«Tan cerca de la oscuridad»: Theodore Sturgeon; relato y análisis.
Tan cerca de la oscuridad (So Near the Darkness) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Theodore Sturgeon (1918-1985), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1955 de la revista Fantastic Universe.
Tan cerca de la oscuridad, uno de los grandes cuentos de Theodore Sturgeon, retoma el concepto de vampirismo aunque sin la solemnidad de otras épocas. Theodore Sturgeon se especializó en deconstruir este motivo literario, por ejemplo, transformando un adorable oso de peluche en un ávido bebedor de sangre (y de tiempo) en el cuento: El osito de peluche del profesor (The Professor's Teddy-Bear).
Tan cerca de la oscuridad.
So Near The Darkness, Theodore Sturgeon (1918-1985)
Esta es la historia de una pitillera china de plata, algo de brillantina para el cabello, una lámpara de mesa y dos chicas, una relativamente guapa y la otra muy guapa. La historia también concierne, en cierto modo, a una criatura llamada Arrara24, debido tal nombre a su peculiar mal carácter.
La chica relativamente guapa había sido bautizada con el nombre de Organtina25, pero cuando comprobó en el Greenwich Village que los melenudos se reían y bromeaban con su nombre, decidió eliminar las dos primeras sílabas del mismo. Tina era atractiva, de forma un tanto milagrosa; su cabello tenía una tonalidad perfectamente equilibrada entre el rubio y el castaño, de tal manera que podría describirse su pelo como delicado en la sombra y luminoso como para quitar el aliento bajo el sol.
Tina vendía conchas marinas en Chelsea, una ocupación que le resultaba difícil de describir cuando estaba emocionalmente alterada.
En su pequeña y colorista tienda del Village despachaba conchas marinas y tortugas, y máscaras teatrales y muñecas hechas también con trozos de conchas marinas.
También vendía objetos de arte y otras curiosidades, tales como artículos puramente decorativos, sin otra función que la del adorno, todo lo cual hacía que su negocio fuera muy provechoso. Adoraba esas cosas inútiles pero muy decorativas, que además vendía estupendamente, como pasteles recién horneados. Como los pasteles calientes de Eddy Southworth.
La verdad es que resulta muy fácil convertir una tontería en algo que se vende bien. Basta con que cojas una cosa cualquiera, sea de cemento, sea una concha, sea una caracola, le pones encima una valva de mejillón, por ejemplo, y lo espolvoreas todo con pintura verde de París en spray. El más enterado del lugar te preguntará:
«¿Es un anillo para la servilleta?», o «¿es un pisapapeles?», o «¿es para sostener el tenedor de la ensaladera?» La respuesta correcta deberá ser: «Me encanta tratar con clientes de buen gusto, y claro que es lo que usted dice; esta mañana, una dama muy distinguida...»
Después te ríes mientras la clientela busca en sus jeans el dinero para satisfacer el precio desorbitado de esa nadería, pues en Chelsea abundan las damiselas en jeans que pululan por el Village tratando de ser de rigeur.
Tina vendía tan bien aquellas cosas, que se permitía el lujo de cambiar el escaparate de su tienda todas las semanas. Ahora tenía allí una pieza que consistía en un trozo de coral con pinzas de cangrejo pegadas. El título de la pieza era: Esqueleto artístico (no comestible). Y a la semana siguiente podía tener en el escaparate otra cosa, algo más abstracto, una perla de bisutería, sin más, bajo el título Arte sin concha. Y no había una concha por ninguna parte, por supuesto.
En la tercera semana de un cálido marzo, Tina se empleaba concienzudamente con sus tenacillas, su cemento, su lima suiza y unas cuantas herramientas más. Trabajaba en la trastienda bajo la luz de una espléndida lámpara de mesa, de alto voltaje.
La puerta en arco que separaba la tienda de la trastienda era pequeña, aunque Tina también lo era, más bien menuda. Sabía cuándo entraba algún cliente de dos formas: una, por la célula fotoeléctrica que activaba un timbre apenas empujaba alguien la puerta; la otra, por el agujero que había en la pared que separaba la tienda de la trastienda. Un agujero que le quedaba a la altura de la vista mientras trabajaba sentada, aunque no era lo suficientemente grande como para que pudiera dominar en su totalidad el espacio de la tienda.
Imaginemos su sorpresa cuando al mirar por aquel agujero vio a un hombre en su tienda.
Eddy Southworth, que tenía por hobby la electrónica, le había asegurado la total imposibilidad de que alguien entrara por la puerta sin hacer que saltase la célula fotoeléctrica. El timbre no había sonado y quien estaba allí, en su tienda, era un hombre de cabello negro aplastado con brillantina y cejas muy finas.
Tina salió rápidamente de la trastienda mientras se arreglaba el pelo con los dedos.
–¿Sí? –inquirió tan abruptamente que aquel hombre dio un paso atrás.
–Sí, hola –dijo el hombre.
Era joven y tenía una voz de medio registro, como un oboe. La miró rápidamente y de inmediato bajó la vista para clavarla en el mostrador, como si meditase.
–¿Desea... algo? –le preguntó imperativa pero amable.
Esperó tras el mostrador, pero no hubo respuesta. El hombre se dio la vuelta, miró a su alrededor y calibró todo lo que había en la tienda.
–Ese viejo juego de conchas –dijo al fin, aparentemente satisfecho consigo mismo.
–Sólo he visto un juego como ése, y hace mucho tiempo; lo tenía mi abuelo, que fundó este negocio... ¿Hay algo... inanimado en esta tienda que le llame la atención como si fuese un ser vivo?
–¡Oh, sí! –dijo el hombre, decidiéndose al fin a mirarla de frente. Había algo irónico en sus cejas–. Pero en realidad quiero hacerle una pregunta... ¿Dónde estaba usted la noche del veinticinco de marzo de hace dos años?
–¿Lo dice en serio? –peguntó Tina mirándole asombrada.
–Sí, por supuesto –respondió el otro, muy serio–. Realmente me gustaría saberlo... Me resulta difícil explicarle por qué, pero tenga por seguro que es muy importante para mí.
–Pues no sé si podré... Espere un momento –Tina echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Hace dos años... Claro... Había estado en Rochester–. ¡Ya lo recuerdo! –dijo–. Es muy extraño que me haya preguntado eso... Pasé aquella primavera en Rochester con una tía mía, con la que tuve una discusión bastante tonta que ahora dediqué a ir por ahí, por las colinas, completamente sola... No vi un alma en dos semanas.
–¿Seguro? –aquel hombre la miraba intensamente–. Haga memoria... ¿Nadie supo por dónde andaba?
