«Sir Edmund Orme»: Henry James; relato y análisis.
Sir Edmund Orme (Sir Edmund Orme) es un relato de fantasmas del escritor norteamericano Henry James (1843-1916), publicado originalmente en la edición del 25 de noviembre de 1891 de la revista Black and White, y luego reeditado en la antología de 1892: La lección del maestro (The Lesson of the Master). Más adelante volvería a aparecer en la colección de 1848: Cuentos de fantasmas del Henry James (The Ghostly Tales of Henry James).
Sir Edmund Orme, uno de los cuentos de Henry James más importantes, relata una serie de sucesos paranormales que reflejan el estado mental de los personajes.
La historia comienza con un joven que se enamora de una mujer. Cada vez que la pareja se encuentra frente a la madre de la joven, el fantasma de un hombre aparece de repente. Al parecer, se trata del espíritu de un hombre a quen la madre traicionó en el pasado. El joven, sin embargo, puede ver al fantasma, mientras que la muchacha no, salvo cuando esta comienza a concebir la idea de traicionar a su amado. Recién entonces, cuando su estado mental coincide con la misma vibración del fantasma, éste se vuelve visible para ella.
Es justo pensar que Sir Edmund Orme no es el típico cuento de fantasmas del siglo XIX. De hecho, Henry James se rehúsa a emplear los clichés del género, y simplemente utiliza la apariencia de un fantasma para sondear las profundidades psicológicas de sus personajes.
Sir Edmund Orme.
Sir Edmund Orme, Henry James (1843-1916)
Aunque el fragmento no está fechado, al parecer este relato se escribió mucho después de la muerte de su esposa, que supongo es una de las personas a las que se alude. Sin embargo, no hay nada en esta extraña historia que permita confirmar tal suposición, aunque tal vez ello carezca de importancia. Cuando entré en posesión de sus efectos, encontré estas páginas en un cajón cerrado con llave, entre papeles que hacían referencia a la vida tan breve de la infortunada dama, muerta de parto un año después de su boda: cartas, memorandos, cuentas, fotografías amarillas, tarjetas de invitación.
Esa es la única relación que he podido encontrar, y es muy posible, e incluso probable, que el lector la juzgue demasiado arriesgada para tener una base sólida. Reconozco que no tengo pruebas de que en este escrito se haya querido referir a hechos reales, lo único que puedo garantizar es la veracidad general de lo que cuenta. En cualquier caso, era algo escrito para sí mismo, no para los demás. Yo lo presento a los lectores, con pleno derecho para hacerlo, precisamente debido a su singularidad. Con respecto a la forma, que nadie olvide que se escribió exclusivamente para él mismo. No he cambiado nada salvo los nombres.
Si existe una historia en todo esto, puedo indicar el momento exacto en que empezó. Fue en un suave y plácido mediodía de domingo en el mes de noviembre, apenas salir de la iglesia, en el paseo lleno de sol. Brighton rebosaba de gente; estábamos en plena temporada y el día era aún más respetable que hermoso, lo cual contribuía a explicar la afluencia de paseantes. Hasta el mar azul era correcto; parecía dormitar con un leve ronquido —suponiendo que eso sea correcto— mientras la naturaleza predicaba un sermón.
Después de haber estado escribiendo cartas durante toda la mañana, yo había salido para contemplarla un momento antes del almuerzo. Me apoyé en la balaustrada que separaba King's Road de la playa y creo que fumé un cigarrillo, cuando fui consciente de una insinuación de chanza al sentir que se apoyaba sobre mis hombros un ligero bastonciilo. Vi que se trataba de Teddy Bostwick, de los Fusileros, y que de este modo me invitaba a charlar.
Fuimos conversando mientras paseábamos -siempre se cogía al brazo de uno para demostrarle que perdonaba su escasa capacidad de comprender su sentido del humor- y miraba a la gente, saludaba a algunas personas, se preguntaba quiénes eran otras y difería en opinión en lo que se refiere a la belleza de las muchachas. No obstante, sobre Charlotte Marden estuvimos de acuerdo cuando la vimos avanzar hacia nosotros en compañía de su madre; y sin duda alguna hubiera sido difícil que alguien disintiera. El aire de Brighton siempre ha hecho parecer más hermosas a las muchachas sin atractivo, y a las atractivas mucho más hermosas, no sé si esa especie de hechizo sigue dándose. Sea como fuere, el lugar era excepcional para resaltar la belleza de la tez, y el encanto de la señorita Marden era tal que la gente se volvía para mirarla. Y bien sabe Dios que también a nosotros nos hizo detenernos o, al menos ésa fue una de las razones, porque ya conocíamos a esas damas.
