero follaje de globos flotando sobre sus cabezas. La estrategia de estos sujetos es simple: sólo se dejan ver, sin realizar anuncios rutilantes sobre las virtudes del producto. Y los niños, invariablemente, caen en la trampa.

Claro que no son globos ordinarios. Son globos que flotan, que exigen cierta responsabilidad; de ahí la tasa deplorable en las ventas de individuos que ofrecen globos con forma de perro, de jirafa, de dromedario. ¿Por qué uno querría un globo, rasante, que en pocas horas asume la silueta de un carcinoma, cuando se puede tener un globo que flota?

El oxígeno, se sabe, no inquieta demasiado, pero frente al helio los padres actúan con grandes precauciones. El niño, como ya se ha dicho, es informado sobre las propiedades asombrosas de la gravedad. ¡No lo sueltes!, le advierten, a veces recurriendo a míseras anécdotas personales. Otros prefieren seguir un protocolo más riguroso. La entrega se realiza como si estuviesen manipulando una bomba molotov. Algunos, de hecho, llegan a ensayar verdaderos amarres náuticos con el piolín que une el dispositivo con la muñeca. Pero el globo siempre encuentra la forma de irse.

A veces el propietario lo suelta por negligencia; otras, debido a cierto desgano, producto de la frecuentación que luego, ya en la madurez, se repetirá con algunas parejas. Dicho esto, debemos desacreditar la hipótesis de que los niños pierden sus globos. La liberación es deliberada, aunque luego protesten como si el perro de la casa hubiese salido disparado hacia las nubes.

El llanto es inconsolable, llegando, en determinados casos, a genuinos accesos de broncoespasmos. Los padres, como siempre, intensifican el dramatismo general con reproches del estilo: ¡Te dije!, lo cual sólo sirve para redoblar los berrinches.

Por pura coincidencia, pero acaso también con cierto grado de complicidad con el propietario, las rabietas que se producen tras la separación del niño y su globo disimulan otro sonido, mucho más sutil, que únicamente el vendedor de globos conoce. Suena como un quejido tibio que se pierde en las alturas. No es llanto de rabia, sino un susurro de tristeza. Le juro, como vendedor, que así lloran los globos cuando sueltan a los niños.




Egosofía. I Diarios de Antiayuda.


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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, el final muy bueno! Pero... sólo arregla una cosa en el relato: lo de la gravedad y mencionar a Newton. Aquí la fuerza de gravedad no tiene nada que ver... lo de la flotabilidad de esos globos tiene mas que ver con las propiedades de los gases que con la fuerza de gravedad... saludos

zUmO dE pOeSíA (emilia, aitor y cía.) dijo...

Aunque mamá
lo ató fuerte a mi brazo,
él se soltó.

...

Aún sigue yéndose
aquel globo de gas
de vez en cuando.

(HAIKUS DE Aitor Suárez)

ICL dijo...

Hola:

He aterrizado aquí por casualidad, tras hacer una búsqueda en Google de la poetisa Sara Teasdale.

Me encuentro con tu blog, que contiene unas excelentes traducciones de algunos de sus poemas. ¡Enhorabuena! Siempre me asombra el talento general que se encuentra en Internet. No sé si tienes como profesión la traducción, pero desde luego tienes talento nato para traducir poesía.

A mí no me interesa mucho el tema de lo gótico, pero me parece interesantísimo todo lo que incluyes en tu blog, así que espero que sigas escribiendo más cosas.

Un saludo :)



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
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Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
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