–Nadie. Y repito que no vi un alma en dos semanas –afirmó Tina rotundamente–. ¿Y dónde estuvo usted aquella noche, si me permite preguntárselo? Sí, precisamente aquella noche por la que me pregunta.
El hombre sonrió con una sonrisa realmente blanca. Sus dientes parecían dominarlo todo.
–Lo siento –se disculpó–. Es un poco embarazoso para mí decirlo... ¿Le gustaría ganar algún dinero?
Tina asintió enérgicamente.
–Sí, vendiendo conchas marinas, precisamente –dijo.
–Hablo de dinero de verdad.
–¿Cómo? ¿Vendiendo conchas marinas y caracolas? El hombre hizo un gesto de resignación.
–De una cosa sí estoy seguro –dijo–. Es usted una estúpida sin paliativos.
–Lo tomaré como un cumplido. –dijo Tina y añadió–: Lo que dice es mucho más de lo que podría esperar...
El hombre se echó a reír
–Tiene usted un gran sentido del humor, incluso ante las provocaciones –dijo–. He supuesto que tenía un excelente sentido del humor, observando su escaparate. Se ríe usted en la mismísima cara de la recesión económica... Seguro que eso la deja a salvo de cualquier amenaza.
–Póngame a prueba –dijo sin inflexiones notables en la voz–. Creo que se llevaría usted una buena sorpresa.
Las cejas del hombre se tensaron como las alas de un cuervo.
–Puede que sí –aceptó.
–Bien, ¿y qué tiene que ver mi sentido del humor con todo esto? –preguntó Tina mirándole desafiante.
–Más de lo que usted supone –respondió el otro–. Tengo un trabajo que concluir y necesito una chica como usted, que me ayude
–hizo una pausa mostrando una forzada paciencia, con la cara muy larga–. ¿Un cigarrillo?
Sacó una pitillera de plata y se la ofreció a Tina, sin abrirla. Ella dejó de mover la cabeza en sentido negativo y tomó la pitillera.
–¡Qué cosa tan bonita! –exclamó.
–¿Verdad que sí? –dijo el hombre.
–Sin la menor duda... ¡Qué dragón tan precioso!
–Hay siete dragones –apuntó el hombre.
–¿Siete? ¡Oh, es verdad! Dos aquí, en el borde... Los otros estarán alrededor... Quizá junto a la pagoda...
–Hay más pagodas, véalo...
–¡Sí! –y se echó a reír Tina–. Y hay más dragones... A ver... Sí, espere que los cuente... Hay dos dragones más aquí...
–Hay otros dos en el reverso –dijo el hombre en voz baja. Tina dio la vuelta a la pitillera.
–Estos no me gustan –dijo–. Parecen realmente feroces.
–Es que han estado luchando entre sí... Pero los dragones deben aparentar ferocidad –dijo el hombre.
Ella lo miró amoscada. La lentitud de las maneras de aquel hombre, y el hecho de que fuera tan bien parecido, daban un curioso tono sardónico a todo lo que decía. Convencida de que era imposible ir más allá en cualquier conversación con él, clavó los ojos en la pitillera, como si la repasara atentamente.
–¿Dónde está el séptimo dragón? –preguntó.
«Arrara, Arrara», dijo entonces la pitillera con una voz blanda, tartamudeando como un niño que tuviera los labios untados, rojos de caramelo.
Tina parpadeó primero y cerró los ojos después. La pitillera se movía suavemente en sus manos, como si intentase escapar de ellas. Temblorosa, abrió los ojos de nuevo. Aquel joven trataba de quitársela y ella la soltó con bastante repulsión.
«Arrara», dijo la pitillera, indignada.
–¡Cállate! –le ordenó el hombre.
–No he dicho una palabra –se disculpó Tina.
–No era a usted –dijo el hombre–. Lo decía porque estaba absorto en cualquier cosa sin importancia... ¿Un cigarrillo?
–No, gracias –respondió Tina molesta, mirando con un profundo desagrado aquella pitillera que antes le había causado admiración, mientras el hombre la guardaba en un bolsillo–. El séptimo dragón está en el interior, ¿no es así?
–Así es –reconoció el hombre–. Pero hablemos ahora de ese trabajo que le decía... Le ofrezco compartirlo conmigo; ya le he dicho que busco una chica como usted. Sé que lo hará estupendamente.
–No lo dudo –dijo Tina humedeciéndose los labios–. Pero me gustaría saber antes de qué se trata, para así poder considerar la respuesta, no quisiera precipitarme antes de darle el no...
–Bien, he aquí de qué se trata... Un amigo mío quiere... casarse, es una manera de decirlo, y usted es la persona ideal... Oh, por favor, deje de mover la cabeza de esa forma...
–Creo que no puedo ayudarle... es una manera de decirlo... Adiós.
–Adiós... Me llamo Lee Brokaw y soy bailarín. La miró de la cabeza a los pies y sonrió.
–Por supuesto –prosiguió–, no he dicho adiós porque no quiera volver a verla... Me gustaría pedirle perdón por mi torpe insistencia... ¿Qué tal si cenamos juntos esta noche?
Por toda respuesta, Tina se dirigió a la puerta y al abrirla la célula fotoeléctrica hizo que sonara el timbre. Funcionaba, como siempre.
–Adelante, caballero... Creo que ya ha pasado el tiempo en que debo atender a mi clientela... Adiós –dijo mostrándole la salida.
El hombre asintió resignado y salió por la puerta que Tina mantenía abierta.
–Hasta mañana –dijo a modo de despedida.
Tina agitó la cabeza, entró y cerró la puerta. Realmente se había cansado atendiendo a un tipo muy distinto de su clientela habitual, y encima para nada de provecho. Es verdad que a veces se cansaba también de soportar a aquellas damas que buscaban objetos inútiles con que decorar a cada poco las habitaciones de sus casas, pero aquel Lee Brokaw era tan raro como batir huevos en la cerveza... ¿Qué habría en el interior de aquella maldita pitillera?
Tina cenó aquella noche con Eddy Southworth. Era un artista que vivía y trabajaba en el Village, pero al contrario que gran parte de los artistas, tenía horario fijo. Era muy conocido y fácil de localizar. Sus trabajos destacaban por el excelente buen gusto con que estaban hechos y su calidad extraordinaria. Se exhibían en el escaparate de la Blue Tower Cafetería, y cualquiera que probase sus pasteles calientes, además de repetir, se convencía de que Eddy era realmente un gran artista. Cenar con él suponía oírle hablar de la clientela, escucharle frases en ocasiones no muy amables sobre los empleados y comentar románticamente la spécialité de la maison para el mes, mientras ordenaba: «¡Echa ahí más sirope de cereza!»