Dimos media vuelta para unirnos a ellas y las acompañamos. Sólo se proponía ir hasta el final del paseo y volver; acababan de salir de la iglesia. Teddy manifestó ahora su sentido del humor acaparando inmediatamente a Charlotte y dejándome emparejado con su madre. Sin embargo, no podía quejarme; la joven andaba delante de mí y yo podía hablar de ella. Prolongamos nuestro paseo; la señora Marden siguió a mi lado y por fin dijo que estaba fatigada y que necesitaba descansar. Nos sentamos en un banco resguardado y nos pusimos a charlar viendo cómo pasaba la gente. No era la primera vez que me llamaba la atención en ambas que el parecido entre madre e hija era prodigioso, incluso dentro de ese tipo de parecidos, sobre todo teniendo en cuenta que apenas tenía nada que ver con una diferencia de naturaleza.
A menudo se oye hablar de madres de edad madura como avisos o postes de señales más o menos desalentadores del camino que pueden seguir las hijas. Pero no había nada disuasorio en la idea de que Charlotte fuese a los cincuenta y cinco años tan bella como la señora Marden, aunque tuviese que tener su misma palidez y su aire preocupado. A los veintidós, tenía una blancura sonrosada y era admirablemente hermosa. Su cabeza tenía la misma forma encantadora que la de su madre y sus rasgos presentaban la misma noble armonía. Y luego había miradas, ademanes y entonaciones de voz -momentos en los que era difícil decir si era algo que se veía o que se oía- que tejía entre las dos toda una red de referencias y recuerdos.
Estas damas disfrutaban de una pequeña fortuna y de una acogedora casita en Brighton, llena de retratos, recuerdos y trofeos —animales disecados sobre los anaqueles de la biblioteca y descoloridos peces barnizados detrás de cristales— a los que la señora Marden tenía mucho apego como recuerdos entrañables. Por indicación de los médicos allí había pasado su esposo los últimos años de su vida, y ella ya me había dicho que en aquél lugar se sentía bajo la protección de la bondad del difunto. Al parecer esta bondad había sido muy grande y en ocasiones su viuda parecía defenderla de vagas insinuaciones. Evidentemente, necesitaba sentirse protegida, notar una influencia benéfica que pudiera evocar; experimentaba una confusa ansiedad, un anhelo de sentirse segura.
Necesitaba amigos y tenía muchos. Desde que nos conocimos se había mostrado amable conmigo y yo nunca advertí en ella la vulgar intención de cazarme; sospecha desde luego injustificadamente frecuente en los jóvenes presuntuosos. Nunca se me había ocurrido que había puesto los ojos en mí pensando en su hija, ni tampoco, como algunas madres desnaturalizadas, pensando en sí misma. Diríase que ambas compartían una misma necesidad profunda y temerosa que las empujaba a dar a entender:
—¡Oh, sea amable con nosotras y no recele! ¡No tema, no esperamos que se case con nosotras! Desde luego, mamá tiene un no sé qué que hace que todo el mundo la quiera —me dijo confidencialmente Charlotte en los primeros tiempos de nuestra relación.
Sentía una gran admiración por el aspecto físico de su madre. Era lo único de lo que se vanagloriaba; aceptaba las cejas levantadas como un rasgo encantador y definitivo.
—Mi querida mamá siempre parece que esté esperando al médico —me dijo en otra ocasión—. Tal vez usted sea el médico, ¿cree que lo es?
Entonces se vio que yo tenía ciertos poderes curativos. En cualquier caso, cuando descubrí, porque en una ocasión ella dejó caer el comentario, que la señora Marden también opinaba que había en Charlotte algo «muy extraño», la relación existente entre las dos damas no podía por menos de resultarme interesante. En el fondo les unía un sentimiento de felicidad; cada una de ellas pensaba mucho en la otra.
En el paseo continuaba el fluir de los paseantes y pasó Charlotte junto a Teddy Bostwick. Sonrió inclinando la cabeza y siguió su camino, pero cuando volvió a pasar frente a nosotros se detuvo y nos dirigió la palabra. Evidentemente el capitán Bostwick se resistía a retirarse, dijo que la ocasión era demasiado tentadora. ¿Podían dar otra vuelta? La madre dejó caer un haced lo que queráis, y la joven me dirigió una impertinente sonrisa de soslayo mientras se alejaban. Teddy me miró a través de su monóculo, pero no me importaba. Estaba pensando solamente en la señorita Marden cuando dije riendo a mi acompañante:
—Es un poco coqueta, ¿sabe usted?
—¡No diga eso, no diga eso! —murmuró la señora Marden.
—Las jóvenes más encantadoras siempre lo son —argüí mostrándome magnánimo.
—Entonces, ¿por qué siempre son castigadas?
La intensidad de la pregunta me sorprendió; había brotado como en medio de un vivo resplandor. Por eso tuve que pararme a responderle:
—¿Qué sabe usted de esos castigos?
—Bueno, yo también fui una mala muchacha.
—¿Y fue castigada?
—Lo estoy siendo durante toda la vida —dijo desviando la mirada.
De pronto empezó a jadear y se puso en pie mirando fijamente a su hija que había vuelto a acercarse a nosotros siempre en compañía del capitán Bostwick. Permaneció de pie durante unos segundos, con una extrañísima expresión pintada en el rostro; luego se dejó caer de nuevo en el banco y vi que tenía la cara arrebolada. Charlotte, que se había dado cuenta de todo, fue hacia ella y, cogiéndole la mano con un rápido y cariñoso movimiento, se sentó al otro lado de la señora Marden.
La joven había palidecido y miraba fijamente a su madre con una expresión asustada. La señora Marden, que había tenido alguna impresión por causas que se nos escapaban, se rehizo; es decir, siguió sentada, inmóvil e inexpresiva, contemplando el gentío indiferente, el aire soleado, el mar adormecido. Sin embargo, mi mirada se posó en las manos enlazadas de las dos mujeres, y en seguida advertí la violenta crispación de las de la madre. Bostwick seguía ante nosotros, preguntándose qué pasaba e interrogándome desde su estúpido monóculo si yo lo sabía; lo cual movió a Charlotte a decirle al cabo de un momento con cierta irritación:
—No se quede ahí plantado, capitán Bostwick. Váyase, por favor, váyase.
Al oír esto me levanté, confiando que la señora Marden no estuviera enferma; pero en seguida nos rogó que no la dejáramos sola, insistiendo mucho en que nos quedásemos y que almorzáramos con ella en su casa. Hizo que volviera a sentarme a su lado y durante un momento sentí que su mano me apretaba el brazo de una manera que tal vez traicionaba involuntariamente un sentimiento de zozobra, si no era una señal secreta. Lo que hubiese querido darme a entender yo no podía adivinarlo. Quizás había visto entre la multitud a alguien o algo anormal. Al cabo de unos minutos nos aclaró que se encontraba perfectamente, que sólo sufría palpitaciones, pero que le desaparecían con tanta rapidez como le asaltaban.
Ya era hora de irnos; verdad que nos hizo poner en movimiento. Teníamos la impresión de que el incidente se daba por terminado. Bostwick y yo almorzamos con nuestras hospitalarias anfitrionas, y cuando ambos salimos de su casa me aseguró que jamás había conocido a nadie que fuese más de su agrado.
La señora Marden nos había hecho prometer que volveríamos al día siguiente a tomar el té, rogándonos que, en general, acudiéramos a su casa tan a menudo como pudiéramos. No obstante, al día siguiente, cuando a las cinco en punto llamé a la puerta de su encantadora casita, resultó que las señoras se habían ido a la ciudad. Habían dejado al mayordomo un recado para nosotros: que habían recibido una llamada inesperada y que lo sentían mucho. Su ausencia iba a durar unos cuantos días. Esto fue todo lo que pude averiguar del taciturno criado. Volví tres días después, pero aún no habían regresado; y sólo al cabo de una semana recibí una nota de la señora Marden:
—Ya estamos de vuelta —escribía—, venga a vernos y discúlpenos.
Recuerdo que fue entonces —al ir a visitarlas poco después de recibir su nota— cuando me dijo que había tenido intuiciones muy claras. Ignoro cuántas personas había en Inglaterra en aquel entonces que se viesen en este trance; pero hubieran sido muy pocas las que lo hubieran mencionado; de modo que sus palabras me sorprendieron y me llamaron mucho la atención, sobre todo cuando me dijo que algunos de esos misteriosos impulsos tenían relación conmigo. Había otras personas presentes —ociosos de Brighton, ancianas de ojos asustados e interjecciones impertinentes— y sólo pude hablar unos pocos minutos con Charlotte; pero al día siguiente cené con las dos y tuve la satisfacción de sentarme al lado de la señorita Marden.