–¡Tina, alimento de los dioses! ¿Qué te trae por aquí, preciosa? –había preguntado al verla llegar, pero antes de que pudiera responderle ya la había sobrepasado, llenando el ambiente con el delicioso aroma de los pancakes que llevaba en una bandeja.
–Eddy, ¿qué tipo de hombre puede pasar por mi puerta sin que se active la célula fotoeléctrica y no suene el timbre? –consiguió preguntarle un poco después.
–Un fantasma –respondió Eddy solemnemente–. O un vampiro... ¿Ha entrado alguno a tu tienda?
Ella asintió.
–Eso es magnífico –dijo Eddy automáticamente mientras iba hasta el final de la barra y comenzaba a tirar algo al cubo–. ¿Cómo? –dijo entonces y volvió sobre sus pasos–. ¿Cómo era ese tipo? ¿Llevaba una capa negra? ¿Tenía colmillos y un demonio en el bolsillo?
–No... Bueno, sí... Tenía un dragón en su pitillera.
Llegaron los pasteles calientes que había pedido Tina. Eddy se marcó un sprint hasta la plancha para dar la vuelta a unas cuantas cosas que allí se hacían, tiró algo más al cubo de la basura, volvió a la plancha y vertió sobre ella un chorro de algo que después sería dulce y consistente, describiendo en el aire un arco que levantó aplausos de unos cuantos tipos que estaban en la barra. Eddy puso mantequilla en buena cantidad sobre todo aquello y volvió raudo junto a Tina.
–Te sentirías como una cabritilla, ¿no?
–Un poco paralizada, más bien –dijo Tina masticando un bocado.
–Como si estuvieses ante un lobo. No ante un licántropo.
–No, nada de eso –dijo suspirando–. No es nada de eso... O al menos no lo parece, quiero decir... Me quería para algo muy concreto...
Eddy asentía.
–Pero dices que no es un lobo, ni siquiera un licántropo... ¿Estás segura?
–Creo –pareció meditar ella mientras hablaba, como si le costara un gran esfuerzo hablar–, que me quiere para algo mucho peor y más deshonroso que la muerte. Un lobo sólo me mataría...
Sonrió, abandonando su boca la tensión que mostraba hasta entonces. Eddy tomó un par de pasteles al tiempo, lo que significaba que estaba absorto en sus pensamientos.
–¿Y qué hay de ese dragón del que me hablaste? –preguntó al
–Está en la más bella pitillera de plata que jamás hayas visto...
–¿Y cómo era?
–Creo que se llama Arrara, algo así... Eddy la miró aterrado.
–No digas eso, por favor...
–Lo siento Eddy, lo siento mucho, no pretendía asustarte... Sólo te cuento lo que me dijo aquel tipo... Quiero un poco de café...
–¡Un café negro! –pidió Eddy–. ¿Pero dónde está esa linda manzanita que atendía la barra hace poco? Dime, Tina, ¿sabes dónde encontrarle?
–Es bailarín –respondió ella–. Cuando se iba de mi tienda señaló al Mello Club y me dijo que trabajaba allí... Luego me dio su tarjeta, mira: Brokawy Rapunzel, adagio.
–Me gustaría que me atendieses –dijo Eddy a la camarera–. Tina, creo que no me gusta nada ese tipo...
–Sí, Eddy.
–¿Crees que irá a verte mañana?
–Me temo que sí, Eddy.
–Bien, pero no vayas tú al Mello Club.
–Sí, Eddy.
Pero Tina fue al Mello Club nada más salir de la cafetería, para ver la actuación de Brokaw. El Mello Club era un antro en el que el techo, de tan bajo, parecía haber aceptado el reto de un montón de clientes que le hubieran preguntado: «¿Puedes bajar un poco más?» La luz era tan escasa que el ojo humano tenía muchas dificultades para adaptarse, aun después de un largo rato allí. O quizá fuera, nada más, un caso generalizado de reluctancia a aceptar la atroz mezcla de colores de la decoración.
La decoración, por lo demás, era funcional en tanto que cada cosa parecía tener una función... Pero la más importante, al parecer, era que la clientela estuviese en la mayor oscuridad posible, de modo, quizá, que cada cliente pudiera pensar en su solo disgusto de verse allí, sin preocuparse de lo demás, lo que haría que no protestase. Nadie, por ejemplo, alzaba la voz para decir cualquier cosa malsonante cuando aparecía en escena el maestro de ceremonias y hacía las presentaciones. Lo que no necesitaba presentación alguna era el ambiente acre, la atmósfera arruinada del local: se presentaba solita... Era, en resumidas cuentas, un sitio de lo más saludable.
Tina bajó la escalera por la que se accedía a la sala, y al entrar tuvo la sensación de que lo hacía en un trombón. Se defendió con los codos de aquella estrechez en la que estaba, y caminó como si tuviera los ojos cerrados. Era menuda, pero avanzaba como un destructor. Al final encontró una mesa prácticamente pegada al escenario y tomó asiento.
Apenas lo había hecho cuando la estruendosa cacofonía de la orquestina se dejó sentir y el maestro de ceremonias apareció en escena, haciendo entonces una brusca parada la música, una parada como un golpe.
Micrófono en mano, atildado y repeinado, allí estaba el maestro de ceremonias. Entre el techo y su cabeza apenas cabían un par de dedos, pero eso no parecía arredrarlo, pues comenzó a anunciar las actuaciones de aquella noche a voz en grito, con un entusiasmo tan notable como inconcebible.
Tina tenía los codos apoyados en la mesa, de modo que las manos le quedaran a la altura de las orejas para poder tapárselas a conveniencia, mientras miraba aquí y allá por ver si en algún lugar aparecía ante su vista Lee Brokaw. Sólo cuando el maestro de ceremonias decía alguna obscenidad pretendidamente graciosa, despegaba Tina las manos de sus orejas, como para cerciorarse de que había oído lo que en efecto había oído.
Hacía mucho calor. Alguien echaba el aliento en su cuello. Estaba tan pegada la concurrencia que temía ella, a su vez, echar el aliento a alguien que estuviese allí, en la mesa próxima. Y de golpe, el ambiente se oscureció aún más, pues quitaron la poca luz de la sala.