Recuerdo esta ocasión como la hora en que cobré plena conciencia de que era una mujer tan bella como generosa. Antes había entrevisto destellos de su personalidad, como una canción de la que sólo nos llegan fragmentos de la tonada, pero ahora estaba ante mí como un amplio resplandor rosado, como una melodía que se hace plenamente perceptible. Oía perfectamente la totalidad de la música, que era de una suave hermosura, y que a menudo iba yo a volver a tararear.
Aquella tarde cambié unas palabras con la señora Marden; fue hacia una hora ya tardía, cuando empezaban a servir el té. Cerca de nosotros pasó un criado con una bandeja, yo le pregunté si quería tomar una taza y al responderme afirmativamente, cogí una para ofrecérsela. Ella tendió la mano y yo dejé en la suya la taza, ajeno a que pudiera producirse algún percance; pero cuando sus dedos estaban a punto de sujetarla, se estremeció y vaciló, de modo que la frágil taza y el delicado recipiente cayeron al suelo en medio de un estruendo de porcelana, sin que ella hiciera ese movimiento tan propio de las mujeres de proteger el vestido. Me agaché para recoger los pedazos y cuando volví a levantarme la señora Marden miraba fijamente al otro extremo de la estancia, donde se encontraba su hija, quien desvió la vista con una sonrisa en la cara, pero con ojos inquietos.
—Pero, ¿qué te pasa, mi querida mamá? —parecía decir la muda pregunta.
La señora Marden estaba roja como cuando hizo aquel extraño gesto en el paseo una semana atrás, y cuál no sería mi sorpresa cuando me dijo con un inesperado aplomo:
—La verdad es que podría usted haber tenido más cuidado.
Empezaba a balbucear una frase en mi defensa cuando advertí sus ojos fijos en los míos, como haciéndome una intensa súplica. Al principio me sentí desconcertado y todo aquello sólo contribuyó a aumentar mi confusión; pero súbitamente comprendí con tanta claridad como si hubiera murmurado:
—Finja que ha sido usted, finja que ha sido usted.
El criado acudió para llevarse los restos de la taza y limpiar el té derramado, y mientras yo me entregaba a la tarea de fingir que había sido por mi culpa, la señora Marden se alejó bruscamente de mí, escapando a la atención de su hija, y se dirigió a otra habitación. No hizo el menor caso al estado en que se encontraba su vestido.
Aquella noche no volví a ver a ninguna de las dos, pero al día siguiente por la mañana, en King's Road, encontré a la joven con un rollo de música en el manguito. Me dijo que la encontraba sola porque había ido a ensayar unos dúos con una amiga, y yo le pregunté si me permitía acompañarla. Dejó que la acompañase hasta la puerta de su casa, y una vez hubimos llegado le pedí permiso para entrar.
—No, hoy no; prefiero que no entre —dijo con toda franqueza, pero sin dejar de mostrarse amable.
Estas palabras me hicieron dirigir una mirada ansiosa y desconcertada a una de las ventanas de la casa. Y allí vi el pálido rostro de la señora Marden que nos estaba contemplando desde el salón. Permaneció allí el tiempo suficiente para convencerme de que no era una visión, que es lo que estuve a punto de pensar, y luego desapareció antes de que su hija hubiese advertido su presencia. La joven, en el curso de nuestro paseo no me la había mencionado. Como se me había dicho que preferían no verme, estuve un tiempo sin comparecer por allí, y luego una serie de circunstancias motivaron que no volviésemos a coincidir.
Finalmente volví a Londres, y una vez allí recibí una insistente invitación para trasladarme sin pérdida de tiempo a Tranton, una antigua y deliciosa finca del condado de Sussex que pertenecía a un matrimonio que había conocido hacía poco. Fui de Londres a Tranton y a mi llegada encontré en la casa a las Marden, junto con una docena de otras personas. Lo primero que me dijo la señora Marden fue:
—¿Me perdonará usted?
Y cuando pregunté qué era lo que tenía que perdonar, respondió:
—Haber vertido el té sobre su traje.
Repliqué que se lo había vertido sobre sí misma, a lo cual me dijo:
—En cualquier caso me porté de un modo muy poco cortés; pero sé que algún día me comprenderá y entonces tal vez pueda disculparme.