En el escenario, alguien que parecía golpear el cuero de un timbal con las alas de una mosca, más que con las manos y los brazos, se fue haciendo visible poco a poco, a medida que una luz muy tenue caía sobre él. Parecía haber gran expectación, pues de las mesas no se oía ni un ruido. Lentamente se hizo sobre el escenario una luz más, una luz a medias azul y a medias verde, que parecía sobrevolarlo. Se hizo aquella luz tan lentamente, que tardó Tina unos cuantos segundos en percatarse de que se veía un poco mejor, lo justo como para notar otra presencia en el escenario, la de una figura que se movía lentamente... ¿Sería el bailarín? Miró con atención, aguzando la vista cuanto le era posible... Era una figura bastante blanca, no le traía el recuerdo de Lee Brokaw. Se incrementó un poco más aquella luz a medias azul y a medias verde, y pudo ver entonces que se trataba de una chica completamente desnuda, espléndida, con un cuerpazo... No llevaba nada, salvo un sombrero de copa... ¿O sería una corona? Había luz, sí, pero no la suficiente como para poder percibir las cosas claramente.
La chica comenzó a danzar. Había cesado el suave golpeo del timbal y sólo se dejaba sentir una melodía tenue, los acordes de una guitarra. La chica se movía muy lentamente. Dio un par de pasitos al frente, se dejó caer de rodillas, inclinó el cuello y su espléndida mata de pelo se derramó sobre el escenario.
Cesaron los desnudos acordes de la guitarra y llenó el ambiente entonces el timbal, ahora golpeado con más ritmo y dureza por quien lo tocaba. Cayó sobre el escenario otra luz, amarilla ahora, y comenzó a tocar la orquestina, a un lado del escenario, discordante, desafinada sobre todo en sus instrumentos metálicos, haciendo daño a los oídos.
Tina seguía contemplando, no sin admiración, a la bailarina, que continuaba de rodillas, con el cabello derramado sobre el escenario... Lo que llevaba no era ni un sombrero de copa ni una corona, sino un original peinado hecho con su propio cabello rubio como el oro, tan abundante y rico como para que aún le sobrase aquella cascada desvanecida en el suelo. Comenzó a levantar la cabeza muy despacio, armónicamente, sin mover nada más, aún de rodillas... Tenía los ojos azules, preciosos, grandes... Lentamente apareció tras ella otra figura, y empezó la chica entonces a mover los brazos, también con enorme armonía y lentitud, mientras levantaba el tronco. Sólo entonces vio Tina que quien estaba detrás de la chica era Lee Brokaw.
Estaba tras ella, de pie, impasible, mirándola; pero a medida que la muchacha levantaba el tronco, la tomaba por la cintura, agachándose lentamente, y con sus dedos parecía tirar de ella hacia arriba, alzándola muy despacio. Poco después, de pie ya ambos, se abrazaban para iniciar una danza muy delicada, que tenía como mayor virtud la de permitir que se intuyese el vuelo maravilloso del cabello de aquella mujer, que parecía fuego líquido. O humo dorado. Nunca había visto Tina un cabello como aquél... Y recordó entonces el anuncio que había hecho poco antes el maestro de ceremonias:
«Rapunzel, Rapunzel... ¡Derrama tu cabello de oro sobre nosotros!»
La orquestina atacó entonces una especie de danza apache, y ambos, Lee Brokaw y Rapunzel, se movieron cual felinos... Brokaw, un tipo bien parecido, era absolutamente hermoso entonces. La bailarina, inenarrable, fieros sus ojos azules. Según la música, a veces hacían una pausa y en su extatismo parecían perfectas figuras de cera.
Tras una de aquellas pausas, el bailarín tomó una de las manos de la bailarina y la hizo girar sobre sí misma; luego, arqueó ella la espalda, echando la cabeza hacia atrás, derramando de nuevo la cascada de su cabello como fuego líquido, y Brokaw, con una sonrisa diabólica, mostraba sus dientes, en los que sobresalían dos colmillos aterradores. Lentamente se inclinaba sobre ella y parecía morderla en el cuello al tiempo que un estremecimiento de placer sacudía a Rapunzel. Siempre con una armónica lentitud en los movimientos, Brokaw se apartaba de ella y Rapunzel se erguía contoneándose con absoluta elegancia... Y resultaban perfectamente visibles dos pequeñas marcas en su cuello.
Ya erguida la bailarina, el bailarín iniciaba entonces una danza frenética por el escenario, rodeándola de continuo. Ella se llevaba las manos a los cabellos y se movía ondulando las caderas. El tempo de la música se hacía más acuciante; Brokaw se acercaba a Rapunzel, la tomaba de nuevo por la cintura, y giraban ambos al unísono mientras la música ascendía en busca del clímax. Él la frenaba en seco, en una pirueta final, y ambos quedaban como una estatua, fijos en el piso del escenario, inmóviles en una suerte de abrazo.
Pero no concluía ahí el número. Volvía la orquestina a atacar a un ritmo bestial, un crescendo en el que la luz, por primera vez, iba a la par de la música, permitiendo contemplar a los bailarines con mayor nitidez, y en uno de los giros vertiginosos que acababan de iniciar, Brokaw levantaba el puño y golpeaba duramente con él el rostro bellísimo de Rapunzel. Ella caía al suelo, desmadejada como una muñeca de trapo, y cesaba de golpe la música para que sólo se oyese nuevamente el timbal tocado más con alas de mosca que con manos y brazos. Comenzó a menguar de nuevo la luz sobre el escenario, y al tiempo que se oían tres golpes de timbal, Brokaw se dejaba caer tres veces de rodillas sobre la cara de la bailarina tendida.
Después, en absoluto silencio, habiendo callado también el aleteo del timbal, Lee Brokaw se ponía lentamente de pie. Una mujer dio un grito de júbilo, seguido por aplausos que secundaron unos cuantos. Brokaw sonrió de nuevo, y se agachó ceremonioso para recoger el cuerpo desmadejado de la bailarina, levantarlo y echárselo sobre los hombros para salir del escenario. Mientras se iba, el montón de miembros inertes de Rapunzel desprendían una suerte de ráfaga de luz blanca, que se perdía tras la cortina. Sólo entonces se apreció que era un maniquí.
–¡Pero si parecía bailar realmente! –murmuró para sí Tina.
–¿Qué truco hace este tipo con las luces? –dijo un hombre sentado a su lado, tras su cogote, golpeando la mesa–. Ella, totalmente en blanco; él, totalmente en negro... Y no se notaba que la movía...
Atronó el ambiente pútrido de la sala el timbal, una vez más, y volvió a hacerse una oscuridad infecta. Entonces apareció de nuevo en el escenario Lee Brokaw, agradeciendo unos tibios aplausos que aún se oían, sonriente bajo la tenue luz que le daba en el rostro.