El primer día de mi estancia dejó caer dos o tres alusiones —anteriormente ya me había hecho más de una a la iniciación mística que me estaba reservada—; empecé, como suele decirse, a hacerla rabiar, diciendo que preferiría una iniciación menos prodigiosa, pero inmediata. Me contestó que cuando se produjera no tendría más remedio que aceptarla, que no tendría otra opción. Estaba íntimamente convencida de que aquello iba a producirse, tenía un hondo presentimiento, ésta, me dijo, es la única razón de haberlo mencionado. ¿No recordaba que ya me había hablado de intuiciones?
Desde la primera vez que me vio había estado segura de que yo no podría evitar conocer ciertas cosas. Mientras, lo único que se podía hacer era esperar y guardar la calma, no precipitarse. Recomendaba de un modo especial no caer en un nerviosismo extravagante. Y sobre todo yo no debía ponerme nervioso... uno se acostumbra a todo. Le contesté que aunque no sabía de lo que me estaba hablando estaba terriblemente asustado, ya que al carecer de toda pista la imaginación tendía a desbocarse.
Exageré a propósito; porque si la señora Marden podía ser desconcertante, estaba lejos de creerla inquietante. No acertaba a imaginar a qué se estaba refiriendo, pero mi curiosidad era mucho mayor que mi miedo. Hubiera podido decirme que tal vez estaba un poco desquiciada; pero semejante idea no llegó a ocurrírseme. Me producía la impresión de alguien desesperadamente cuerdo. En la casa había otras jóvenes, pero Charlotte era la más atractiva; y esta opinión estaba tan generalizada que casi llegó a constituir un serio obstáculo para la cacería. Hubo dos o tres hombres, y debo confesar que yo fui uno de ellos, que prefirieron su compañía a la de los ojeadores.
En otras palabras, hubo acuerdo general en considerarla como una forma de deporte superior y exquisito. Era amable con todos nosotros, nos hacía salir tarde y volver temprano. Ignoro si coqueteaba, pero varios otros miembros del grupo opinaban que ellos sí lo hacían. Por lo que a él se refiere, Teddy Bostwick, que había acudido de Brighton, estaba plenamente convencido.
El tercero de estos días fue un domingo que justificó un hermoso paseo campo a través para asistir al servicio religioso de la mañana. Hacía un tiempo gris y sin viento, y la campana de la vieja iglesita incrustada en la depresión de la meseta de Sussex sonaba muy próxima y familiar. Avanzábamos en grupos dispersos, en medio de un aire suave y húmedo —que, como siempre en esta estación, con los árboles desnudos, parecía aún mayor, como si el cielo fuese más grande— y yo me las arreglé para quedar sensiblemente rezagado junto con la señorita Marden. Recuerdo que mientras caminábamos juntos sobre la hierba tuve la fuerte tentación de decir algo intensamente personal, algo violento e importante, importante para mí; como por ejemplo, que nunca la había visto tan bonita, o que aquel preciso momento era el más feliz de mi vida.
Pero cuando se es joven, ese tipo de frases han estado muchas veces a punto de salir de los labios antes de que se pronuncien efectivamente; y yo tenía la impresión, no de que no la conocía suficientemente bien —eso me importaba poco—, sino de que era ella la que no me conocía lo bastante. En la iglesia, un museo de antiguas tumbas de Tranton y de bronces, el banco grande estaba ocupado. Varios de nosotros nos sentamos en los lugares que quedaban libres, y yo encontré uno para la señorita Marden y otro para mí a su lado, a cierta distancia de su madre y de la mayoría de nuestros amigos. En el banco había dos o tres campesinos de apariencia muy digna que se corrieron para dejarnos lugar, y yo me senté el primero para separar a mi acompañante de nuestros vecinos. Una vez ella se hubo sentado aún quedaba un espacio libre, que siguió vacío hasta que el oficio religioso estuvo por la mitad.
Al menos fue en este momento cuando me di cuenta de que había entrado otra persona y había ocupado aquel lugar. Cuando reparé en él debía ya de llevar unos minutos en el banco; se había sentado y había dejado el sombrero a su lado, tenía las manos cruzadas sobre el pomo de su bastón, y miraba fijamente hacia adelante, en dirección al altar. Era un joven pálido y vestido de negro que tenía el aire de un caballero. Su presencia me sorprendió ligeramente, ya que la señorita Marden no había atraído mi atención hacia él corriéndose para dejarle sitio. Al cabo de unos minutos, al ver que no tenía devocionario, alargué el brazo por delante de mi amiga y dejé el mío ante él, sobre el reborde del banco; gesto cuyos motivos tenían algo que ver con la posibilidad de que, al verme sin libro, la señorita Marden me diese a sostener uno de los lados del suyo encuadernado en terciopelo.
Sin embargo, la maniobra estaba destinada a fracasar, ya que en el momento en que ofrecí el libro al intruso —cuya intrusión había así condonado—, éste se levantó sin darme las gracias, salió sin hacer ruido del banco, que no tenía puerta, y de un modo tan discreto que no atrajo la atención de nadie, se dirigió hacia la salida por el pasillo central de la iglesia. Muy pocos minutos le habían bastado para hacer sus devociones. Su proceder era incorrecto, y más aún por irse tan pronto que por haber llegado tarde; pero lo había hecho todo tan silenciosamente que no causó molestias, y al volver un poco la cabeza para seguirle con los ojos comprobé que no había distraído a nadie al salir. Sólo reparé con asombro que la señora Marden al verle se había impresionado tanto que involuntariamente se había puesto en pie en su lugar.
Le miró fijamente mientras pasaba, pero él pasó muy aprisa, y ella también volvió a sentarse en seguida, pero no sin que antes nuestras miradas se cruzaran a través de la iglesia. Cinco minutos después en voz baja pregunté a su hija si era tan amable de devolverme mi devocionario... en realidad había estado esperando a que ella lo hiciera espontáneamente. La joven me devolvió este auxiliar de la devoción, pero había estado tan ajena al libro que no pudo por menos de decirme:
—¿Pero por qué lo había dejado aquí?
Estaba a punto de responderle cuando se arrodilló, ante lo cual consideré preferible callarme. La contestación que tenía en la punta de la lengua era:
—Para ser cortés como es debido.
Después de la bendición, cuando nos disponíamos a irnos, volví a sorprenderme un poco al ver que la señora Marden, en vez de salir con los demás, volvía atrás para ir a nuestro encuentro, al parecer para decirle algo a su hija. Efectivamente habló con ella, pero al instante comprendí que era sólo un pretexto, y que en realidad quería hablar conmigo. Hizo que Charlotte se adelantara y súbitamente me dijo en un susurro:
—¿Le ha visto?
—¿El caballero que se ha sentado aquí? ¿Cómo no iba a verlo?
—¡Chist! —exclamó presa de una gran excitación—. ¡No le diga nada a ella, no le diga nada a ella!
—Deslizó la mano por debajo de mi brazo para que no me moviera de su lado, para mantenerme, al menos eso parecía, apartado de su hija. La precaución era innecesaria, porque Teddy Bostwick ya había tomado posesión de la señorita Marden, y cuando salían de la iglesia delante de mí vi que uno de los hombres de nuestro grupo la escoltaba también por el otro lado. Al parecer consideraban que mi vez ya había pasado. La señora Marden me soltó apenas hubimos salido, pero no antes de que yo comprendiera que necesitaba mi ayuda.
—¡No se lo diga a nadie, no se lo diga a nadie! —repetía.
—No entiendo. Decir a nadie ¿el qué?
—¡Qué va a ser! Que usted le ha visto.
—Sin duda también ellos le han visto.
—Nadie le ha visto, nadie.
Hablaba con una decisión tan apasionada que no pude por menos de mirarla; tenía la mirada fija ante sí. Pero sintió el desafío de mis ojos y se detuvo bruscamente, en el viejo pórtico de oscura madera de la iglesia, cuando los demás empezaban a estar lejos; allí me miró de un modo completamente singular.
—Usted ha sido el único —dijo—; la única persona del mundo.
—Exceptuándola a usted, mi querida señora.
—¡Yo! Oh, sí, claro. ¡Esta es mi maldición!
Y en seguida se alejó rápidamente para unirse al resto de nuestro grupo. Regresé a la casa con paso vacilante y a cierta distancia de los demás, porque tenía muchas cosas que meditar. ¿A quién había visto y por qué la aparición —que volvió a surgir en mi memoria con claridad— era invisible a los otros?
Si se había hecho una excepción para la señora Marden, ¿por qué ello debía considerarse como una maldición y por qué tenía yo que compartir un honor tan dudoso? Esta súplica, que no salió de mi pecho, sin duda me hizo permanecer muy silencioso durante el almuerzo. Después de comer salí a la vieja terraza para fumar un cigarrillo; pero apenas había dado una o dos vueltas cuando sorprendí la cara de la señora Marden tras la ventana de una de las salas que daba a la terraza de losas irregulares. Me recordó la misma presencia fugitiva, detrás de los cristales, en Brighton, el día en que encontré a Charlotte y la acompañé a su casa. Pero esta vez mi enigmática amiga no desapareció; golpeó con los nudillos en los cristales y me hizo señas de que entrase.