Se detuvo precisamente bajo aquel foco lánguido. Ahora parecía terriblemente pálido. Empezó a hurgarse en el pecho... Y se oyó tras él, o junto a él, o frente a él, era imposible saberlo aunque se percibió claramente, algo que sonó así:
«Arrara».
–Este hombre parece enfermo –dijo alguien.
–¡Es su corazón! –gritó una mujer levantándose de su asiento.
–¿Qué tiene en la mano derecha, un corazón? –preguntó a
Tina el hombre que le echaba el aliento en el cogote.
–Tiene un dragón en la pitillera –dijo Tina claramente, en voz alta, pero como es lógico nadie la prestó atención.
Brokaw hizo una leve inclinación de cabeza y se perdió tras la cortina. El maestro de ceremonias, que había retocado su maquillaje luciendo ahora una tez plateada, volvió armado de micrófono y Tina se levantó rápidamente para alcanzar cuanto más aprisa mejor la puerta de salida, después de pagar lo que había pedido y dejar el diez por ciento de propina. Subió rápidamente la escalera que llevaba a la calle.
El aire de la noche le pareció delicioso. Aún estaba sobrecogida por el final del número de Lee Brokaw. Caminó a buen paso en dirección a su casa, que estaba próxima, y poco a poco la curiosidad fue imponiéndose sobre la impresión tan desagradable que le había causado el espectáculo.
¿Qué clase de hombre era Lee Brokaw? ¿Por qué haciendo un número como aquél no estaba en un local de la calle 52, o incluso de Broadway? ¿Y por qué parecía tan afectado por hallarse en posesión de una pitillera como aquélla, de la que por otra parte parecía orgulloso, pues sin duda todo el mundo elogiaría su belleza tanto como lo había hecho ella?
¿Y por qué estaba tan seguro de que ella querría volver a verlo? ¿Acaso estaba convencido de que, picada por la curiosidad, iría a presenciar su actuación, como lo había hecho? Y por encima de todo, ¿qué deseaba de ella?
Ya en su apartamento, se acarició suavemente con los dedos las mejillas y la mandíbula... Quizá el bailarín buscase una nueva pareja de baile, dado que, de tanto golpearlas en el escenario, tuviera que reemplazarlas continuamente... La verdad es que el clímax de su número, aparte de extraño, era realmente espectacular... Quizá se sintiera atraído por un cabello como el suyo...
Tina se puso el pijama y se sintió mucho mejor. Llevó a su mesita de noche algún material de trabajo y un libro de diseño, además de un par de volúmenes de la Enciclopedia Británica en los que se hablaba de las conchas y de las caracolas marinas. No pudo leer mucho, pues pronto cayó rendida por el sueño.
No había dormido más de cuatro horas cuando se despertó. Abrió lentamente los ojos, sin moverse. Algo le dijo que no debía sobresaltarse, ni incorporarse de golpe, sino permanecer en calma y observar... La situación en sí se resumía en que allí estaba el rostro imperturbable y bellísimo de Lee Brokaw, mostrando deseo en su sonrisa, que parecía flotar entre ella y la pared... Su mirada era aún más profunda.
–¿Qué... qué? –empezó a decir ella, mientras su rostro pasaba del pálido al rosa y después al escarlata, o al sanguíneo, como si se la contemplase a través de unas gafas con los cristales rojos.
Pero entonces se esfumó el rostro de Brokaw. Tina se escondió bajo las sábanas. Lentamente sacó un brazo en dirección a la mesita de noche, y tanteó buscando el interruptor de la lámpara... La encendió y escondió de nuevo el brazo bajo las sábanas. Muy despacio empezó a destaparse la cara y abrió los ojos.
No había nada que ver.
Respiró profundamente, se incorporó en el lecho, se levantó y cruzó la habitación para encender la luz del techo y tener más claridad.
Nada. Plantada en el centro de su habitación, giró lentamente sobre sí misma, mirando con atención... Por el rabillo del ojo atisbó un movimiento y gritó aterrada, pero se rehizo de inmediato: era su reflejo en el espejo del cuarto de baño, que tenía la puerta abierta.
–¡Sí que empiezo bien el día! –dijo aliviada, pero con las pupilas dilatadas y la respiración entrecortada–. ¡Un mal sueño, hermanita! –dijo viéndose en el espejo–. Deberías aceptar que no estás precisamente guapa, querida...
Se lavó la cara y volvió a la cama. Pero al poco se levantó de nuevo, fue al armario y sacó de allí un par de zapatos de golf, que puso en la mesita de noche, sobre los volúmenes de la enciclopedia. Después apagó la luz del techo, apagó también la luz del cuarto de baño, volvió a la cama, se acostó, se tapó bien y finalmente apagó la lámpara de la mesita.
A esas alturas de la noche estaba, más que aterrada, atónita. Hacía muchas lunas que no pasaba una noche tan horrible. El insomnio la ponía de mal humor, pero como quería reírse de sí misma, al menos, comenzó a imaginar una pesadilla en tecnicolor en la que un dragón volador se quería estampar contra su cabeza.
Sonrió en la oscuridad, se dio la vuelta y abrió los ojos, pero sólo para ver de nuevo la cara de Lee Brokaw. Se había preparado bien, sin embargo, para algo así, de manera que no se asustó, alargó el brazo, tomó uno de los zapatos de golf y lo arrojó contra la aparición... El zapato se estrelló justo entre los ojos de aquella cara. Luego se oyó un ruido lejano y amortiguado. De la calle subía una voz que profería agrias imprecaciones.
Tina volvió a encender la lámpara de su mesita, se levantó de la cama y se acercó temerosa a la ventana. Lo comprendió todo al instante: el zapato había salido a través de la ventana abierta para caer en la cabeza del policía que hacía su ronda por la acera. Naturalmente, el policía miraba hacia arriba sin dejar de proferir imprecaciones y amenazas, furioso, rascándose la cabeza. Y se calló nada más verla. Había cometido Tina el error de asomarse a la ventana después de encender la luz, pero aún tardaría un poco en darse cuenta.
¡Un policía! Bueno, a pesar de haberle tirado un zapato, podía sentirse tranquila. El policía la protegería de Brokaw; no se atrevería el estúpido bailarín a importunarla, más que nada porque ya tenía muy claro Tina que el policía clavaba su vista en aquella ventana con luz y le daría la protección requerida, sólo con pedírsela. Incluso pondría entre rejas al imbécil de Brokaw, si osaba rondar por allí a esas horas para molestarla.
Su cerebro reaccionaba al fin. Nada más lógico, pues, que tratase de explicar al policía lo que había ocurrido.
–Es que había una cara flotando en mi habitación y le tiré un zapato para que se fuera... Por favor, le pido que se lleve a un tal Lee Brokaw, si aparece por aquí; no hace más que molestarme –dijo.
–¡Oh, no! –exclamó el policía, resignado.
Tina se giró como para dirigirse a alguien que estuviese en su habitación. El policía la oyó gritar:
–Ya te enseñaré yo a meterte en mi habitación a estas horas de la noche, ¡imbécil!
–Señorita –dijo el policía con la voz ahora en calma–, le ruego que hable más bajo con su amigo, o me veré obligado a intervenir...
–Lo siento, agente. –dijo asomándose de nuevo a la ventana. Y luego, volviéndose hacia el interior–: Ya ves lo que has hecho, ¡desgraciado!
Entonces oyó la voz triste y a la vez sarcástica del policía, diciendo:
–Pobre tipo, no me gustaría estar en sus zapatos...
A la mañana siguiente abrió la tienda unos minutos más tarde de lo habitual. No sólo se había despertado cansada por el trajín nocturno, sino que tuvo que dar explicaciones al encargado del edificio de apartamentos acerca de lo que había ocurrido la noche anterior y el consiguiente escándalo, que alertó a otros inquilinos. En realidad, estaba algo más que cansada... En su universo todo lo presidía ya Lee Brokaw.
Abrió la tienda y de inmediato se dirigió a la trastienda, con la idea de concluir lo que había comenzado el día anterior. Antes, había activado la célula fotoeléctrica de la puerta. Apenas había comenzado a trabajar cuando se percató de repente de que en la pared que daba a su derecha había escrito algo con un lápiz plateado, uno de los colores que utilizaba ella. Decía, simplemente: «Aquí estoy».
La letra era bonita, incluso artística. Podía ser una letra de mujer.
–Muy bien –murmuró Tina mirando a la pared–. Pues aquí estoy yo también.
Pero entonces descubrió otra mancha en el lado contrario. Era la cara que había visto flotar en su habitación, pintada con lápiz blanco. No hizo nada. Después de contemplar aquello durante unos segundos se limitó a cerrar los ojos, como si aguardase a que desapareciera.
Comenzó a decir para sí, hablando en voz muy baja:
–¿Qué puedo decir ahora, Tina? Dime, ¿qué puedo decir? –asintió antes de continuar–: Adelante, no te rindas... Te sentirás mucho mejor si no te rindes. –hizo una pausa y siguió diciéndose–: De acuerdo, no me rendiré... Pero debí hacer caso a Eddy y no ir a ver el espectáculo de ese demonio...
Tina se repitió una y otra vez que aquello no debía de haber ocurrido. Y que quizá debiera largarse de Chelsea, del mismo Nueva York... Cualquier cosa con tal de alejarse cuanto le fuera posible de Lee Brokaw. Pero irse de allí presentaba unas cuantas dificultades, primero por su negocio. Y después por lo que suponía una rendición, intolerable desde un punto de vista ético... Así que seguiría donde estaba. Pero si continuaba allí, tendría que afrontar, seguramente, cosas aún más inquietantes que las sufridas hasta ese momento y apenas en un día. Tendría que aventar como fuese, como si fuera humo, el problema. Así, preparada para lo peor, podría hacer frente a lo que se le presentara. Y si todo resultaba a fin de cuentas no ser tan grave, pues mejor, eso era lo que más deseaba. ¿Qué hacer, pues?
Antes que nada, encontrarse con Lee Brokaw y tratar de conocer su historia. Obligarle a hablar como si fuese una concha cuya apertura había que forzar.
Sonó el timbre de la puerta, accionado por la célula fotoeléctrica. Salió rápidamente a la tienda.
–¡Eddy! –exclamó aliviada, esperando que no se percatase su amigo de que estaba al borde de las lágrimas.
–Hola, muñeca...
–Hola, pastelero –trató de sonreír ella.
Eddy tomó entre sus dedos una concha marina y comenzó a juguetear con ella, absorto.
–Dime, ¿has pensado algo más acerca de ese tal Lee Brokaw, has llegado a alguna conclusión?
–No, la verdad...
–Dijiste que era un vampiro...
–No, eso lo dijiste tú –le corrigió ella–. Todo lo que sé de él es que entró aquí para proponerme algo que no me interesó; es más, ni siquiera le permití que terminara de hacerme su proposición... Bueno, y sé que me mostró una pitillera preciosa, y que...
–Sigue...
–¡Bah!
Eddy supo que con aquella exclamación le decía que no deseaba seguir hablando de aquello, así que tomó él la palabra.
–Vale –dijo–, tomemos las cosas como son, sin hacer juicios... Todo lo que sabes es que ese tipo entró aquí sin que se activara la célula fotoeléctrica de la puerta... Bien... Y te hizo una proposición que te pareció inaceptable, no dejándole que se explicara del todo... Y no sabes, naturalmente, de qué se trataba en realidad...
–Sí lo sé, ahora lo sé –dijo Tina, a la defensiva–. Mira, Eddy; si de veras crees que Lee Brokaw es un rival sobrenatural, una especie de muerto viviente... pues será mejor que pienses otra cosa. Es otro tipo de demonio...
–No tendría inconveniente en hacerlo –respondió Eddy con voz y expresión de poco convencimiento.
–Eddy –siguió diciendo ella ahora en tono reflexivo–, ¿qué es lo que nos resulta tan fascinante de ese Lee Brokaw, al que tú no conoces y del que yo apenas tengo noticia? Nunca te había visto tan interesado en alguien...
–Es que nadie me había hablado así de alguien, jamás... Al menos de alguien a quien se puede ver y hasta tocar –respondió Eddy–. Te diré lo que sé, Tina... Quizá consigamos así aclarar un par de cosas... Anoche, una media hora antes de que cerrara la cafetería, entró Shaw... Ya le conoces... Es el manager de ese agujero podrido en el que trabaja Lee Brokaw. Estaba bastante alterado y buscaba a Brokaw. Se derrumbó en una silla y comenzó a preguntar a varios clientes si lo habían visto... El segundo pase del espectáculo comenzaría en breve y Brokaw no aparecía por ninguna parte.
–¿Alguien lo había visto? –preguntó Tina. Eddy negó con la cabeza.