Era una estancia pequeña y más bien rara, una de las muchas salitas de recibir que había en la planta baja de Tranton; la llamaban la sala india y era de un estilo denominado oriental: tumbonas de bambú, biombos de laca, farolillos con largos flecos y extraños ídolos dentro de vitrinas, objetos todos ellos que no son los más propicios para contribuir a la sociabilidad. El lugar era poco frecuentado y cuando entré estábamos solos. Apenas aparecí, me dijo:
—Por favor, dígame una cosa: ¿está usted enamorado de mi hija?
Lo cierto es que hice una pequeña pausa antes de responder:
—Antes de contestar a su pregunta, ¿sería usted tan amable de decirme qué es lo que la ha hecho pensar en esto?
La señora Marden, que me contradecía con sus ojos hermosos e inquietos, no atendió a la pregunta que le había formulado; siguió hablando con gran apasionamiento:
—¿No le dijo nada a mi hija cuando iban a la iglesia?
—¿Qué le hace pensar que le dije algo?
—Pues el hecho de que usted le viera.
—Que viera ¿a quién, mi querida señora Marden?
—Oh, bien lo sabe usted —respondió con gravedad, incluso con un pequeño matiz de reproche, como si yo tratase de humillarla obligándola a nombrar lo innombrable.
—¿Se refiere al caballero del cual me hizo usted aquel comentario tan extraño en la iglesia, el que se sentó en nuestro banco?
—¡Le ha visto, le ha visto! —dijo en un jadeo, con una curiosa mezcla de consternación y de alivio.
—Naturalmente que le he visto, y usted también.
—Son dos cosas distintas. ¿Lo sintió usted como algo inevitable?
Nuevamente me quedé perplejo.
—¿Inevitable?
—El que usted le viera.
—Evidentemente, dado que no soy ciego.
—Hubiese usted podido serlo. Todos los demás lo son.
Yo no podía estar más desconcertado y se lo confesé con toda franqueza a mi interlocutora, pero la situación distó mucho de aclararse cuando ella exclamó:
—¡Sabía que usted le vería desde que se enamoró de veras de ella! Sabía que ésta iba a ser la prueba, ¿que digo?, la confirmación.
—Este estado maravilloso, ¿comporta, pues, trastornos tan inusitados? —pregunté sonriendo.
—Juzgue usted mismo. ¡Le ve, le ve! —exclamó exultante—. Y le volverá a ver.
—No tengo nada que objetar, pero me interesaría más por él si tuviese usted la amabilidad de decirme quién es.
Esquivó mi mirada, pero luego la afrontó deliberadamente.
—Se lo diré si antes me cuenta usted lo que ha dicho a mi hija camino de la iglesia.
—¿Acaso ella le ha dicho que yo le dije algo?
—¿Necesito que me lo dijera? —preguntó vivamente.
—¡Ah, sí, ya recuerdo! ¡Sus intuiciones! Pero lamento decirle que esta vez han fallado. Porque la verdad es que a su hija no le dije absolutamente nada fuera de lo normal.
—¿Está usted bien seguro?
—Le doy mi palabra de honor, señora Marden.
—Entonces, ¿considera usted que no está enamorado de mi hija?
—¡Esta es otra cuestión! —dije riendo.
—¡Lo está, lo está! Si no lo estuviera no le hubiese visto.
—Pero, vamos a ver, ¿quién demonios es, señora? —pregunté ya un poco irritado.
No obstante, por toda respuesta siguió formulándome preguntas.
—Al menos, ¿sentía usted el deseo de decirle algo, no estuvo casi a punto de decírselo?
Bueno, aquello sonaba más sensato; justificaba las famosas intuiciones.
—Ah, casi a punto sería la expresión exacta. Diga usted que faltó bien poco. Aún no sé lo que me impidió hablar.
—Con eso basta y sobra —dijo la señora Marden—. Lo importante no es lo que dice, sino lo que siente. Esto es lo que le mueve a él.
Había acabado por enojarme con sus reiteradas alusiones a una identidad que aún no se había aclarado, y junté las manos en una posición de súplica que ocultaba realmente una gran impaciencia, una viva curiosidad e incluso las primeras y breves palpitaciones de un cierto terror sagrado.
—Por lo que más quiera, le ruego que me diga de quién está hablando.