–Ninguno de los clientes de mi cafetería parecía saber algo –siguió diciendo–. Recordé lo que me habías contado y me llevé a Shaw a un aparte. Me confesó que temía algo raro, por no decir realmente lamentable, y que Brokaw había hecho una primera actuación que había asustado a muchos de sus clientes... Pero en realidad, me pareció que lo que temía de verdad es que algún competidor le hubiera arrebatado a Brokaw, ofreciéndole un contrato mejor, aunque pretendiese que se interesaba por el muchacho, por si le había ocurrido algo...
»Le pregunté entonces qué sabía acerca de Brokaw, por si eso servía para que pudiéramos orientarle acerca del lugar en el que podría hallarse. Shaw no sabía una palabra. Brokaw, en realidad, sólo llevaba dos días trabajando en el Mello Club... A Shaw, en realidad, no le gusta su número, pero...
–Es algo espantoso –dijo entonces Tina.
–Casi todos los números que presentan ahí son muy malos, la verdad... Bueno, da igual... Le dije... ¿Cómo? ¿Qué has dicho? ¿Cómo sabes que es un número espantoso?
–Fui a verlo, Eddy.
–De manera que fuiste a verlo... ¿No te dije que no te acercaras a ese lugar infecto?
–Sí, Eddy, me lo dijiste... ¿No me preguntas nada más? –dijo con un tono de voz amable.
–No... Ya veo... La pequeña Miss Musculitos se ha creído tan fuerte como para no hacer caso a los buenos consejos que recibe, ¿eh? Muy bien, Tina. De ahora en adelante procuraré no meterme en tus cosas, ni preocuparme por tus problemas. Sabes cuidar de ti misma, ¿no? Ya veremos cuando alguien te agarre por el cuello y...
–Lo sé, lo sé, ya vale... No tendré derecho a pedirte ayuda... Tranquilo, no lo haré.
Eddy se dirigió a la puerta.
–No iba a decir eso... Sólo quería decirte que no olvides lo que has visto hacer a ese tipo, es un degenerado.
Sonó el timbre activado por la célula fotoeléctrica en cuanto Eddy abrió la puerta para irse. Un sonido que realmente hería de muerte al silencio.
Tina se quedó mirando cómo se alejaba Eddy, contrariado, y se cruzó de brazos violentamente, preguntándose cómo era posible que todos los hombres, sin excepción, fueran tan estúpidos. ¿Por qué no había un solo hombre que mantuviese una amistad con una chica, sólo eso, sin pretender convertirse en su ángel guardián, o en su guardaespaldas, si no en el dueño de todos sus actos? Y eso que Eddy era un hombre que decía admirarla por su independencia, por su valentía, por su carácter autosuficiente... Apretó los labios enojada y soltó un suspiro, que era un lamento. Un lamento que pareció hallar réplica en otro igual, al fondo de la tienda.
Era un lamento que más bien parecía de dolor, sin embargo, no de contrariedad. Un lamento de desolación, carente de toda esperanza.
Eddy estaba a sólo medio bloque de distancia de su tienda. Era un tipo egocéntrico, una especie de dictador que se creía en condiciones de cuidar de las mujeres porque éstas, según él, no saben cuidar de sí mismas. Le había molestado que decidiera investigar por sí sola, metiéndose en el club. Tina se encogió de hombros y se fue a la trastienda.
Allí no había nada, salvo aquel lamento. Miró a su alrededor y nada. Ni siquiera podía ser el eco de su propio lamento, por la sencilla razón de que ya no se lamentaba... Después levantó el bonito bajel en miniatura que tenía sobre su mesa de trabajo, y nada. Con cierta dificultad, dado que rara vez lo abría, miró en el armario tirando con fuerza de las dos hojas de la puerta. Miró en el interior, a derecha y a izquierda. Nada. Pero seguía oyéndose aquel ruido, aquel lamento, aquella especie de respiración quejumbrosa. Decidió entonces levantar la trampilla del sótano, lo que también la obligó a un gran esfuerzo, pues llevaba igualmente mucho tiempo sin abrirse, y descendió los peldaños de la corta escalera. Justo al final de la misma estaba sentado Lee Brokaw.
–¿Señor Brokaw? –preguntó Tina, titubeante.
Brokaw se levantó raudo, violentamente incluso, y pegó la espalda contra la pared, muy asustado. Estaba sucio, muy desastrado; tenía su rostro antes bien parecido como cubierto de rastrojos, pero es que estaba sin afeitar. Nada de eso, sin embargo, pareció acabar con su gesto sardónico, una vez la vio.
–¡Ah, es usted! –dijo con la voz casi como de tenor.
No obstante, algo en él sugería que, en efecto, estaba muy asustado.
–¿Qué le ha ocurrido, se encuentra bien? –le preguntó Tina alarmada–. Venga, salgamos de aquí...
–¿Podría esconderme usted en algún lugar donde nadie me vea?
–Vamos, no le verá nadie –prometió ella.
Comenzó a caminar hacia ella, sin dejar de mirarla. Tenía ahora los ojos llenos de agradecimiento y esperanza, pero seguía viéndose en ellos un gran miedo. Iba de puntillas. «Este hombre no deja de danzar ni un minuto», pensó Tina.
Ni un minuto.
Ya en la trastienda, revoloteó alrededor de ella como una pluma movida por el viento, y así se asomó a la tienda.
–Ciérrela –pidió a Tina.
–El timbre nos avisará si entra alguien.
–¿Está segura? –dijo él y sonrió burlón.
Tina recordó lo que pasaba con la célula fotoeléctrica cuando él, precisamente él, entraba en la tienda.
–¡Oh! –exclamó–. Puede estar tranquilo, aparte ese barquito y siéntese; yo puedo ver desde aquí si entra algo –dijo Tina cuando ya estaban de nuevo en la trastienda y de inmediato se preguntó por qué había dicho algo en vez de alguien–. ¿Tiene algún problema?
Dijo que sí con la cabeza mientras tomaba asiento lentamente. Ella lo miró con mucha atención. Parecía muy joven y muy frágil. Parecía torturado por el miedo. Ya no mostraba su rostro aquella sonrisa cruel de antes. Por ejemplo, de cuando vio su cara por la noche, en su habitación, cuando le tiró el zapato de golf.
–Anoche lo vi –le confesó impulsivamente.
–Ya lo sé –dijo él mientras se llevaba la mano al bolsillo interior de la americana–, aunque yo no la vi a usted.
–¡Ah, la pitillera! –dijo ella–. No querrá decir que gruñía porque yo estaba allí...
–Pues sí –dijo él y sacó del bolsillo la pitillera, alargándosela cuidadosamente a través de la mesa.
Ella la miró sin atreverse a tocarla, ni siquiera se atrevía a rozarla... Pero estaba decidida a saber lo que hiciera falta saber. Así que apretó los dientes, se armó de valor y dijo:
–La voy a abrir.
–Adelante –la animó Brokaw como si pensara en otra cosa, como si tuviese cosas más importantes en las que pensar.
Tina lo miró entonces desconfiada. Brokaw tenía los ojos cerrados y fruncido el ceño, como si meditase profundamente. Ella respiró hondo y tomó la pitillera entre las manos. La pitillera se abrió.
De todo lo que esperaba encontrar en aquella pitillera de plata china –cualquier cosa espantosa, algún amuleto, unas runas–, lo que menos se imaginaba era aquella musiquilla electrónica que se oyó nada más abrirla. Es decir, lo único que en realidad contenía la pitillera de plata. Eso la sorprendió mucho más que cualquier otra cosa.
Sintió algo así como cuando en un sueño subes diez escalones de una escalera que sólo tiene nueve. Sí era verdad, no obstante, que había otro dragón allí, justo en el medio del recipiente para los cigarrillos, pero no era más feo que los otros, incluso parecía que le hubieran grabado una sonrisa. Bueno, también había en la pitillera algunos cigarrillos.
–Me parece que ya estoy cansándome de este estúpido juego –dijo Tina, encarándose con el otro–. Lee Brokaw, dígame de una vez quién es usted y qué se propone, por qué ha querido asustarme. ¿Por qué hace cosas que sabe positivamente que no puedo creer y que incluso pueden hacer que experimente un gran resentimiento hacia usted?
Descansó la cabeza sobre la mano del codo que apoyaba en la mesa y la miró atentamente. Sus ojos volvían a ser burlones.
–Soy bailarín –dijo–; si usted me dice primero qué piensa, qué cree que hago, quizá pueda satisfacer su curiosidad... Necesito desesperadamente que haga algo por mí... He acudido a usted porque es la persona idónea para ello –y extendió sus manos abiertas como si dijese «¿puede haber algo más simple?», recostándose después en el respaldo de la silla.
–¿Pero qué quiere que haga? –preguntó ella.
–¿Eso quiere decir que lo hará? –preguntó Brokaw con un brillo de esperanza en los ojos.
Tina negó con la cabeza.
–No he dicho nada parecido.
–No se lo pediría –siguió Brokaw– si temiese una mínima posibilidad de que no fuera usted la persona idónea.
–Bien, dejémoslo estar –dijo Tina–. Tengo trabajo por hacer.
–Si no acepta, me verá en todas partes –dijo él–. En su casa, mientras trabaja...
–Sí, ya lo he comprobado un par de veces –dijo ella ácidamente–. Creo que podría acostumbrarme.
–No, no lo crea, siempre sería peor –replicó él no menos ácidamente, como si temiese que aquello se le fuera de las manos–. Vería mi cara en la de aquellos con los que hablase. Y sentiría mis manos recorriéndole el rostro y el cuerpo... Y oiría mi voz cuando escuchase música; es más, acabaría no oyendo otra cosa en este mundo que no fuese mi voz. Y acabaría no viendo otra cara que no fuese la mía. Y acabaría no sintiendo otras manos que no fuesen las mías... Se volvería loca.
–Puedo mantenerme a salvo de usted –replicó ella retadora–. No creo que pueda traspasar las paredes tranquilamente.
–¿Y las vigas maestras? Tina siguió enervándose.
–No me importa lo que haga o pueda hacer... Usted está loco... La verdad sea dicha, le miro y no creo que pudiera convencerme de que hiciese algo por usted...
«Arrara...»
–¡Oh, no, por favor! –exclamó Brokaw, levantándose de su silla para arrodillarse a los pies de Tina, y tomar sus manos, y mirarla con ojos suplicantes y llenos de terror. Le temblaron los labios cuando comenzó a hablar dificultosamente.
–Eso ha sido el último aviso, ocurrirá hoy mismo, esta noche... Ayúdeme, Tina, se lo ruego... Sólo usted puede ayudarme –y hundió su rostro en el regazo de la mujer.
Ella contempló atónita sus hombros rendidos y recordó la calma sardónica con la que poco antes se había expresado aquel hombre que ahora suplicaba su ayuda, y que había perdido por completo la compostura, esa sensación de poder que irradiaba. No podía por menos que compadecerse ahora de aquel pobre muchacho arrojado a sus pies.
Tina le acarició el cabello tan negro.
–Pobrecillo –musitó–. Le ayudaré... No llore, Lee, por favor; le ayudaré, se lo prometo...
Se incorporó para abrazarla.
–¿De veras que me ayudará? ¿De verdad?
–Me especializo –dijo ella intentando evitar que asomaran lágrimas a sus ojos– en recuperar juguetes rotos...
–Es usted un ángel –dijo Brokaw arrebatado y la besó. Fue un beso tierno y limpio: en la mejilla, casi a la altura de uno de sus ojos.
–Ahora, tome asiento y tranquilícese, Lee... Le he hecho una promesa, ¿no? Creo que merezco que me lo cuente todo.
–He matado a un hombre –dijo Lee, y sin quitar los ojos de los de Tina tomó asiento lentamente en la silla de antes–. Lo maté mientras dormía. Le golpeé con un adorno de bronce y luego le rajé el cuello con un cuchillo. Su piel era muy dura –prosiguió– y el cuchillo era pequeño y apenas tenía filo... Creo que tardé horas en rajarle el cuello.
–Ya veo –dijo Tina tratando de mantener la calma; incluso intentó sonreír, pero desistió de inmediato, como si temiera que se le cuartease la piel al esforzarse–. Y aquello le dejó un gran trauma psíquico...
–Supongo... –dijo él muy serio, tratando de no parecer jactancioso–. Pero eso no sería nada en sí mismo... Creo que incluso me alegraría si sólo fuera eso... Pero, compréndalo; después de haber hecho algo así tengo que huir, y no puedo... La gente me conoce. Creo que incluso llegaría a ser noticia... Soy un hombre conocido.
–Así es...
–¿Se lo parece? Bueno, eso no importa ahora... Ya no soy el que era... He cambiado... He vendido mi alma...
–¿Pero qué tontería me está contando? –dijo Tina evidentemente alarmada.
Theodore Sturgeon (1918-1985)
Relatos de vampiros. I Relatos de Theodore Sturgeon.
El análisis y resumen del relato de Theodore Sturgeon: Tan cerca de la oscuridad (So Near the Darkness) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
3 comentarios:
Soy admirador de Sturgeon pero esta historia parece trunca, aunque bien planteada.
Con esta lectura, me gusta un tanto menos. Parece muy incompleto.
Es que no está entero
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