Ella levantó los brazos, desvió la mirada, como si quisiera librarse a un tiempo de cualquier sentimiento de reserva y de toda responsabilidad, y dijo:
—De Sir Edmund Orme.
—¿Y puede saberse quién es Sir Edmund Orme?
Al oír mis palabras se sobresaltó.
—¡Silencio! Ahí vienen.
Siguiendo la dirección de su mirada, vi a Charlotte en la terraza, al otro lado de la ventana, y entonces su madre añadió como una patética advertencia:
—¡Haga como si no le viera! Como si no le viera nunca.
La joven, que se había puesto las manos sobre los ojos a modo de visera, miraba hacia el interior de la sala y, sonriendo, nos hacía señas a través del cristal para que la dejáramos entrar; yo me dirigí hacia la puerta y la abrí. Su madre se apartó y ella entró en la sala con una burlona frase de provocación:
—¿Puede saberse qué conspiran aquí los dos?
Se había hablado de un proyecto —he olvidado cuál— para aquella tarde, y se necesitaba la participación o el consentimiento de la señora Marden, ya que mi adhesión se daba como segura, y la joven había recorrido la mitad de la casa buscándola. Me turbó ver que la madre estaba muy nerviosa; y cuando se volvió para ir al encuentro de su hija disimuló su turbación bajo un cierto aire de extravagancia, arrojándose al cuello y abrazándola. Para atraer la atención de Charlotte, exageré mi galantería:
—Estaba solicitando su mano a su madre.
—¿De veras? ¿Y se la ha concedido? —preguntó muy risueña.
—Estaba a punto de hacerlo cuando la hemos visto a usted.
—Bueno, yo termino en seguida y les dejo libres.
—¿Te gusta, Charlotte? —preguntó la señora Marden con un candor que yo no esperaba.
—Resulta difícil contestar delante de él, ¿no? —replicó la encantadora muchacha, aceptando el tono humorístico de la situación, pero mirándome como si no le gustara en absoluto.
Hubiera tenido que contestar delante de otra persona más, pues en aquel momento entraba en la salita viniendo de la terraza —la puerta se había quedado abierta— un caballero al que yo no había visto hasta aquel mismo instante. La señora Marden había dicho:
—Ahí vienen —pero parecía como si hubiese seguido a su hija a cierta distancia.
Le reconocí en el acto como el mismo personaje que se había sentado al lado nuestro en la iglesia. Esta vez le vi mejor, su extraño rostro y su no menos extraña actitud. Le llarno personaje porque, sin saber la razón, uno tenía la impresión de que había entrado en la estancia un príncipe reinante. Se movía con una indescriptible solemnidad, como si fuese distinto de los demás. Pero me miraba con fijeza y gravedad, hasta que me pregunté qué esperaba de mí. ¿Acaso creía que debía doblar la rodilla y besarle la mano? Luego posó la misma mirada sobre la señora Marden, pero ella sabía lo que debía hacer.
Una vez superado el primer impulso de nerviosismo, no dio la menor muestra de haber advertido su presencia; entonces recordé la apasionada súplica que me había hecho. Tuve que hacer un gran esfuerzo para imitarla, pues aunque no supiese nada de él excepto que era Sir Edmund Orme, su presencia actuaba como una intensa llamada, casi como una coacción.
Estaba allí sin hablar, era un joven pálido y apuesto, pulcro y bien afeitado, con ojos de un inusitado color azul desvaído y un aire anticuado, como un retrato de tiempo atrás, en su aspecto y la manera de peinarse. Iba de luto riguroso —inmediatamente uno se daba cuenta de que vestía muy bien— y llevaba el sombrero en la mano. Volvió a mirarme con una singular intensidad, como nadie en el mundo me había mirado hasta entonces; y recuerdo que sentí frío en la espalda y que deseé que dijera algo. Nunca un silencio me había parecido tan insondable. Desde luego, ésta fue una impresión intensa y rápida; pero durante este tiempo sólo habían transcurrido unos pocos instantes, como comprendí súbitamente por la expresión de Charlotte Marden, cuyos asombrados ojos se posaban alternativamente en su madre y en mí —él nunca la miraba y ella no parecía verle—, hasta que exclamó:
—Pero ¿qué es lo que les pasa? ¿Por qué ponen esas caras tan raras?
Sentí que el color volvía a mi rostro, y ella continuó:
—¡Se diría que han visto un espectro!
Sigue leyendo la segunda parte de :«Sir Edmund Orme», de Henry James.
El análisis y resumen del cuento de Henry James: Sir Edmund Orme (Sir Edmund Orme), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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